Capítulo II

DIARIO DE JONATHAN HARKER

(continuación)

5 de mayo. —Supongo que debí de quedarme dormido, pues, de haber estado completamente despierto, seguramente me habría llamado la atención la llegada a un lugar tan extraordinario. En la negrura, el patio parecía tener un tamaño considerable y, como varios pasajes oscuros surgían de él a través de grandes arcos redondos, quizá parecía más grande de lo que realmente es. Todavía no he podido verlo a la luz del día.

Cuando la calesa se detuvo, el cochero saltó al suelo y me tendió una mano para ayudarme a descender. Una vez más, no pude evitar advertir su prodigiosa fuerza. Su mano parecía un torno de acero que podría haber aplastado la mía de haberlo querido. Después tomó mi equipaje y lo colocó en el suelo junto a mí, cerca de una gran puerta, vieja y tachonada con largos clavos de hierro, enmarcada en un sobresaliente pórtico de piedra maciza. Incluso con aquella escasa luz pude ver que la piedra había sido profusamente tallada, pero las tallas se habían desgastado debido a la acción del tiempo y los rigores del clima. Mientras observaba esto, el cochero volvió a subir a su pescante e hizo restallar las riendas; los caballos avanzaron y desaparecieron con el coche a través de una de las oscuras aberturas.

Permanecí en silencio en el mismo sitio en el que me encontraba, pues no sabía qué hacer. No había rastro de campanilla o aldabón, y no parecía probable que mi voz pudiera penetrar a través de aquellos amenazadores muros y oscuros ventanales. El tiempo que estuve esperando pareció alargarse interminablemente, y empecé a sentir que me invadían las dudas y el temor. ¿Qué clase de siniestra aventura era aquella en la que me había embarcado? ¿Era éste acaso un incidente habitual en la vida de un pasante enviado para explicarle a un extranjero los detalles de la compra de una propiedad en Londres? ¡Pasante! A Mina no le gustaría oír eso. Digamos mejor, notario… pues justo antes de abandonar Londres recibí la confirmación de que había aprobado mi examen. ¡Ahora soy todo un notario! Empecé a restregarme los ojos y a pellizcarme para comprobar que estaba despierto. Todo me parecía una horrible pesadilla, y esperaba despertarme de un momento a otro para descubrir que en realidad me encontraba en mi casa, mientras el amanecer se filtraba a través de las ventanas, como ya me había sucedido alguna que otra mañana tras un día de trabajo excesivo. Pero mi carne respondió a la prueba de los pellizcos, y mis ojos no me engañaban. Estaba realmente despierto y perdido en mitad de los Cárpatos. Lo único que podía hacer ahora era armarme de paciencia y esperar la llegada del amanecer.

Justo cuando había llegado a esta conclusión, oí un ruido de pasos al otro lado de la gran puerta, y vi a través de las hendiduras el resplandor de una luz que se aproximaba. A continuación, llegó un ruido de cadenas y el estruendo metálico de enormes cerrojos al ser descorridos. Una llave giró en la cerradura con el agudo chirrido de un largo desuso, y la gran puerta se abrió.

En el interior me esperaba un hombre alto y maduro, apuradamente afeitado salvo por un largo mostacho blanco y vestido de negro de la cabeza a los pies, sin una sola mota de color. Sostenía en la mano una antigua lámpara de plata, en la que la llama ardía sin tubo ni globo de ningún tipo, que parpadeó ante la corriente que entraba por la puerta abierta, arrojando largas y temblorosas sombras. El anciano me invitó a entrar mediante un cortés movimiento de su mano derecha, diciendo en un inglés excelente, aunque con una extraña entonación:

—¡Bienvenido a mi casa! ¡Entre libremente y por su propia voluntad!

No hizo ningún ademán de acercarse a recibirme, sino que permaneció inmóvil como una estatua, como si su gesto de bienvenida le hubiera transformado en piedra[14]. En cualquier caso, en el preciso instante en el que traspasé el umbral, avanzó impulsivamente y, alargando la mano, estrechó la mía con una fuerza que me hizo parpadear, un efecto en modo alguno paliado por el hecho de que parecía tan fría como el hielo… más como la mano de un muerto que la de un hombre vivo.

