(Taquigrafiado)
3 de mayo. Bistritz[4]. —Salí de Múnich el 1 de mayo a las 8:35 de la tarde, y llegué a Viena al día siguiente por la mañana temprano; debería haber llegado a las 6:46, pero el tren sufrió una hora de retraso. Buda-Pest parece una ciudad maravillosa, a juzgar por lo que vislumbré desde el tren y lo poco que pude pasear por sus calles. Me dio miedo alejarme demasiado de la estación, ya que, aunque habíamos llegado tarde, volveríamos a partir con la menor demora posible respecto a la hora prevista. Tuve la impresión de que estábamos abandonando Occidente y adentrándonos en Oriente; el más occidental de los espléndidos puentes que cruzan sobre el Danubio, que alcanza aquí una anchura y una profundidad de nobles proporciones, nos condujo hasta las tradiciones del dominio turco[5].
Partimos con bastante puntualidad y llegamos a Klausenburgo[6] después del anochecer. Allí pasé la noche en el Hotel Royale. Almorcé, o más bien cené, un plato de pollo condimentado de algún modo con pimentón rojo, que aunque estaba muy bueno me provocó mucha sed. (Nota: recuerda pedir la receta para Mina.) Le pregunté al camarero, y me dijo que se llamaba paprika hendí, y que, como era plato nacional, podría pedirlo en cualquier lugar de los Cárpatos. Mis escasos conocimientos de alemán resultaron ser de mucha utilidad; de hecho, no sé cómo habría podido apañármelas sin ellos.
Durante mi estancia en Londres había aprovechado que disponía de cierto tiempo libre para visitar el Museo Británico, en cuya biblioteca consulté los libros y mapas relacionados con Transilvania; se me había ocurrido que ciertos conocimientos previos del país difícilmente dejarían de serme útiles a la hora de tratar con uno de sus nobles. Descubrí que la región por él mencionada se encuentra en el extremo más oriental del país, justo en la frontera entre tres estados: Transilvania, Moldavia y Bucovina, en pleno corazón de los montes Cárpatos; una de las regiones más agrestes y menos conocidas de Europa. No fui capaz de encontrar ningún mapa o tratado que revelara la localización exacta del castillo de los Drácula, dado que aún no existen mapas de este país comparables a nuestros mapas del Servicio Estatal de Cartografía[7]; pero descubrí que Bistritz, la ciudad con posta mencionada por el Conde Drácula, es un lugar bastante conocido. Transcribiré aquí algunas de mis notas, ya que podrían servir para refrescarme la memoria cuando hable con Mina de mis viajes.
La población de Transilvania está compuesta por cuatro nacionalidades distintas: al sur, los sajones y, mezclados con ellos, los valacos, que son descendientes de los dacios; al oeste, los magiares; y al este y al norte, los szeklers. Yo me dirijo al encuentro de estos últimos, que afirman descender de Atila y los hunos. Y bien podría ser cierto, pues cuando los magiares conquistaron el país en el siglo XI encontraron a los hunos ya instalados en él. He leído que todas las supersticiones conocidas del mundo se dan cita en la herradura de los Cárpatos, como si ésta fuera el centro de una especie de remolino de la imaginación; de ser así, mi estancia podría resultar muy interesante. (Nota: debes pedirle al Conde que te lo cuente todo al respecto.)
Aunque mi cama era bastante cómoda no dormí bien, pues tuve todo tipo de extraños sueños. Un perro se pasó toda la noche aullando bajo mi ventana, lo que quizá tuviera algo que ver; o también pudo ser culpa de la paprika, ya que tuve que beberme todo el agua que había en mi damajuana y aun así continué sediento. Me dormí poco antes del amanecer hasta que esta mañana me han despertado unos insistentes golpes contra mi puerta, por lo que supongo que para entonces debía de estar profundamente dormido. He desayunado más paprika, una especie de gachas de harina de maíz que según me han dicho eran mamaliga, y berenjenas rellenas de carne picada, un plato excelente que ellos llaman impletata. (Nota: pide también la receta.) He tenido que desayunar deprisa, pues el tren salía poco antes de las 8:00 o, mejor dicho, debería haberlo hecho, pues tras llegar a la estación a las 7:30, he tenido que pasar más de una hora sentado en el vagón antes de que empezáramos a movernos. Me da la impresión de que cuanto más avanzamos hacia el Este, más impuntuales son los trenes. ¿Cómo serán en China?
