(continuación)
Cuando descubrí que era un prisionero, me invadió una especie de locura. Subí y bajé a la carrera las escaleras, probando todas y cada una de las puertas que pude encontrar y mirando por cada ventana; pero al poco rato la convicción de que me encontraba en un estado de indefensión total triunfó sobre todo lo demás. Echando la vista atrás, ahora que han transcurrido un par de horas, pienso que debo de haberme vuelto realmente loco, pues me comporté de un modo muy similar a como lo hace una rata atrapada en una trampa. Cuando, en todo caso, la convicción de que estaba indefenso se ha apoderado de mí, me he sentado tranquilamente (tan tranquilamente como nunca lo haya estado en mi vida) y me he puesto a pensar en qué hacer a continuación. Aún sigo pensando, y todavía no he llegado a ninguna conclusión categórica. Sólo de una cosa estoy seguro: que no servirá de nada transmitirle mi convicción al Conde. Bien sabe él que me tiene prisionero; y puesto que él es quien así lo ha dispuesto, y que sin duda tendrá sus propios motivos para ello, confiar en él todos los hechos sólo me procuraría nuevos engaños. A mi juicio, el único curso de acción posible es guardarme mis conocimientos y mis temores para mí mismo y mantener los ojos bien abiertos. Sé perfectamente que o bien me estoy dejando engañar como un niño por mis propios temores, o bien me encuentro en una situación desesperada; de ser esto último, necesito, y necesitaré, de todo mi ingenio para sobrevivir. Apenas había llegado a esta conclusión cuando oí cerrarse la gran puerta de abajo, y supe que el Conde había regresado. Como no vino de inmediato a la biblioteca, me dirigí cautelosamente hasta mi habitación y le descubrí haciendo la cama. Esto era raro, pero sólo confirmó lo que ya había sospechado desde un principio: que no había sirvientes en la casa. Me aseguré de ello más tarde, cuando le observé a través del hueco de los goznes de la puerta preparando la mesa en el comedor; pues si él en persona realiza todas estas tareas domésticas, es prueba incontestable de que no hay nadie más para encargarse de hacerlas. Esto me produjo inquietud, pues si no hay nadie más en el castillo, debió de ser el Conde en persona quien condujo el coche que me trajo hasta aquí. ¡Qué idea tan terrible! Pues, de ser así, ¿qué significa que pudiera controlar a los lobos, tal como lo hizo, con sólo alzar su mano en silencio? ¿Cuál era el motivo de que todo el mundo en Bistritz y todos los pasajeros de la diligencia temieran tan terriblemente por mí? ¿Qué significaba la entrega del crucifijo, del ajo, de la rosa silvestre, de la rama de fresno? ¡Bendita sea aquella buena, buena mujer que colgó el crucifijo en torno a mi cuello! Pues cada vez que lo toco, me ofrece fuerza y consuelo. No deja de ser extraño que un objeto que me han enseñado a contemplar desfavorablemente como idólatra, pueda en momentos de soledad y turbación servir de ayuda. ¿Acaso hay algo en la esencia del objeto en sí mismo, o es que funciona como medio, como ayuda tangible, para conjurar recuerdos de simpatía y consuelo? Algún día, de ser posible, debo analizar este fenómeno e intentar formarme una opinión sobre él. Mientras tanto, debo averiguar todo lo que pueda sobre el Conde Drácula, ya que podría ayudarme a entender. Esta noche podría hablar de sí mismo, si llevo la conversación en esa dirección. Tengo que ser muy cuidadoso, en todo caso, para no despertar sus sospechas.
