Capítulo VIII

DIARIO DE MINA MURRAY

Mismo día, 11 p.m. en punto. —¡Oh, estoy agotada! Si no fuera porque me he impuesto la tarea de escribir este diario, esta noche no lo habría abierto. Hemos dado un paseo fantástico. Lucy, al cabo de un rato, ya estaba de buen humor, gracias, creo, a unas adorables vacas que se nos acercaron husmeando en un campo cercano al faro, y que nos aterrorizaron a las dos como tontas. Creo que nos olvidamos de todo, excepto, por supuesto, de nuestro miedo, y fue como hacer borrón y cuenta nueva y volver a empezar de cero. En la Bahía de Robin Hood tomamos un «té completo» buenísimo, en una encantadora y anticuada posada, que tiene un mirador justo encima de las rocas cubiertas de algas de la playa. Creo que habríamos escandalizado a la «Nueva Mujer»[119] con nuestro apetito. ¡Los hombres son más tolerantes, benditos sean! Después regresamos a casa haciendo algunas, o más bien muchas, paradas para descansar y con los corazones henchidos de un constante temor a los toros salvajes. Lucy estaba realmente cansada y nuestra intención era meternos en la cama tan pronto como pudiéramos. Sin embargo, el joven párroco vino de visita y la señora Westenra le pidió que se quedara a cenar. Tanto Lucy como yo tuvimos que librar una dura lucha contra Morfeo; sé que en mi caso fue dura, y eso que yo soy bastante heroica. Algún día los obispos deberían reunirse para ocuparse de la creación de una nueva clase de párrocos que no aceptaran invitaciones a cenar por mucho que les insistan y que aprendieran a distinguir cuándo las chicas están cansadas. Lucy está dormida y respira suavemente. Tiene más color de lo habitual en las mejillas, y se la ve… oh, realmente encantadora. Si el señor Holmwood se enamoró de ella viéndola sólo en la sala de estar, me pregunto qué diría si la viera ahora. Algunas de las «Nuevas Mujeres» plantearán algún día que los hombres y las mujeres deberían tener permitido verse unos a otros durmiendo antes de ofrecer o aceptar una declaración de matrimonio. Aunque supongo que en el futuro la Nueva Mujer no se conformará con limitarse a aceptar; hará las peticiones ella misma. ¡Y además lo hará muy bien! Hay cierto consuelo en eso. Esta noche estoy muy contenta, pues la querida Lucy parece estar mejor. Realmente creo que ya ha superado lo peor y que por fin se han acabado sus problemas de sonambulismo. Sería feliz sólo con saber algo de Jonathan… Que Dios le bendiga y le proteja.