—Bienvenido a mi casa —repitió—. Entre libremente. Marche sano y salvo… ¡y deje algo de la felicidad que trae consigo!

La fuerza de su apretón de manos era tan similar a la que había advertido en el cochero, cuyo rostro no había visto, que por un momento dudé si no estaría hablando con la misma persona; de modo que, para cerciorarme, saludé interrogativamente:

—¿Conde Drácula?

Él me dedicó una cortés reverencia y respondió:

—Yo soy Drácula. Y le doy la bienvenida, señor Harker, a mi casa. Entre; el aire de la noche es frío, y debe comer y descansar.

Mientras hablaba, colgó la lámpara de un soporte que había en la pared y, saliendo al patio, tomó mi equipaje. Antes de que pudiera impedirlo, ya lo había llevado hasta el interior. Protesté, pero él insistió:

—No, caballero, es usted mi invitado. Es tarde, y el servicio no está disponible. Deje que sea yo mismo quien se ocupe de su comodidad.

Insistió en encargarse de mi equipaje, que acarreó por todo el corredor, una enorme escalera de caracol, y a lo largo de otro interminable pasillo, sobre cuyo suelo de piedra resonaron pesadamente nuestros pasos. Finalmente, abrió de par en par una pesada puerta, tras la que me alegró ver una estancia bien iluminada, en la que había una mesa preparada para la cena, y en cuyo enorme hogar rugía y chisporroteaba un fuego de leña.

El Conde se detuvo, depositó mi equipaje en el suelo y cerró la puerta. Después cruzó la estancia y abrió otra puerta que conducía a una pequeña sala octogonal, iluminada por una sola lámpara, y aparentemente sin ningún tipo de ventanas. Tras atravesar ésta, abrió una tercera puerta y me indicó que entrara. Fue una grata visión, pues se trataba de un gran dormitorio bien iluminado y calentado por otro fuego que rugía huecamente en la amplia chimenea. El Conde en persona depositó mi equipaje en su interior y se retiró, diciendo, antes de cerrar la puerta:

—Querrá usted refrescarse y asearse después de su viaje. Confío en que encontrará todo lo necesario. Cuando esté listo, venga a la otra habitación, donde encontrará su cena preparada.

La luz y el calor y la cortés bienvenida del Conde parecían haber disipado todas mis dudas y temores. Una vez recuperado mi estado normal, descubrí que estaba medio muerto de hambre; de modo que, tras asearme apresuradamente, me dirigí a la otra habitación.

Encontré la cena ya dispuesta. Mi anfitrión, de pie junto a la gran chimenea, apoyado contra la piedra, hizo un gracioso ademán en dirección a la mesa, y dijo:

—Se lo ruego, siéntese y cene cuanto le plazca. Confío en que sabrá excusarme por no acompañarle; pero ya he comido, y nunca ceno[15].

Le entregué la carta sellada que me había confiado el señor Hawkins. La abrió y la leyó con gesto serio; después, con una encantadora sonrisa, me la entregó para que la leyera. Un pasaje, al menos, me provocó un escalofrío de placer:

«Lamento mucho que un ataque de gota, mal del que padezco constantemente, me impida terminantemente emprender cualquier tipo de viaje en un futuro cercano; no obstante, me alegra poder afirmar que envío a un digno sustituto, uno que cuenta con toda mi confianza. Es un hombre joven, rebosante de energía y talento, y de muy fiel disposición. Es discreto y callado, y ha alcanzado la hombría a mi servicio. Podrá atenderle siempre que usted lo desee mientras dure su estancia, y seguirá sus instrucciones en lo que usted disponga».

El Conde en persona se acercó a la mesa y destapó una fuente. Me abalancé de inmediato sobre un pollo asado buenísimo que, junto con algo de queso, una ensalada y una botella de Tokay[16] añejo del que bebí dos copas, constituyó mi cena. Mientras yo comía, el Conde me hizo muchas preguntas sobre mi viaje, y le conté por etapas todo lo que había experimentado.

Para entonces ya había terminado de cenar y, siguiendo el deseo de mi anfitrión, acerqué una silla junto al fuego y empecé a disfrutar de un puro que me había ofrecido él, al tiempo que se excusaba por no fumar. Ahora que tenía oportunidad de observarle, descubrí que tenía unos rasgos muy acentuados.