Medianoche. —He mantenido una larga charla con el Conde. Le he hecho un par de preguntas acerca de la historia de Transilvania y el tema le ha animado de manera asombrosa. Al mencionar sucesos y gente, y especialmente batallas, habló como si hubiera estado presente en todas ellas. Después explicó su entusiasmo afirmando que, para un boyardo, el orgullo de su casa y su linaje es su propio orgullo, que su gloria es su gloria, que su destino es su destino. Siempre que se refería a su linaje decía «nosotros», casi utilizando el plural mayestático. Ojalá pudiera anotar todo lo que dijo tal y como lo dijo, pues para mí resultó del todo fascinante. Parecía contener en su persona toda la historia del país. Se fue excitando a medida que iba hablando y recorrió la habitación tirando de su gran mostacho blanco y agarrando cualquier objeto que quedara a su alcance como si fuera a aplastarlo con su tremenda fuerza. Una cosa dijo que intentaré anotar tan fielmente como pueda; pues cuenta, a su modo, la historia de su raza:
—Nosotros los szekler nos hemos ganado el derecho a ser orgullosos, pues por nuestras venas fluye la sangre de muchas razas valientes que lucharon, como lucha el león, por la soberanía. Hasta aquí, centro del remolino de las razas europeas, la tribu de los ugrios[32] trajo consigo desde Islandia el espíritu batallador legado por Thor y Wodin[33], que con feroz intensidad desplegaron sus berserkers[34] en las costas de Europa; sí, y en las de Asia y Africa también, hasta que las gentes pensaron que los mismísimos hombres-lobo habían desembarcado. Y cuando por fin llegaron aquí, a quiénes encontraron si no a los hunos, cuya furia guerrera había barrido la tierra como una lengua de fuego, hasta que los pueblos moribundos creyeron que por sus venas corría la sangre de aquellas viejas brujas que, tras ser expulsadas de Escitia, habían copulado con los diablos en el desierto[35]. ¡Necios, necios! ¿Qué diablo o qué bruja fue jamás tan grande como Atila, cuya sangre corre por estas venas? —dijo elevando los brazos—. ¿Es sorprendente acaso que seamos una raza conquistadora; que seamos orgullosos; que cuando el magiar, el lombardo, el ávaro, el búlgaro, o el turco hayan enviado a sus legiones contra nuestras fronteras, les hayamos rechazado? ¿Acaso es de extrañar que después de que Arpad[36] y sus legiones hubieran arrasado la madre patria húngara, nos encontraran aquí al alcanzar la frontera? ¿Acaso es de extrañar que su honfoglalas terminara aquí? ¿O que cuando la oleada húngara barriera Oriente, los szekler fueran agasajados como hermanos de sangre de los victoriosos magiares, y que fuera a nosotros a quienes se les confiara durante siglos la protección de la frontera con Turquía[37]? O, mejor dicho, el interminable deber de proteger la frontera, pues, como dice el turco, «el agua duerme, pero el enemigo es insomne». ¿Quién de entre las Cuatro Naciones[38] recibió con más alegría que nosotros la «espada sangrienta»[39], y quién se agrupó con mayor presteza bajo el estandarte del Rey en respuesta a su llamada guerrera? Cuando fue redimida la gran vergüenza de mi nación, la vergüenza de Cassova[40], en la que las banderas de valacos y magiares cayeron ante la Media Luna; ¿quién si no uno de mi propia raza fue el que, como voivoda, cruzó el Danubio y derrotó al turco en su propio terreno[41]? ¡Así es, fue un Drácula! ¡Qué vergüenza que fuera su propio e indigno hermano quien, cuando él hubo caído, vendiera a su pueblo al turco y trajera la vergüenza y la esclavitud sobre él[42]! ¿No fue acaso este Drácula el que inspiró a otro de su raza quien, tiempo después, condujo a sus fuerzas una y otra vez al otro lado del río, a Turquía; quien, a pesar de ser rechazado, regresó una y otra y otra y otra vez, aunque tuviera que volver completamente solo del ensangrentado campo de batalla en el que sus tropas estaban siendo masacradas, puesto que sabía que sólo él podría, en última instancia, triunfar[43]? Dijeron que sólo pensaba en sí mismo. ¡Bah! ¿De qué sirven los campesinos sin un líder? ¿En qué acaba una guerra sin un cerebro y un corazón que la guíen? Y una vez más, cuando nos sacudimos el yugo del húngaro tras la batalla de Mohacs[44], nosotros los de la sangre de Drácula nos contamos entre sus dirigentes, pues nuestro espíritu no cejaría mientras no fuéramos libres. Ah, joven caballero, los szekler (y los Drácula, como la sangre que hace palpitar sus corazones, sus cerebros y sus espadas) pueden jactarse de un historial que esos Habsburgo y esos Romanoff*[45] nunca podrán alcanzar aunque sigan multiplicándose como hongos. Los días de guerrear han terminado. La sangre es demasiado preciosa en estos tiempos de paz deshonrosa, y las glorias de las grandes razas son sólo una historia que contar.
Para entonces estaba empezando a despuntar el alba, y nos retiramos a la cama. (Mem., este diario se parece horrores al comienzo de Las mil y una noches, pues todo debe interrumpirse con el canto del gallo… como la aparición del fantasma del padre de Hamlet[46].)