11 de agosto, 3 a.m. —Diario otra vez. No tengo nada de sueño, así que bien puedo escribir. Estoy demasiado nerviosa para dormir. Hemos vivido tal aventura, una experiencia tan angustiosa… Me quedé dormida tan pronto como cerré mi diario… De repente, me desperté por completo y me senté en la cama invadida por una horrible sensación de miedo y de vacío a mi alrededor. La habitación estaba a oscuras, así que no podía ver la cama de Lucy; me estiré y palpé buscándola. Su cama estaba vacía. Encendí una cerilla y descubrí que no estaba en la habitación. La puerta estaba cerrada, pero no con llave, tal y como yo la había dejado. Me daba miedo despertar a su madre, ya que últimamente ha estado peor de salud, de modo que me puse algo de ropa y me dispuse a buscarla. Al salir de la habitación se me ocurrió que, dependiendo de las ropas que se hubiera puesto, podría orientarme sobre su destino de sonámbula. La bata significaría la casa; un vestido, el exterior. Tanto la bata como su vestido estaban en sus lugares correspondientes. «Gracias a Dios», dije para mí misma. «No puede haber ido muy lejos sólo con el camisón». Bajé corriendo las escaleras y miré en la sala de estar. ¡No estaba allí! Entonces miré en todas las otras habitaciones abiertas de la casa, con el corazón atenazado por un miedo cada vez mayor. Finalmente llegué a la puerta del recibidor y la encontré abierta. No estaba abierta de par en par, pero el pestillo no estaba echado. La servidumbre tiene mucho cuidado de cerrar la puerta con llave cada noche, de modo que temí que Lucy pudiera haber salido tal y como iba. No había tiempo para pensar en lo que podría suceder; un temor vago y sobrecogedor oscureció todos los detalles. Tomé un chal grande y pesado y salí corriendo. El reloj daba la una cuando salí a la calle Crescent y no se veía ni un alma. Corrí a lo largo de North Terrace, pero no pude ver ni rastro de la blanca silueta que estaba buscando. Al llegar al borde del acantilado oeste, sobre el malecón, miré por encima del puerto, hacia el acantilado este, con la esperanza o el temor (no sé cuál de los dos) de ver a Lucy en su banco favorito. Había un claro de luna brillante sobre el que flotaban unas nubes negras y pesadas que convertían toda la escena en un fugaz diorama de luces y sombras al desplazarse por delante. Durante unos momentos fui incapaz de ver nada, ya que la sombra de una nube ocultaba la iglesia de St. Mary y todo lo que la rodeaba. Entonces, cuando la nube terminó de pasar, vi aparecer las ruinas de la abadía; y a medida que el borde de una estrecha banda de luz, tan nítida como el filo de una espada, iba avanzando, la iglesia y el cementerio se hicieron gradualmente visibles. Fueran cuales fueran mis esperanzas, no quedé decepcionada, pues allí, sobre nuestro banco favorito, la plateada luz de la luna iluminó una figura medio reclinada, de un blanco níveo. El paso de la nube fue demasiado rápido como para permitirme ver demasiado, pues las sombras ahogaron la luz casi de inmediato; pero me pareció ver como si una forma oscura se alzara desde detrás del banco en el que había resplandecido la blanca figura, inclinándose sobre ella. Pero no podría haber asegurado si se trataba de hombre o bestia; en cualquier caso, no esperé a captar otro vistazo, sino que bajé volando los empinados escalones hasta llegar al malecón, y pasé junto a la lonja de pescado hasta llegar al puente, que era el único modo de alcanzar el acantilado este. La ciudad parecía muerta, pues no vi ni un alma; me alegró que así fuera, pues no quería que hubiera ni un solo testigo de la condición de la pobre Lucy. El tiempo y la distancia parecieron eternizarse, mis rodillas temblaron y empecé a respirar trabajosamente mientras ascendía penosamente la interminable escalinata hasta la abadía. Debí de llegar rápido, pero aun así me pareció como si mis pies arrastraran pesos de plomo, y como si cada articulación de mi cuerpo estuviera oxidada. Cuando llegué casi a lo alto divisé el banco y la blanca figura, ya que ahora estaba lo suficientemente cerca para distinguirla incluso a través de los periodos de sombra. Indudablemente había algo, largo y negro, echado sobre la figura semireclinada. Llamé asustada: «¡Lucy, Lucy!», y algo elevó una cabeza, y desde donde estaba pude ver un rostro blanco y unos ojos rojos y refulgentes. Lucy no respondió y yo corrí hacia la entrada del cementerio. Al entrar, la iglesia se interpuso entre mi campo de visión y el banco, por lo que aproximadamente durante un minuto la perdí de vista. Cuando volví a verla, la nube había pasado, y el claro de luna caía tan brillantemente que pude ver a Lucy medio reclinada, con la cabeza apoyada contra el respaldo del banco. Estaba completamente sola, y no había ni rastro de ningún ser vivo en los alrededores.

