DIARIO DEL DOCTOR SEWARD

7 de septiembre. —La primera cosa que me dijo Van Helsing cuando nos encontramos en Liverpool Street fue:

—¿Le has dicho algo a nuestro joven amigo, su enamorado?

—No —respondí—. Quería esperar a verle a usted, como le dije en mi telegrama. Sencillamente le he escrito una carta comunicándole que venía usted, que la señorita Westenra no se encontraba tan bien y que ya le informaría en caso de ser necesario.

—Bien, amigo mío —dijo—. ¡Muy bien! Es mejor que por el momento no lo sepa; quizá nunca llegue a saberlo. Rezo por ello. Pero si fuera necesario, entonces deberá saberlo todo. Y deja que te advierta, mi buen amigo John. Tú tratas con los locos. Pero todos los hombres están locos de un modo u otro; y de igual manera que tratas discretamente a tus locos, así deberás tratar también a los locos de Dios… el resto del mundo. Tú no les cuentas a tus locos lo que haces, ni por qué motivos lo haces; no les cuentas lo que piensas. Porque el conocimiento debe guardarse en su lugar, donde pueda descansar, donde pueda estar con los de su clase y reproducirse. Por el momento, tú y yo deberemos guardar lo que sabemos aquí, y aquí —me tocó en el corazón y la frente, y luego se señaló a sí mismo del mismo modo—. Por ahora tengo algunas ideas. Más adelante te las revelaré.

—¿Por qué no ahora? —pregunté—. Podría servir de algo; podríamos llegar a alguna conclusión.

Me interrumpió mirándome, y dijo:

—Amigo John, cuando el maíz ha brotado, pero antes de que haya llegado a madurar, mientras la leche de la madre tierra sigue nutriéndole, y la luz del sol aún no ha comenzado a pintarlo con su oro, el labriego arranca una espiga y la restriega entre sus rudas manos, y sopla las granzas verdes, y te dice: «¡Mire! Es buen maíz; hará una buena cosecha a su debido tiempo»[138].

No entendí su ejemplo, y así se lo dije. A modo de respuesta, alargó el brazo y me agarró de la oreja con la mano y tiró de ella juguetonamente, como solía hacer hace ya mucho tiempo, en sus clases magistrales, mientras decía:

—El buen labriego te habla así porque en ese momento ya lo sabe, pero no antes. Nunca encontrarás a un buen labriego desenterrando el maíz que acaba de plantar para ver si está creciendo; eso queda para los niños que juegan a ser labriegos, no para aquellos cuya vida depende de su trabajo. ¿Lo entiendes ahora, amigo John? Yo he sembrado mi maíz, y ahora la Naturaleza tiene que hacer su trabajo para hacerlo brotar; si sucede así, hay esperanzas; y yo debo esperar hasta que la espiga empiece a llenarse.

Se detuvo, pues evidentemente vio que lo entendía. Después continuó, con gran seriedad:

—Siempre fuiste un estudiante atento, y tus estanterías siempre estaban más llenas de libros que las de los demás. Entonces sólo eras estudiante; ahora eres maestro, y confío en que no hayas perdido los buenos hábitos. Recuerda, amigo mío, que el conocimiento es más poderoso que la memoria, por lo que nunca deberíamos confiar en la más débil. Aunque no hayas mantenido las buenas costumbres, déjame decirte que el caso de nuestra querida señorita podría (y ojo, digo podría) resultar tan interesante para nosotros, y también para otros, que todos los demás no bastarían para inclinar la balanza en su contra, como dice tu gente. Toma, pues, buena nota de todo. Ningún detalle carece de importancia. Te aconsejo que dejes constancia incluso de tus dudas y conjeturas. En el futuro podría ser interesante para ti ver lo ciertas que resultaron ser tus predicciones ¡Aprendemos del fracaso, no del éxito!