12 de mayo. —Permítaseme empezar con hechos… hechos escuetos y sin adornar, verificados por libros y cifras, de los que no puede haber duda alguna. No debo confundirlos con experiencias basadas en mis propias observaciones ni con mis recuerdos. Anoche, cuando el Conde llegó de sus aposentos, empezó haciéndome preguntas acerca de asuntos legales y sobre los procedimientos habituales en cierto tipo de negocios. Yo había pasado el día aburrido entre libros y, sencillamente para ocupar mi mente en algo, había estado repasando algunos de los temas sobre los que había tenido que examinarme en el Lincoln’s Inn[47]. Había cierto método en las inquisiciones del Conde, por lo que trataré de anotarlas en secuencia; el conocimiento podría llegar a serme útil de algún modo o en algún momento[48].
Primero, me preguntó si un hombre en Inglaterra podría tener dos notarios o más. Le dije que podría tener una docena si así lo deseaba, pero que no sería inteligente tener a más de un notario dedicado a una única transacción, ya que sólo uno podría ocuparse del caso y cambiar en pleno proceso iría a ciencia cierta en contra de sus propios intereses. Pareció entenderlo perfectamente y pasó a preguntar si existiría alguna dificultad práctica en el hecho de tener a un notario dedicado en exclusiva, digamos, a las transacciones bancarias, y a otro ocupándose de organizar envíos por barco, en previsión de que se necesitara mano de obra local en algún lugar alejado del hogar del primero. Le pedí que se explicara con más claridad, para no correr el riesgo de aconsejarle mal, de modo que dijo:
—Le pondré un ejemplo. Su amigo, y también mío, el señor Peter Hawkins, a la sombra de su bella catedral de Exeter, lejos de Londres, compra para mí, a través de su amable mediación, una mansión en Londres. ¡Bien! Ahora deje que le diga con franqueza, no vaya a parecerle a usted extraño que me haya procurado los servicios de alguien tan alejado de Londres, en vez de los de un residente, que mi motivo fue precisamente que ningún interés local pudiera ser satisfecho al margen de mis deseos; y ya que un londinense podría haber buscado quizá un beneficio propio, o el de un amigo, procedí pues de este modo a buscar un agente cuya labor pudiera obrar únicamente en mi interés. Ahora supongamos que yo, que tengo muchos y variados negocios, deseara embarcar bienes, digamos, rumbo a Newcastle, o a Durham, o a Harwich, o a Dover. ¿No podría ser que me facilitara las cosas el consignar a una persona diferente en cada uno de estos puertos?
Respondí que ciertamente sería lo más fácil, pero que los notarios tenemos un sistema de colaboración entre nosotros, según el cual los trabajos locales pueden seguir realizándose localmente si bien siguiendo las instrucciones de cualquier notario, de modo que el cliente, poniéndose sencillamente en manos de un solo hombre, pueda ver cumplidos sus deseos sin mayores complicaciones.
—Pero —intervino él— tendría libertad para dar las instrucciones yo mismo, ¿no es así?
—Por supuesto —respondí—; y eso suelen hacer a menudo los hombres de negocios que no quieren que todos sus asuntos estén en conocimiento de una sola persona.
—¡Bien! —dijo él, y a continuación me preguntó acerca de los procedimientos que había que seguir a la hora de preparar envíos, los impresos que había que rellenar, y todo tipo de dificultades que pudieran surgir, pero que pudieran prevenirse de antemano. Se lo expliqué todo lo mejor que supe y él me dejó con la impresión de que realmente podría ser un notario fantástico, pues no había nada que no hubiera previsto o en lo que no hubiera pensado ya. Para ser un hombre que nunca había visitado el país y que evidentemente no trataba mucho en el mundo de los negocios, su conocimiento y perspicacia resultaban prodigiosos. Cuando su curiosidad quedó satisfecha en todos estos puntos, y yo lo verifiqué lo mejor que pude con los libros que tenía a mi disposición, el Conde se levantó de repente y dijo:
—¿Ha escrito desde su primera carta a nuestro amigo el señor Peter Hawkins, o a cualquier otra persona?
Respondí con cierta amargura que no, que hasta entonces no había tenido oportunidad de escribirle cartas a nadie.