Su rostro era marcadamente —muy marcadamente— aquilino; de nariz delgada, con el puente alto y unos orificios nasales peculiarmente arqueados. Tenía la frente amplia y abombada y, aunque el pelo escaseaba alrededor de las sienes, crecía profusamente en el resto de la cabeza. Sus cejas eran enormes, y casi se encontraban por encima de la nariz, con un pelo espeso que parecía rizarse bajo su misma profusión. La boca, hasta donde podía ver bajo el poblado mostacho, era firme y de aspecto más bien cruel, con unos colmillos blancos y singularmente afilados que asomaban por encima de los labios, cuyo intenso color rojo denotaba una sorprendente vitalidad en un hombre de su edad. En cuanto al resto, sus orejas eran pálidas y extremadamente puntiagudas; la barbilla era ancha y fuerte, y las mejillas firmes aunque hundidas. El efecto general era de una extraordinaria palidez.

Hasta entonces había podido ver los dorsos de sus manos mientras descansaban sobre sus rodillas a la luz de la lumbre, y me habían parecido más bien blancas y finas; pero viéndolas ahora, cerca de mí, no pude evitar reparar en que eran más bien bastas… anchas, de dedos achaparrados. Por extraño que parezca, crecían pelos en el centro de las palmas. Sus uñas eran largas y finas, y las tenía cortadas en punta[17]. Cuando el Conde se inclinó sobre mí y sus manos me tocaron, fui incapaz de reprimir un escalofrío. Quizá fuera debido a que su aliento olía a rancio, pero me sobrevino una horrible sensación de náusea que, por mucho que lo intenté, no logré disimular. El Conde, que evidentemente lo había notado, retrocedió; y dedicándome una especie de siniestra sonrisa que dejó al descubierto sus protuberantes colmillos, mostrándolos mucho más de lo que hasta entonces había hecho, se sentó de nuevo al otro lado de la chimenea. Ambos permanecimos en silencio un rato y, al mirar hacia la ventana, vi los primeros tímidos rayos del alba. Una extraña quietud parecía extenderse sobre todas las cosas; pero al escuchar atentamente pude oír, alzándose desde lo más profundo del valle, el aullido de muchos lobos. Los ojos del Conde centellearon, y dijo:

—Escúcheles… los hijos de la noche. ¡Qué música hacen! —viendo, supongo, alguna expresión en mi rostro que le debió de resultar extraña, añadió—: Ah, caballero, ustedes los habitantes de la ciudad no pueden entender los sentimientos del cazador.

Después se levantó y dijo:

—Pero debe de estar usted cansado. Su dormitorio está listo y podrá dormir hasta la hora que le plazca. Yo tengo que ausentarme hasta la tarde; de modo que descanse bien y dulces sueños —y con una cortés reverencia abrió para mí la puerta de la sala octogonal y entré en mi dormitorio…

Me encuentro sumido en un mar de dudas. Recelo, temo; se me ocurren extrañas ideas que no oso confesar ni ante mí mismo. ¡Que Dios me proteja, aunque sólo sea por aquellos a los que quiero!

7 de mayo. —Vuelve a ser por la mañana temprano, pero he descansado y disfrutado de las últimas veinticuatro horas. Ayer dormí hasta bien avanzado el día y me desperté a mi antojo. Cuando terminé de vestirme fui a la estancia en la que habíamos cenado la noche anterior, donde encontré preparado un desayuno frío y una cafetera caliente junto a la chimenea. Encima de la mesa había una tarjeta con el siguiente mensaje:

