Capítulo 40

Tercer asalto

El combate final

LAZOS FAMILIARES

Jobs sentía un deseo muy acusado de llegar a presenciar la graduación de su hijo en el instituto, en junio de 2010. «Cuando me diagnosticaron cáncer, hice un trato con Dios o con quien fuera, que consistía en que lo que realmente quería era ver como Reed se graduaba, y aquello me ayudó a superar el año 2009», afirmó. En su etapa como alumno de último curso, Reed se parecía inquietantemente a su padre cuando éste tenía dieciocho años, con una sonrisa cómplice y un tanto rebelde, una mirada intensa y una mata de pelo oscuro. Sin embargo, de su madre había heredado una dulzura y una capacidad de empatía dolorosamente sensible que a su padre le faltaban. Era un joven manifiestamente afectuoso y dispuesto a agradar. Cuando su padre se hallaba sentado a la mesa con aire huraño y mirando al suelo, cosa que ocurría a menudo durante su enfermedad, lo único que garantizaba la luz en sus ojos era la entrada de Reed.

Reed adoraba a su padre. Poco después de que yo comenzara a trabajar en este libro, el joven vino a verme al hotel donde me alojaba y, al igual que hacía a menudo su padre, propuso que diéramos un paseo. Me aseguró, con una mirada de intensa seriedad, que su padre no era un frío hombre de negocios que solo buscara los beneficios, sino que lo motivaban el amor por su obra y el orgullo por los productos que creaba.

Después de que a Jobs le diagnosticaran cáncer, Reed comenzó a trabajar durante los veranos en un laboratorio de oncología de Stanford en el que se secuenciaba ADN para encontrar marcadores genéticos del cáncer de colon. Uno de sus experimentos analizaba cómo las mutaciones viajan a través de las familias. «Una de las poquísimas ventajas de que yo cayera enfermo es que Reed ha podido pasar mucho tiempo estudiando con algunos médicos muy buenos —comentó Jobs—. Su entusiasmo es exactamente el que yo sentía por los ordenadores cuando tenía su edad. Creo que las mayores innovaciones del siglo XXI nacerán en la intersección entre la biología y la tecnología. Es el comienzo de una nueva era, como ocurrió con la digital cuando yo tenía su edad».

Reed utilizó su estudio sobre el cáncer como base para el trabajo de graduación que presentó ante su clase en el Instituto Crystal Springs Uplands. Mientras describía cómo había utilizado centrifugadoras y tinciones para secuenciar el ADN de los tumores, su padre se encontraba sentado entre el público con una sonrisa radiante, junto con el resto de la familia. «Fantaseo con la idea de que Reed se compre una casa aquí, en Palo Alto, junto a su familia, y que vaya en bici a trabajar como médico en Stanford», comentó Jobs después.

Reed había madurado rápidamente en 2009, cuando parecía que su padre iba a morir. Se ocupó de sus hermanas pequeñas mientras sus padres estaban en Memphis, y desarrolló un paternalismo protector hacia ellas. Sin embargo, cuando la salud de su padre se estabilizó en la primavera de 2010, recobró su personalidad alegre y socarrona. Un día, mientras cenaban, estaba hablando con su familia, pensando en dónde debía llevar a su novia a cenar. Su padre sugirió Il Fornaio, un elegante restaurante que era la opción habitual en Palo Alto, pero Reed reconoció haber sido incapaz de conseguir una reserva. «¿Quieres que lo intente yo?», se ofreció Jobs. Reed se resistió; quería encargarse él mismo del asunto. Erin, la tímida hija mediana, le propuso que ella y su hermana pequeña, Eve, montaran una tienda en el jardín y les sirvieran allí una cena romántica. Reed se levantó, la abrazó y le prometió que se lo compensaría en alguna ocasión.