—Entonces escriba ahora, mi joven amigo —me dijo poniendo una pesada mano sobre mi hombro—; escriba a nuestro amigo, y a cualquier otro, y comuníqueles, si tiene a bien, que permanecerá aquí conmigo un mes a partir del día de hoy.
—¿Desea que me quede tanto tiempo? —pregunté con el corazón encogido ante aquella perspectiva.
—Lo deseo enormemente; es más, no aceptaré ninguna negativa. Cuando su amo, patrón, o como quiera llamarlo, se comprometió a enviar aquí a alguien en su nombre, quedó entendido que sólo mis necesidades serían tenidas en cuenta. Y yo no he escatimado nada. ¿No es así?
¿Qué podía hacer sino asentir en muestra de aceptación? Se trataba de los intereses del señor Hawkins, no de los míos, y tenía que pensar en él, no en mí mismo; además, mientras el Conde Drácula hablaba, vi algo en sus ojos y en su porte que me hizo recordar que yo era su prisionero, y que si él así lo deseaba, podía no dejarme opción. El Conde vio su victoria en mi asentimiento, y su dominio en la turbación de mi rostro, pues empezó a hacer uso de ellos de inmediato, si bien a su propio modo zalamero e irresistible:
—Le ruego, mi buen joven amigo, que no mencione en sus cartas nada que no tenga que ver con los negocios. Sin duda complacerá a sus amigos saber que se encuentra usted bien y que está deseando volver a casa con ellos, ¿no es así?
Mientras decía esto me entregó tres folios y tres sobres, todos del más fino papel. Viéndolos, y viéndole luego a él, y apercibiéndome de su tranquila sonrisa, con los afilados colmillos destacando sobre el rojo labio inferior, entendí tan bien como si lo hubiera dicho en voz alta que debía tener cuidado con lo que escribía, pues sería capaz de leerlo. De modo que decidí limitarme por el momento a escribir unas notas formales, pero escribir en secreto y en detalle al señor Hawkins, y también a Mina, pues a ella podía escribirle en taquigrafía, que confundiría al Conde en caso de verla. Después de escribir mis dos cartas me senté en silencio a leer un libro, mientras el Conde escribía varias notas para las que fue consultando algunos de los volúmenes que tenía sobre la mesa. Después tomó mis dos cartas, las unió a las suyas y recogió sus útiles de escritura. En el instante en el que la puerta se cerró tras él, me incliné a observar las cartas, que estaban vueltas sobre la mesa. No sentí escrúpulos al obrar así, pues dadas las circunstancias sentí que debía protegerme a mí mismo de todos los modos que estuvieran a mi alcance.
Una de las cartas estaba dirigida a Samuel F. Billington, n° 7 de la calle Crescent, Whitby; otra a Herr Leutner, Varna; la tercera era para Coutts & Co., Londres, y la cuarta para Herren Klopstock & Billreuth, banqueros, Buda-Pest. La segunda y cuarta aún estaban abiertas. Estaba a punto de echarles un vistazo cuando vi girar el pomo de la puerta. Volví a sentarme en mi asiento con el tiempo justo para colocar las cartas tal como las había encontrado y para retomar mi libro antes de que el Conde, sosteniendo aún una carta más en su mano, entrara en la habitación. Recogió las cartas de la mesa, las lacró concienzudamente, y después, volviéndose a mí, dijo:
—Confío en que sabrá perdonarme, pero esta noche tengo mucho trabajo que hacer en privado. Espero que lo encontrará todo a su gusto.
Al llegar a la puerta se volvió hacia mí y, tras una pausa momentánea, añadió:
—Deje que le dé un consejo, mi querido joven amigo… Mejor aún, déjeme advertirle muy seriamente de que en el caso de que abandone usted estas habitaciones, no deberá dormir bajo ninguna circunstancia en ninguna otra parte del castillo. Es viejo y tiene muchos recuerdos. Malos sueños esperan a aquellos que duermen imprudentemente. ¡Queda avisado! En caso de que ahora o en cualquier otro momento le venciera el sueño, o estuviera a punto de hacerlo, apresúrese a regresar a su propia cámara o a alguna de estas habitaciones, pues de ese modo podrá descansar sano y salvo. Pero si no se anda con cuidado a este respecto, entonces…
Terminó su advertencia de un modo horrible, pues hizo un gesto como de lavarse las manos. Capté perfectamente su significado. Mi única duda ahora es si algún sueño puede ser más terrible que la antinatural y horrible red de oscuridad y misterio que parece estar cerrándose a mi alrededor.
