Capítulo VI

DIARIO DE MINA MURRAY

24 de julio. Whitby. —Lucy vino a buscarme a la estación, más simpática y adorable que nunca, y fuimos en coche hasta la casa de la calle Crescent, en la que se alojan. Es un lugar encantador. Un pequeño río, el Esk, discurre a través de un profundo valle, que se ensancha a medida que se acerca al puerto. Lo atraviesa un gran viaducto, de altos pilares, a través de los cuales la vista parece, de algún modo, estar más alejada de lo que realmente está. El valle es de un verde muy hermoso, y tan escarpado que, cuando te encuentras en lo alto de cualquiera de sus dos laderas, es como si no existiera, a menos que estés lo suficientemente cerca del borde como para mirar hacia abajo. Todas las casas de la ciudad antigua (situada en el extremo opuesto al que nos alojamos nosotras) tienen los tejados rojos y parecen haber sido apiladas una sobre la otra de cualquier manera, como las imágenes que vemos de Nuremberg[79]. Justo sobre la ciudad se alzan las ruinas de la abadía de Whitby, que fue saqueada por los daneses[80] y que sirve de escenario a parte de Marmion, cuando la chica es emparedada tras el muro[81]. Es una ruina majestuosa, de inmenso tamaño, repleta de bellos y románticos rincones; existe una leyenda, según la cual puede verse a una dama blanca asomándose a una de las ventanas[82]. Entre la abadía y la ciudad hay otra iglesia, la parroquial, rodeada de un gran cementerio lleno de tumbas. Este es, a mi parecer, el lugar más hermoso de todo Whitby, pues se extiende justo por encima de la ciudad, y desde allí se divisa perfectamente el puerto y toda la bahía, hasta donde el cabo de Kettleness se interna en el mar. La loma sobre la que se alza el cementerio se interrumpe tan abruptamente sobre el puerto, que parte de la misma se ha derrumbado y algunas de las tumbas han resultado destruidas. En algunos sitios, las lápidas cuelgan por encima del arenoso sendero que pasa mucho más abajo. A través del cementerio discurren muchos paseos, con bancos a los lados; y durante todo el día la gente va allí a sentarse a contemplar la hermosa vista y a disfrutar de la brisa. Yo también vendré aquí a menudo a sentarme, a trabajar. De hecho, es aquí donde estoy escribiendo ahora, con mi libro apoyado sobre las rodillas, mientras oigo la charla de tres ancianos que están sentados a mi lado. Parece que no tienen otra cosa que hacer durante el día que venir aquí a sentarse y charlar.

A mis pies se extiende el puerto, en cuyo extremo más alejado un largo muro de granito se interna en el mar, acabando en una curva en mitad de la cual hay un faro. Un grueso rompeolas recorre la parte exterior. En el extremo más cercano, el rompeolas forma un recodo a la inversa y en su punta también hay un faro. Entre los dos malecones se abre una estrecha entrada hacia el interior del puerto, el cual se ensancha repentinamente.

Es bonito cuando la marea está alta, pero cuando la marea baja mengua hasta quedarse en nada, y sólo la corriente del Esk permanece, discurriendo entre bancos de arena y algunas rocas ocasionales. En el exterior del puerto, a este lado, se extiende un gran arrecife como de una media milla, cuyo afilado borde surge justo por detrás del faro meridional. En su extremo hay una boya con una campana, que se balancea cuando hace mal tiempo y lanza al viento sus lúgubres tañidos. Según una leyenda local, cuando se pierde un barco, se oyen campanadas en el mar[83]. Debo preguntárselo al anciano que se dirige hacia aquí…

Es un anciano curioso. Debe de ser terriblemente mayor, pues tiene el rostro nudoso y retorcido, como la corteza de un árbol. Me dice que tiene casi cien años y que era marino en la flota pesquera de Groenlandia cuando la batalla de Waterloo[84]. Me temo que se trata de una persona muy escéptica, ya que cuando le he preguntado acerca de las campanadas en el mar y sobre la Dama Blanca de la abadía, me ha respondido muy bruscamente:

—Yo en su lugar no haría ni caso, señorita. Todo eso está completamente pasao. Oiga, que no le digo que nunca existieran, pero desde luego no en mis tiempos. Esas cosas están bien para los turistas y los domingueros, pero no para una chica guapa como usted. Esos pisaverdes de York y Leeds que siempre están jalando arenques curados y bebiendo té y buscando gangas de azabache[85] es que se tragan cualquier cosa. Yo mismo me pregunto quién se molestará en contarles todas esas trolas… ni siquiera los periódicos, y eso que están llenos de bobadas.