Un sábado, Reed participó junto con tres compañeros de clase en un concurso educativo de una cadena local de televisión. La familia —a excepción de Eve, que asistía a una exhibición ecuestre— fue a animarlo. Mientras el equipo del plató andaba de acá para allá preparándolo todo, su padre trató de mantener a raya su impaciencia y de pasar desapercibido entre los demás padres que se sentaban en las hileras de sillas plegables. Sin embargo, era claramente reconocible con sus característicos vaqueros y su jersey negro de cuello alto, y una mujer se sentó junto a él y se dispuso a sacarle una foto. Sin mirarla, él se levantó y se dirigió al otro extremo de la fila. Cuando Reed entró en el plató, su placa lo identificaba como «Reed Powell». El presentador les preguntó a los estudiantes qué querían ser cuando fueran mayores. «Investigador contra el cáncer», contestó Reed.

Jobs condujo su Mercedes SL55 biplaza, con Reed como copiloto, mientras su esposa lo seguía en su propio coche con Erin. De camino a casa, Powell le preguntó a Erin por qué creía que su padre se negaba a ponerle placas de matrícula a su coche. «Para ser un rebelde», contestó ella. Después le planteé la cuestión a Jobs. «Porque a veces la gente me sigue, y si tengo placa de matrícula pueden averiguar dónde vivo —respondió—. Aunque esa precaución se está quedando algo obsoleta con Google Maps, así que supongo que en realidad no las llevo porque no quiero».

Durante la ceremonia de graduación de Reed, su padre me envió un correo electrónico desde su iPhone. Estaba sencillamente exultante: «Hoy es uno de los días más felices de mi vida. Reed se está graduando en el instituto. Justo ahora. Y contra todo pronóstico, aquí estoy». Esa noche hubo una fiesta en su casa para algunos amigos íntimos y la familia. Reed bailó con todos sus parientes, incluido su padre. Después, Jobs se llevó a su hijo a la cabaña rústica que usaban como trastero para ofrecerle una de sus dos bicicletas, ya que él no iba a volver a montar. Reed bromeó y señaló que la italiana parecía demasiado cursi, así que Jobs le propuso que se llevara la robusta bici de ocho marchas aparcada al lado. Cuando Reed le dijo que estaba en deuda con él, Jobs contestó: «No necesitas estar en deuda, porque tienes mi ADN». Unos días después, se estrenó Toy Story 3. Jobs había alimentado esta trilogía de Pixar desde sus comienzos, cuya última entrega hablaba de las emociones en torno a la marcha de Andy a la universidad. «Ojalá pudiera estar siempre contigo», dice la madre de Andy. «Siempre lo estarás», contesta él.

La relación de Jobs con sus dos hijas menores era algo más distante. Le prestaba menos atención a Erin, más tranquila e introspectiva, y que parecía no saber exactamente cómo tratar con él, especialmente cuando le salía aquella vena cruel. Era una joven desenvuelta y atractiva, con una sensibilidad personal más madura que la de su padre. Pensaba que tal vez fuera arquitecta, puede que debido al interés de su padre por ese campo, y tenía un buen sentido del diseño. Sin embargo, cuando su padre le estaba mostrando a Reed los bocetos del nuevo campus de Apple, ella se sentó en el otro extremo de la cocina, y a él por lo visto no se le ocurrió pedirle que se acercara también. La gran esperanza de Erin esa primavera de 2010 era que su padre la llevara consigo a la ceremonia de entrega de los Oscar. Le encantaban las películas. Y, más aún, quería volar con su padre en su avión privado y recorrer la alfombra roja a su lado. Powell estaba más que dispuesta a renunciar al viaje y trató de convencer a su esposo para que se llevara a su hija, pero él rechazó aquella idea.

En cierto momento, mientras yo acababa este libro, Powell me dijo que Erin quería concederme una entrevista. Yo no habría solicitado algo así, puesto que ella apenas tenía dieciséis años, pero accedí. El argumento que Erin destacó fue que comprendía por qué su padre no siempre le prestaba atención, y que lo aceptaba. «Se esfuerza al máximo para ser a la vez un padre y el consejero delegado de Apple, y combina ambas responsabilidades bastante bien —aseguró—. A veces me gustaría recibir más atención por su parte, pero sé que el trabajo que está haciendo es muy importante y me parece extraordinario, así que no me importa. En realidad no necesito más atención».