Más tarde. —Ratifico las últimas palabras escritas, pero esta vez ya no cabe ninguna duda. No temeré dormir en ningún lugar en el que no esté él. He colocado el crucifijo en la cabecera de mi cama… Imagino que así mi descanso permanecerá libre de pesadillas; y ahí se quedará.
Cuando el Conde me dejó a solas fui a mi dormitorio. Al cabo de un rato, al no oír ningún ruido, salí y subí las escaleras de piedra para mirar hacia el sur. Aquella vasta expansión, aun siendo inaccesible para mí, me provocaba una especie de sensación de libertad, en comparación con la estrecha oscuridad del patio. Contemplando el exterior de esta manera, sentí que realmente me hallaba en una prisión, y sentí la necesidad de respirar un soplo de aire fresco, aunque fuera nocturno. Empiezo a notar que esta existencia nocturna me está pasando factura. Está destruyendo mi entereza. Mi propia sombra me provoca sobresaltos, y me asaltan todo tipo de horribles figuraciones. ¡Dios sabe que en este condenado lugar hay fundamentos de sobra para cualquier miedo terrible! Contemplé el bello paisaje, bañado por la suave luz amarilla de la luna, hasta que casi hubo tanta claridad como si fuese de día. Bajo la suave luz, las colinas distantes se fundían entre sí, y las sombras en los valles y las gargantas se tornaban de un negro aterciopelado. La mera contemplación de aquella belleza parecía alegrar mi espíritu; y había paz y consuelo en cada bocanada de aire que tomaba. Al inclinarme por encima de la ventana, me llamó la atención algo que se movía un piso por debajo de mí, hacia la izquierda, donde imaginaba, teniendo en cuenta la distribución de las habitaciones, que estarían las ventanas de los aposentos del Conde. La ventana a la que yo estaba asomado era alta y profunda, dividida por un parteluz de piedra y, aunque desgastada por las inclemencias del tiempo, aún estaba entera; aunque, evidentemente, las molduras hacía mucho tiempo que habían desaparecido. Retrocedí ocultándome tras la cantería, y observé cuidadosamente.
Lo que vi fue la cabeza del Conde asomando por la ventana. No vi su rostro, pero era reconocible por el cuello y el movimiento de sus brazos y espalda. En cualquier caso, no podía equivocarme con aquellas manos que tantas oportunidades había tenido de estudiar. Al principio me sentí interesado y en cierto modo entretenido, pues resulta asombroso lo poco que hace falta para entretener a un hombre cuando está prisionero. Pero mis sentimientos se tornaron repulsión y terror cuando vi todo su cuerpo emerger lentamente por la ventana y empezar a descender reptando por el muro del castillo, cabeza abajo sobre aquel terrible abismo, con su capa ondulando a su alrededor como unas enormes alas. Al principio no pude creer lo que veían mis ojos. Pensé que se trataba de un engaño provocado por la luz de la luna, algún efecto óptico de las sombras; pero continué observando, y no podía ser ninguna ilusión. Vi los dedos de manos y pies agarrar las esquinas de las piedras, desprovistas de mortero tras el desgaste de los años, y así, sirviéndose de todo saliente e irregularidad, descender a velocidad considerable, igual que un lagarto recorre una pared.
