Xerox y Lisa
Interfaces gráficas de usuario
UN NUEVO BEBÉ
El Apple II llevó a la compañía desde el garaje de Jobs hasta la cima de una nueva industria. Sus ventas aumentaron espectacularmente, de 2.500 unidades en 1977 a 210.000 en 1981. Sin embargo, Jobs estaba inquieto. El Apple II no iba a seguir siendo un éxito eterno, y él sabía, independientemente de lo mucho que hubiera contribuido a ensamblarlo, desde los cables hasta la carcasa, que siempre se vería como la obra maestra de Wozniak. Necesitaba su propia máquina. Más aún, quería un producto que, según sus propias palabras, dejara una marca en el universo.
En un primer momento, esperaba que el Apple III desempeñara esa función. Tendría más memoria, la pantalla podría mostrar líneas de hasta 80 caracteres (en lugar de los 40 anteriores) y utilizaría mayúsculas y minúsculas. Jobs, centrándose en su pasión por el diseño industrial, determinó el tamaño y la forma de la carcasa exterior, y se negó a permitir que nadie lo modificara, ni siquiera cuando distintos equipos de ingenieros fueron añadiendo más componentes a las placas base. El resultado fueron varias placas superpuestas mal interconectadas que fallaban frecuentemente. Cuando el Apple III empezó a comercializarse en mayo de 1980, fue un fracaso estrepitoso. Randy Wigginton, uno de los ingenieros, lo resumió de la siguiente forma: «El Apple III fue una especie de bebé concebido durante una orgía en la que todo el mundo acaba con un terrible dolor de cabeza, y cuando aparece este hijo bastardo todos dicen: “No es mío”».
Para entonces, Jobs se había distanciado del Apple III y estaba buscando la forma de producir algo que fuera radicalmente diferente. En un primer momento flirteó con la idea de las pantallas táctiles, pero sus intentos se vieron frustrados. En una presentación de aquella tecnología, llegó tarde, se revolvió inquieto en la silla durante un rato y de pronto cortó en seco a los ingenieros en medio de su exposición con un brusco «gracias». Se quedaron perplejos. «¿Quiere que nos vayamos?», preguntó uno. Jobs dijo que sí, y a continuación amonestó a sus colegas por hacerle perder el tiempo.
Entonces Apple y él contrataron a dos ingenieros de Hewlett-Packard para que diseñaran un ordenador completamente nuevo. El nombre elegido por Jobs habría hecho trastabillar hasta al más curtido psiquiatra: Lisa. Otros ordenadores habían sido bautizados con el nombre de hijas de sus diseñadores, pero Lisa era una hija a la que Jobs había abandonado y que todavía no había reconocido del todo. «Puede que lo hiciera porque se sentía culpable —opinó Andrea Cunningham, que trabajaba con Regis McKenna en las relaciones públicas del proyecto—. Tuvimos que buscar un acrónimo para poder defender que el nombre no se debía a la niña, Lisa». El acrónimo que buscaron a posteriori fue «Local Integrated Systems Architecture», o «Arquitectura de Sistemas Integrados Locales», y a pesar de no tener ningún sentido se convirtió en la explicación oficial para el nombre. Entre los ingenieros se referían a él como «Lisa: Invented Stupid Acronym» («Lisa: Acrónimo Estúpido e Inventado»). Años más tarde, cuando le pregunté por aquel nombre, Jobs se limitó a admitir: «Obviamente, lo llamé así por mi hija».
El Lisa se concibió como una máquina de 2.000 dólares basada en un microprocesador de 16 bits, en lugar del de 8 bits que se utilizaba en el Apple II. Sin la genialidad de Wozniak, que seguía trabajando discretamente en el Apple II, los ingenieros comenzaron directamente a producir un ordenador con una interfaz de texto corriente, incapaz de aprovechar aquel potente microprocesador para que hiciera algo interesante. Jobs comenzó a impacientarse por lo aburrido que estaba resultando aquello.