Jobs había prometido llevarse a cada uno de sus hijos de viaje a donde ellos eligieran cuando cumplieran trece años. Reed eligió ir a Kioto, consciente de lo mucho que a su padre le atraía la calma zen de esa hermosa ciudad. No resulta sorprendente que, cuando Erin llegó a la misma edad en 2008, también eligiera Kioto. La enfermedad de su padre obligó a cancelar el viaje, así que Jobs le prometió llevarla en 2010, cuando estuviera mejor. Sin embargo, ese junio decidió que no quería ir. Erin quedó desilusionada, pero no protestó. En vez de eso, su madre la llevó a Francia con algunos amigos de la familia, y volvieron a programar el viaje a Kioto para ese mes de julio.

A Powell le preocupaba que su esposo volviera a cancelar los planes, así que quedó encantada cuando toda la familia despegó a principios de julio en dirección a Kona Village, en Hawai, que era la primera etapa del viaje. Sin embargo, en Hawai Jobs se vio aquejado por un molesto dolor de muelas que él decidió ignorar, como si pudiera hacer desaparecer la caries únicamente mediante su fuerza de voluntad. El diente se cayó y hubo que reimplantarlo. Entonces tuvo lugar la crisis de las antenas del iPhone 4, y decidió volver a Cupertino a toda velocidad, llevándose a Reed consigo. Powell y Erin se quedaron en Hawai, esperando que Jobs regresara para continuar con los planes para llevarlas a Kioto.

Para alivio de todos, y no sin cierta sorpresa, Jobs sí que regresó a Hawai tras su rueda de prensa para recogerlas y llevarlas a Japón. «Es un milagro», le comentó Powell a una amiga. Mientras Reed se ocupaba de Eve en Palo Alto, Erin y sus padres se quedaron en el Tawaraya Ryokan, un hotelito de una sencillez sublime que a Jobs le encantaba. «Fue fantástico», recordaba Erin.

Veinte años antes, Jobs había llevado a la hermanastra de Erin, Lisa Brennan-Jobs, a Japón, cuando esta tenía aproximadamente la misma edad. Uno de sus recuerdos más vivos era el de compartir con él comidas deliciosas y ver cómo un comensal normalmente tan remilgado saboreaba el sushi de anguila y otras delicias. Verlo disfrutar de la comida hizo que Lisa se sintiera relajada junto a él por primera vez. Erin recordaba una experiencia similar: «Papá sabía dónde quería ir a comer todos los días. Me dijo que conocía un restaurante increíble especializado en fideos de soba y me llevó allí, y estaba tan rico que desde entonces ha sido difícil volver a comer fideos de soba, porque no hay nada que se le aproxime siquiera». También encontraron un pequeño restaurante de sushi de barrio, y Jobs lo etiquetó en su iPhone como «el mejor sushi que he comido nunca». Erin estuvo de acuerdo.

Visitaron asismismo los famosos templos budistas zen de Kioto. El que más le gustó a Erin fue el Saiho-ji, conocido como el «templo del musgo» porque su Estanque Dorado se encuentra rodeado por jardines que exhiben más de un centenar de variedades de musgo. «Erin estaba muy, muy contenta, lo cual era profundamente gratificante y ayudó a mejorar la relación que tenía con su padre —recordaba Powell—. Ella se merecía algo así».

Su hija menor, Eve, era harina de otro costal. Atrevida y segura de sí misma, no se veía en absoluto intimidada por su padre. Su pasión era la equitación, y estaba decidida a llegar a las Olimpiadas. Cuando un entrenador le indicó lo mucho que tendría que trabajar para conseguirlo, contestó: «Dime qué tengo que hacer y lo haré». Él le hizo caso, y ella comenzó a seguir con diligencia el programa.