¿Qué clase de hombre es éste, o qué clase de criatura es ésta bajo la apariencia de un hombre? Siento el espanto de este horrible lugar sobrecogiéndome; tengo miedo, un miedo terrible, y no tengo escapatoria; estoy cercado por terrores en los que no me atrevo a pensar…
15 de mayo. —Una vez más he visto al Conde salir como un lagarto. Se dirigió hacia la izquierda, descendiendo diagonalmente unos cien pies, y desapareció a través de algún agujero o ventana. Cuando su cabeza desapareció, me incliné hacia fuera para intentar ver más, pero sin resultado… la distancia era demasiado grande para permitir un adecuado ángulo de visión. Sabía que ahora había dejado el castillo, y pensé aprovechar la oportunidad para explorar más de lo que hasta entonces me había atrevido. Regresé a la estancia y, tomando una lámpara, intenté abrir todas las puertas. Tal y como había esperado, estaban todas cerradas con llave, y las cerraduras eran nuevas. Descendí las escaleras de piedra hasta llegar al recibidor por el que había entrado la primera noche, y descubrí que podía descorrer los cerrojos con bastante facilidad, así como desenganchar las grandes cadenas; pero la puerta estaba cerrada, ¡y la llave no estaba! El Conde debe de guardarla en su habitación; tengo que comprobar si su puerta está cerrada o no, por si pudiera conseguirla y escapar. A continuación examiné minuciosamente varias escaleras y pasadizos, e intenté abrir las puertas que encontré en ellos. Cerca del recibidor había una o dos habitaciones pequeñas que estaban abiertas, pero no había en ellas nada que ver salvo muebles viejos, polvorientos con los años y roídos por las polillas. Finalmente, en cualquier caso, encontré una puerta situada en lo alto de una escalera que, aunque parecía estar cerrada, cedió un poco al presionarla. Lo intenté con más fuerza, y descubrí que no estaba realmente cerrada, sino que la resistencia se debía a que las bisagras habían cedido, y que la pesada puerta descansaba sobre el suelo. Se me presentaba una oportunidad que quizá no volvería a tener, de modo que seguí empujando, y tras muchos esfuerzos conseguí forzarla lo suficiente para entrar. Me hallaba ahora en un ala del castillo situada más a la derecha de las estancias que ya conocía y un piso por debajo. Desde las ventanas pude ver que las habitaciones se extendían hacia al sur del castillo. Tanto a un lado como a otro, había un gran precipicio. El castillo estaba levantado sobre el extremo de una gran peña, de modo que era prácticamente inexpugnable por tres lados. Había grandes ventanas, situadas a una altura que ninguna honda ni arco ni culebrina podrían alcanzar, asegurando así una luz y una comodidad imposibles en una posición que necesitara ser protegida. Hacia el oeste se extendía un gran valle y más allá, elevándose en la distancia, grandes espesuras serranas dentadas en las que, montaña tras montaña, la mismísima roca aparecía tachonada de fresnos y espinos, cuyas raíces se agarraban a las grietas y huecos y resquicios de la piedra. Esta era evidentemente la parte del castillo habitada en los días de antaño, pues el mobiliario tenía aspecto de ser más cómodo que cualquiera que hubiera visto hasta entonces. Las ventanas no tenían cortinas, y la amarillenta luz de la luna, que se derramaba a través de las celosías en forma de diamantes, le permitía a uno incluso distinguir colores, a la vez que disimulaba el abundante polvo que lo cubría todo y disfrazaba en parte los estragos del tiempo y las polillas. Mi lámpara parecía servir de poco ante la brillante luz lunar, pero me alegraba tenerla conmigo, pues aquel lugar desprendía una terrible soledad que helaba mi corazón y hacía tambalearse mi coraje. Aun así, era mejor que seguir viviendo solo en las habitaciones que había llegado a odiar debido a la presencia del Conde y, tras esforzarme un poco por controlar mis nervios, descubrí que me invadía una relajada tranquilidad. Aquí sigo, sentado frente a una pequeña mesa de madera de roble sobre la que, antaño, posiblemente alguna bella dama escribiera, con muchos titubeos y muchos rubores, su torpe carta de amor, anotando con taquigrafía en mi diario todo lo que ha sucedido desde la última vez que lo cerré. Esto sí que es un avance del siglo XIX. Y sin embargo, a menos que mis sentidos me engañen, los viejos siglos tenían, y tienen, poderes propios que la mera «modernidad» no puede matar[49].
Más tarde. Mañana del 16 de mayo. —Dios proteja mi cordura, pues es lo único que me queda. La seguridad y la garantía de seguridad son cosas del pasado. Mientras siga aquí sólo puedo desear una cosa: no volverme loco, si es que, de hecho, no lo estoy ya. De seguir cuerdo, entonces es a buen seguro enajenante pensar que, de todas las cosas abominables que acechan en este odioso lugar, el Conde es la menos terrible para mí; que sólo en él puedo buscar seguridad, aunque sólo sea mientras pueda servir a sus propósitos. ¡Dios del cielo! ¡Dios misericordioso! Permite que me calme, pues realmente este camino conduce a la locura[50]. Empiezo a ver bajo una nueva luz ciertas cosas que me habían confundido. Hasta ahora nunca había comprendido del todo qué quería decir Shakespeare cuando hizo exclamar a Hamlet:
«¡Mis cuadernos! ¡Rápido, mis cuadernos!
