Capítulo VII

RECORTE DE THE DAILYGRAPH, 8 DE AGOSTO

(Pegado en el Diario de Mina Murray)

De un corresponsal[98]

Whitby

Una de las mayores y más repentinas tormentas documentadas ocurrió ayer aquí, con resultados a la vez extraños y singulares. El tiempo había sido algo bochornoso, aunque no hasta un grado infrecuente durante el mes de agosto. El sábado por la tarde fue tan espléndido como no se recuerda, y ayer gran número de veraneantes se dirigieron a visitar el bosque de Mulgrave, la Bahía de Robin Hood, el molino de Rig, Runswick, Staithes y demás aledaños típicos de Whitby. Los vapores Emma y Scarboroughdieron paseos a lo largo de la costa, y se realizaron una cantidad inusual de excursiones tanto hacia Whitby como desde esta misma ciudad. El día fue inusualmente bueno hasta la caída de la tarde, cuando algunos de los chafarderos que frecuentan el cementerio del acantilado este, desde cuya imponente eminencia observan las amplias extensiones de mar visibles al norte y al este, llamaron la atención sobre una repentina acumulación de «colas de yegua»[99] sobre el cielo del noroeste. Soplaba en aquel momento un viento del sudoeste en el ligero grado que el lenguaje barométrico denomina «n° 2: brisa ligera». El guardacostas de servicio informó inmediatamente y un viejo pescador, que durante más de medio siglo ha vigilado las señales meteorológicas desde el acantilado este, predijo de manera enfática la llegada de una repentina tormenta[100]. La llegada del ocaso fue realmente tan bella, tan magnífica con sus masas de nubes espléndidamente coloreadas, que toda una multitud se reunió a lo largo del paseo del acantilado en el viejo cementerio para gozar de la hermosa vista. Antes de que el sol se hundiera por debajo de la negra silueta del Kettleness, destacando prominentemente frente al cielo occidental, su descenso se vio marcado por un millar de nubes con todos los colores del ocaso: fuego, morado, rosa, verde, violeta, y todas las gradaciones del dorado; con algunas masas ocasionales, no muy grandes, pero de una absoluta negrura, que adoptaban todo tipo de formas tan bien contorneadas como colosales siluetas. El espectáculo no pasó desapercibido ante los pintores, e indudablemente algunos de los apuntes del «Preludio a la Gran Tormenta» adornarán las paredes de la R.A. y la R.I. el próximo mayo[101]. Más de un capitán decidió en aquel preciso instante que su cobble o su mule[102], como llaman ellos a sus diferentes clases de barcas, permanecería en el puerto hasta que la tormenta hubiera pasado. Por la noche el viento amainó por completo y a medianoche se produjo una calma total, acompañada de un calor bochornoso y de esa imperativa intensidad que, ante la cercanía del trueno, afecta a las personas de naturaleza sensible[103]. Había muy pocas luces en el mar, pues incluso los vapores costeros, que normalmente se pegan todo lo que pueden a la orilla, se mantuvieron en aguas profundas, y a la vista había muy pocas embarcaciones pesqueras. El único velamen visible era el de una goleta extranjera con todas las velas desplegadas, que aparentemente se dirigía hacia el oeste. La temeridad o ignorancia de sus oficiales fue un tema habitual en los comentarios mientras permaneció a la vista, y se hicieron esfuerzos por hacerle llegar señales advirtiéndola de que redujera trapo debido al peligro al que se enfrentaba. Antes de que la noche hubiera caído del todo, fue vista con las velas aleteando ociosamente mientras subía y bajaba suavemente siguiendo el ondulante cabeceo del mar.

«Tan ociosa como un barco pintado en un océano pintado»[104].

Poco antes de las diez en punto la inmovilidad del aire se tornó bastante opresiva, y el silencio era tan marcado que el balido de una oveja desde el interior, o el ladrido de un perro en la ciudad, podían oírse con toda claridad, y la banda en el malecón, con su animado aire francés, era una discordancia ante la gran armonía del silencio de la naturaleza. Poco después de la medianoche brotó un extraño sonido desde el mar y, en las alturas, el aire comenzó a traer un extraño tronar, débil y hueco.