Eve era una experta en la difícil tarea de conseguir que su padre tomara decisiones. A menudo llamaba a su ayudante directamente al trabajo para asegurarse de que incluía algunos compromisos en su agenda. También era bastante buena negociadora. Un fin de semana de 2010, cuando la familia estaba planeando un viaje, Erin quería retrasar la partida medio día, pero le daba miedo pedírselo a su padre. Eve, que por aquel entonces tenía doce años, se ofreció voluntaria para la tarea, y durante una cena le presentó el caso a su padre como si fuera una abogada ante el Tribunal Supremo. Jobs la interrumpió —«No, creo que no quiero hacerlo»—, pero a todas luces parecía más divertido que molesto. Esa misma tarde, Eve se sentó con su madre y analizó las distintas formas en que podría haber planteado mejor su ruego.

Jobs llegó a valorar aquella actitud… y a verse en gran parte reflejado en ella. «Eve es como un polvorín, y nunca he conocido a ningún niño con una voluntad de hierro parecida a la suya —afirmó—. Es lo que me merezco». Comprendía profundamente su personalidad, quizá porque mostraba ciertas semejanzas con la suya. «Eve es más sensible de lo que muchos creen —explicó—. Es tan lista que puede resultar algo apabullante, así que eso significa que también puede enajenar a los demás y encontrarse sola. Está en medio del proceso de aprender cómo puede ser quien es, pero suaviza las aristas de su personalidad para poder mantener los amigos que le son necesarios».

La relación de Jobs con su esposa resultaba complicada en ocasiones, pero siempre leal. Laurene Powell, inteligente y compasiva, era una influencia estabilizadora y un ejemplo por su capacidad para compensar algunos de los impulsos egoístas de Jobs al rodearlo de personas sensatas y decididas. Ella intervenía con discreción en temas de negocios, con firmeza en los familiares y con fiereza en los médicos. Al principio de su matrimonio, ayudó a fundar y organizar College Track, un programa extraescolar que presta ayuda a chicos desfavorecidos para graduarse en el instituto y entrar en la universidad. Desde entonces, se había convertido en una gran impulsora del movimiento de reforma educativa. Jobs reconocía abiertamente su admiración por el trabajo de su esposa: «Lo que ha hecho con College Track me resulta muy impresionante». Sin embargo, tendía por regla general a despreciar las iniciativas filantrópicas, y nunca visitó sus centros extraescolares.

En febrero de 2010, Jobs celebró su 55.º cumpleaños únicamente con su familia. La cocina estaba decorada con globos y serpentinas, y sus hijos le regalaron una corona de juguete de terciopelo rojo, que se puso al instante. Ahora que se había recuperado de un extenuante año de problemas de salud, Powell esperaba que le prestara más atención a su familia. «Creo que fue duro para todos, especialmente para las chicas —me confesó—. Después de dos años de enfermedad, por fin ha mejorado un poco, y ellas esperaban que les prestara algo más de atención, pero no lo hizo». Powell quería asegurarse, según sus propias palabras, de que las dos caras de su personalidad quedaran reflejadas en este libro y dentro del contexto adecuado. «Como muchos hombres con dones extraordinarios, Steve no es extraordinario en todos los aspectos —comentó ella—. No tiene grandes aptitudes sociales, como la de ponerse en la piel del otro, pero se preocupa enormemente por darle un mayor poder a la humanidad, por lograr que avance y poner las herramientas adecuadas en sus manos».

EL PRESIDENTE OBAMA

Durante un viaje a Washington a principios del otoño de 2010, Powell se había reunido con algunos de sus amigos de la Casa Blanca, que le dijeron que el presidente Obama iba a viajar a Silicon Valley ese octubre. Ella sugirió que a lo mejor querría reunirse con su esposo. A los asistentes de Obama les gustó la idea: encajaba en el renovado énfasis que estaba poniendo el presidente sobre la competitividad. Además, John Doerr, el inversor de riesgo convertido en uno de los mejores amigos de Jobs, había mencionado tiempo atrás, en una reunión del Comité de Recuperación Económica del presidente, las opiniones de Jobs sobre por qué Estados Unidos estaba perdiendo su ventaja competitiva. También él propuso que Obama se reuniera con Jobs. Así pues, en la agenda del presidente se reservó media hora para una sesión en el aeropuerto Westin de San Francisco.