Sin embargo, sí que había un programador que aportaba algo de vida al proyecto: Bill Atkinson. Se trataba de un estudiante de doctorado de neurociencias, que había experimentado bastante con el ácido. Cuando le pidieron que trabajara para Apple, rechazó la oferta, pero cuando le enviaron un billete de avión no reembolsable, Atkinson decidió utilizarlo y dejar que Jobs tratara de persuadirlo. «Estamos inventando el futuro —le dijo Jobs al final de una presentación de tres horas—. Piensa que estás haciendo surf en la cresta de una ola. Es una sensación emocionante. Ahora imagínate nadando como un perrito detrás de la ola. No sería ni la mitad de divertido. Vente con nosotros y deja una marca en el mundo». Y Atkinson lo hizo.
Con su melena enmarañada y un poblado bigote que no ocultaba la animación de su rostro, Atkinson tenía parte de la ingenuidad de Woz y parte de la pasión de Jobs por los productos elegantes de verdad. Su primer trabajo consistió en desarrollar un programa que controlara una cartera de acciones al llamar automáticamente al servicio de información del Dow Jones, recibir los datos y colgar. «Tenía que crearlo rápidamente porque ya había un anuncio a prensa para el Apple II en el que se mostraba a un marido sentado a la mesa de la cocina, mirando una pantalla de Apple llena de gráficos con los valores de las acciones, y a su esposa sonriendo encantada. Pero no existía tal programa, así que había que desarrollarlo». A continuación generó para el Apple II una versión de Pascal, un lenguaje de programación de alto nivel. Jobs se había resistido, porque pensaba que el BASIC era todo lo que le hacía falta al Apple II, pero le dijo a Atkinson: «Ya que tanto te apasiona, te daré seis días para que me demuestres que me equivoco». Bill lo logró y se ganó para siempre el respeto de Jobs.
En el otoño de 1979, Apple criaba tres potrillos como herederos potenciales de su bestia de carga, el Apple II. Por una parte estaba el malhadado Apple III y por otra el proyecto Lisa, que estaba comenzando a defraudar a Jobs. Y en algún punto, oculto al radar de Steve, al menos por el momento, existía un pequeño proyecto semiclandestino para desarrollar una máquina de bajo coste que por aquel entonces llevaba el nombre en clave de «Annie» y que estaba siendo desarrollado por Jef Raskin, un antiguo profesor universitario con el que había estudiado Bill Atkinson. El objetivo de Raskin era producir un «ordenador para las masas». Tenía que ser económico, funcionar como un electrodoméstico más (una unidad independiente en la cual el ordenador, el teclado, la pantalla y el software estuvieran integrados) y tener una interfaz gráfica. Así que Raskin trató de dirigir la atención de sus colegas de Apple hacia un centro de investigación muy de moda, situado en el propio Palo Alto, que era pionero en aquellas ideas.
EL XEROX PARC
El Centro de Investigación de Palo Alto propiedad de la Xerox Corporation —conocido por sus siglas en inglés como Xerox PARC— había sido fundado en 1970 para crear un lugar de difusión de las ideas digitales. Se encontraba situado en un lugar seguro (para bien y para mal), a casi cinco mil kilómetros de la sede central de Xerox en Connecticut. Entre sus visionarios estaba el científico Alan Kay, que seguía dos grandes máximas también compartidas por Jobs: «La mejor forma de predecir el futuro es inventarlo» y «La gente que se toma en serio el software debería fabricar su propio hardware». Kay defendía la visión de un pequeño ordenador personal, bautizado como «Dynabook», que sería lo suficientemente sencillo como para ser utilizado por niños de cualquier edad. Así, los ingenieros del Xerox PARC comenzaron a desarrollar gráficos sencillos que pudieran reemplazar todas las líneas de comandos e instrucciones de los sistemas operativos DOS, responsables de que las pantallas de los ordenadores resultaran tan intimidantes. La metáfora que se les ocurrió fue la de un escritorio. La pantalla contendría diferentes documentos y carpetas, y se podría utilizar un ratón para señalar y pulsar en la que se deseara utilizar.
Esta interfaz gráfica de usuario resultaba posible gracias a otro concepto aplicado por primera vez en el Xerox PARC: la configuración en mapa de bits. Hasta entonces, la mayoría de los ordenadores utilizaban líneas de caracteres. Si pulsabas un botón del teclado, el ordenador generaba la letra correspondiente en la pantalla, normalmente en un color verde fosforescente sobre fondo oscuro. Como existe un número limitado de letras, números y símbolos, no hacía falta todo el código del ordenador o toda la energía del procesador para articular este modelo. En un sistema de mapa de bits, al contrario, todos y cada uno de los píxeles de la pantalla están controlados por bits de la memoria del ordenador. A la hora de mostrar cualquier elemento en la pantalla —como una letra, por ejemplo—, el ordenador tiene que decirle a cada píxel si tiene que estar encendido o apagado o, en el caso de las pantallas en color, de qué color debe ser. Este formato absorbe gran parte de la energía del ordenador, pero permite crear impresionantes gráficos y tipos de letra, así como sorprendentes imágenes.
