3 de septiembre:
Van Helsing ha venido y ha vuelto a marcharse. Me acompañó hasta Hillingham, donde descubrimos que, a iniciativa de Lucy, su madre estaba comiendo fuera, de modo que pudimos estar a solas con ella. Van Helsing hizo un examen muy concienzudo de la paciente. Él me informará a mí, y yo te aconsejaré, ya que por supuesto no estuve presente todo el tiempo. Me temo que se ha quedado muy preocupado, pero dice que tiene que pensar. Cuando le hablé de nuestra amistad y de la confianza que has depositado en mí en este asunto, dijo:
—Debes decirle todo lo que piensas. Dile si quieres también lo que pienso yo, si es que puedes adivinarlo. No, no estoy bromeando. Esto no es una broma, sino un asunto de vida o muerte, quizá de más[137].
Le pregunté qué quería decir con eso, pues estaba muy serio. Esto ocurrió cuando ya habíamos vuelto a la ciudad y él se estaba tomando una taza de té antes de partir de regreso a Ámsterdam. No me quiso dar ninguna pista más. No debes enfadarte con él, Art, pues su misma reticencia a hablar significa que todo su cerebro está trabajando por el bien de Lucy. Ya hablará con claridad suficiente cuando llegue el momento, puedes estar seguro de ello. De modo que le dije que, sencillamente, te escribiría un informe detallado de nuestra visita, igual que si estuviera escribiendo un artículo descriptivo para The Daily Telegraph. No pareció oírme, pues comentó que Londres no estaba tan polucionado como solía estarlo cuando él era estudiante aquí. Mañana recibiré su informe, si consigue terminarlo. Sea como sea, recibiré una carta.
Bueno, en cuanto a la visita, Lucy estaba más alegre que el primer día que la vi, y ciertamente tenía mejor aspecto. Había perdido algo de ese espantoso aspecto que tanto te alteró, y su respiración era normal.
Fue muy cariñosa con el profesor —como siempre es ella—, e intentó que se sintiera cómodo; aunque pude ver que la pobre muchacha se estaba esforzando enormemente. Creo que Van Helsing también lo percibió, pues vi bajo sus pobladas cejas la rápida mirada que conozco de antaño. El profesor empezó a charlar entonces de todo tipo de temas, salvo de nosotros mismos y enfermedades, con tal infinita afabilidad que pude ver cómo la fingida animación de la pobre Lucy se convertía en real. Después, sin previo aviso, recondujo amablemente la conversación al motivo de su visita, y cortésmente dijo:
—Mi querida señorita, tengo el gran placer de conocerla porque es usted muy amada. Eso es mucho, querida, incluso aunque estuviera aquí aquel al que no veo. Me dijeron que estaba usted muy desanimada, que estaba terriblemente pálida. Y yo les digo: «¡Bah!» —chasqueó los dedos en dirección a mí, y prosiguió—. Usted y yo vamos a demostrarles lo equivocados que están. ¿Cómo puede él —dijo señalándome con el mismo gesto y la misma mirada con los que me señaló en cierta ocasión cuando era alumno suyo, durante, o más bien después de, cierta ocasión en particular que nunca deja de recordarme— saber nada de jovencitas? Tiene a sus locos para jugar con ellos, para ayudarles a recuperar la felicidad y para devolverlos a aquellos que les aman. No es tarea fácil, y sin duda hay recompensas en el hecho de ser capaces de otorgar semejante felicidad. ¡Pero las jovencitas…! No tiene esposa, ni hijas, y las jóvenes no se sinceran con los jóvenes, sino con los viejos, como yo, que han conocido muchos pesares y sus causas. Así que, querida, vamos a enviarle fuera a fumar un cigarrillo en el jardín, mientras usted y yo charlamos a solas.
Capté la indirecta y salí a dar un paseo. Al poco rato el profesor se asomó a la ventana y me llamó para que entrara. Parecía serio, pero dijo:
—He realizado un examen cuidadoso, pero no existe motivo funcional. Estoy de acuerdo contigo en que ha sufrido una abundante pérdida de sangre; la ha habido, pero no la hay. Y sus condiciones no son en modo alguno las de una anémica. Le he pedido que me envíe a su doncella, para hacerle una o dos preguntas y así no exista el riesgo de pasar nada por alto. Sé bien lo que me dirá. Y, sin embargo, hay una causa; siempre hay una causa para todo. Debo volver a casa y pensar. Quiero que me envíes un telegrama cada día; y si existen motivos, volveré de nuevo. La enfermedad, pues no estar del todo bien es una enfermedad, me interesa; y la dulce jovencita también me interesa. Es encantadora, y por ella, si no por ti o por la enfermedad, vendré.
Como te decía, no quiso añadir ni una palabra más, incluso cuando estuvimos a solas. Ahora, Arthur, ya sabes lo mismo que yo. Mantendré una guardia. Confío en que tu pobre padre esté mejorando. Debe de ser una situación terrible la tuya, querido amigo, verte en semejante posición entre dos personas ambas tan queridas para ti. Sé de tu sentido del deber para con tu padre, y haces bien en adherirte a él; pero, de ser necesario, te avisaré para que vengas de inmediato junto a Lucy; de modo que no te preocupes excesivamente a menos que tengas noticias mías.