Es necesario que anote esto»[51], etc.,
pues ahora, sintiendo como si mi propia mente se hubiera desquiciado o como si hubiera sufrido una impresión que necesariamente debe acabar con ella, recurro a mi diario en busca de reposo. El hábito de anotar detalladamente debe contribuir a tranquilizarme.
La misteriosa advertencia del Conde ya me había asustado en su momento; más me asusta ahora cuando pienso en ella, pues ahora el Conde tiene un temible poder sobre mí. ¡Me dará miedo dudar de lo que pueda decirme!
Cuando terminé de escribir en mi diario y volví a guardar, felizmente, el libro y la pluma en mi bolsillo, me sentí adormilado. Me vino a la memoria la advertencia del Conde, pero me dio placer desobedecerle. La sensación de sueño me rondaba, y con ella la obstinación que el sueño trae consigo como rémora. El suave claro de luna me tranquilizó, y la enorme extensión del exterior me proporcionaba una sensación de libertad que me resultó refrescante. Decidí no regresar esa noche a mis habitaciones cargadas de penumbra, sino dormir aquí, donde las damas de antaño se habían sentado y cantado, viviendo dulces vidas mientras sus gentiles pechos suspiraban por los hombres que habían partido a batallar en despiadadas guerras. Arrastré un gran sofá hasta sacarlo de su rincón y lo coloqué de modo que, al tumbarme, pudiera ver la cautivadora vista que se extendía a este y oeste. Luego, sin preocuparme por el polvo, me acomodé para dormir.
Y supongo que me quedé dormido. Eso espero, pero temo, pues todo lo que sucedió a continuación fue alarmantemente real… tan real que incluso ahora que ha llegado la mañana y me siento a plena luz del día, no puedo ni por un instante creer que fuera todo un sueño.
No estaba solo. La habitación era la misma, no había sufrido ningún cambio desde que había entrado en ella; pude ver en el suelo, iluminadas por el claro de luna, mis propias huellas marcando los lugares en los que había perturbado la larga acumulación de polvo. En el claro de la luna, frente a mí, había tres mujeres jóvenes; damas, a juzgar por sus vestidos y modales. En el preciso instante en que las vi, pensé que debía de estar soñando, pues aunque tenían la luna a sus espaldas no arrojaban sombra alguna sobre el suelo. Se acercaron a mí y me observaron un rato, y luego murmuraron entre sí. Dos eran morenas, y tenían altas narices aquilinas, como la del Conde, y enormes ojos oscuros y penetrantes, que parecían casi rojos en contraste con la palidez amarillenta de la luna. La otra era de tez clara, y tan hermosa como pueda serlo una mujer, con grandes, ondulantes masas de pelo dorado y ojos como pálidos zafiros. Por alguna razón su rostro me resultó familiar, y me pareció reconocerlo en relación a algún temor soñado, pero en aquel momento no conseguí recordar cuándo ni dónde[52]. Los dientes de las tres eran blancos y brillantes, y relucían como perlas contra el rubí de sus voluptuosos labios. Había algo en ellas que me inquietaba, haciéndome sentir deseo y, al mismo tiempo, un miedo mortal. Sentí en mi corazón un perverso y abrasador deseo de que me besaran con esos labios rojos. No me agrada anotar esto, pues si algún día estas líneas encontraran los ojos de Mina podrían causarle dolor; pero es la verdad. Susurraron entre ellas, y después las tres rieron… una risa argentina, musical, pero tan áspera que nunca habría podido surgir de la suavidad de unos labios humanos. Era como la intolerable y cosquilleante dulzura de unas copas de cristal al ser tocadas por una mano hábil. La chica rubia sacudió la cabeza coquetamente, y las otras dos la animaron. Una dijo:
—¡Adelante! Sé la primera, y nosotras te seguiremos; tuyo es el derecho de empezar.
La otra añadió:
—Es joven y fuerte, hay besos para todas.
Yo yacía en silencio, observando por debajo de mis pestañas sumido en una agonía de deliciosa anticipación. La chica rubia avanzó y se reclinó sobre mí hasta que sentí los movimientos de su aliento. En un sentido era dulce, dulce como la miel, y me recorrió los nervios con el mismo estremecimiento que me había provocado su voz, pero con un poso amargo que yacía bajo la dulzura; una amarga repugnancia, como la que huele uno en la sangre.
