4 de septiembre. —El paciente zoófago aún mantiene vivo nuestro interés en su caso. Sólo ha vuelto a tener otro estallido, y fue ayer a una hora inusual. Justo antes de que dieran las campanadas del mediodía, dio muestras de sentirse inquieto. El celador conoce los síntomas y solicitó ayuda de inmediato. Afortunadamente, los hombres llegaron a la carrera, justo a tiempo, ya que al dar el mediodía se volvió tan violento que necesitaron todas sus fuerzas para reducirle. En el plazo de cinco minutos, en todo caso, empezó a tranquilizarse, y finalmente se hundió en una especie de melancolía, estado en el que ha permanecido hasta ahora. El celador me cuenta que sus gritos durante el paroxismo fueron realmente espantosos; me vi desbordado de trabajo nada más llegar, pues tuve que encargarme de atender a algunos de los otros pacientes a los que los gritos de Renfield habían asustado. Ciertamente puedo entender que tuvieran ese efecto, puesto que llegaron a perturbarme incluso a mí, a pesar de encontrarme a cierta distancia. Es la hora de después del almuerzo, aquí en el asilo, y mi paciente sigue aún sentado melancólicamente en un rincón, con una expresión apagada, hosca, angustiada en el rostro, que parece indicar algo antes que mostrarlo claramente. No alcanzo a comprenderle.
Más tarde. —Otro cambio en mi paciente. A las cinco en punto fui a visitarle, y le encontré aparentemente tan feliz y contento como en sus buenos tiempos. Estaba cazando moscas y comiéndoselas, y anotando sus capturas haciendo marcas con las uñas en el borde de la puerta, entre las costuras del acolchado. Al verme se me ha acercado y se ha disculpado por su mala conducta, y me ha suplicado de modo muy humilde y servil que le dejara volver a su habitación y recuperar su libro de notas. Me ha parecido bien consentirle, de modo que ahora está de vuelta en su habitación, con la ventana abierta. Ha extendido el azúcar de su té por encima del alféizar, y ya ha conseguido reunir toda una cosecha de moscas. Por ahora no se las está comiendo, sino que las guarda en una caja, como hizo anteriormente, y ha empezado a examinar los rincones de su cuarto en busca de arañas. He intentado que me hablara acerca de los últimos días, pues cualquier pista sobre lo que realmente piensa sería de inmensa ayuda para mí; pero no ha mordido el anzuelo. Durante un rato ha parecido muy triste, y ha dicho en una especie de tono distante, como si estuviera hablando más consigo mismo que conmigo:
—¡Todo ha terminado! ¡Todo ha terminado! Me ha abandonado. ¡Ya no hay esperanza para mí, a menos que lo haga por mí mismo!
Después, volviéndose repentinamente hacia mí con decisión, ha dicho:
—Doctor, ¿por qué no intenta ser bueno conmigo y me da un poco más de azúcar? Creo que sería beneficioso para mí.
—¿Y para las moscas? —dije.
—¡Sí! A las moscas también les gusta, y a mí me gustan las moscas; por lo tanto, me gusta.
Y luego hay gente tan ignorante como para pensar que los locos no razonan. Ordené que le dieran ración doble y le dejé tan contento como, supongo, lo pueda estar cualquier hombre en el mundo. Ojalá pudiera descifrar su mente.
Medianoche. —Otro cambio en él. Había ido a ver a la señorita Westenra, a la que encontré mucho mejor, y acababa de regresar. Estaba en nuestra entrada, contemplando la puesta del sol, cuando una vez más le oí chillar. Dado que su habitación da a este lado de la casa, he podido oírle mejor que esta mañana. Me ha causado una especie de sobresalto apartar la vista de la maravillosa belleza humeante de una puesta del sol sobre Londres, con sus luces refulgentes y sombras chinescas, y todos los maravillosos tintes que adquieren tanto las nubes como las aguas estancadas, para darme cuenta de la siniestra severidad de mi edificio de fría piedra, con su abundancia de vivas miserias, y mi corazón demasiado desolado como para poder soportarlo todo. Llegué a él justo cuando el sol estaba desapareciendo, y a través de su ventana he visto el disco rojo hundirse tras el horizonte. A medida que iba desapareciendo, el frenesí de Renfield fue menguando más y más; justo cuando desapareció por completo, quedó inerte entre las manos que le sujetaban y cayó al suelo. El poder de recuperación intelectual de los lunáticos es, de cualquier forma, fantástico, pues en apenas un par de minutos se ha levantado bastante calmado y ha mirado a su alrededor. Le he hecho una señal a los celadores para que no le sujetaran, pues estaba ansioso por ver qué haría. Ha acudido directamente junto a la ventana y ha barrido las migas de azúcar del alféizar; después ha tomado su caja de moscas, la ha vaciado en el exterior y ha arrojado la caja; después ha cerrado la ventana y, cruzando la habitación, se ha sentado frente a su mesa. Todo esto me ha sorprendido sobremanera, de modo que le he preguntado:
—¿Es que ya no va a seguir guardando moscas?
—No —ha respondido—. ¡Estoy harto de todas esas porquerías!
Ciertamente, se trata de un caso realmente fascinante. Ojalá pudiera comprender aunque fuese mínimamente su mente, o el motivo de sus repentinas pasiones. ¡Un momento! Quizá haya una pista, después de todo, si consiguiéramos averiguar por qué sus paroxismos se han producido hoy al atardecer y a la puesta del sol. ¿Existirá una influencia maligna del sol que afecte a según qué naturalezas en ciertos momentos, de igual modo que la luna afecta a otras? Veremos.