«Tengo que ausentarme un rato. No me espere. - D.» Así que me dispuse a disfrutar de una copiosa comida, y eso fue precisamente lo que hice. Cuando acabé, busqué una campanilla para hacerles saber a los criados que ya había terminado, pero no pude encontrar ninguna. Ciertamente, esta casa tiene algunas deficiencias muy curiosas, teniendo en cuenta las extraordinarias muestras de riqueza que veo a mi alrededor. El servicio de la mesa es de oro, y está tan bellamente forjado que su valor debe ser inmenso. Tanto las cortinas como la tapicería de las sillas, de los sofás y de mi cama, son de los más valiosos y hermosos tejidos, y ya en el momento de su confección debieron de ser de un valor fabuloso, pues tienen siglos de antigüedad, aunque se conservan en excelentes condiciones. Vi algunos parecidos en Hampton Court[18], pero estaban desgastados, deshilachados y roídos por las polillas. Sin embargo, y a pesar de todo eso, no hay espejos en ninguna de las habitaciones. Ni siquiera en mi tocador, por lo que tuve que sacar el pequeño espejito de viaje que llevo en mi maleta para afeitarme o peinarme los cabellos. Aún no he visto un solo sirviente por ninguna parte, ni oído un solo sonido cerca del castillo a excepción del aullido de los lobos. Cuando terminé mi colación —no sé si llamarla desayuno o almuerzo, dado que eran entre las cinco y las seis de la tarde—, busqué algo que leer, ya que no quería recorrer el castillo sin haber solicitado antes el permiso del Conde. Sin embargo, no había un solo libro o periódico en toda la estancia, ni siquiera utensilios de escritura; de modo que abrí una de las puertas y descubrí una especie de biblioteca. Intenté abrir también otra puerta situada frente a la mía, pero estaba cerrada.

En la biblioteca encontré, para mi enorme satisfacción, un gran número de libros ingleses —estanterías enteras repletas de ellos— y volúmenes encuadernados de diarios y revistas. Sobre una mesa en el centro había esparcidos varios diarios y revistas ingleses, aunque ninguna era de fecha demasiado reciente. Los libros eran de las más variadas materias: historia, geografía, política, economía, botánica, geología, leyes… todos relacionados con Inglaterra, la vida inglesa y sus costumbres. Había incluso libros de referencia tales como el Directorio Comercial de Londres[19], los libros «Rojo» y «Azul»[20], el Almanaque de Whitaker[21], los anuarios del Ejército y la Marina[22], y (en cierto modo me alegró verlo) el Anuario Legal[23].

Mientras estaba hojeando los libros, se abrió la puerta y entró el Conde. Me saludó calurosamente y manifestó su deseo de que hubiera disfrutado de una noche de descanso. Después prosiguió:

—Me alegra que haya encontrado el camino hasta aquí, pues estoy seguro de que hay muchas cosas que serán de su interés. Estos amigos —y posó su mano sobre algunos de los libros— han sido fíeles compañeros míos desde que hace años se me ocurriera la idea de ir a Londres, y me han proporcionado muchas, muchas horas de placer. Gracias a ellos he llegado a conocer su gran Inglaterra; y conocerla es amarla. Ansío caminar por las abarrotadas calles de su poderoso Londres, de hallarme en medio del torbellino y el frenesí de la humanidad, de compartir su vida, su cambio, su muerte, y todo lo que la hace ser lo que es. ¡Pero, ay! Por ahora sólo conozco su lengua a través de los libros. De usted, amigo mío, confío aprender a hablarla.

—Pero, Conde —dije—, ¡si habla usted inglés perfectamente!

Él me dedicó una solemne reverencia.

—Le agradezco, amigo mío, su estimación excesivamente halagadora, pero temo no haber sino comenzado a internarme por el camino que quisiera recorrer. Cierto, conozco la gramática y las palabras, pero aún no sé cómo hablarlas.

—Desde luego que sí —dije yo—. Habla usted francamente bien.

—No, no —respondió él—. Bien sé que, en cuanto caminara y hablara en su Londres, ninguno allí dejaría de identificarme como extranjero. Eso no es suficiente para mí. Aquí soy noble; un boyardo; el populacho me conoce, soy amo. Pero un forastero en tierra extraña[24] no es nadie; los hombres no le conocen y por lo tanto le ignoran. Me contento con ser como los demás, de modo que ningún hombre se detenga al verme, o haga una pausa en su conversación al oír mis palabras, para decir: «Ja, ja! ¡Un extranjero!» He sido amo durante tanto tiempo que desearía continuar siéndolo… o por lo menos no ser vasallo de ningún otro. Usted no ha venido a mí sólo como agente de mi amigo Peter Hawkins, de Exeter, para contármelo todo sobre mi nueva propiedad en Londres. Confío también en que permanecerá aquí conmigo una temporada, para que, mediante nuestras charlas, pueda aprender el acento inglés; y desearía que me indicara cuando cometa error, incluso el más mínimo, en mi hablar. Siento que haya tenido que ausentarme tanto tiempo hoy; pero sabrá usted, lo sé, perdonar a alguien que tiene tantos asuntos importantes de los que ocuparse.