Cuando le describí los síntomas de Lucy —los mismos que con anterioridad, sólo que definitivamente más marcados—, se puso muy serio, pero no dijo nada. Tomó un maletín en el que llevaba instrumental y drogas, «la macabra parafernalia de nuestro oficio benefactor», como en una ocasión denominó, en una de sus clases, al equipamiento de un profesor de las artes médicas. Cuando nos condujeron al interior, nos recibió la señora Westenra. Estaba alarmada, pero ni mucho menos tanto como había esperado encontrarla. La Naturaleza, siguiendo uno de sus benefactores caprichos, ha decretado que incluso la muerte debe llevar consigo algún antídoto ante sus propios terrores. En su caso, en el que cualquier sobresalto podría resultar fatal, todo está ordenado de tal forma que, por una u otra causa, los asuntos que no sean personales —incluso el terrible cambio experimentado por su hija, a la que tan unida está— no parecen afectarla. Es algo parecido a lo que sucede cuando la Madre Naturaleza cubre un cuerpo extraño con una capa de tejido insensible que proteja de todo mal a aquello que de otro modo sufriría por contacto. Si esto es un ejemplo de egoísmo por decreto, entonces deberíamos detenernos a reflexionar antes de condenar a nadie por egoísta, pues podría haber raíces más profundas para ello que los meros motivos conocidos por nosotros.

Utilicé mi conocimiento de esta fase de la patología espiritual para establecer la norma de que la señora Westenra no debería ver a Lucy, ni pensar en su enfermedad, más de lo que fuera absolutamente necesario. Ella consintió con rapidez. Tanta, de hecho, que nuevamente vi la mano de la Naturaleza luchando por la vida. Nos guiaron a Van Helsing y a mí a la habitación de Lucy. Si ayer había quedado impresionado al verla, hoy quedé completamente horrorizado. Tenía una palidez cadavérica, blanca como la tiza; parecía haber perdido todo el color, incluso en los labios y encías, y los huesos de su rostro sobresalían prominentemente; verla y oírla respirar resultaba penoso. El rostro de Van Helsing se volvió marmóreo, y sus cejas convergieron hasta casi tocarse sobre su nariz[139]. Lucy yacía inmóvil y no parecía tener fuerzas ni para hablar, de modo que durante un rato todos permanecimos en silencio. Entonces Van Helsing me hizo una seña y salimos cuidadosamente de la habitación. En el instante en que cerramos la puerta a nuestras espaldas, recorrió rápidamente el pasillo hasta llegar a la siguiente habitación, cuya puerta estaba abierta. Me arrastró rápidamente al interior y cerró la puerta.

—¡Dios mío! —exclamó—. Esto es terrible. No hay tiempo que perder. Va a morir sencillamente por falta de sangre para mantener el corazón funcionando como debería. Tenemos que hacerle una transfusión de sangre inmediatamente. ¿Tú o yo?

—Soy más joven y más fuerte, profesor. Debo ser yo.

—Entonces prepárate de inmediato. Voy a por mi maletín. Vengo preparado.

Bajé las escaleras con él y, mientras descendíamos, oímos llamar a la puerta de entrada. Cuando alcanzamos el recibidor, la doncella acababa de abrir la puerta y Arthur estaba entrando rápidamente. Se abalanzó hacia mí, susurrando angustiado:

—Jack, estaba muy preocupado. He leído tu carta entre líneas y he sufrido una agonía. Mi padre se encuentra mejor, así que he venido corriendo para comprobar por mí mismo. ¿No es ese caballero el doctor Van Helsing? Le estoy muy agradecido, caballero, por haber venido.

Al verle entrar, el profesor se mostró contrariado al ser interrumpido en semejante momento; pero ahora, tras haber observado sus robustas proporciones y haber reconocido la enérgica y lozana hombría que parecía emanar de todo él, sus ojos resplandecieron. Sin perder un momento, le dijo muy seriamente mientras le estrechaba la mano:

—Caballero, llega usted justo a tiempo. Usted es el amado de nuestra querida señorita. Está mal. Muy, muy mal. No, hijo mío, no se ponga así —pues Arthur había palidecido repentinamente y se había derrumbado sobre una silla medio desvanecido—. Va usted a ayudarla. Ninguna otra persona viva podría hacer tanto como usted, y su valor es su mejor ayuda.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó Arthur roncamente—. Dígamelo, y lo haré. Mi vida es suya y daría hasta la última gota de sangre de mi cuerpo por ella.