Durante todo el día hemos ido avanzando muy lentamente a través de una región repleta de todo tipo de bellezas. En ocasiones hemos divisado pequeños pueblos o castillos situados en lo alto de escarpadas colinas, como los que vemos en los antiguos misales; otras veces hemos pasado junto a ríos y torrentes que parecen sufrir enormes crecidas, a juzgar por los anchos márgenes pedregosos que se extienden a ambos lados. Hace falta gran cantidad de agua y una corriente fuerte para barrer por completo las orillas de un río. En todas las estaciones había grupos de personas, a veces multitudes, vestidas con gran variedad de atuendos. Algunos de ellos eran idénticos a nuestros campesinos o a los que he visto en Francia y Alemania, con sus chaquetas cortas, sombreros redondos y pantalones hechos en casa; pero otros eran muy pintorescos. Las mujeres parecían bonitas, mientras no se acercara uno a ellas, pero eran muy desgarbadas de cintura. Todas tenían mangas blancas largas de un estilo u otro y la mayoría llevaba grandes cinturones de los que colgaban cintas de algún tejido, como si fueran vestidos de ballet aunque, por supuesto, con enaguas debajo. Los tipos más extraños que hemos visto han sido los eslovacos, que son más bárbaros que el resto, con sus grandes sombreros vaqueros, amplios pantalones blancos de campana llenos de mugre, camisas de lino blanco y enormes y pesados cintos de piel, de casi un pie de ancho, tachonados con clavos de latón. Calzan botas altas y llevan los pantalones embutidos en ellas; tienen el pelo largo y negro, y mostachos poblados y negros también. Son muy pintorescos, pero no parecen agradables. Si alguien los viera sobre un escenario los tomaría de inmediato por un añejo grupo de bandoleros orientales. En todo caso, según me han dicho, son inofensivos y carecen en gran medida de asertividad natural.
Ya había oscurecido cuando llegamos a Bistritz, que es una ciudad antigua muy interesante. Al estar situada prácticamente en la frontera (ya que el desfiladero de Borgo conduce hasta Bucovina) ha padecido una existencia muy tumultuosa, y ciertamente quedan huellas evidentes de ello. Hace cincuenta años, una serie de grandes incendios provocó un caos terrible en cinco ocasiones distintas. A principios del siglo XVII sufrió un asedio de tres semanas en el que perdieron la vida trece mil personas, víctimas de la guerra, el hambre y las enfermedades.
El Conde Drácula me había indicado que me dirigiera al Hotel Golden Krone, que ha resultado ser, para mi satisfacción, completamente anticuado, pues por supuesto quiero aprender todo lo que sea posible sobre las costumbres del país. Evidentemente me estaban esperando, ya que al acercarme a la puerta me he encontrado a una anciana de aspecto alegre con el habitual atuendo campesino (enaguas blancas bajo un largo delantal de colores, doble —por delante y por detrás—, y ajustado hasta prácticamente el límite de la modestia). Cuando he llegado junto a ella me ha hecho una reverencia y ha dicho:
—¿El Herr inglés?
—Sí —he respondido yo—. Jonathan Harker.
Ella ha sonreído, y le ha dicho algo a un anciano en blancas mangas de camisa, que la había seguido hasta la puerta. El anciano se ha marchado, pero inmediatamente ha regresado con una carta:
AMIGO MÍO — Bienvenido a los Cárpatos. Le espero con ansiedad. Descanse bien esta noche. Mañana a las tres partirá la diligencia a Bucovina; tiene usted reservada una plaza en ella. Mi carruaje le esperará en el paso de Borgo para traerle hasta mí. Confío en que su viaje desde Londres haya sido feliz, y que disfrutará de su estancia en mi bello país. Su amigo,
DRÁCULA
4 de mayo. —Me he enterado de que mi posadero había recibido una carta del Conde, indicándole que se asegurara de conseguirme el mejor asiento de la diligencia; pero al preguntarle acerca de los detalles se ha mostrado un tanto reticente, y ha fingido que no comprendía mi alemán. Esto no podía ser cierto, ya que hasta entonces lo había entendido perfectamente; al menos había respondido a mis preguntas exactamente como si lo hiciera. Él y su mujer, la anciana que me recibió ayer, se han mirado el uno al otro con expresión atemorizada. Él ha farfullado que había recibido el dinero por medio de una carta, y que eso era todo lo que sabía. Al preguntarle si conocía al Conde Drácula, y si podía hablarme de su castillo, tanto él como su mujer se han persignado y, asegurando que no sabían absolutamente nada, sencillamente se han negado a seguir hablando. Faltaba tan poco para la hora de partida que no he tenido tiempo de preguntar a nadie más. Todo resultaba muy misterioso y poco alentador.