Los mapas de bits y las interfaces gráficas pasaron a integrarse en los prototipos de ordenadores del Xerox PARC, como en el caso del ordenador Alto y su lenguaje de programación orientado a objetos, el Smalltalk. Jef Raskin estaba convencido de que aquellas características representaban el futuro de la informática, así que comenzó a presionar a Jobs y a otros compañeros de Apple para que fueran a echarle un vistazo al Xerox PARC.
Raskin tenía un problema. Jobs lo consideraba un teórico insufrible o, por usar la terminología del propio Jobs, mucho más precisa, «un capullo inútil». Así pues, Raskin recurrió a su amigo Atkinson, quien se encontraba en lado opuesto de la división cosmológica de Jobs entre capullos y genios, para que lo convenciera de que se interesara por lo que estaba ocurriendo en el Xerox PARC. Lo que Raskin no sabía es que Jobs estaba tratando, por su cuenta, de llegar a un acuerdo más complejo. El departamento de capital riesgo de Xerox quería participar en la segunda ronda de financiación de Apple durante el verano de 1979. Jobs realizó una oferta: «Os dejaré invertir un millón de dólares en Apple si vosotros levantáis el telón y nos mostráis lo que tenéis en el PARC». Xerox aceptó. Accedieron a enseñarle a Apple su nueva tecnología y a cambio pudieron comprar 100.000 acciones por unos 10 dólares cada una.
Para cuando Apple salió a Bolsa un año después, el millón de dólares en acciones de Xerox había alcanzado un valor de 17,6 millones de dólares. Sin embargo, Apple se llevó la mejor parte en aquel trato. Jobs y sus compañeros fueron a conocer la tecnología del Xerox PARC en diciembre de 1979 y, cuando Jobs insistió en que no le habían mostrado lo suficiente, consiguió una presentación todavía más completa unos días más tarde. Larry Tesler fue uno de los científicos de Xerox a los que les correspondió preparar las presentaciones, y estuvo encantado de poder exhibir un trabajo que sus jefes de la Costa Este nunca habían parecido valorar. Sin embargo, la otra responsable de la exposición, Adele Goldberg, quedó horrorizada al ver cómo su compañía parecía dispuesta a desprenderse de sus joyas de la corona. «Era un movimiento increíblemente estúpido, completamente absurdo, y yo luché para evitar que Jobs recibiera demasiada información de cualquiera de los temas», afirmó.
Goldberg se salió con la suya en la primera reunión. Jobs, Raskin y el jefe del equipo de Lisa, John Couch, fueron conducidos al vestíbulo principal, donde habían instalado un ordenador Xerox Alto. «Era una presentación muy controlada de unas cuantas aplicaciones, principalmente del procesador de textos», recordaba Goldberg. Jobs no quedó satisfecho y llamó a la sede central de Xerox exigiendo más.
Lo invitaron a regresar pasados unos días, y en esa ocasión llevó consigo una comitiva mayor que incluía a Bill Atkinson y Bruce Horn, un programador de Apple que había trabajado en el Xerox PARC. Ambos sabían lo que debían buscar. «Cuando llegué a trabajar había un gran alboroto. Me dijeron que Jobs y un grupo de sus programadores se encontraban en la sala de reuniones», contó Goldberg. Uno de sus ingenieros estaba tratando de entretenerlos con más muestras del procesador de textos. Sin embargo, Jobs estaba comenzando a impacientarse. «¡Basta ya de toda esta mierda!», gritó. Vista la situación, el personal de Xerox formó un corrillo y entre todos decidieron levantar un poco más el telón, aunque lentamente. Accedieron a que Tesler les mostrara el Smalltalk, el lenguaje de programación, pero solo podría presentar la versión «no clasificada» de la presentación. «Eso lo deslumbrará y nunca sabrá que no le presentamos la versión confidencial completa», le dijo el jefe del equipo a Goldberg.