Había un problema: cuando Powell se lo dijo a su marido, este respondió que no quería hacerlo. Le molestaba que ella lo hubiera dispuesto todo a sus espaldas. «No pienso verme obligado a asistir a una reunión protocolaria para que pueda tachar de su lista de tareas el haberse reunido con un directivo», aseguró. Ella insistió en que Obama estaba «muy emocionado ante la perspectiva de encontrarse con él». Jobs respondió que, en ese caso, el propio Obama debería llamar para concertar una reunión. Aquel callejón sin salida se prolongó durante cinco días. Powell llamó a Reed, que se encontraba en Stanford, para que fuera a cenar a casa y tratara de convencer a su padre. Jobs acabó por ceder.

La reunión duró en realidad cuarenta y cinco minutos, y Jobs no se mordió la lengua. «Está encaminándose a una presidencia de un único mandato», le dijo Jobs a Obama nada más empezar. Para evitarlo, señaló que la Administración tenía que acercarse más a las empresas. Describió lo sencillo que resultaba construir una fábrica en China, y señaló que en aquel momento era casi imposible hacer algo así en Estados Unidos, principalmente debido a las normativas y a los costes innecesarios.

Jobs también atacó al sistema educativo estadounidense. Aseguró que estaba terriblemente anticuado y que se veía entorpecido por los reglamentos laborales sindicales. Hasta que desaparecieran los sindicatos de profesores, no había apenas esperanzas de lograr una reforma educativa. Según él, los profesores deberían ser tratados como profesionales y no como trabajadores de una cadena de montaje industrial. Los directores deberían tener la capacidad de contratarlos y despedirlos basándose en su calidad. Las escuelas deberían permanecer abiertas hasta al menos las seis de la tarde, y funcionar durante once meses al año. En su opinión, era absurdo que las clases estadounidenses todavía consistieran en un profesor ante una pizarra y en el uso de libros de texto. Todos los libros, los materiales de aprendizaje y las evaluaciones deberían llevarse a cabo de manera digital e interactiva, adaptada a cada estudiante de forma que pudiera recibir información sobre su progreso en tiempo real.

Jobs se ofreció a reunir un grupo de seis o siete directivos que de verdad pudieran explicar los desafíos de innovación a los que se enfrentaba el país, y el presidente aceptó. Así pues, Jobs preparó una lista de personas para que asistieran a una reunión en Washington D. C. que iba a celebrarse en diciembre. Desgraciadamente, después de que Valerie Jarrett y otros asistentes del presidente añadieran algunos nombres, la lista aumentó hasta incluir a más de veinte personas, con Jeffrey Immelt, de General Electric, al frente. Jobs le envió un correo electrónico a Jarrett en el que aseguraba que aquella lista estaba demasiado hinchada y que él no tenía intención de asistir. De hecho, sus problemas de salud habían vuelto a aparecer por aquella época, así que en cualquier caso no habría podido acudir, tal y como Doerr le explicó en privado al presidente.

En febrero de 2011, Doerr comenzó a trazar planes para celebrar una pequeña cena para el presidente Obama en Silicon Valley. Jobs y él, junto con sus esposas, fueron a cenar a Evvia, un restaurante griego de Palo Alto, donde prepararon una restringida lista de invitados. Entre los doce titanes de la tecnología elegidos estaban Eric Schmidt, de Google; Carol Bartz, de Yahoo; Mark Zuckerberg, de Facebook; John Chambers, de Cisco; Larry Ellison, de Oracle; Art Levinson, de Genentech, y Reed Hastings, de Netflix. El cuidado de Jobs por los detalles de la cena se hizo extensivo a la comida. Doerr le envió una propuesta de menú, y él respondió que algunos de los platos propuestos por el encargado del catering —langostinos, bacalao, ensalada de lentejas— eran demasiado extravagantes «y no te pegan nada, John». Se opuso especialmente al postre que habían planeado, una tarta de crema adornada con trufas de chocolate, pero el personal responsable en la Casa Blanca se impuso a su decisión al indicarle al chef que al presidente le gustaba la tarta de crema. Como Jobs había perdido tanto peso que sentía frío con facilidad, Doerr mantuvo la calefacción bastante alta, hasta el punto de hacer sudar copiosamente a Zuckerberg.