Justo antes de mi partida, la anciana ha subido a mi habitación y me ha dicho, presa de la histeria:
—¿Tiene que ir? ¡Oh! Joven Herr, ¿tiene que ir?
Se encontraba sumida en un estado de agitación tal que parecía haber perdido el dominio de su escaso alemán, y lo mezclaba todo con algún otro idioma que yo ignoraba por completo. A duras penas he sido capaz de ir entendiéndola, haciéndole muchas preguntas. Cuando le he dicho que tenía que partir de inmediato, pues me esperaba un negocio importante, ella ha vuelto a preguntar:
—¿Sabe qué día es hoy?
He respondido que era el 4 de mayo. Ella ha negado con la cabeza mientras insistía:
—¡Oh, sí! Ya lo sé. ¡Ya lo sé! ¿Pero sabe qué día es hoy?
Al decirle que no la entendía, ha proseguido:
—Es la víspera del Día de San Jorge[8]. ¿No sabe que esta noche, cuando el reloj marque la medianoche, todos los entes malvados del mundo tendrán libertad para utilizar todo su poder e influencia? ¿Sabe adónde se dirige y hacia qué se dirige?
Estaba tan visiblemente alterada que he intentado consolarla, pero sin resultado. Finalmente, se ha arrodillado delante de mí y me ha implorado que no fuera; que al menos esperara uno o dos días antes de marcharme. Ha sido todo muy ridículo, pero me ha producido una sensación de incomodidad. En cualquier caso, tenía negocios que atender, y no podía permitir que nada interfiriera con ellos. Por lo tanto, he intentado levantarla del suelo, y le he dicho, con tanta seriedad como me ha sido posible, que agradecía su preocupación, pero que mi deber era imperioso, y que debía marcharme. Entonces ella se ha levantado y se ha secado los ojos, y tomando un crucifijo que llevaba colgado al cuello me lo ha ofrecido. No he sabido qué hacer, pues, como miembro de la Iglesia Anglicana, me han enseñado a considerar tales objetos como en cierta medida idólatras y, sin embargo, me ha parecido muy descortés negarle nada a una anciana tan bienintencionada y en semejante estado mental. Ha percibido, supongo, la duda en mi rostro, pues ha colgado el rosario alrededor de mi cuello y ha dicho:
—Por el amor de su madre.
Y ha salido de la habitación.
Estoy escribiendo esta entrada en el diario mientras espero la diligencia que, por supuesto, llega tarde; y el crucifijo sigue alrededor de mi cuello. No sé si será debido al temor de la anciana, o a las muchas tradiciones espectrales de este lugar, o al crucifijo en sí, pero no me siento ni mucho menos tan tranquilo como de costumbre. Si por alguna razón este libro llegase hasta Mina antes que yo, que le lleve mi despedida. ¡Aquí llega la diligencia!
5 de mayo. El castillo. —La bruma de la mañana ya se ha disipado, y el sol brilla alto sobre el lejano horizonte, que parece dentado, no sé si con árboles o colinas, pues se encuentra a tanta distancia que los objetos grandes se confunden con los pequeños. No tengo sueño y, como mañana no va a venir nadie a despertarme, voy a escribir hasta que me entre sueño. Tengo muchas cosas extrañas que anotar, de modo que para evitar que quien vaya a leerlas pueda imaginar que comí en exceso antes de salir de Bistritz, permítaseme registrar mi comida con todo detalle. Tomé lo que ellos llaman «filete del salteador»: trozos de tocino, cebolla y buey, sazonados con pimentón rojo, pinchados en brochetas y asados en el fuego… ¡al estilo sencillo de la carne para gatos que se vende en Londres[9]! El vino fue Golden Mediasch, que provoca una extraña picazón en la lengua, que no resulta, en todo caso, desagradable. Sólo bebí un par de vasos, y nada más.