Por supuesto, afirmé que lo entendía con todo el énfasis que fui capaz de reunir, y pregunté si me daba su permiso para entrar en aquella habitación cuando lo deseara.

—Sí, por supuesto —respondió él—. Puede visitar cualquier parte del castillo que se le antoje, excepto allí donde las puertas estén cerradas, donde, por supuesto, no deseará ir. Hay motivos para que las cosas sean como son; si viera usted con mis ojos, o supiera lo que yo sé, quizá lo entendería mejor.

Dije que estaba convencido de ello, y él prosiguió:

—Estamos en Transilvania; y Transilvania no es Inglaterra. Nuestras costumbres no son sus costumbres, y habrá muchas cosas que a usted le resulten extrañas. ¡Qué digo! A juzgar por lo que ya me ha contado sobre sus experiencias, seguro que puede hacerse una idea de lo extrañas que pueden llegar a ser aquí las cosas.

Esto dio pie a una larga conversación. Y puesto que resultaba evidente que el Conde quería hablar, aunque sólo fuera por el puro placer de charlar, le hice muchas preguntas relacionadas con los sucesos que había vivido o que me habían llamado la atención. A veces evitaba algún tema o desviaba la conversación fingiendo que no me entendía, pero en general respondió a todo lo que le pregunté con la mayor franqueza. Después, a medida que fue avanzando la tarde, me volví algo más osado y le interrogué acerca de algunos de los extraños sucesos de la noche anterior; como, por ejemplo, ¿por qué había ido el cochero a los lugares en los que habíamos visto las llamas azules? ¿Era realmente cierto que señalaban lugares en los que había oro enterrado? Él me explicó entonces que existía una creencia muy extendida, según la cual en cierta noche del año (de hecho, la noche anterior, cuando se supone que todos los espíritus malignos campan a sus anchas) una llama azul aparece sobre todos los lugares en los que hay un tesoro enterrado.

—No puede existir la menor duda de que hay tesoros enterrados en la región por la que vino anoche —continuó—, ya que los valacos, los sajones y el turco han luchado durante siglos por ella. ¡Vaya! No queda ni un solo palmo de tierra en toda esta región que no haya sido regado con la sangre de patriotas o invasores. Hace mucho tiempo, en aquellos tumultuosos días en los que los austríacos y los húngaros llegaban con sus hordas, los patriotas (hombres y mujeres, los ancianos y los niños también) se alzaban para ir a su encuentro y esperaban su llegada apostados sobre los pasos, en lo más alto de los peñascos, para sembrar la destrucción entre ellos con sus avalanchas artificiales[25]. Cuando finalmente el invasor triunfó, lo que encontró fue muy poco, pues todo lo que tenían había encontrado refugio en el amistoso suelo.

—¿Pero cómo es posible —dije yo— que ese oro haya permanecido tanto tiempo sin ser descubierto, cuando existen señales inequívocas que permitirían a cualquiera encontrarlo sólo con que se tomara la molestia de mirar?

El Conde sonrió, y sus labios dejaron al descubierto las encías, permitiendo que asomaran sus largos y afilados caninos.

—¡Porque en el fondo el campesino es un cobarde y un necio! —respondió—. Esas llamas sólo aparecen una noche. Y esa noche ningún hombre de este país renunciará, si puede evitarlo, a buscar cobijo tras cuatro paredes. Es más, querido caballero, incluso en el caso de que lo hiciera, no sabría a qué atenerse. ¡Vaya! Seguro que ni siquiera ese campesino que, según me ha contado usted, marcó el lugar en el que se encontraba la llama, sabría después dónde buscar a la luz del día[26]. Me atrevería a jurar que tampoco usted sería capaz de encontrar esos lugares de nuevo.

