DIARIO DEL DOCTOR SEWARD

13 de septiembre. —Llegué al Berkeley[147] y encontré a Van Helsing, como de costumbre, ya levantado. El coche solicitado desde el hotel estaba esperando. El profesor cogió su maletín, que ahora siempre le acompaña.

Quiero registrarlo todo con exactitud. Van Helsing y yo llegamos a Hillingham a las ocho en punto. Hacía una mañana preciosa; el sol radiante y la fresca sensación de un otoño temprano parecían la culminación del trabajo anual de la naturaleza. Las hojas estaban adquiriendo toda clase de bellos colores, pero aún no habían empezado a caer de los árboles. Cuando entramos, nos encontramos a la señora Westenra saliendo de la sala de estar. Es muy madrugadora. Nos saludó calurosamente y dijo:

—Les alegrará saber que Lucy está mejor. La querida niña sigue dormida. He echado un vistazo a su habitación y la he visto, pero no he querido entrar, para no molestarla.

El profesor sonrió y se le vio bastante jubiloso. Se frotó las manos mientras decía:

—¡Ajá! Ya suponía que había diagnosticado correctamente el caso. Mi tratamiento está funcionando.

A lo que ella respondió:

—No debe atribuirse todo el mérito usted solo, doctor. El estado de Lucy esta mañana se debe, en parte, a mí.

—¿A qué se refiere, señora? —preguntó el profesor.

—Bueno, anoche estaba tan preocupada por la querida niña que entré en su habitación. Dormía profundamente, tan profundamente que ni siquiera mi entrada la despertó. Pero el ambiente de su habitación estaba terriblemente cargado. Había un montón de horribles y apestosas flores por todas partes, y ella incluso llevaba unas cuantas alrededor del cuello. Temí que un olor tan penetrante pudiera ser perjudicial para mi querida niña, tan débil como estaba, de modo que me las llevé todas y abrí la ventana para que entrara un poco de aire fresco. Estarán ustedes encantados con ella, estoy segura.

Dicho esto, se retiró a su tocador, donde habitualmente desayuna temprano. Mientras hablaba, yo había estado observando el rostro del profesor y lo había visto ponerse de un gris ceniciento. Había conseguido dominarse mientras la pobre señora siguió presente, pues conocía su estado y lo fatal que resultaría cualquier sobresalto; incluso le dedicó una sonrisa mientras le abría la puerta para que pasara a su cuarto. Pero en el instante en que ella desapareció, me arrastró brusca y enérgicamente hasta el comedor y cerró la puerta.

Entonces, por primera vez en mi vida, vi derrumbarse a Van Helsing. Elevó los brazos por encima de la cabeza, con una especie de muda desesperación, y después juntó las palmas de golpe, abatido; finalmente, se sentó en una silla y, cubriéndose el rostro con las manos, empezó a llorar, con sonoros y entrecortados sollozos que parecieron surgir de lo más hondo de su afligido corazón. Después volvió a alzar los brazos, como apelando a todo el universo:

—¡Dios! ¡Dios! ¡Dios! —dijo—. ¿Qué hemos hecho, qué ha hecho esta pobre criatura, para merecer tal acoso? ¿Acaso permanece aún entre nosotros un Hado, enviado desde el mundo pagano de antaño, para que suceda algo semejante, y de este modo? Esta pobre madre, sin saberlo y con la mejor intención, ha hecho algo que podría perder a su hija en cuerpo y alma; y sin embargo no podemos decírselo, no debemos ni siquiera avisarla, o moriría, y entonces ambas morirían. ¡Oh, qué terrible acoso! ¡Los poderes de los diablos actúan en nuestra contra, y de qué manera!

De repente se alzó de un salto.

—Ven —dijo—. Ven, debemos ver y actuar. Diablos o no diablos, o aunque fueran todos los diablos a la vez, no importa; les plantaremos cara igualmente.

Fue al recibidor a buscar su maletín y juntos subimos a la habitación de Lucy.

Una vez más, yo levanté la persiana mientras Van Helsing se acercaba a la cama. Esta vez no se sobresaltó al ver nuevamente en el pobre rostro la misma horrenda y cerúlea palidez. Tenía una expresión de severa tristeza e infinita piedad.

—Lo suponía —murmuró, con esa sibilante inspiración suya que tanto significaba. Sin mediar palabra, fue a cerrar la puerta y después empezó a disponer sobre la mesita los instrumentos para una nueva operación de transfusión de sangre. Yo había reconocido de inmediato su necesidad, y empecé a quitarme el abrigo, pero él me detuvo con un ademán de advertencia.

—¡No! —dijo—, hoy te encargarás de operar. Yo proveeré. Estás demasiado débil. Mientras decía esto, se quitó el abrigo y se arremangó la camisa.

Otra vez la misma operación; otra vez el narcótico; otra vez cierto resurgir del rubor en las cenicientas mejillas, acompañado de la respiración regular de un sueño natural. Sin embargo, en esta ocasión fui yo quien se quedó vigilando mientras Van Helsing se reponía y descansaba.

Al cabo de un rato, aprovechó una oportunidad para decirle a la señora Westenra que no debía retirar nada de la habitación de Lucy sin consultarle previamente; que las flores tenían una función medicinal, y que respirar su aroma formaba parte del tratamiento. A continuación volvió a hacerse cargo de la situación, indicándome que él mismo se encargaría de velarla esta noche y la siguiente, y que ya me avisaría cuando necesitara que volviera.

Una hora más tarde, Lucy se despertó de su sueño, fresca y radiante, sin secuelas aparentes de su terrible experiencia[148].

¿Qué significa todo esto? Empiezo a preguntarme si mi larga convivencia entre dementes no habrá empezado a afectar a mi propio cerebro.