Cuando subí a la diligencia el conductor aún no se había sentado en el pescante, y le vi hablando con la posadera. Evidentemente estaban hablando de mí, pues de vez en cuando me miraban, y algunas de las personas sentadas en el banco que había junto a la puerta (que ellos llaman con un nombre que significa «portador de palabras») se acercaron a escuchar, y luego me miraron, la mayoría de ellos con compasión. Pude oír algunas palabras repetidas varias veces, palabras extrañas, ya que en el grupo había personas de diversas nacionalidades. Así que, discretamente, saqué del maletín mi diccionario políglota y las busqué. Debo reconocer que no me animaron, pues algunas de ellas eran: Ordog: Satán, pokol: infierno, stregoica: bruja, vrolok y vlkosak: las dos significan lo mismo, siendo una la expresión eslovaca, y la otra serbia, para algo que bien es hombre lobo o vampiro. (Nota: recuerda preguntarle al Conde acerca de estas supersticiones.)
Cuando partimos, todos aquellos que se habían congregado junto a la puerta de la posada, cuyo número había aumentado considerablemente para entonces, hicieron la señal de la cruz y extendieron dos dedos hacia mí. Con cierta dificultad conseguí que un compañero de viaje me explicara qué significaba aquello; al principio no me contestó, pero al saber que yo era inglés me dijo que se trataba de una protección o salvaguarda contra el mal de ojo. No me resultó grato, dirigiéndome como me dirigía hacia un lugar ignoto para encontrarme con un hombre al que no conocía, pero todos parecían tan amables, y tan apenados, y tan simpáticos que no pude evitar sentirme conmovido. Nunca olvidaré la última visión que tuve del patio de la posada y su multitud de pintorescos personajes, todos persignándose alrededor del amplio pórtico, sobre un fondo de abundante follaje de adelfas y naranjos en verdes cubas arracimadas en el centro del patio. Entonces nuestro conductor, cuyos anchos calzones (gotza, los llaman) de lino blanco cubrían todo el frontal del pescante, hizo restallar su gran látigo por encima de sus cuatro pequeños caballos, que marchaban uno junto al otro, e iniciamos nuestro viaje.
Pronto olvidé mis temores fantasmales ante la belleza del paisaje que nos rodeaba, aunque de haber conocido el idioma —o más bien los idiomas— que hablaban mis compañeros de viaje, quizá no habría sido capaz de descartarlos con tanta facilidad. Frente a nosotros se extendía una tierra verde y desigual, llena de bosques y arboledas, sembrada de altas colinas coronadas por grupos de árboles o granjas, con sus blancos hastiales hacia la carretera. Por todas partes había una cantidad desconcertante de frutales en flor: manzanos, ciruelos, perales, cerezos… a medida que pasamos junto a ellos pude ver la verde hierba bajo los árboles, sembrada de pétalos caídos. La carretera discurría entre estas verdes colinas de lo que aquí llaman la Mittel Land[10], ora perdiéndose de vista tras una curva recubierta de hierba, ora tapada por las dispersas copas de los pinos, que descendían una y otra vez por las laderas de las colinas como lenguas de fuego. La carretera era accidentada, pero aun así parecíamos volar por encima de ella a una velocidad febril. No pude entender entonces a qué venía esa prisa, pero resultaba evidente que el conductor estaba decidido a llegar a Borgo Prund[11] sin pérdida de tiempo. Alguien me dijo que esta carretera es excelente durante el verano, pero que aún no había sido reparada después de las nevadas invernales. En este aspecto difiere del resto de las carreteras de los Cárpatos en general, dado que la falta de mantenimiento es una vieja tradición. Antaño los hospodares[12] las dejaban sin reparar para evitar que los turcos pudieran pensar que las estaban preparando para permitir el paso de tropas extranjeras, precipitando de este modo una guerra que siempre estaba a punto de estallar.
Más allá de las abultadas y verdes colinas de la Mittel Land, se extendían imponentes laderas boscosas que llegaban a alcanzar incluso las elevadas cumbres de los Cárpatos, erguidos bajo el sol de la tarde que caía sobre ellos extrayendo todos los gloriosos colores de esta bella cordillera: azul oscuro y morado a las sombras de los picos; verde y marrón allí donde la hierba se mezcla con las rocas; y una interminable perspectiva de rocas dentadas y peñascos puntiagudos que se perdían en la distancia, allá donde los picos nevados se alzaban imponentes. Intermitentemente se adivinaban poderosas hendiduras en las montañas, a través de las cuales, a medida que el sol se iba ocultando, pudimos ver ocasionalmente el blanco resplandor del agua al precipitarse. Uno de mis compañeros me tocó el brazo cuando rodeábamos la base de una colina y se vislumbró el orgulloso pico cubierto de nieve de una montaña, que pareció, según recorríamos nuestro serpenteante camino, alzarse justo frente a nosotros:
—¡Mire! ¡Isten szek! ¡El trono de Dios! —y se santiguó fervorosamente.