El profesor tiene un gran sentido del humor, y gracias a pasadas experiencias pude detectar un rastro del mismo en su respuesta:

—Mi joven amigo, tampoco le pido tanto. ¡No hasta la última!

—¿Qué debo hacer?

Había fuego en la mirada de Arthur, y sus fosas nasales temblaron con decisión. Van Helsing le palmeó en el hombro.

—¡Venga! —dijo—. Es usted un hombre, y además es el hombre que necesitamos. Mejor que yo, mejor que mi amigo John.

Arthur pareció perplejo, y el profesor prosiguió explicándole amablemente:

—La joven está mal, muy mal. Necesita sangre, y debe obtenerla o morir. Mi amigo John y yo hemos consultado; y estábamos a punto de realizar lo que llamamos una transfusión de sangre: transferir de las venas llenas de uno a las venas vacías de otro que languidece por su carencia. John iba a dar su sangre, dado que es más joven y fuerte que yo —al oír esto Arthur tomó mi mano y la apretó fuertemente en silencio—. Pero usted es más apropiado que cualquiera de nosotros, viejo o joven, que tantas horas pasamos en el mundo del pensamiento. ¡Nuestros nervios no son tan acerados ni nuestra sangre tan vigorosa como la suya!

Arthur se volvió hacia él, y dijo:

—Si sólo supiera lo alegremente que moriría por ella, entendería…

Se detuvo, al quebrársele la voz.

—¡Buen chico! —dijo Van Helsing—. En un futuro no muy lejano se sentirá feliz de haberlo dado todo por aquella a la que ama. Ahora venga y guarde silencio. Podrá besarla una vez antes de que empecemos, pero luego deberá marcharse; y deberá marcharse tan pronto como yo se lo indique. No le diga ni una palabra a la señora Westenra… ¡ya sabe en qué delicada situación se encuentra! No debe sufrir ninguna impresión, y cualquier conocimiento de esta situación le provocaría una. ¡Acompáñeme!

Subimos los tres a la habitación de Lucy. Arthur, siguiendo una indicación, permaneció esperando fuera. Lucy volvió la cabeza y nos miró, pero no dijo nada. No estaba dormida, sencillamente estaba demasiado débil como para hacer el esfuerzo. Hablaron sus ojos; y eso fue todo. Van Helsing extrajo algunos útiles de su maletín y los colocó sobre una pequeña mesa donde ella no pudiera verlos. Después mezcló un narcótico y, acercándose a la cama, dijo alegremente:

—A ver, señorita, aquí tiene su medicina. Bébasela toda, como una niña buena. Vea, voy a ayudarla a levantarse para que pueda tragar con más facilidad. Sí.

Ella hizo el esfuerzo y lo consiguió.

Me asombró cuánto tardó la droga en actuar. Era una demostración palpable del extremo que había alcanzado su debilidad. El tiempo pareció eternizarse hasta que el sueño comenzó a aletear en sus párpados. Finalmente, el narcótico puso de manifiesto su potencia y ella se hundió en un sueño profundo. Cuando el profesor se sintió satisfecho, llamó a Arthur al interior de la habitación, y le hizo quitarse el abrigo. Después añadió:

—Ahora puede usted darle ese beso mientras yo traigo la mesa. ¡Amigo John, ayúdame!

Ninguno de los dos miró mientras se inclinaba sobre ella.

Van Helsing, volviéndose hacia mí, dijo:

—Es tan joven y fuerte, y su sangre tan pura, que no necesitamos desfibrinarla[140].

A continuación, rápida pero metódicamente, Van Helsing realizó la operación. A medida que la transfusión avanzaba, algo parecido a la vida pareció regresar a las mejillas de la pobre Lucy y la alegría de Arthur refulgió a través de su cada vez más acentuada palidez. Al cabo de un rato empecé a ponerme nervioso, pues la pérdida de sangre estaba empezando a afectar a Arthur, aún fuerte como es. Aquello me dio una idea del terrible esfuerzo al que se había visto sometido el sistema de Lucy, pues lo que había conseguido debilitar a Arthur sólo había servido para restaurarla a ella parcialmente. Pero el rostro del profesor siguió imperturbable, y continuó con su reloj en la mano, observando alternativamente a la paciente y a Arthur. Pude oír los latidos de mi corazón. Al cabo de un rato, dijo suavemente:

—No pierdas un instante. Ya es suficiente. Tú atiéndele a él; yo me ocuparé de ella. Cuando todo terminó, pude comprobar hasta qué punto se había debilitado Arthur. Vendé su herida y le tomé del brazo para llevármelo de allí, cuando Van Helsing habló sin ni siquiera darse la vuelta… ¡este hombre parece tener ojos en la nuca!