—Tiene usted razón —admití—. Un muerto tendría tanta idea como yo de por dónde empezar a buscar.

A continuación pasamos a otros asuntos.

—Vamos —dijo al fin el Conde—, hábleme de Londres y de esa casa que han adquirido para mí.

Excusándome por mi dejadez, fui a mi dormitorio a buscar los papeles que llevaba en mi maletín. Mientras los ordenaba, oí un entrechocar de porcelana y plata en la estancia de al lado y, al pasar por ella, comprobé que alguien había recogido la mesa y encendido la lámpara, ya que para entonces estaba sumida en la oscuridad. Las lámparas también habían sido encendidas en el estudio o biblioteca, donde encontré al Conde recostado en el sofá, leyendo, de entre todas las cosas del mundo, una Guía Bradshaw de Inglaterra[27]. Cuando entré, despejó la mesa de libros y periódicos y procedimos a repasar los planos, escrituras y todo tipo de cifras. Nada dejaba de interesarle, y me hizo un millar de preguntas relacionadas con la propiedad y sus alrededores. Evidentemente, había estudiado de antemano el tema del vecindario a través de los documentos que había conseguido reunir, ya que al final resultó que sabía al respecto mucho más que yo. Cuando se lo indiqué, respondió:

—Bueno, amigo mío, ¿acaso no es completamente necesario que así sea? Cuando vaya allí, estaré completamente solo, y mi amigo Harker Jonathan… no, discúlpeme, caigo en la costumbre de mi país de poner el patronímico delante… Mi amigo Jonathan Harker ya no estará a mi lado para corregirme y ayudarme. Estará en Exeter, a millas de distancia[28], trabajando probablemente en asuntos legales con mi otro amigo, Peter Hawkins. ¡Así pues…!

Repasamos concienzudamente todos los detalles de la compra de la propiedad en Purfleet[29]. Después de haberle descrito los procedimientos y haber obtenido su firma en los papeles que la requerían, preparé una carta para enviárselos al señor Hawkins. Finalmente, el Conde me preguntó cómo había dado con un lugar tan apropiado. Le leí las notas que había tomado en su momento, y que transcribo a continuación:

«He encontrado un lugar que parece cumplir con los requisitos necesarios en un camino vecinal de Purfleet. Un cartel ruinoso indicaba que el lugar estaba a la venta. Está completamente rodeado por un alto muro, de estructura antigua, levantado con enormes piedras, que lleva años sin ser reparado. Las puertas son de roble viejo y hierro comido por el óxido.

»La propiedad se llama Carfax, sin duda una corrupción del antiguo Quatre Face[30], ya que la casa tiene cuatro fachadas, de acuerdo a los cuatro puntos cardinales de la brújula. Ocupa en total unos veinte acres, completamente rodeados por el sólido muro de piedra ya mencionado. Hay muchos árboles, por lo que en algunas zonas es sombría, y también hay un profundo y oscuro estanque, o pequeño lago, evidentemente alimentado por algunos arroyos, pues el agua es cristalina y fluye en una corriente de considerables proporciones. La casa es muy grande y se remonta, diría yo, a tiempos medievales, ya que parte de la misma está construida con bloques de piedra de gran espesor y sólo tiene un par de ventanas en lo más alto, enrejadas con barrotes de hierro. Parece haber formado parte de una fortaleza, y se encuentra cerca de una vieja capilla o iglesia en la que no pude entrar, ya que no tenía la llave de la puerta que conduce a ella desde la casa, pero he tomado vistas desde diferentes ángulos con mi Kodak[31]. A la casa se le han hecho algunos añadidos, pero sin orden ni concierto, y sólo puedo hacer un cálculo aproximado de la cantidad de terreno que ocupa realmente, que debe ser enorme. Sólo hay un par de casas en los alrededores, siendo una de ellas una gran mansión recientemente construida y convertida en manicomio privado. No es visible, en todo caso, desde los terrenos de Carfax».