Pensé que sería una persona idónea de la que aprender muchas cosas interesantes, de modo que le pregunté si no le importaría contarme algo sobre la pesca de ballenas en los viejos tiempos. Estaba dispuesto a comenzar cuando sonaron las campanadas de las seis, momento en el que se levantó esforzadamente diciendo:

—Señorita, ahora debo volver a casa. A mi nieta no le gusta tener que esperar cuando tiene listo el té, y me lleva bastante tiempo bajar cojeando los escalones, que anda que son pocos; además, el reloj me dice que me falta el sustento.

Se alejó renqueando y pude verle descender la escalinata, tan aprisa como le fue posible. La escalinata es uno de los lugares más representativos de Whitby. Conduce desde la ciudad hasta la iglesia y tiene cientos de escalones (no sé cuántos[86]) que acaban formando una delicada curva; la pendiente es tan suave que hasta un caballo podría subirla o bajarla fácilmente. Creo que originalmente estuvo relacionada con la abadía. También yo debo volver a casa. Lucy ha tenido que acompañar a su madre a una visita, pero como era de compromiso yo no he ido con ellas. A estas horas ya habrán vuelto a casa.

1 de agosto. —Hace una hora he subido hasta aquí con Lucy, y hemos mantenido una charla de lo más interesante con mi viejo amigo y los otros dos ancianos que siempre le acompañan. Evidentemente, él es el Sir Oráculo[87] del grupo, lo que me da pie a pensar que en sus tiempos debió de ser una persona muy despótica. Nunca le da la razón a nadie y continuamente contradice a todo el mundo. Si no consigue salirse con la suya discutiendo, les intimida, y luego toma su silencio como aprobación de sus puntos de vista. Lucy estaba preciosa con su vestido de lino blanco; desde que está aquí tiene muy buen color[88]. Me he dado cuenta de que los ancianos no han perdido ni un solo momento en subir para sentarse cerca de ella, tan pronto como nos hemos sentado. Es tan afectuosa con la gente mayor… Creo que todos se han enamorado de ella nada más verla. Incluso mi viejo amigo ha sucumbido ante su encanto y no la ha contradicho ni una sola vez. Para compensar, a mí me ha tocado ración doble. Saqué a relucir el tema de las leyendas, y él se lanzó de inmediato a una especie de sermón. Tengo que intentar recordarlo y transcribirlo tal cual:

—Habladurías de necios, ni más ni menos. Todas esas maldiciones y fantasmas y apariciones y duendes y trasgos y demás, no sirven más que para que lloren los niños y las mujeres histéricas. ¡No son más que burbujas llenas de aire! Todo eso, y lo de los espectros y los presagios y las señales, se lo han inventado los curas, los pedantes malintencionados y los charlatanes de los trenes, para asustar a los pobres idiotas y para obligar a la gente a hacer cosas que de otro modo no haría. Sólo pensar en ellos me llena de furia. Porque son ellos los que, no contentos con imprimir mentiras sobre el papel y predicarlas desde los púlpitos, pretenden además grabarlas en las lápidas. Miren a su alrededor, en cualquier dirección; todas estas lápidas, inclinándose hacia uno u otro lado, por mucho que intenten alzar orgullosamente la cabeza… sencillamente derrumbándose ante el peso de las mentiras escritas en ellas. «Aquí yace el cuerpo de…», «consagrada a la memoria de…» Eso es lo que pone en todas y, sin embargo, en la mitad de ellas ni siquiera hay cuerpos; y le aseguro que a nadie le importa un rábano sus memorias, mucho menos que sean sagradas. ¡Son todo mentiras! ¡Nada más que mentiras de una u otra clase! ¡Señor! Menudo jaleo va a armarse aquí el Día del Juicio, cuando lleguen todos tambaleándose en sus mortajas, salpicándose unos a otros e intentando llevarse a rastras sus lápidas para poder demostrar lo buenos que fueron, algunos de ellos tan nerviosos y con semejante tembleque que ni siquiera podrán agarrarlas con las manos, adormiladas y resbaladizas de haber yacido en el mar, sin que se les escurran.