La tormenta estalló sin previo aviso. Con una rapidez que, en el momento, pareció increíble, e incluso ahora resulta imposible de comprender, todos los aspectos de la naturaleza se convulsionaron al unísono. Las olas se alzaron con una furia cada vez mayor, cada una alzándose sobre la anterior, hasta que en muy pocos minutos el cristalino mar se había convertido en una especie de monstruo rugiente y devorador. Olas de cresta blanca golpeaban alocadamente contra los bancos de arena y ascendían los acantilados escarpados; otras rompían sobre los malecones, y barrieron con su espuma las linternas de los faros que se levantan al final de cada malecón del puerto de Whitby. El viento rugió como el trueno y sopló con tal fuerza que incluso los hombres tuertes tuvieron dificultades para conseguir mantenerse en pie o abrazarse con todas sus fuerzas a los puntales de hierro. Fue necesario evacuar los malecones de la masa de curiosos, o de otro modo las fatalidades de la noche se habrían incrementado enormemente. Sumándose a las dificultades y peligros del momento, una masa de niebla marina llegó deslizándose hacia el interior… blancas, húmedas nubes que se extendieron de modo fantasmal, tan húmedas y frías que no hacía falta más que un pequeño esfuerzo de la imaginación para pensar que los espíritus de aquellos perdidos en el mar estaban tocando a sus hermanos vivos con las frías y húmedas manos de la muerte[105], y muchos sintieron un escalofrío mientras las espirales de bruma marina se extendían. En ocasiones la niebla se disipaba y el mar podía ser visto hasta cierta distancia al resplandor de los relámpagos, que ahora caían rápidamente y en gran número, seguidos de unos truenos tan repentinos que todo el cielo sobre nuestras cabezas parecía temblar bajo el impacto de las pisadas de la tormenta. Algunas de las escenas reveladas de este modo fueron de inconmensurable grandeza y absorbente interés… el mar, elevándose en montañas, arrojaba hacia el cielo con cada ola densas masas de espuma blanca que la tempestad parecía arrebatar y desperdigar por el aire; ocasionalmente, algún barco pesquero, con la vela hecha jirones, corriendo locamente en busca de refugio frente al oleaje; ocasionalmente, las blancas alas de un pájaro marino zarandeado por la tormenta. En el extremo más alto del acantilado este, el nuevo foco estaba listo para empezar a funcionar, pero aún no había sido probado. Los oficiales a su cargo lo pusieron en condiciones de operar, y aprovechando las pausas de la bruma que seguía internándose rápidamente, barrieron con él la superficie del mar. En una o dos ocasiones su servicio fue de lo más efectivo, como cuando un barco de pesca, con la regala bajo el agua, entró velozmente en el puerto, evitando, gracias a la guía de la luz protectora, el peligro de chocar contra los malecones. Cada vez que un barco lograba alcanzar el refugio del puerto, se alzaba un grito de alegría de la masa de gente que observaba desde la orilla; un grito que, por un momento, parecía alzarse por encima de la galerna para ser después barrido por su furia. Antes de que pasara mucho tiempo, el foco descubrió a cierta distancia una goleta con todas las velas desplegadas, aparentemente el mismo navio que había sido divisado anteriormente durante la tarde. Para entonces el viento había cambiado hacia el este, y un escalofrío recorrió a los vigilantes en el acantilado al darse cuenta del terrible peligro que ahora corría. Entre la goleta y el puerto yacía el gran arrecife en el que tantos buenos barcos han sufrido ocasionalmente, y mientras el viento siguiera soplando en aquella dirección, sería prácticamente imposible que la goleta alcanzara la entrada del puerto. Faltaba poco para la pleamar, pero las olas eran tan enormes que entre una y otra casi podían verse los bajíos de la costa, y la goleta, con todas las velas desplegadas, avanzaba a tal velocidad que, en palabras de un viejo lobo de mar, «debía llegar a alguna parte, aunque sólo fuese al infierno». Entonces llegó otra oleada de bruma marina, mayor que cualquier otra, una masa de niebla húmeda y fría, que pareció cerrarse en torno a todas las cosas como una mortaja gris y que dejó a los hombres únicamente el sentido del oído, pues el rugido de la tempestad, y el fragor del trueno y el estruendo del poderoso oleaje llegaban a través del húmedo olvido con más escándalo que antes. Los rayos del foco estaban fijos en la boca del puerto, al otro lado del malecón este, donde se esperaba que se produjera el choque, y los hombres esperaban sin aliento. Pero el viento cambió repentinamente hacia el noroeste y la bruma marina se dispersó ante su potencia; y entonces, mirabile dictu [106], entre los malecones, saltando de ola en ola mientras avanzaba a velocidad suicida, cruzó la extraña goleta llevada por el viento, con todas las velas desplegadas, y ganó la seguridad del puerto. El foco la siguió, y un escalofrío recorrió a todos los que la vieron, pues atado al timón había un cadáver, con la cabeza caída, que oscilaba horriblemente a uno y otro lado siguiendo los movimientos del barco. No había nadie más en toda la cubierta. Un gran sobrecogimiento se apoderó de todos al darse cuenta de que el barco, como por un milagro, ¡había llegado a puerto sin otra guía salvo la de la mano de un hombre muerto! De cualquier modo, todo sucedió más rápido de lo que se tarda en escribirlo. La goleta no se detuvo, sino que siguió atravesando el puerto hasta encallar en la acumulación de arena y gravilla arrastrada por las numerosas mareas y tormentas hasta el rincón sudeste del malecón que sobresale por debajo del acantilado este, conocido localmente como Malecón de Tate Hill.