Cuando me incliné sobre ella pude ver que seguía dormida. Tenía los labios separados, y no respiraba suavemente, como es habitual en ella, sino dando largas y dificultosas bocanadas, como si estuviera luchando por llenar sus pulmones con cada inspiración. Al acercarme, levantó la mano aún dormida y apretó el cuello de su camisón, cerrándolo en torno a su cuello. Ai hacerlo, le sobrevino un pequeño temblor, como si tuviera frío. Le pasé el cálido chal por encima de los hombros, y ajusté los extremos en torno a su cuello, pues temía que fuera a pillar un constipado mortal por culpa del aire nocturno, desvestida como estaba. Me daba miedo despertarla de inmediato, de modo que, para poder tener las manos libres para ayudarla, aseguré el chal junto a su garganta con un gran imperdible; pero la ansiedad debió de volverme torpe, y debí de pincharla o pellizcarla con él, pues poco después, cuando su respiración se volvió más tranquila, se llevó de nuevo la mano a la garganta y gimió. Después de haberla envuelto cuidadosamente, le puse mis zapatos y luego empecé a despertarla con mucha amabilidad. Al principio no respondió, pero gradualmente se fue mostrando más y más inquieta en el sueño, gimiendo y suspirando ocasionalmente. Finalmente, como se estaba haciendo demasiado tarde, y por muchas otras razones deseaba llevarla a casa de inmediato, la zarandeé con más fuerza, hasta que por fin abrió los ojos y se despertó. No pareció sorprendida de verme, ya que, por supuesto, no se dio cuenta de inmediato de dónde se encontraba. Lucy siempre se despierta con encanto, e incluso en semejante momento, a pesar de tener el cuerpo helado de frío y del espanto de encontrarse de repente desvestida en un cementerio en mitad de la noche, no perdió su gracejo. Tembló un poco y se aferró a mí; cuando le dije que me acompañara de inmediato a casa, se levantó sin decir palabra, obediente como una niña. Al andar, la grava me hizo daño en los pies y Lucy me vio estremecerme. Se paró e insistió en que recuperara mis zapatos, pero me negué a ello. En cualquier caso, en cuanto llegamos al sendero fuera del cementerio, donde había un charco de agua que aún no se había secado desde la tormenta, unté por turnos mis pies con barro, frotando uno con el otro, de modo que durante el regreso a casa nadie, en caso de que nos encontráramos con alguien, pudiera notar que iba descalza.

La fortuna nos favoreció y llegamos a casa sin encontrar un alma. Una vez vimos a un hombre, que no parecía estar del todo sobrio, caminando por la calle frente a nosotras; pero nos escondimos en un portal hasta que desapareció en un callejón estrecho y empinado de los que hay aquí; wynds, como los llaman en Escocia. Mi corazón latió con tanta violencia durante todo el trayecto que a veces pensé que iba a desmayarme. Estaba muy preocupada por Lucy; y no sólo por su salud, no fuera a sufrir debido a la exposición a la intemperie, sino también por su reputación, en caso de que la historia se extendiera. Tras haber vuelto a casa, lavarnos los pies y haber rezado juntas una oración de gracias, la arropé en su cama. Antes de caer dormida me pidió (incluso imploró) que no le contara ni una palabra a nadie sobre su aventura sonámbula, ni siquiera a su madre. Al principio dudé si prometérselo, pero al acordarme del estado de salud de su madre y pensar cómo la inquietaría saber semejante historia y cómo podría llegar a deformarse (mejor dicho, cómo se deformaría indefectiblemente) en caso de que acabara por filtrarse, me pareció más inteligente hacerlo. Espero haber hecho bien. He cerrado la puerta con llave y he atado ésta a mi muñeca, de modo que quizá no vuelva a molestarme. Lucy duerme profundamente; el reflejo del amanecer ya brilla a lo lejos sobre el mar…

Mismo día, a mediodía. —Todo va bien. Lucy ha dormido hasta que la he despertado, y no parecía haberse movido ni siquiera de postura. Su aventura nocturna no parece haberle perjudicado; al contrario, ha resultado ser beneficiosa, pues esta mañana tiene mejor aspecto que durante las últimas semanas. Lamenté ver que mi torpeza con el imperdible le había producido una herida. En realidad, podría haber sido algo serio, pues la piel de su garganta estaba perforada. Debo de haber pellizcado un trozo de piel suelta, atravesándola, pues tiene dos pequeños puntos rojos, como pinchazos, y en el cuello de su camisón había una gota de sangre. Cuando me disculpé y me mostré preocupada al respecto, ella se rió y me acarició, y dijo que ni siquiera lo notaba. Afortunadamente no le dejarán cicatriz, ya que son muy pequeños.

