(continuación)
8 de septiembre. —He pasado toda la noche sentado junto a Lucy. El opiáceo dejó de hacerle efecto poco antes de caer la noche y se despertó de forma natural; parecía una persona distinta de la que había sido antes de la operación. Incluso estaba animada y rebosaba alegre vivacidad, aunque aún mostraba secuelas de la absoluta postración que había sufrido. Cuando le dije a la señora Westenra que el doctor Van Helsing me había ordenado que me sentara a velarla, ella casi ridiculizó la idea, señalando las fuerzas renovadas y el excelente ánimo de su hija. En cualquier caso, me mantuve firme, e hice los preparativos para mi larga vigilia. Cuando su doncella terminó de prepararla para la noche, entré en su habitación —había aprovechado el intervalo para cenar—, y tomé asiento junto a su cama. Ella no puso objeción alguna, y percibí el agradecimiento en sus ojos cada vez que sorprendí su mirada. Tras un largo rato empezó a quedarse dormida, pero hizo un esfuerzo por recomponerse y se espabiló. Este proceso se repitió en varias ocasiones, si bien a medida que fue avanzando la hora cada vez le costaba mayor esfuerzo mantenerse despierta y más cortas eran las pausas entre sus cabezadas. Era evidente que no quería dormirse, de modo que abordé el tema de inmediato:
—¿Es que no quiere dormir?
—No; tengo miedo.
—¡Miedo a dormir! ¿Y por qué? Es la bendición que todos deseamos.
—¡Ah, no sería así si el sueño fuera para usted, como para mí, un presagio de horror!
—¡Un presagio de horror! ¿A qué rayos se refiere?
—No lo sé. Oh, no lo sé. Y eso es lo más terrible. Esta debilidad me acomete siempre en el sueño; temo sólo pensar en ello.
—Pero mi querida niña, esta noche podrá dormir. Yo estoy aquí, vigilándola, y puedo prometerle que no le va a suceder nada.
—¡Ah, puedo confiar en usted! —aproveché al vuelo la oportunidad y dije:
—Le prometo que si veo cualquier indicio de que está usted teniendo una pesadilla, la despertaré de inmediato.
—¿Lo hará? ¡Oh! ¿De verdad que lo hará? ¡Qué bueno es usted conmigo! ¡Entonces dormiré!
Y casi al mismo tiempo que estas palabras, dejó escapar un profundo suspiro de alivio y se durmió.
Velé a su lado toda la noche. No se movió ni una sola vez, sino que se hundió más y más en un sueño profundo y reposado, vivificante y reparador. Sus labios estaban ligeramente separados, y su pecho se alzaba y caía con la regularidad de un péndulo. Tenía una sonrisa en el rostro y resultaba evidente que ninguna pesadilla había venido a perturbar su paz mental.
Por la mañana temprano llegó su doncella, y la dejé a su cuidado para arrastrarme de cualquier manera hasta casa, pues me preocupaban muchos temas. Les envié un cable a Van Helsing y a Arthur, describiéndoles los excelentes resultados de la operación. Los múltiples retrasos acumulados en mi propio trabajo me han mantenido ocupado todo el día; ya había oscurecido cuando he tenido ocasión de preguntar por mi paciente zoófago. El informe ha sido positivo: el día y la noche anteriores permaneció bastante tranquilo. Mientras estaba cenando ha llegado un telegrama de Van Helsing desde Ámsterdam, sugiriendo que acudiera a Hillingham esta noche, ya que podría ser necesario, y comunicándome que partiría con el correo de la noche y que se reuniría conmigo por la mañana temprano.
9 de septiembre. —He llegado a Hillingham agotado y molido. Llevo dos noches sin apenas pegar ojo y mi cerebro estaba empezando a sentir ese entumecimiento que anuncia el agotamiento cerebral. Lucy estaba levantada y muy animada. Al estrecharnos las manos, ha observado intensamente mi rostro y me ha dicho:
—Nada de volver a quedarse sentado despierto esta noche. Está usted agotado. Me siento muy bien; de hecho, lo estoy; y si alguien debe quedarse a velar, seré yo quien me siente a velarle a usted.
No he intentado discutir con ella, me he limitado a bajar a cenar. Lucy me ha acompañado y, avivado por su encantadora presencia, he disfrutado de una copiosa comida, y he tomado un par de vasos de un oporto más que excelente. Después, Lucy me ha conducido arriba y me ha mostrado una habitación pegada a la suya, en la que ardía un fuego acogedor.
—Ahora debe usted quedarse aquí —ha dicho—. Dejaré abierta esta puerta, y también la de mi habitación. Si quiere puede tumbarse en el sofá, pues sé que nada induciría a ningún médico a irse a la cama mientras haya un paciente en lontananza. Si necesito algo le llamaré, y usted podrá acudir a mí de inmediato.
No he podido sino mostrarme de acuerdo, pues estaba «cansado como un perro», y no habría podido quedarme velando ni aunque lo hubiera intentado. De modo que, tras hacerle reiterar su promesa de que me llamaría si necesitaba cualquier cosa, me he tumbado en el sofá, dispuesto a olvidarme de todo.