Por supuesto, se produjo un choque considerable cuando el navio impactó contra los montones de arena. Cada verga, soga y estay se tensaron, y parte de los aparejos cayeron estruendosamente. Pero lo más extraño de todo fue que, en el mismo instante en el que la goleta tocó la orilla, un inmenso perro saltó a cubierta desde el interior, como impulsado por el impacto y, echando a correr, saltó de la proa a la arena dirigiéndose sin titubear hacia el escarpado acantilado, en cuya cima el cementerio pende sobre el paseo marítimo que se dirige al malecón este de un modo tan empinado que algunas de las lápidas («estelas»[107], como las llaman en la vernácula de Whitby) sobresalen por encima de donde el suelo que las soportaba se ha derrumbado, y desapareció en la oscuridad, que parecía intensificarse justo más allá del alcance del foco.

Se dio la circunstancia de que en aquel momento no había nadie en el Malecón de late Hill, ya que todos aquellos cuyas casas se encuentran próximas estaban bien en la cama o bien fuera, subidos al acantilado. Así, el guardacostas de servicio en el extremo oriental del puerto, que de inmediato acudió corriendo al pequeño malecón, Ríe el primero en subir a bordo. L.os hombres que manejaban el foco, tras barrer la entrada del puerto sin ver nada, orientaron a continuación la luz sobre el derrelicto y la mantuvieron allí fija. El guardacostas subió a la goleta y cuando se aproximó al timón, se inclinó para examinarlo y retrocedió de inmediato, como presa de una súbita emoción. Esto pareció picar la curiosidad general y un numeroso grupo de espectadores empezó a correr en aquella dirección. Desde el acantilado oeste[108], junto al puente levadizo, hasta el Malecón de Tate Hill hay un buen trecho, pero su corresponsal es una buena corredora y llegó por delante de la multitud. Cuando llegué, en todo caso, encontré ya reunida en el muelle a roda una multitud a la que el guardacostas y la policía impidieron subir a bordo. Por cortesía del contramaestre del puerto, yo obtuve, como su corresponsal, permiso para subir a cubierta, y fui una de las pocas personas que vio al marino muerto aún amarrado al timón.

No fue de extrañar que el guardacostas se hubiera sorprendido, o incluso sobrecogido, pues semejante visión no se ve a menudo. El hombre tenía las manos atadas, una sobre la otra, a un radio del timón. Entre la mano inferior y la madera había un crucifijo, cuyo rosario también estaba atado alrededor de ambas muñecas y del timón, todo ello asegurado por las tirantes sogas. El pobre tipo debía de haber estado sentado en algún momento, pero el aleteo y los golpes de las velas habían afectado el gobernalle y le habían arrastrado a derecha e izquierda, de modo que las sogas con las que estaba atado habían cortado la carne hasta el hueso. Se tomó nota detallada del estado de las cosas, y un doctor (el cirujano J. M. Caffyn, del n° 33 de East Elliot Place), que llegó inmediatamente después de mí, declaró, tras haber realizado el examen, que el hombre debía de llevar muerto unos dos días. En su bolsillo había una botella, cuidadosamente tapada y vacía salvo por un pequeño rollo de papel, que resultó ser una adenda al diario de a bordo. El guardacostas dijo que el hombre debía de haberse atado a sí mismo, apretando los nudos con los dientes. El hecho de que un guardacostas fuera el primero en subir a bordo podría ahorrar ciertas complicaciones, más adelante, en el Tribunal del Almirantazgo, pues los guardacostas no pueden reclamar el salvamento que es el derecho del primer civil que entra en un derrelicto. En todo caso, la maquinaria legal ya se ha puesto en marcha y un joven estudiante de leyes afirma estridentemente que los derechos del propietario han sido completamente sacrificados, al estar retenida su propiedad contraviniendo los estatutos de manos muertas[109], dado que el timón, como símbolo, cuando no prueba, de una posesión delegada, estaba manejado literalmente por una mano muerta. No hará falta decir que el difunto timonel ha sido retirado reverencialmente del puesto en el que mantuvo su honorable guardia hasta la muerte (una resolución tan noble como la del joven Casabianca[110]), y alojado en un depósito de cadáveres a la espera de que se produzca la encuesta.