Intuí, por los aires que se daba el anciano y por el modo en el que miraba a su alrededor buscando la aprobación de sus colegas, que estaba «tirándose el pisto», de modo que intervine para animarle a seguir:

—Oh, señor Swales, no puede estar hablando usted en serio. ¿Cómo van a ser falsas todas estas lápidas?

—¡Paparruchas! Quizá haya un par que no estén del todo mal, salvo porque intentan hacer parecer a la gente demasiado buena; pues los hay que se creen que un orinal, sólo por el hecho de ser suyo, ya vale tanto como el mar. Pero son todo mentiras. Por ejemplo, usted, que es forastera, viene aquí, a visitar el camposanto —asentí, pues pensé que era lo mejor, y aunque no entendía del todo su dialecto sabía que se estaba refiriendo a algo que tenía que ver con la iglesia[89]—… ¿y piensa usted que todas estas losas cubren a gente que disfruta cómodamente del sueño eterno? —volví a asentir—. Pues justo ahí es donde entra en juego la mentira. ¡Qué caramba! Pero si hay montones de tumbas de éstas más vacías que la tabaquera del viejo Dun un viernes por la noche.

Le dio un codazo a uno de sus compañeros, y todos rieron.

—¡Señor! ¿Y cómo iba a ser de otro modo? Mire ésa, la que está justo detrás de esa loma, ¡léala!

Me acerqué y la leí: «Edward Spencelagh, patrón de barco, asesinado por piratas en la costa de Andrés[90], abril - 1854, aet. 30». Cuando regresé, el señor Swales prosiguió:

—Me pregunto quién le trajo a casa para meterle ahí. ¡Asesinado en la costa de Andrés! ¡Y se figura usted que su cuerpo yace ahí debajo! Caramba, podría nombrarle una docena cuyos huesos yacen en el fondo de los mares de Groenlandia, allá arriba —señaló hacia el norte— o donde sea que los hayan arrastrado las corrientes. Y aquí a su alrededor tiene sus lápidas. Con sus jóvenes ojos podrá usted leer desde aquí la letra pequeña de las mentiras. Ése es Braithwaite Lowrey, conocí a su padre, naufragó a bordo del Lively en la costa de Groenlandia en 1820; Andrew Woodhouse, ahogado en esos mismos mares en 1777; John Paxton, se ahogó frente al Cabo Farewell[91] un año más tarde; o el viejo John Rawlings, cuyo abuelo navegó conmigo, ahogado en el Golfo de Finlandia en 1850[92]. ¿Acaso cree usted que todos estos hombre vendrán corriendo a Whitby cuando suenen las trompetas? ¡Yo tengo mis dudas al respecto! Cuando llegaran aquí, tropezarían y caerían unos sobre otros de tal modo que sería como una pelea sobre el hielo de las de los viejos tiempos, cuando nos arrojábamos unos contra otros desde el amanecer hasta la puesta del sol, e intentábamos vendar nuestros cortes a la luz de la aurora boreal.

Evidentemente se trataba de una broma local, pues el viejo estalló en carcajadas y sus colegas se le unieron con entusiasmo.

—No creo que eso sea del todo correcto —argüí yo—, pues parte usted de la presunción de que toda esa pobre gente, o sus espíritus, tendrá que acarrear consigo sus lápidas el Día del Juicio Final. ¿De verdad piensa que será realmente necesario?

—Bueno, y si no, ¿para qué son las lápidas? ¡Respóndame a eso, señorita!

—Para consolar a su familia, supongo.

—¡Para consolar a su familia, supone usted! —exclamó con intenso desprecio—. ¿Cómo va a consolar a su familia saber que lo que pone en ella es mentira y que todo el pueblo lo sabe?

