17 de septiembre. —Cuatro días y cuatro noches de paz. Me estoy poniendo otra vez tan fuerte que casi no me reconozco a mí misma. Es como si hubiera vivido una larga pesadilla, y me acabara de despertar para ver la hermosa luz del sol y sentir a mi alrededor el aire fresco de la mañana. Tengo un velado medio recuerdo de largos y angustiosos momentos de espera y temor; de una oscuridad en la que no existía siquiera el dolor de la esperanza para agudizar la congoja del momento y, luego, largos periodos de olvido y un resurgir a la vida, como un buzo ascendiendo a través de una gran presión de agua. En cualquier caso, desde que el doctor Van Helsing me acompaña, todos esos malos sueños parecen haber desaparecido; los ruidos que acostumbraban a aterrorizarme como una tonta —los aleteos contra las ventanas, las voces distantes que parecían tan cercanas a mí, los duros sonidos que surgían de no sé dónde y me ordenaban hacer no sé qué— han cesado por completo. Ahora me acuesto todas las noches sin miedo a dormir. Ni siquiera intento mantenerme despierta. He acabado cogiéndole bastante cariño al ajo y cada día llega una caja para mí desde Haarlem. Esta noche el doctor Van Helsing se marcha, ya que tiene que pasar un día en Ámsterdam. Pero ya no necesito que nadie me vigile; estoy lo suficientemente recuperada como para que me dejen sola. ¡Ruego a Dios por el bienestar de mi madre, y de mi querido Arthur, y de todos nuestros amigos que tan amables han sido! Ni siquiera notaré el cambio, ya que anoche el doctor Van Helsing se pasó gran parte del tiempo durmiendo en su silla. Dos veces que me desperté, le encontré dormido; pero no temí volver a dormirme, a pesar de que unas ramas, o un murciélago, o lo que fuese, estuviera golpeando contra la ventana, casi se diría que con furia.