La repentina tormenta ya está pasando y su fiereza remite; las multitudes se dispersan en dirección a casa y el cielo comienza a enrojecer sobre las rasas de Yorkshire. Enviaré, a tiempo para su siguiente número, más detalles sobre el barco abandonado que tan milagrosamente encontró el camino hasta puerto en mitad del temporal.

Whitby

9 de agosto. —Los acontecimientos que han seguido a la extraña llegada del barco abandonado en la tormenta de anoche son casi más sobrecogedores que el suceso en sí mismo. Resulta que la goleta es rusa, de Varna, y se llama la Demeter[111]. Iba casi enteramente en lastre de arena fina, transportando únicamente una pequeña carga, un número indeterminado de grandes cajas de madera llenas de mantillo. La carga iba dirigida a un abogado de Whitby, el señor S. F. Billington, del n° 7 de la calle Crescent, quien esta mañana subió a bordo para hacerse cargo formalmente de los bienes a él consignados. El cónsul ruso, por su parte, tomó posesión formal del navío en representación del fletador y pagó todas las tasas portuarias, etc. Hoy no se habla aquí de otra cosa que no sea esta extraña coincidencia; los oficiales de la Cámara de Comercio se han mostrado muy rigurosos para asegurarse de que todo el proceso fuera llevado a cabo de acuerdo a las regulaciones vigentes. Como el asunto va a ser «cosa de un par de días», están evidentemente dispuestos a que no haya motivo de quejas posteriores. Había mucho interés en el perro que saltó a tierra cuando encalló el barco, y más de un par de miembros de la S.P.C.A[112], que tiene mucho arraigo en Whitby, han intentado ayudar al animal. Para decepción general, en cualquier caso, aún no ha sido encontrado. Puede que estuviera asustado y se abriera camino hasta los páramos, donde quizá aún siga escondiéndose aterrorizado. Algunos observan con temor esta posibilidad, no vaya a ser que más tarde pueda convertirse en un peligro, pues evidentemente se trata de un animal fiero. Esta mañana temprano, un perro grande, mestizo de mastín, propiedad de un mercader de carbón cercano al Malecón de Tate Hill, fue encontrado muerto en la carretera frente al patio de su amo. Había estado peleando con un oponente a todas luces salvaje, pues tenía la garganta destrozada y el vientre abierto en canal como por una garra bestial.

Más tarde. —Por cortesía del inspector de la Cámara de Comercio, se me ha permitido ver el diario de a bordo de la Demeter, que estaba en regla hasta hace tres días, si bien no contenía nada de especial interés salvo ciertos hechos relacionados con la desaparición de varios hombres. El mayor interés, en cualquier caso, concierne al papel encontrado en la botella, que fue hoy presentado en la encuesta; nunca me había topado con una narración tan extraña como la que se desarrolla entre ambos documentos. Ya que no hay motivo para ocultarlo, se me ha permitido utilizarla y, por consiguiente, les envío una trascripción, omitiendo sencillamente detalles técnicos de la vida en el mar y sobrecargo. Casi parece como si el capitán hubiera sido presa de alguna especie de manía antes de haber llegado a alta mar, condición que luego se desarrolló persistentemente durante el viaje. Por supuesto, mi declaración debe ser tomada cum grano[113], dado que estoy escribiendo al dictado de un secretario del consulado ruso, quien amablemente me lo ha traducido, pues dispongo de poco tiempo.