Mismo día, por la noche. —Hemos pasado un día muy alegre. El aire estaba limpio, el sol brillaba y soplaba una fresca brisa. Hemos ido a almorzar al bosque de Mulgrave, la señora Westenra conduciendo por la carretera y Lucy y yo recorriendo el sendero del acantilado y uniéndonos a ella junto a la puerta. Yo me sentí un poco triste, ya que no pude dejar de pensar lo absolutamente feliz que habría sido si Jonathan nos hubiera acompañado. ¡En fin! Debo ser paciente. Por la tarde paseamos por Casino Terrace, oímos buena música de Spohr y Mackenzie[120] y nos fuimos a la cama temprano. Lucy parece más relajada que en los últimos tiempos y se quedó dormida de inmediato. Voy a cerrar la puerta y a disponer de la llave igual que anoche, aunque hoy no espero tener ningún problema.

12 de agosto. —Mis esperanzas eran infundadas; esta noche Lucy me ha despertado dos veces intentando salir. Pareció, incluso dormida, algo contrariada al encontrar la puerta cerrada y ha vuelto a la cama con una especie de protesta. Me he despertado al amanecer, y he oído a los pájaros piar en la ventana. Lucy también se ha despertado, y me ha alegrado ver que se sentía incluso mejor que la mañana anterior. Parecía haber recuperado su antigua jovialidad y ha venido a acurrucarse a mi lado en la cama, y me lo ha contado todo sobre Arthur; yo le he contado lo preocupada que estaba por Jonathan, y entonces ella ha intentado consolarme. Bueno, en parte lo ha conseguido, pues, aunque la simpatía no puede alterar los hechos, puede ayudar a hacerlos más llevaderos.

13 de agosto. —Otro día tranquilo. Me fui a la cama con la llave atada a la muñeca, como las veces anteriores. Una vez más me desperté en mitad de la noche y encontré a Lucy sentada en la cama, aún dormida, señalando hacia la ventana. Me levanté sigilosamente y, alzando la persiana, miré hacia fuera. Había una luna brillante, y el suave influjo de la luz sobre el mar y el cielo —fundidos juntos en un único, enorme y silencioso misterio— era de una belleza indescriptible. Delante de mí aleteaba un murciélago enorme, haciendo grandes remolinos. Una o dos veces se acercó bastante, pero supongo que se asustó al verme, y se alejó aleteando por encima del puerto en dirección a la abadía. Cuando regresé de la ventana, Lucy se había vuelto a acostar y estaba durmiendo tranquilamente. No se volvió a mover en toda la noche.

14 de agosto. —Hoy he pasado todo el día leyendo y escribiendo en el acantilado este. Lucy parece haberse prendado tanto de este lugar como yo y me resulta difícil alejarla de aquí cuando llega la hora de volver a casa para el almuerzo, el té o la cena. Esta tarde hizo un comentario muy extraño. íbamos de regreso a casa para almorzar, habíamos llegado a lo alto de la escalinata que asciende desde el malecón oeste, y nos habíamos detenido para observar la vista, como solemos hacer. El sol se estaba poniendo, y empezaba a hundirse justo por detrás del Kettleness; la luz roja caía sobre el acantilado este y la vieja abadía, y pareció bañarlo todo en un hermoso resplandor rosado. Permanecimos un rato en silencio, cuando de repente Lucy murmuró como para sí misma:

—¡Otra vez sus ojos rojos! ¡Son exactamente iguales!