Mientras continuábamos avanzando por la interminable y sinuosa carretera, el sol se hundió más y más a nuestras espaldas, y las sombras de la tarde empezaron a extenderse a nuestro alrededor. Este efecto se veía enfatizado por el hecho de que la nevada cumbre de la montaña aún seguía reflejando la puesta del sol y parecía brillar con un delicado tono frío y rosáceo. Ocasionalmente nos cruzamos con algunos checos y eslovacos, todos con su pintoresca vestimenta, pero me di cuenta de que el bocio estaba dolorosamente extendido entre ellos. Junto a la carretera había muchas cruces y, cada vez que pasábamos junto a una de ellas, todos mis acompañantes se santiguaban. Ocasionalmente veíamos arrodillado frente a un sepulcro a un campesino o campesina, que ni siquiera volvía la cabeza al aproximarnos nosotros, sino que, en su rendida devoción, parecía no tener ni ojos ni oídos para el mundo exterior. Había muchas cosas nuevas para mí: por ejemplo, los almiares en los árboles, o los diseminados bosquecillos de hermosos abedules llorones, con sus blancos troncos brillando como la plata a través del delicado verdor de las hojas. De vez en cuando adelantábamos a algún leiter-waggon, el típico carro del campesino común, con sus largas vértebras como de serpiente, diseñadas para adaptarse a las irregularidades de la carretera. Sobre ellos iba siempre sentado un grupo más bien numeroso de campesinos que regresaban a casa, con sus chalecos de lana, blancos los de los checos, de colores los de los eslovacos; estos últimos llevaban además, como si fueran lanzas, sus largos garrotes con un hacha en el extremo. A medida que fue cayendo la tarde empezó a hacer mucho frío y la llegada del ocaso pareció fundir en una oscura neblina la penumbra de los árboles —robles, hayas y pinos—, aunque en los valles que corrían profundos entre los espolones de las colinas, a medida que ascendíamos a través del desfiladero, los oscuros abetos se alzaban aquí y allá frente a un fondo de nieve tardía. A veces, dado que la carretera atajaba a través de bosques de pinos que en la oscuridad parecían estar cada vez más cerca de nosotros, grandes masas de gris, que ocasionalmente cubrían los árboles, producían un efecto peculiarmente extraño y solemne, que reavivó las ideas y sombrías figuraciones engendradas durante la tarde, cuando la menguante puesta del sol puso de extraño relieve las fantasmales nubes que, a lo largo y ancho de los Cárpatos, parecían recorrer incesantemente los valles. A veces las colinas eran tan escarpadas que, a pesar de la prisa de nuestro conductor, los caballos sólo podían avanzar muy lentamente. Manifesté mi deseo de bajarme para caminar a su lado, como hacemos en Inglaterra, pero el conductor no quiso ni oír hablar de ello.
—No, no —dijo—. No debe usted caminar por aquí, los perros son demasiado fieros.
Después añadió, con evidente intención de hacer gala de su humor negro, pues volvió la cabeza para comprobar la sonrisa aprobadora de los demás:
—Es posible que antes de irse a la cama tenga experiencias similares de sobra.
Sólo efectuó una parada momentánea para encender las lámparas.