Temía levantar los párpados, pero miré y vi perfectamente a través de las pestañas. La chica rubia se arrodilló y se reclinó sobre mí, recreándose a sus anchas. Actuaba con una deliberada voluptuosidad que resultaba a la vez excitante y repulsiva, y al arquear el cuello realmente se relamió los labios, como un animal, hasta que pude ver a la luz de la luna los destellos de su saliva brillando sobre los labios escarlatas y la lengua roja, mientras relamía los blancos dientes afilados. Su cabeza descendió más y más, hasta que sus labios quedaron por debajo del alcance de mi boca y mi barbilla, y parecieron a punto de engancharse en mi garganta. Entonces se detuvo, y oí el chasqueo de su lengua restallando contra sus dientes y labios, y sentí su cálido aliento en mi cuello. Entonces la piel de mi garganta empezó a cosquillear, tal y como lo hace la carne de uno cuando la mano que va a hacer las cosquillas se aproxima cada vez más… y más. Sentí el suave, tembloroso toque de los labios sobre la supersensible piel de mi garganta, y los duros picos de dos colmillos afilados, rozándome y deteniéndose ahí. Cerré los ojos en un lánguido éxtasis y esperé… esperé con el corazón palpitando.
Pero en aquel instante otra sensación me atravesó tan rápida como el rayo. Fui consciente de la presencia del Conde y de que se hallaba como envuelto en una tormenta de furia. Al abrir los ojos involuntariamente, vi su poderosa mano asir el estilizado cuello de la mujer rubia y, con la potencia de un gigante, tirar de ella hacia atrás, los azules ojos transformados por la furia, los blancos dientes mordiendo el aire con rabia, y las blancas mejillas ardiendo con el rubor de la pasión. ¡Pero el Conde! Nunca había imaginado semejante cólera y furia, ni siquiera en los demonios del averno. Sus ojos echaban literalmente chispas, y su luz roja refulgía como si las llamas del fuego infernal ardieran tras ellos. Tenía el rostro mortalmente pálido, y las líneas del mismo se marcaban con tanta intensidad que asemejaban cables tensados; las espesas cejas que se encontraban sobre la nariz parecían ahora una única barra distorsionada de metal al rojo vivo. Con un fiero barrido de su brazo, arrojó a la mujer lejos de él, y luego gesticuló en dirección a las otras, como si las estuviera azotando para que retrocedieran; era el mismo gesto imperioso que le había visto utilizar con los lobos. En un tono de voz que, aunque bajo, casi un susurro, pareció cortar el aire y luego resonar por toda la habitación, exclamó:
—¿Cómo osáis tocarle, ninguna de vosotras? ¿Cómo osáis posar vuestros ojos sobre él cuando lo he prohibido? ¡Atrás, os digo a todas! ¡Este hombre me pertenece[53]! Guardaos mucho de tocarle, o tendréis que responder ante mí.
La chica rubia, con una risa de escabrosa coquetería, se volvió para responderle:
—Tú nunca has amado… ¡tú nunca amas!
Al oír esto las otras mujeres se unieron a ella, y por toda la habitación resonó una risa tal, tan áspera, carente de alegría y de alma, que casi me desmayé al oírla; parecía el placer de los demonios. Entonces el Conde se volvió hacia ellas, tras observar detenidamente mi rostro, y dijo con un suave murmullo:
—Sí, también yo puedo amar; vosotras mismas lo supisteis en el pasado. ¿No es así? Bueno, os prometo que cuando haya terminado con él, podréis besarle a voluntad. ¡Pero ahora marchaos! ¡Marchaos! Debo despertarle, pues tenemos trabajos pendientes.
—¿No vamos a tener nada esta noche? —dijo una de ellas, con una risa grave, mientras señalaba un saco que él había arrojado al suelo, y que se movía como si hubiera un ser vivo en su interior. A modo de respuesta, él asintió con la cabeza. Una de las mujeres saltó hacia delante y lo abrió. Si mis oídos no me engañaron, de su interior surgieron un suspiro sofocado y una queja llorosa, como la de un niño medio ahogado. Las mujeres se arracimaron a su alrededor, mientras yo quedaba paralizado por el horror; pero mientras las observaba, desaparecieron, y con ellas el espantoso saco. No había ninguna puerta cerca de ellas, y no podrían haber pasado a mi lado sin yo percibirlo. Simplemente parecieron fundirse en los rayos lunares y pasar a través de la ventana, pues por un momento pude ver en el exterior sus vagas y sombrías siluetas antes de que desaparecieran por completo.
Entonces el horror me dominó por completo y me hundí en la inconsciencia.