5 de junio. —Cuanto más consigo comprender a Renfield, más interesante se vuelve su caso. Posee ciertas características enormemente desarrolladas: egoísmo, reserva, y determinación. Ojalá pudiera averiguar el propósito de esta última. Parece seguir un plan propio trazado de antemano, pero aún no he conseguido averiguar en qué puede consistir. Su cualidad redentora es el amor por los animales, aunque a veces experimenta cambios tan extraños que en ocasiones imagino que sólo es anormalmente cruel. Sus mascotas son muy variadas. Ahora mismo su afición consiste en capturar moscas. Ha llegado a reunir tal cantidad que he tenido que llamarle la atención. Para mi asombro, no se ha enfurecido como yo esperaba, sino que se ha tomado el asunto con la máxima seriedad. Ha meditado un momento, y luego ha dicho:
—¿Me concede usted tres días? Me libraré de ellas.
Por supuesto le he dicho que me parecía bien. Debo observarle.
18 de junio. —Ahora ha dirigido su atención hacia las arañas, y guarda varios ejemplares enormes en una caja. Continúa alimentándolas con sus moscas, y el número de estas últimas ha disminuido sensiblemente, aunque ha utilizado la mitad de su comida para atraer a más moscas hasta su habitación.
1 de julio. —Sus arañas se están convirtiendo en una molestia tan grande como sus moscas, y hoy le he dicho que debe librarse de ellas. La noticia le ha entristecido mucho, de modo que le he pedido que se asegurara de que por lo menos desaparecieran unas cuantas. Ha consentido alegremente, y le he dado el mismo plazo que la última vez para reducir el número. Mientras estaba con él ha hecho algo que me ha dado mucho asco, pues cuando un horrendo moscardón hinchado de carroña ha entrado zumbando en la habitación, lo ha cogido, lo ha examinado exultante unos momentos entre su índice y su pulgar y, antes de que pudiera adivinar lo que iba a hacer, se lo ha metido en la boca y se lo ha comido. Le he regañado por ello, pero él ha argumentado tranquilamente que era muy bueno y muy nutritivo; que era vida, vida sana, y que le daba vida a él. Esto me ha dado una idea, o el embrión de una. Debo vigilarle para ver cómo se libra de sus arañas. Evidentemente, sufre graves problemas mentales, pues lleva un pequeño cuaderno en el que siempre está anotando algo. Páginas enteras llenas de cifras y más cifras, generalmente números simples sumados en grupos, y después los totales, también sumados en grupos, como si estuviera «redondeando» alguna cuenta, como dicen los contables.
8 de julio. —Hay un método en su locura, y mi idea embrionaria está creciendo. Pronto será una idea completamente formada, y entonces, ¡oh, cerebración inconsciente!, tendrás que pasarle el testigo a tu hermana consciente. Me he mantenido un par de días alejado de mi amigo para ser capaz de percibir si se producía algún cambio. Las cosas seguían como antes, con la salvedad de que se ha librado de algunas de sus mascotas y ahora tiene una nueva. Ha conseguido capturar un gorrión y ya lo ha domesticado parcialmente. Su modo de domesticar es bien sencillo, pues las arañas han disminuido en número. Las que quedan, en todo caso, están bien alimentadas, pues sigue atrayendo moscas tentándolas con su comida.
19 de julio. —Estamos progresando. Mi amigo tiene ahora toda una colonia de gorriones y sus moscas y arañas han sido prácticamente aniquiladas. Cuando he entrado en su habitación ha venido corriendo hacia mí y me ha dicho que quería pedirme un gran favor… un favor muy, muy grande; lisonjeramente, como a un perro. Le he preguntado de qué se trataba, y me ha dicho, con una especie de éxtasis en la voz y los gestos:
—Un gatito, un lustroso y juguetón gatito, pequeño y limpio, con el que pueda jugar, y al que pueda enseñar, y alimentar… y alimentar… ¡y alimentar!
Esta petición no me cogió por sorpresa, pues ya había notado que sus mascotas iban creciendo en tamaño y vivacidad, pero no me parecía bien que su bonita familia de gorriones siguiera el mismo camino que sus moscas y arañas; de modo que le he dicho que me ocuparía de ello y le he preguntado si no preferiría tener un gatazo bien grande antes que un gatito. Su ansiedad le ha traicionado al responder:
—¡Oh, sí, claro que querría un gato! Sólo le he pedido un garito porque me daba miedo que fuera usted a negarme un gato. Pero nadie podría negarme un gatito, ¿verdad?