Se equivocaban. Atkinson y algunos otros habían leído algunos de los artículos publicados por el Xerox PARC, así que sabían que no les estaban presentando una descripción completa del producto. Jobs llamó por teléfono al director del departamento de capital riesgo de Xerox para quejarse. Instantes después, se produjo una llamada desde la sede central de Connecticut en la que se ordenaba que le mostraran absolutamente todo a Jobs y su equipo. Goldberg salió de allí hecha una furia.
Cuando Tesler les mostró finalmente lo que se escondía tras el telón, los chicos de Apple quedaron asombrados. Atkinson miraba fijamente la pantalla, examinando cada píxel con tanta intensidad que Tesler podía sentir su aliento sobre la nuca. Jobs se puso a dar saltos y a agitar los brazos entusiasmado. «Se movía tanto que no sé si llegó a ver la mayor parte de la presentación, pero debió de hacerlo, porque seguía haciendo preguntas —contó Tesler más tarde—. Ponía el acento en cada nuevo paso que le iba mostrando». Jobs seguía repitiendo que no podía creerse que Xerox no hubiera comercializado aquella tecnología. «¡Estáis sentados sobre una mina de oro! —gritó—. ¡No puedo creer que Xerox no esté aprovechando esta tecnología!».
La presentación del Smalltalk sacó a la luz tres increíbles características. Una era la posibilidad de conectar varios ordenadores en red. La segunda consistía en el funcionamiento de los lenguajes de programación orientados a objetos. Sin embargo, Jobs y su equipo le prestaron poca atención a aquellos atributos, porque estaban demasiado sorprendidos por la interfaz gráfica y la pantalla con mapa de bits. «Era como si me retiraran un velo de los ojos —recordaría posteriormente—. Pude ver hacia dónde se dirigía el futuro de la informática».
Cuando acabó la reunión en el Xerox PARC, después de más de dos horas, Jobs llevó a Bill Atkinson al despacho de Apple en Cupertino. Iba a toda velocidad, igual que su mente y su boca. «¡Eso es! —gritó, resaltando cada palabra—. ¡Tenemos que hacerlo!». Aquel era el avance que había estado buscando: la forma de acercarle los ordenadores a la gente, con el diseño alegre pero económico de las casas de Eichler y la sencillez de uso de un elegante electrodoméstico de cocina.
«¿Cuánto tiempo tardaríamos en aplicar esta tecnología?», preguntó. «No estoy seguro —fue la réplica de Atkinson—. Puede que unos seis meses». Aquella era una afirmación tremendamente optimista, pero también muy motivadora.
«LOS ARTISTAS GENIALES ROBAN»
El asalto de Apple al Xerox PARC ha sido descrito en ocasiones como uno de los mayores atracos industriales de todos los tiempos. En ocasiones, hasta el propio Jobs respaldaba con orgullo semejante teoría. «Al final todo se reduce a tratar de estar expuestos a las mejores obras de los seres humanos y después tratar de incluirlas en lo que tú estás haciendo —declaró en una ocasión—. Picasso tenía un dicho: “Los artistas buenos copian y los artistas geniales roban”, y nosotros nunca hemos tenido reparo alguno en robar ideas geniales».
Otra interpretación, que también corroboraba Jobs en ocasiones, es que la operación no fue tanto un atraco por parte de Apple como una metedura de pata por parte de Xerox. «Eran unos autómatas fotocopiadores que no tenían ni idea de lo que podía hacer un ordenador —afirmó, refiriéndose a los directores de Xerox—. Sencillamente, cayeron derrotados por la mayor victoria en la historia de la informática. Xerox podría haber sido la dueña de toda aquella industria».
Ambas versiones son ciertas en buena medida, pero eso no es todo. Como dijo T. S. Eliot, cae una sombra entre la concepción y la creación. En los anales de la innovación, las nuevas ideas son solo una parte de la ecuación. La ejecución es igualmente importante. Jobs y sus ingenieros mejoraron significativamente las ideas sobre la interfaz gráfica que vieron en el Xerox PARC, y fueron capaces de implementarla de formas que Xerox nunca habría podido lograr. El ratón de Xerox, sin ir más lejos, tenía tres botones, era una herramienta complicada que costaba 300 dólares y no rodaba con suavidad. Unos días después de su segunda visita al Xerox PARC, Jobs acudió a una empresa de diseño industrial de la zona y le dijo a uno de sus fundadores, Dean Hovey, que quería un modelo sencillo con un único botón que costara 15 dólares, «y quiero poder utilizarlo sobre una mesa de formica y sobre mis vaqueros azules». Hovey accedió.