—Creo que el valeroso amante se merece otro beso, y lo tendrá enseguida.

Dado que ahora había acabado la operación, acomodó la almohada bajo la cabeza de la paciente. Al hacerlo, desplazó la estrecha banda de terciopelo negro que ella parecía llevar siempre alrededor de la garganta, ajustada con un viejo broche de diamantes que le había regalado su enamorado, y dejó al descubierto una marca roja en su cuello. Arthur no la vio, pero pude oír el profundo silbido que hace Van Helsing al aspirar cuando le traicionan sus emociones. En ese momento no dijo nada, sino que se volvió hacia mí para decir:

—Ahora, acompaña abajo a nuestro valeroso joven, dale algo de oporto, y déjale que se eche un rato. Después debe regresar a casa a descansar, y dormir mucho y comer mucho, para recuperar lo que le ha dado a su amor. No debe quedarse aquí. ¡Espera! Un momento. Entendería, caballero, que esté ansioso por conocer los resultados. Váyase pues acompañado de la seguridad de que la operación ha sido un éxito en todos los sentidos. Esta vez ha salvado usted su vida, y puede irse tranquilo a casa a descansar sabiendo que hemos hecho todo lo que podíamos hacer. Yo mismo se lo contaré a ella en cuanto esté mejor; sin duda no le amará a usted menos por lo que ha hecho. Adiós.

Cuando Arthur se marchó, regresé a la habitación. Lucy dormía apaciblemente, pero su respiración era más fuerte y vi cómo la colcha se alzaba al compás de su pecho. Van Helsing estaba sentado junto a la cama, observándola intensamente. La marca roja volvía a estar oculta tras la banda de terciopelo. Le pregunté al profesor en un susurro:

—¿Qué opina de esa marca en su garganta?

—¿Qué opinas tú?

—Aún no la he examinado —respondí, mientras aflojaba la banda. Justo sobre la vena yugular externa había dos pinchazos, no muy grandes, pero de aspecto nada saludable. No había indicios de infección, pero los rebordes tenían un color blanquecino y aspecto de magullados, como si hubieran sido triturados. De inmediato se me ocurrió que esta herida, o lo que Riera que fuese, podía haber sido la causante de la evidente pérdida de sangre; pero rechacé la idea tan pronto como se me ocurrió, pues era del todo imposible. Toda la cama habría quedado empapada de rojo con la sangre que tendría que haber perdido la muchacha para dejarla en un estado semejante al que se encontraba antes de la transfusión.

—¿Y bien? —dijo Van Helsing.

—Y bien —respondí—. No se me ocurre nada.

El profesor se levantó.

—Tengo que volver a Ámsterdam esta misma noche —dijo—. Necesito algunos libros y objetos de allí. Tú debes quedarte aquí toda la noche, y no perderla de vista.

—¿Debo llamar a una enfermera? —pregunté.

—Somos las mejores enfermeras, tú y yo. Vigílala toda la noche; asegúrate de que esté bien alimentada, y de que nada la perturbe. No debes dormir en toda la noche. Más adelante ya dormiremos tú y yo. Volveré tan pronto como me sea posible. Entonces podremos empezar.

—¿Podremos empezar? —dije—. ¿A qué rayos se refiere?

—¡Ya lo veremos! —dijo mientras salía apresuradamente. Un momento más tarde, volvió y asomó la cabeza por la puerta, diciendo mientras levantaba el dedo índice en señal de advertencia:

—Recuerda, queda a tu cargo. Si la abandonas, y sufre algún daño… ¡no volverás a dormir tranquilo en tu vida!