He negado con la cabeza, añadiendo que por el momento temía que no iba a ser posible, pero que lo estudiaría. Me ha puesto una cara triste, en la que he podido ver una advertencia de peligro, pues de repente me ha lanzado una furiosa mirada de reojo propia de un asesino. Este hombre es un maníaco homicida en potencia. Voy a ponerle a prueba aprovechando su presente anhelo y ya veremos qué sucede; entonces sabré más.
10 p.m. —He vuelto a visitarle y le he encontrado sentado en un rincón meditando tristemente. Cuando he entrado se ha arrodillado frente a mí y me ha implorado que le dejara tener un gato; que su salvación dependía de ello. En cualquier caso, me he mantenido firme y le he dicho que no podía tenerlo. Al oír esto, se ha alejado sin decir palabra, y se ha sentado a mordisquearse los dedos en el mismo rincón en el que le había encontrado. Vendré a verle mañana temprano.
20 de julio. —He visitado a Renfield muy temprano, antes de que el celador hiciera su ronda. Le he encontrado ya levantado y tarareando una canción. Estaba extendiendo en la ventana el azúcar que había guardado, y resultaba evidente que había reiniciado la caza de moscas, con alegría y buen talante. Miré a mi alrededor buscando sus pájaros y, al no verlos por ninguna parte, le pregunté dónde estaban. Respondió, sin volverse siquiera, que se habían marchado todos volando. Había un par de plumas caídas por la habitación y una gota de sangre en su almohada. No le he dicho nada, pero he advertido al guardián de que me informara si sucedía algo raro a lo largo del día.
11 a.m. —El celador acaba de venir a decirme que Renfield está muy enfermo y que ha vomitado un montón de plumas.
—Creo, doctor —me ha dicho—, que se ha comido a sus pájaros. ¡Y que además se los ha comido crudos!
11 p.m. —Esta noche le he dado a Renfield un fuerte opiáceo, suficiente como para hacerle dormir incluso a él, y me he llevado su cuaderno para estudiarlo. La idea que llevaba algún tiempo zumbando en mi cerebro por fin ha madurado, y la teoría ha quedado demostrada. Mi maníaco homicida es de una clase ciertamente peculiar. Voy a tener que inventarme una nueva clasificación para él y llamarle maníaco zoófago (comedor de vida); lo que desea es absorber tantas vidas como pueda, y se ha dispuesto a conseguirlo de un modo acumulativo. Alimentó a una araña con muchas moscas, y a un pájaro con muchas arañas. Luego quería un gato para alimentarlo con muchos pájaros. ¿Cuáles habrían sido sus siguientes pasos? Casi merecería la pena completar el experimento. Podría hacerse, si tan sólo hubiera motivo suficiente. ¡La gente se mofaba con desprecio de la vivisección y, sin embargo, los resultados saltan hoy a la vista! ¿Por qué no hacer avanzar la ciencia en su aspecto más difícil y vital, el conocimiento del cerebro? Si yo consiguiera desentrañar el secreto de aunque sólo fuera una mente como ésa, si tuviera en mi mano la llave a la imaginación de un solo lunático, podría hacer avanzar mi rama de la ciencia hasta un nivel comparado con el cual la fisiología de Burdon-Sanderson, o el conocimiento del cerebro de Ferrier[94], quedarían en nada. ¡Si tan sólo tuviera una causa suficiente! No debo darle demasiadas vueltas, o podría verme tentado; una buena causa podría equilibrar la balanza a mi favor. ¿Acaso no podría poseer también yo, de manera congénita, un cerebro excepcional?
Qué bien razona este hombre; los lunáticos siempre lo hacen, aunque sea dentro de su propia lógica. Me pregunto en cuántas vidas valorará la de un hombre, o si sólo la contará como una. Ha cerrado su cuenta con gran precisión, y hoy ha iniciado un nuevo registro. ¿Cuántos de nosotros no empezamos un nuevo registro cada día de nuestras vidas?
En mi caso, parece que fue ayer cuando mi vida terminó junto con mi nueva esperanza, y ciertamente comencé un nuevo registro. Y así será hasta que Aquel Que Todo Lo Registra me convoque a su presencia y cierre definitivamente mi libro de cuentas, con un balance de pérdidas o ganancias. Oh, Lucy, Lucy, no puedo enfadarme contigo, ni puedo enfadarme con mi amigo cuya felicidad está en tus manos; sólo me queda seguir aguardando, desesperanzado, y trabajar. ¡Trabajar! ¡Trabajar!
Si tan sólo pudiera entregarme a una causa tan fuerte como la de mi pobre amigo loco, una buena causa desinteresada por la que trabajar… eso sería realmente la felicidad[95].