Las mejoras no solo se encontraban en los detalles, sino en el concepto mismo. El ratón del Xerox PARC no podía utilizarse para arrastrar una ventana por la pantalla. Los ingenieros de Apple diseñaron una interfaz donde no solo se podían arrastrar las ventanas y los archivos, sino que también podían meterse en carpetas. El sistema de Xerox requería elegir un comando para hacer cualquier cosa, desde cambiar el tamaño de una ventana hasta modificar la dirección que lleva a un archivo. El sistema de Apple transformaba la metáfora del escritorio en una realidad virtual al permitirte tocar, manipular, arrastrar y reubicar elementos directamente. Además, los ingenieros de Apple trabajaban conjuntamente con los diseñadores —con Jobs espoleándolos diariamente— para mejorar el concepto del escritorio mediante la adición de atractivos iconos, menús que se desplegaban desde una barra en la parte superior de cada ventana y la capacidad de abrir archivos y carpetas con un doble clic.
Tampoco es que los ejecutivos de Xerox ignorasen lo que habían creado sus científicos en el PARC. De hecho, habían tratado de rentabilizarlo, y en el proceso evidenciaron por qué una buena ejecución es tan importante como las buenas ideas. En 1981, mucho antes del Apple Lisa o del Macintosh, presentaron el Xerox Star, una máquina que incluía la interfaz gráfica de usuario, un ratón, una configuración en mapa de bits, ventanas y un planteamiento global como el del escritorio. Sin embargo, era un sistema torpe (podía tardar minutos en guardar un archivo grande), caro (16.595 dólares en las tiendas minoristas) y dirigido principalmente al mercado de las oficinas en red. Resultó un fracaso estrepitoso, con solo 30.000 ejemplares vendidos.
En cuanto salió a la venta, Jobs, junto con su equipo, se encaminaron hasta una tienda de Xerox para echarle un vistazo al Star. Le pareció tan inservible que informó a sus compañeros de que no valía la pena gastar el dinero en uno de ellos. «Nos quedamos muy aliviados —recordaba—. Sabíamos que ellos no lo habían hecho bien y que nosotros podríamos conseguirlo por una mínima fracción de su precio». Unas semanas más tarde, Jobs llamó a Bob Belleville, uno de los diseñadores de hardware del equipo del Xerox Star. «Todo lo que has hecho en la vida es una mierda —le dijo Jobs—, así que, ¿por qué no te vienes a trabajar para mí?». Belleville accedió, y Larry Tesler lo acompañó.
Entre tanto entusiasmo, Jobs comenzó a ocuparse de la gestión diaria del proyecto Lisa, que estaba siendo dirigido por John Couch, el antiguo ingeniero de Hewlett-Packard. Jobs puenteó a Couch y comenzó a tratar directamente con Atkinson y Tesler para introducir sus propias ideas, especialmente en lo relativo a la interfaz gráfica del Lisa. «Me llamaba a todas horas, aunque fueran las dos o las cinco de la madrugada —afirmó Tesler—. A mí me encantaba, pero aquello molestó a mis jefes del departamento encargado del Lisa». Le pidieron a Jobs que dejara de hacer llamadas saltándose el escalafón y él se contuvo durante una temporada, pero no por mucho tiempo.
Uno de los enfrentamientos más importantes tuvo lugar cuando Atkinson decidió que la pantalla debía tener fondo blanco, en lugar de negro. Esto permitiría añadir una característica que tanto Atkinson como Jobs deseaban: que el usuario pudiera ver exactamente lo que iba a obtener después al imprimir, un sistema abreviado con el acrónimo WYSIWYG, por las siglas en inglés de la expresión «lo que ves es lo que obtienes». Por tanto, lo que se veía en pantalla era lo que posteriormente salía en el papel. «El equipo de hardware puso el grito en el cielo —recordaba Atkinson—. Según ellos, aquello nos obligaría a utilizar un fósforo menos estable que parpadearía mucho más». Atkinson llamó a Jobs, y este se puso de su parte. Los encargados del hardware se quejaron, pero cuando se pusieron manos a la obra encontraron la forma de llevarlo adelante. «Steve no era demasiado adepto a la ingeniería, pero se le daba muy bien evaluar la respuesta de los demás. Podía adivinar si los ingenieros estaban poniéndose a la defensiva o si no se fiaban de él».