Jobs, sentado junto al presidente, comenzó la cena con esta afirmación: «Independientemente de nuestras inclinaciones políticas, quiero que sepa que estamos aquí para hacer cualquier cosa que nos pida con tal de ayudar a nuestro país». A pesar de ello, la velada se convirtió al principio en una letanía de sugerencias acerca de lo que el presidente podía hacer para estimular a las empresas. Chambers, por ejemplo, propuso una exención fiscal para los recursos repatriados que permitiría a las grandes compañías evitar el pago de impuestos sobre los beneficios en el extranjero si se comprometían a reinvertirlos en Estados Unidos durante un período determinado. El presidente estaba desconcertado, y también Zuckerberg, que se giró hacia Valerie Jarrett, sentada a su derecha, y le susurró: «Deberíamos estar hablando sobre lo que es importante para el país. ¿Por qué no hace más que hablar sobre lo que es bueno para él?».

Doerr consiguió reconducir la discusión al pedirle a todo el mundo que propusiera una lista de medidas. Cuando llegó el turno de Jobs, resaltó la necesidad de contar con más ingenieros preparados y sugirió que todos los estudiantes extranjeros que obtuvieran su título de ingeniería en Estados Unidos deberían recibir un visado para permanecer en el país. Obama respondió que aquello solo podría hacerse en el contexto de la Ley Dream, que permitía que los inmigrantes ilegales llegados como menores de edad y con el instituto terminado se convirtieran en residentes legales (una propuesta vetada por los republicanos). Jobs opinó que aquel era un molesto ejemplo de cómo la política puede llevar a la parálisis. «El presidente es muy inteligente, pero no hacía más que explicarnos los motivos por los que no podían hacerse las cosas —recordaba—. Eso me enfurece».

Jobs pidió que se encontrara la manera de formar a más ingenieros estadounidenses. Aseguró que Apple contaba con 700.000 trabajadores en sus fábricas chinas, y eso se debía a que hacían falta 30.000 ingenieros sobre el terreno para prestar asistencia a tantos operarios. «Es imposible encontrar a tantos en Estados Unidos para contratarlos», señaló. Esos ingenieros de las fábricas no necesitaban ser doctores o genios; simplemente requerían las capacidades de ingeniería básicas para fabricar productos. Las escuelas técnicas, las universidades comunitarias o los centros de educación profesional podían formarlos. «Si pudiéramos instruir a esos ingenieros —aseguró— podríamos trasladar aquí más plantas de producción». El argumento causó una honda impresión en el presidente. En dos o tres ocasiones a lo largo del mes siguiente, les dijo a sus asistentes: «Tenemos que encontrar la manera de formar a esos 30.000 ingenieros de producción de los que nos habló Jobs».

Jobs se alegró de ver que Obama mantenía un seguimiento sobre la cuestión, y hablaron por teléfono algunas veces tras la reunión. Se ofreció a crear los anuncios políticos de Obama para la campaña de 2012. (Había realizado la misma oferta en 2008, y quedó contrariado al ver que el estratega de campaña de Obama, David Axelrod, no mostraba una actitud completamente deferente). «Creo que la publicidad política es terrible. Me encantaría sacar a Lee Clow de su jubilación y poder preparar algunos anuncios geniales para él», me confió Jobs unas semanas después de la cena. Jobs llevaba toda la semana enfrentándose al dolor, pero las charlas sobre política lo llenaban de energía. «Muy de vez en cuando, un auténtico profesional de la publicidad se implica en las campañas, como hizo Hal Riney con la de “It’s morning in America” que le valió la reelección a Reagan en 1984, y eso es lo que me gustaría hacer por Obama».