Cuando terminé de leer mi descripción, el Conde comentó:

—Me alegra que sea vieja y grande. Yo mismo provengo de una familia centenaria, y vivir en una casa nueva me mataría. Una casa no se hace habitable en un día; y, después de todo, qué pocos días hacen un siglo. Me alegra que haya una capilla antigua. A nosotros, los nobles transilvanos, no nos agrada pensar que nuestros huesos puedan acabar reposando entre los de los muertos comunes. No busco alegría, ni risas, ni la brillante voluptuosidad de la luz del sol y las aguas cristalinas, que tanto complacen a los jóvenes y alegres. Yo ya no soy joven. Y mi corazón, después de tantos años agotadores de llorar a los muertos, no está en consonancia con la risa. Más aún, los muros de mi castillo se agrietan, abundan las sombras y el viento exhala su frío aliento a través de las derruidas almenas y ventanales. Amo las sombras y la penumbra, y quisiera estar a solas con mis pensamientos siempre que me plazca.

De algún modo sus palabras y su aspecto no parecían concordar, o acaso fuera su peculiar rostro, que hacía que su sonrisa pareciera maligna y saturnal.

Poco después, con una excusa, me dejó a solas, solicitándome que recopilara mis papeles. Viendo que su ausencia se prolongaba, empecé a hojear algunos de los libros que me rodeaban. Uno era un atlas que, según descubrí, se abría automáticamente por la página dedicada a Inglaterra, como si ese mapa hubiera sido consultado con frecuencia. Al observarlo más detenidamente pude ver que ciertos lugares habían sido señalados con pequeños círculos, y al examinarlos me di cuenta de que uno de ellos marcaba evidentemente la situación de la nueva propiedad del Conde, puesto que se encontraba cerca de Londres, hacia el este; los otros dos eran Exeter y Whitby, en la costa de Yorkshire.

Había pasado casi una hora cuando regresó el Conde.

—¡Ajá! —dijo—. ¿Aún enfrascado en los libros? ¡Bien! Pero no debería trabajar siempre. Venga, me han comunicado que su cena está lista.

Me tomó del brazo y fuimos a la habitación de al lado, donde encontré una excelente cena ya dispuesta en la mesa. Una vez más, el Conde se disculpó por no acompañarme, ya que, según dijo, había cenado en el rato que había tenido que ausentarse de la casa. Pero se sentó, igual que la noche anterior, a charlar mientras yo comía. Cuando terminé de cenar fumé, también como la noche anterior, y el Conde me acompañó durante horas charlando y haciendo preguntas sobre cualquier tema imaginable. Me pareció que realmente se estaba haciendo muy tarde, pero no dije nada, puesto que me sentía en la obligación de complacer los deseos de mi anfitrión. No tenía sueño, pues el largo descanso de la noche anterior me había fortalecido; pero no pude evitar sentir ese escalofrío que le sobreviene a uno al despuntar el alba, y que es, a su modo, como el cambio de la marea. Dicen que aquellas personas que están próximas a la muerte, fallecen generalmente al despuntar el alba o con el cambio de la marea; cualquiera que haya experimentado, agotado y obligado por las circunstancias, este cambio en la atmósfera, bien podrá creerlo. En ese momento oímos el canto del gallo ascendiendo con estridencia sobrenatural a través del límpido aire de la mañana; el Conde Drácula, poniéndose en pie de un salto, dijo:

—¡Vaya, ya se ha vuelto a hacer de día! ¡Qué descuidado soy dejando que trasnoche usted tanto! Debe hacer menos interesante su conversación sobre mi adorado nuevo país, Inglaterra, de modo que no olvide cómo vuela el tiempo.

Y, tras hacer una cortés reverencia, se marchó.

Me dirigí a mi dormitorio y descorrí las cortinas, pero había poco que ver; mi ventana daba al patio; todo lo que pude ver fue el cálido gris del cielo iluminándose gradualmente. Así que he vuelto a echar las cortinas y he escrito la entrada de hoy.