Una de las hazañas más impresionantes de Atkinson (hoy en día estamos tan acostumbrados a ella que nos parece normal) fue la de permitir que las ventanas pudieran superponerse en pantalla, de forma que la que estuviera «encima» tapase a las que se encontraban «debajo». Atkinson creó además un sistema por el que las ventanas podían desplazarse, igual que si se mueven hojas de papel sobre un escritorio, ocultando o dejando al descubierto las de debajo cuando se mueven las de arriba. Obviamente, en la pantalla de un ordenador no hay varias capas de píxeles debajo de los que pueden verse, así que en realidad las ventanas no están escondidas debajo de las que parecen estar en la parte superior. Para crear la ilusión de que las ventanas se superponen es necesario escribir un complejo código que utiliza las llamadas «regiones». Atkinson se esforzó por lograr que aquel truco funcionara porque pensaba que había visto aquella función durante su visita al Xerox PARC. En realidad, los científicos de PARC nunca habían conseguido algo así, y más tarde le confesaron lo sorprendidos que se habían quedado al ver que él lo había logrado. «Aquello me hizo darme cuenta del poder de la inocencia —reconoció Atkinson—. Fui capaz de hacerlo porque no sabía que no podía hacerse». Atkinson trabajaba tanto que una mañana, en las nubes como estaba, estrelló su Corvette contra un camión aparcado y casi se mata. Jobs acudió inmediatamente al hospital para verlo. «Estábamos muy preocupados por ti», le dijo cuando recuperó la conciencia. Atkison esbozó una sonrisa dolorida y contestó: «No te preocupes, todavía recuerdo cómo funciona lo de las regiones».
Jobs también insistía mucho en lograr unos desplazamientos suaves sobre la pantalla. Los documentos no debían trastabillar de línea en línea mientras los desplazabas, sino que debían fluir. «Estaba empeñado en que todos los elementos de la interfaz causaran buenas sensaciones al usuario», relató Atkinson. También querían un ratón que pudiera mover el cursor con sencillez en cualquier dirección, y no simplemente de arriba abajo y de izquierda a derecha. Eso obligaba a utilizar una bola en lugar de las dos ruedecillas habituales. Uno de los ingenieros le dijo a Atkinson que no había forma de construir un ratón rentable de esas características. Después de que este se quejara ante Jobs durante una cena, llegó a la oficina al día siguiente para descubrir que Jobs había despedido al ingeniero. Y cuando conoció a su sustituto, Atkinson, las primeras palabras de este fueron: «Yo puedo construir ese ratón».
Atkinson y Jobs se hicieron íntimos amigos durante una época, y cenaban juntos en el restaurante Good Earth casi todas las noches. Sin embargo, John Couch y los otros ingenieros profesionales del equipo del Lisa, muchos de ellos hombres serios llegados de la Hewlett-Packard, se mostraban resentidos ante las interferencias de Jobs y muy molestos por sus frecuentes insultos. También existía un choque de visiones. Jobs quería construir una especie de «VolksLisa», un producto sencillo y económico para las masas. «Había un tira y afloja entre la gente como yo, que quería una máquina ligera, y los de Hewlett-Packard, como Couch, que estaban tratando de llegar al mercado empresarial», recordaba Jobs.
Tanto Scott como Markkula, que trataban de poner algo de orden en Apple, estaban cada vez más preocupados por el difícil comportamiento de Jobs. Así, en septiembre de 1980 planearon en secreto una reestructuración de la compañía. Couch fue nombrado el director indiscutible de la división del Lisa. Jobs perdió el control del ordenador al que había bautizado como a su hija. También lo desposeyeron de su función como vicepresidente de investigación y desarrollo. Lo convirtieron en el presidente no ejecutivo del consejo de administración, lo que le permitía seguir siendo el rostro público de Apple, pero ello implicaba que no tenía control operativo alguno. Aquello le dolió. «Estaba disgustado y me sentí abandonado por Markkula —declaró—. Scotty y él pensaron que no estaba a la altura para dirigir la división del Lisa. Aquello me amargó mucho».