Hotel Albemarle[132], 31 de agosto
Querido Jack:
Quiero que me hagas un favor. Lucy está mal; es decir, no padece ninguna enfermedad en particular, pero tiene un aspecto horrible, y empeora día a día. Le he preguntado si existe algún motivo; no me atrevo a preguntarle a su madre, pues trastornar la mente de la pobre señora en su presente estado de salud, inquietándola sobre su hija, sería fatal. La señora Westenra me ha confiado que sus días están contados —enfermedad del corazón—, aunque Lucy aún no lo sabe. Estoy seguro de que algo perturba la mente de mi querida muchacha. Casi enloquezco cada vez que pienso en ella; mirarla me causa dolor físico. Le dije que te iba a pedir que la examinaras y, aunque en un principio ha puesto reparos —conozco el motivo, viejo amigo—, finalmente ha consentido. Sé que será una tarea dolorosa para ti, viejo amigo, pero es por su bien, así que no debo dudar en pedírtelo ni tú en actuar. Para no despertar las sospechas de la señora Westenra, mañana te esperan a comer en Hillingham, a las dos en punto. Después de comer, Lucy aprovechará para quedarse a solas contigo. Yo iré a tomar el té, y luego podremos marcharnos juntos. Estoy muy preocupado, y quiero hablar contigo a solas tan pronto como sea posible en cuanto la hayas visto. ¡No falles!
ARTHUR
1 de septiembre
Me han llamado de casa. Padre está peor. Escribiré. Escribe a Ring en detalle con correo de la noche. Telegrafía si necesario.
2 de septiembre
Querido camarada:
Respecto a la salud de la señorita Westenra, me apresuro a aclararte de inmediato que, en mi opinión, no existe ningún trastorno funcional ni tampoco ninguna enfermedad que yo conozca. Al mismo tiempo, no me gusta su aspecto lo más mínimo; es deplorablemente distinto al que tenía cuando la vi por última vez. Por supuesto, debes tener en cuenta que no he tenido oportunidad de examinarla tal y como me hubiera gustado; el hecho mismo de nuestra amistad crea una pequeña dificultad que ni tan siquiera la ciencia médica o la costumbre pueden salvar. Será mejor que te cuente lo que sucedió exactamente, dejando que extraigas, hasta cierto punto, tus propias conclusiones. Luego te diré qué he hecho y qué propongo hacer.
Encontré a la señorita Westenra de aparente buen humor. Su madre estaba presente, y casi de inmediato me convencí de que estaba haciendo todo lo posible por disimular ante la buena señora para evitarle preocupaciones. No me cabe la menor duda de que intuye —si es que no lo sabe con certeza— cuán necesario es tomar precauciones. Comimos los tres solos, y como todos nos esforzamos por parecer alegres, acabamos por conseguir, como una especie de recompensa a nuestros esfuerzos, que surgiera algo de auténtica alegría entre nosotros. Después, la señora Westenra se retiró a echar la siesta y Lucy se quedó a solas conmigo. Fuimos a su tocador, y hasta que llegamos allí siguió aparentando alegría, pues los criados iban y venían. Sin embargo, tan pronto como la puerta se cerró a nuestras espaldas, la máscara cayó de su rostro, y se hundió en una silla exhalando un gran suspiro y se cubrió los ojos con las manos. Cuando vi que sus ánimos habían decaído, aproveché su reacción de inmediato para hacer un diagnóstico. Ella me dijo muy dulcemente:
—No sabría decirle cuánto odio hablar sobre mí misma.
Le recordé que la confianza de un médico era sagrada, pero que tú estabas terriblemente preocupado por ella. Enseguida entendió a qué me refería, y despachó el asunto exclamando:
—Cuéntele a Arthur todo lo que le parezca necesario. ¡No es por mí por quien temo, sino sólo por él!
De modo que tengo bastante libertad. Pude ver fácilmente que sufre carencia de sangre, pero no encontré ninguna de las características habituales de la anemia. Por azares del destino, he sido capaz de analizar la calidad de su sangre, pues al intentar abrir una ventana que se había agarrotado, cedió el cordón y se cortó levemente la mano con un cristal roto. Fue una herida de escasa importancia, pero me proporcionó una oportunidad evidente de recoger un par de gotas de sangre que he analizado. El análisis cualitativo presenta una condición bastante normal y muestra en sí mismo, debería inferir, un vigoroso estado de salud. También he quedado convencido de que no hay motivos de preocupación en ningún otro aspecto físico; como tiene que haber una causa en alguna parte, he llegado a la conclusión de que debe tratarse de algo mental. Se queja de que en ocasiones experimenta dificultades para respirar adecuadamente y que padece sueños pesados y letárgicos, poblados de pesadillas que la asustan, pero de las cuales no consigue recordar nada. Dice que de niña acostumbraba a ser sonámbula, que estando en Whitby recuperó el hábito, y que en una ocasión salió caminando en mitad de la noche y llegó hasta el acantilado este, donde la encontró la señorita Murray: en cualquier caso me ha asegurado que últimamente no ha vuelto a sufrir ningún episodio similar. No sé qué pensar, de modo que he hecho lo que me ha parecido mejor: he escrito a mi viejo maestro y mentor, el profesor Van Helsing, de Ámsterdam, que sabe más que nadie en el mundo sobre enfermedades ignotas. Le he pedido que viniera y, dado que me dijiste que todo corría a tu cargo, le he mencionado quién eres y tu relación con la señorita Westenra. No he hecho sino obedecer tus deseos, viejo amigo, y me sentiré orgulloso y feliz de hacer todo lo que esté en mi mano por ella. Debido a motivos personales, Van Helsing haría —lo sé— cualquier cosa por mí. De modo que, sea cual sea la razón por la que venga, deberemos acatar sus deseos. Es un hombre aparentemente arbitrario, pero eso es porque sabe de lo que habla mejor que nadie. Es filósofo y metafísico, y uno de los científicos más avanzados de su tiempo; y posee, creo yo, una mente completamente abierta. Además, tiene nervios de acero, un temperamento frío como un témpano[133], una resolución indomable, un dominio de sí mismo y una tolerancia que más que virtudes parecen bendiciones, y el más amable y sincero corazón que jamás haya latido. Ése es su equipamiento para el noble trabajo que está llevando a cabo por la humanidad, tanto en la teoría como en la práctica, pues sus puntos de vista son tan amplios como su inabarcable simpatía. Te cuento todo esto para que puedas comprender por qué confío tanto en él. Le he pedido que venga de inmediato. Mañana volveré a ver a la señorita Westenra. Vamos a encontrarnos en los Almacenes[134], con objeto de no alarmar a su madre con una repetición demasiado temprana de mi visita.
Siempre tuyo,
JOHN SEWARD