Señaló la losa que había a nuestros pies, sobre la que descansaba el banco, cerca del borde del acantilado.

—Lea lo que pone en esta estela —dijo. Desde donde yo estaba sentada veía las letras del revés, pero Lucy estaba frente a ellas, por lo que se inclinó y leyó:

—«Consagrada en memoria de George Canon, que murió, con la esperanza de una gloriosa resurrección, el 29 de julio de 1873, a consecuencia de una caída en las rocas de Kettleness. Esta tumba fue erigida por su desconsolada madre en memoria de su querido hijo. “Era el único hijo de su madre, y ella era viuda”[93]». ¡Francamente, señor Swales, no veo que tenga nada de gracioso!

Dijo esto último muy seriamente y con cierta severidad.

—¡No ve que tenga nada de gracioso! Ja, ja! Pero eso es porque usted no sabe que su desconsolada madre era una arpía que le odiaba porque era un lisiado, un cojo vulgar y corriente, y él la odiaba tanto que se suicidó para que ella no pudiera cobrar el seguro de vida que le había contratado. Prácticamente se voló la parte superior de la cabeza con un viejo mosquete que tenían para asustar a los cuervos. Irónicamente, lo que consiguió fue atraerlos, a ellos y a las moscas. Así es como se cayó de las rocas. Y en cuanto a la esperanza de una gloriosa resurrección, yo mismo le oí decir a menudo que esperaba ir al infierno, ya que su madre era tan pía que a buen seguro iría al cielo y él no quería acabar en el mismo sitio que ella. ¿No es esta lápida, se mire como se mire —la golpeó con su bastón mientras hablaba—, una sarta de mentiras? ¡Anda que no se reirá Gabriel cuando Geordie llegue jadeando al cielo con su lápida echada a la espalda, exigiendo que sea aceptada como prueba!

Yo no supe qué decir, pero Lucy cambió el tema de la conversación al exclamar, levantándose:

—¡Oh! ¿Por qué nos ha contado eso? Este es mi asiento favorito, y no quiero dejarlo; y ahora resulta que debo seguir sentándome sobre la tumba de un suicida.

—No le hará daño, hermosa mía; y puede que al pobre Geordie le alegre tener a una muchacha tan bonita sentada sobre su regazo. No puede hacerle ningún daño. ¡Caramba! Yo llevo casi veinte años sentándome aquí, y nunca me lo ha hecho. No se preocupe por los que yacen bajo usted. ¡Y tampoco por los que no yacen! Ya tendrá tiempo de asustarse cuando vea que han desaparecido todas las lápidas, y el lugar quede tan desnudo como un campo de rastrojos. Ahí están las campanadas, debo marcharme. ¡A su servicio, señoritas!

Y se marchó cojeando.

Lucy y yo seguimos sentadas un rato, y todo lo que se extendía ante nuestra vista era tan hermoso que nos cogimos de la mano; y ella me lo contó una vez más todo acerca de Arthur y su próximo matrimonio. Aquello hizo que me apenara un poco, pues llevo todo un mes sin recibir noticias de Jonathan.

El mismo día. —He vuelto a subir aquí sola, pues estoy muy triste. No había ninguna carta para mí. Espero que a Jonathan no le haya sucedido nada. El reloj acaba de dar las nueve. Veo luces desperdigadas por toda la ciudad, a veces en hileras, siguiendo el recorrido de las calles, otras veces solitarias; bordean toda la ribera del Esk hasta morir en la curvatura del valle. A mi izquierda, la vista se ve interrumpida por la negra silueta del tejado de la vieja casa que hay junto a la abadía. Las ovejas y los corderos balan en los campos, lejos, a mis espaldas, y puedo oír el ruido de los cascos de un burro ascendiendo por la pavimentada carretera de abajo. La banda está tocando un estridente vals a buen ritmo en el malecón, y más avanzado el muelle hay una reunión del Ejército de Salvación, en una calle lateral. Ninguna de las bandas puede oír a la otra, pero desde aquí arriba las oigo y las veo a ambas. ¡Me pregunto dónde está Jonathan y si estará pensando en mí! Ojalá estuviera aquí.