Cuando oscureció pareció cundir cierto nerviosismo entre los pasajeros, que siguieron hablando con él, uno tras otro, como instándole a aumentar la velocidad. Él fustigó a los caballos sin piedad con su gran látigo y les apremió a esforzarse más con salvajes gritos de ánimo. Entonces, a través de la oscuridad, pude ver una especie de mancha de luz gris frente a nosotros, como si hubiera una hendidura en las colinas. El nerviosismo de los pasajeros aumentó; la desbocada diligencia se tambaleó sobre sus enormes muelles de cuero, y osciló como un barco a la deriva en un mar tormentoso. Tuve que agarrarme. La carretera se volvió más llana y tuvimos la sensación de volar sobre ella. Las montañas parecieron cerrarse a ambos lados del camino y fruncir su ceño sobre nosotros; estábamos entrando en el desfiladero de Borgo. Uno tras otro, varios pasajeros me ofrecieron regalos, que me obligaron a aceptar con una vehemencia que no admitía oposición; eran realmente extraños y variados, pero todos y cada uno de ellos fueron ofrecidos con sencillez y buena voluntad, acompañados de una palabra amable, una bendición y aquella extraña mezcla de gestos temerosos que había visto en el exterior del hotel en Bistritz: el signo de la cruz y la protección contra el mal de ojo. Entonces, mientras avanzamos a toda velocidad, el conductor se inclinó hacia delante, y los pasajeros se asomaron, cada uno por su lado, por encima del borde de la diligencia, y escrutaron ansiosos la oscuridad. Era evidente que estaba sucediendo algo muy emocionante, o por lo menos se esperaba que fuera a suceder, pero aunque le pregunté a cada pasajero ninguno quiso darme la más mínima explicación. Este estado de nerviosismo se mantuvo durante algún tiempo; hasta que finalmente vimos frente a nosotros el desfiladero abriéndose hacia el este. Había nubes oscuras y pasajeras por encima, y en el aire la opresiva sensación del trueno. Parecía como si la cadena montañosa hubiera separado dos atmósferas, y ahora hubiésemos llegado a la tormentosa. Yo busqué con la mirada el medio de transporte que habría de conducirme hasta el Conde. Esperaba ver llegar el resplandor de los faroles a través de la oscuridad de un momento a otro; pero todo era negrura. La única luz provenía de los parpadeantes rayos de nuestros propios faroles, frente a los cuales se alzaba, en una nube blanca, el aliento de nuestros agotados caballos. Podíamos ver la carretera arenosa extendiéndose blanca frente a nosotros, pero no había rastro de vehículo alguno. Los pasajeros se reclinaron con un suspiro de alivio, que parecía burlarse de mi propia decepción. Estaba pensando qué podía hacer a continuación, cuando el conductor, mirando su reloj, le dijo a los otros algo que apenas pude oír, de tan bajo como lo dijo; me pareció que era: «Una hora de adelanto sobre la hora prevista». Después, volviéndose hacia mí, dijo en un alemán peor que el mío:
—No hay carruaje aquí. Nadie espera al Herr, después de todo. Ahora vendrá hasta Bucovina, y volverá mañana, o al día siguiente; mejor al día siguiente.
Mientras hablaba, los caballos empezaron a relinchar y a bufar y a tirar violentamente, por lo que el conductor tuvo que contenerlos. Entonces, suscitando un coro de gritos entre los campesinos y un persignarse universal, una calesa con cuatro caballos apareció detrás de nosotros, nos alcanzó y se colocó junto a la diligencia. Pude ver, a la luz de nuestros faroles, que los caballos eran unos animales espléndidos, negros como el carbón. Los conducía un hombre alto, de barba larga y marrón, tocado con un enorme sombrero negro que parecía esconder su rostro. Sólo pude ver, cuando se volvió hacia nosotros, el fulgor de un par de ojos muy brillantes que parecían rojos a la luz de los faroles.
—Ha llegado pronto esta noche, amigo mío —le dijo al conductor.
El hombre tartamudeó al responder:
—El Herr inglés tenía prisa.
—Será por eso, supongo —respondió el desconocido—, por lo que deseaba usted que continuara hasta Bucovina. No puede engañarme, amigo mío; sé demasiado, y mis caballos son rápidos.
Al responder, sonrió. La luz de los faroles alumbró una boca de aspecto severo, con labios muy rojos y dientes de aspecto afilado, blancos como el marfil. Uno de mis acompañantes le susurró a otro el verso del Lenore de Burger[13]:
«Denn die Todten reiten schnell»
(«Pues los muertos viajan rápido»)
Evidentemente, el extraño cochero oyó sus palabras, pues le dedicó una sonrisa deslumbrante. El pasajero ocultó su rostro, al tiempo que extendía sus dos dedos y se santiguaba.
—Entrégueme el equipaje del Herr—dijo el cochero; y con suma presteza mis maletas fueron entregadas y depositadas en la calesa. Después, el cochero me ayudó a descender por un lateral de la diligencia, ya que la calesa estaba pegada justo al lado, agarrándome del brazo con una mano que parecía una zarpa de acero; su fuerza debía de ser prodigiosa. Sin decir una sola palabra tiró de las riendas, los caballos dieron media vuelta y nos dirigimos hacia la oscuridad del desfiladero. Al volver la vista atrás, vi el aliento de los caballos de la diligencia a la luz de los faroles, y proyectadas contra ella las siluetas de mis ex compañeros persignándose. Entonces el conductor hizo restallar el látigo y azuzó a sus caballos, y allá siguieron en su camino hacia Bucovina.