Fue una expresión tan extraña, sin venir a cuento de nada, que me sobresaltó bastante. Me ladeé un poco, como para ver bien a Lucy sin que pareciera que la estaba observando fijamente, y vi que se encontraba como en trance. Tenía una expresión rara en el rostro que no supe interpretar del todo; de modo que no dije nada pero seguí su mirada. Parecía estar observando nuestro banco, en el que había una oscura figura sentada a solas. Sentí un pequeño sobresalto, pues por un instante me pareció como si el desconocido tuviera unos ojos enormes, como llamas ardientes; pero una segunda mirada disipó la ilusión. El sol rojo iluminaba las ventanas de la iglesia de St. Mary detrás de nuestro banco, y a medida que el sol se hundía se fue produciendo tal cambio en la refracción y el reflejo como para crear el efecto de que la luz se había movido. Llamé la atención a Lucy sobre aquella peculiaridad y volvió en sí misma con un sobresalto, si bien parecía igualmente triste; podría haberse debido a que estaba pensando en lo sucedido allá arriba aquella noche terrible. No hemos vuelto a mencionar el tema; de modo que no dije nada y fuimos a casa a almorzar. A Lucy le dolía la cabeza y se fue pronto a la cama. Esperé a que se hubiera dormido y salí a dar un pequeño paseo yo sola; caminé a lo largo de los acantilados hacia el oeste, inundada de una dulce tristeza, pues estaba pensando en Jonathan. Cuando volvía a casa (había un brillante claro de luna; tan brillante que, aunque la fachada que daba a la calle Crescent estuviera en penumbras, podía ver perfectamente) levanté la vista hacia nuestra ventana, y vi la cabeza de Lucy asomándose afuera. Pensé que quizá me estaba buscando, de modo que saqué mi pañuelo y lo agité. Ella no se dio cuenta ni hizo movimiento alguno. Justo entonces, el claro de luna siguió avanzando, doblando una esquina del edificio, y la luz cayó sobre la ventana. Pude ver perfectamente a Lucy, con la cabeza apoyada contra el alféizar y los ojos cerrados. Estaba completamente dormida, y junto a ella, posado sobre el alféizar, había lo que parecía ser un pájaro de tamaño considerable. Temía que pudiera coger frío, de modo que subí las escaleras corriendo, pero cuando entré en la habitación ya estaba volviendo a su cama, profundamente dormida y respirando con dificultad; tenía la mano apoyada en la garganta, como para protegerla del frío. No la desperté, pero la arropé cálidamente; he cuidado de que la puerta esté cerrada y la ventana seguramente acerrojada.

Parece tan dulce cuando duerme… pero está más pálida que de costumbre y su rostro tiene una expresión demacrada y ojerosa que no me gusta nada. Temo que está preocupada por algo. Ojalá pudiera averiguar de qué se trata.

15 de agosto. —Me he levantado más tarde de lo habitual. Lucy estaba lánguida y cansada, y ha seguido durmiendo después de que nos llamaran. Durante el desayuno recibimos una agradable sorpresa. El padre de Arthur está mejor y quiere que la boda se celebre pronto. Lucy rebosa silenciosa alegría y su madre está contenta y triste a la vez. Más tarde me reveló el motivo. Le apena perder a su Lucy, pero se alegra de que pronto vaya a tener alguien que la proteja. ¡Pobre, querida y encantadora señora! Me ha confiado que está sentenciada a muerte. No se lo ha contado a Lucy y me ha hecho jurar que le guardaría el secreto; su doctor le ha dicho que, en el plazo de un par de meses como mucho, fallecerá debido a que su corazón se está debilitando. Incluso ahora, una impresión podría matarla con casi total seguridad en cualquier momento. Ah, hicimos bien ocultándole la terrible noche de sonambulismo de Lucy.

17 de agosto. —Llevo dos días enteros sin escribir en este diario. No he tenido coraje para hacerlo. Una especie de nube parece estar cubriendo nuestra felicidad. Sigo sin tener noticias de Jonathan y Lucy parece encontrarse cada día más débil, mientras su madre tiene las horas contadas. No entiendo que Lucy se esté consumiendo del modo que lo está haciendo. Come bien y duerme bien, y se beneficia del aire fresco; pero las rosas de sus mejillas no hacen sino desvanecerse y cada día que pasa está más débil y más lánguida; por la noche la oigo boquear como si le faltara el aire. Guardo la llave de nuestra puerta constantemente atada a mi muñeca, pero igualmente se levanta y pasea por la habitación y se sienta junto a la ventana abierta. Anoche, cuando me desperté, la encontré asomada hacia Riera, y cuando intenté despertarla no lo conseguí; se había desvanecido. Cuando por fin conseguí reanimarla, estaba tan débil como un gatito y lloró en silencio entre prolongadas y agónicas bocanadas en busca de aire. Cuando le pregunté cómo había llegado hasta la ventana, negó con la cabeza y me dio la espalda. Espero que sus males no se deban a aquel infortunado pinchazo con el imperdible. Acabo de observar su garganta mientras dormía, y las pequeñas heridas no parecen haberse curado. Siguen abiertas y, si acaso, son más grandes que antes, con los rebordes blanquecinos. Son como pequeños puntos blancos con centros rojos. A menos que se curen en uno o dos días, insistiré en que el doctor les eche un vistazo.