8 de mayo. —Había empezado a temer, mientras escribía este diario, que pudiera acabar siendo demasiado disperso; pero ahora me alegra haber entrado en detalles desde el principio, pues hay algo tan extraño en este lugar y en todo lo que se oculta en su interior, que no puedo evitar sentirme intranquilo. Cómo desearía encontrarme sano y salvo lejos de aquí, o no haber venido nunca. Podría ser que esta extraña existencia nocturna esté empezando a afectarme; ¡pero ojalá sólo fuera eso! Si al menos hubiera aquí alguien con quien hablar, podría aguantarlo, pero no hay nadie más. ¡Sólo puedo hablar con el Conde, y él…! Temo que en este lugar no haya más almas que la mía. Permítaseme ser tan prosaico como puedan serlo los hechos; me ayudará a soportarlos mejor, y mi imaginación no debe desbocarse. Si lo hiciera, estoy perdido. Permítaseme aclarar de inmediato en qué situación me encuentro… o creo encontrarme.

Sólo llevaba un par de horas durmiendo cuando, sintiendo que no podría dormir más, me levanté. Colgué de la ventana mi espejito de viaje y estaba empezando a afeitarme. De repente noté que una mano se posaba sobre mi hombro, y oí la voz del Conde dándome los buenos días. Me sobresalté, pues me sorprendió no haberle visto entrar, a pesar de que el reflejo del espejo mostraba toda la habitación a mis espaldas. Al sobresaltarme me corté ligeramente, pero en ese momento no me di cuenta. Tras haber respondido al saludo del Conde, me volví de nuevo hacia el espejo para intentar comprender cómo podía haberme equivocado. Esta vez no había lugar a error, pues el Conde estaba tan cerca de mí que podía verle por encima de mi hombro. ¡Pero no había ningún reflejo suyo en el espejo! ¡Aunque veía toda la habitación a mis espaldas, no había rastro de ningún hombre en ella aparte de mí! Esto me alarmó sobremanera y, como colofón a tantas otras cosas extrañas, estaba comenzando a incrementar esa vaga sensación de inquietud que siempre tengo cuando el Conde está cerca; pero en ese instante me fijé en que el corte había sangrado un poco, y que la sangre goteaba de mi barbilla. Dejé la cuchilla y me di media vuelta para buscar un trozo de esparadrapo. Cuando el Conde me vio el rostro, sus ojos ardieron con una especie de furia demoníaca y me agarró de repente de la garganta. Yo retrocedí y su mano rozó el rosario del que cuelga el crucifijo. Esto provocó un cambio instantáneo en él, pues su furia desapareció tan rápido que me resultó difícil creer que alguna vez hubiera estado allí.

—Tenga cuidado —me dijo—. Tenga mucho cuidado de no cortarse. Es más peligroso de lo que usted imagina en este país.

Después, viendo el espejito de afeitar, añadió:

—Y éste es el miserable objeto que ha causado el daño. Una repugnante baratija al servicio de la vanidad humana. ¡Fuera de aquí! —y abriendo la pesada ventana con un tirón de su terrible mano, arrojó el espejo al exterior, donde se deshizo en añicos contra las piedras del patio. Después se retiró sin mediar palabra. Es un auténtico inconveniente, pues no veo cómo voy a afeitarme ahora a menos que utilice el estuche de mi reloj o el fondo de la bacía, que afortunadamente es de metal.

Cuando fui al comedor el desayuno estaba preparado, pero no pude encontrar al Conde por ninguna parte. De modo que desayuné a solas. Resulta muy extraño que hasta ahora no haya visto aún comer o beber al Conde. ¡Debe de ser un hombre muy singular! Tras terminar el desayuno exploré un poco el castillo. Salí a las escaleras y encontré una habitación con vistas al sur. La vista era magnífica, y desde donde yo me encontraba podía apreciarla en su totalidad. El castillo está situado al borde mismo de un terrible precipicio. ¡Una piedra que cayera desde la ventana se precipitaría mil pies sin tocar nada! Un mar de verdes copas se extiende hasta donde alcanza la vista, con profundas grietas ocasionales allí donde se abre un abismo. De vez en cuando pueden verse los hilos de plata de los ríos que serpentean en profundas gargantas a través de los bosques.

Pero no me siento con ánimos para describir estas bellezas, pues cuando terminé de admirar la vista, continué explorando; puertas, puertas, puertas por todas partes, y todas ellas cerradas y acerrojadas. Salvo las ventanas que se abren en los muros del castillo, no hay ninguna salida disponible.

El castillo es una auténtica prisión, ¡y yo soy su prisionero!