Al verles desaparecer en la oscuridad sentí un frío extraño, y una sensación de soledad se adueñó de mí; pero el cochero echó una capa sobre mis hombros, y una manta sobre mis rodillas, y dijo en excelente alemán:
—La noche es fría, mein Herr, y mi amo, el Conde, me ha encargado que cuide de usted. Hay una frasca de slivovitz [el aguardiente de ciruelas del país] bajo el asiento, en caso de que la requiera.
No probé ni una gota, pero en todo caso era un consuelo saber que estaba allí. Me sentí un tanto extraño y no poco asustado. Creo que de haber tenido otra alternativa, la habría tomado, en vez de continuar aquel viaje nocturno rumbo a lo desconocido. El carruaje avanzó a ritmo frenético en línea recta, después dimos un giro completo y recorrimos otro camino recto. Me dio la impresión de que sencillamente estábamos recorriendo una y otra vez el mismo trayecto, de modo que tomé un saliente como referencia y descubrí que así era. Me hubiera gustado preguntarle al cochero qué significaba aquello, pero en realidad me daba miedo hacerlo, pues pensé que, teniendo en cuenta la situación en la que me encontraba, cualquier protesta por mi parte habría tenido nulo efecto en caso de que existiera intención de demorarnos. Inmediatamente, puesto que tenía curiosidad por saber cuánto tiempo había transcurrido, encendí una cerilla, y observé mi reloj a la luz de la llama; faltaban un par de minutos para la medianoche. Esto me produjo una especie de sobresalto, pues supongo que la superstición general sobre la medianoche había aumentado con mis experiencias recientes. Esperé con una enfermiza sensación de incertidumbre.
En ese momento un perro comenzó a aullar desde una granja situada más adelante, en algún lugar del camino… un lamento prolongado y agónico, como de terror, que fue coreado por otro perro, y luego por otro, y otro más, hasta que, arrastrado por el viento que ahora soplaba suavemente a través del desfiladero, se alzó un aullido salvaje que parecía surgir de todo el país, hasta donde fuera capaz de abarcar la imaginación en la oscuridad de la noche. Al oír el primer aullido, los caballos habían empezado a cabecear y a retroceder, pero el cochero les habló tranquilizadoramente y guardaron silencio, aunque siguieron temblando y sudando tal y como lo habrían hecho después de una carrera motivada por un susto repentino. Entonces, en la lejanía, desde lo alto de las montañas, a ambos lados de nuestro camino, brotó un aullido más potente y agudo, el de los lobos, que nos afectó de modo similar tanto a los caballos como a mí, pues yo estaba dispuesto a saltar de la calesa para echar a correr, mientras ellos volvían a retroceder y a tirar alocadamente, por lo que el conductor tuvo que utilizar toda su considerable fuerza para impedir que se desbocaran. Transcurridos un par de minutos, mis propios oídos se habían acostumbrado al sonido, y los caballos se tranquilizaron lo suficiente como para que el cochero pudiera descender y plantarse frente a ellos. Les acarició y tranquilizó, y les susurró algo a los oídos, tal y como he oído que hacen los domadores de caballos, y con extraordinarios resultados, pues ante sus caricias volvieron a ser dóciles, aunque siguieron temblando. El cochero volvió a subir al pescante y, haciendo restallar las riendas, partió a gran velocidad. Esta vez, tras alcanzar el extremo más alejado del desfiladero, se internó repentinamente por un estrecho sendero que doblaba bruscamente hacia la derecha.
Pronto nos vimos completamente rodeados de árboles, que en algunos lugares se arqueaban por encima de la carretera hasta tal extremo que pasábamos por debajo de ellos como por un túnel; y, una vez más, grandes y amenazadores peñascos se alzaban imponentes a cada lado. Aunque estábamos a resguardo, pude oír cómo se iba levantando el viento, pues gemía y ululaba a través de las rocas, y las ramas de los árboles chocaban entre sí a nuestro paso. Cada vez hacía más y más frío, y empezó a caer una fina nieve en polvo, de modo que en poco tiempo tanto nosotros como todo lo que nos rodeaba quedó cubierto por una sábana blanca. El viento cortante seguía arrastrando los aullidos de los perros, aunque éstos fueron tornándose más débiles a medida que avanzábamos. El aullido de los lobos, sin embargo, sonaba cada vez más cerca, como si estuvieran aproximándose a nosotros desde todos los costados. Sentí un miedo terrible, y los caballos compartían mi miedo; pero el conductor no dio muestras de inquietud. No dejaba de volver la cabeza a derecha e izquierda, pero yo no podía ver nada a través de la oscuridad.
De repente, lejos a nuestra izquierda, vi parpadear débilmente una llama azul. El conductor la vio al mismo tiempo; inmediatamente detuvo los caballos y, saltando al suelo, desapareció en la oscuridad. No supe qué hacer, mucho menos teniendo en cuenta que el aullido de los lobos sonaba cada vez más cercano; pero aún estaba preguntándomelo cuando el conductor reapareció repentinamente, y sin decir palabra volvió a subir al pescante, y reanudamos nuestro viaje. Imagino que debí de quedarme dormido y continué soñando con el incidente, pues pareció repetirse eternamente, y ahora, volviendo la vista atrás, me parece una especie de horrenda pesadilla. En una ocasión la llama apareció tan cerca del camino que, a pesar de la oscuridad que nos rodeaba, pude ver los movimientos del cochero. Se aproximó rápidamente al lugar del que brotaba la llama azul (debía de ser muy escasa, pues no parecía iluminar apenas lo que la rodeaba) y, reuniendo unas cuantas piedras, las amontonó formando una especie de hito. Hubo un momento en el que experimenté un extraño efecto óptico, pues cuando el cochero se interpuso entre mi campo de visión y la llama, no me la tapó, ya que continué viendo su espectral parpadeo. Esto me inquietó, pero ya que el efecto fue sólo momentáneo, supuse que mis ojos me habían engañado esforzándose por ver a través de la oscuridad. Después, durante algún tiempo, no hubo más llamas azules, y seguimos avanzando rápidamente a través de la negrura, con el aullido de los lobos a nuestro alrededor, como si nos estuvieran siguiendo en un círculo movedizo.
Finalmente llegó una ocasión en la que el conductor se alejó mucho más de lo que lo había hecho hasta entonces, y en su ausencia los caballos empezaron a temblar más que nunca y a bufar y a relinchar de miedo. No pude encontrar ningún motivo para ello, ya que el aullido de los lobos había cesado por completo; pero justo entonces la luna, asomando entre las negras nubes, apareció tras la serrada cresta de un peñasco recubierto de pinos, y su luz reveló un anillo de lobos a nuestro alrededor, con los dientes blancos y las lenguas rojas y colgantes, de largas extremidades nervudas y pelo abundante y enmarañado. Resultaban cien veces más terribles en aquel siniestro silencio que cuando aullaban. Por mi parte, sentí una especie de parálisis provocada por el miedo. Sólo cuando un hombre se encuentra a sí mismo cara a cara frente a semejantes horrores puede entender su auténtico alcance.
Los lobos aullaron al unísono, como si la luz de la luna hubiera ejercido algún peculiar efecto sobre ellos. Los caballos se alborotaron y cocearon, y miraron indefensos a su alrededor desorbitando tanto los ojos que resultaba doloroso verlos, pero el anillo viviente de terror los rodeaba por todos lados y a la fuerza tenían que permanecer en su interior. Llamé al cochero para que viniera, ya que me parecía que nuestra única oportunidad era intentar romper el círculo y ayudarle a aproximarse. Grité y golpeé el lateral de la calesa, con la esperanza de que el ruido asustara a los lobos de ese costado, dándole así la oportunidad de alcanzar el coche. Cómo llegó hasta allí, no lo sé, pero oí su voz elevarse en un tono de orden imperiosa, y dirigiendo la mirada hacia el sonido, le vi plantado en mitad del camino. Cuando extendió sus largos brazos, como si echara a un lado algún obstáculo impalpable, los lobos retrocedieron. Justo entonces una espesa nube cubrió la faz de la luna, de modo que una vez más nos vimos sumidos en la oscuridad.
Cuando pude volver a ver, el conductor estaba subiendo a la calesa y los lobos habían desaparecido. Todo esto era tan extraño e increíble que un miedo terrible se apoderó de mí, y temí hablar o moverme. El tiempo pareció hacerse interminable mientras seguíamos avanzando, ahora envueltos en una completa oscuridad, ya que las nubes ocultaban la luna. Continuamos ascendiendo, con ocasionales periodos de rápido descenso, pero en general siempre ascendiendo. De repente fui consciente del hecho de que el cochero estaba dirigiendo los caballos hacia el patio de un vasto castillo en ruinas, de cuyas altas ventanas negras no surgía un solo rayo de luz, y cuyas derruidas almenas mostraban una línea dentada contra el cielo iluminado por la luna.