LA TERCERA BAJA MÉDICA, 2011

Cada vez que el cáncer iba a reaparecer, le enviaba a Jobs unas cuantas señales. Este ya se sabía la lección: perdía el apetito y comenzaba a sentir distintos dolores por todo el cuerpo. Los médicos lo sometían a pruebas, no detectaban nada y le aseguraban que, aparentemente, todo estaba bien. Sin embargo, él sabía que aquello no era cierto. El cáncer tenía sus formas de prevenirlo, y unos pocos meses después de sentir las señales, los médicos descubrían que, efectivamente, la recuperación se había interrumpido.

Otro de aquellos reveses comenzó a principios de noviembre de 2010. Sentía dolor, había dejado de comer y una enfermera que iba a su casa tenía que alimentarlo por vía intravenosa. Los médicos no encontraron señales de más tumores, y pensaron que era otro de los ciclos habituales en los que debía luchar contra las infecciones y los desórdenes digestivos. Jobs nunca había sido el tipo de persona capaz de sufrir con estoicismo el dolor, así que sus médicos y su familia habían quedado algo inmunizados ante sus quejas.

La familia Jobs se dirigió a Kona Village para celebrar el Día de Acción de Gracias, pero la alimentación de Steve no mejoró. La cena se celebraba allí en una sala comunitaria, y los demás invitados fingieron no advertir que Jobs, con su aspecto demacrado, se tambaleaba y gemía ante la comida que se le presentaba, sin probar bocado. Hay que señalar, en honor al centro de vacaciones y a sus huéspedes, que en ningún momento se filtró información al exterior sobre su situación. En todo caso, al regresar a Palo Alto, Jobs se fue volviendo cada vez más sensible y taciturno. Les dijo a sus hijos que creía que se iba a morir, y se le hacía un nudo en la garganta al pensar en la posibilidad de no asistir nunca más a ninguno de sus cumpleaños.

En Navidad había adelgazado hasta pesar 52 kilos, más de veinte por debajo de su peso normal. Mona Simpson viajó a Palo Alto para celebrar aquellas fechas junto con su ex marido, el guionista televisivo Richard Appel y sus hijos. El ambiente se animó un poco: las familias estuvieron participando en juegos de salón como «La novela», en el que los participantes tratan de engañarse los unos a los otros para ver quién puede escribir la primera frase falsa de un libro que resulte más convincente. Por tanto, la velada pareció cobrar un aire más optimista durante un rato. Jobs pudo incluso salir a cenar a un restaurante con Powell unos días después de Navidad. Los niños se fueron de vacaciones a esquiar para celebrar el Año Nuevo, mientras que Powell y Mona Simpson se turnaban para quedarse en casa con Jobs en Palo Alto.

A principios de 2011, no obstante, estaba claro que aquella no era simplemente una mala racha. Sus médicos detectaron pruebas de nuevos tumores, y con el cáncer agravando su falta de apetito, trataban de determinar cuánta terapia y cuántos medicamentos sería capaz de soportar su cuerpo en aquellas condiciones de delgadez extrema. Jobs les dijo a sus amigos que sentía como si le hubieran dado un puñetazo en cada centímetro de su cuerpo, gemía y en ocasiones se doblaba a causa del dolor.

Era un círculo vicioso. Los primeros síntomas del cáncer causaban dolor. La morfina y otros analgésicos que tomaba le quitaban el apetito. Le habían extirpado parte del páncreas y le habían sustituido el hígado, así que su sistema digestivo no funcionaba bien y tenía problemas para absorber las proteínas. La pérdida de peso hacía que fuera más difícil embarcarse en tratamientos con medicación más agresiva. Su estado de delgadez también lo volvía más susceptible a las infecciones, al igual que los inmunosupresores que debía tomar a veces para que su cuerpo no rechazase el trasplante de hígado. La pérdida de peso reducía las capas de lípidos que rodean a los receptores del dolor, lo que hacía que sufriera más aún. Además, tenía tendencia a sufrir cambios de humor extremos, marcados por prolongados ataques de ira y depresión, lo que también le quitaba el apetito.

Los problemas alimentarios de Jobs se vieron agravados a lo largo de los años por su actitud psicológica hacia la comida. Cuando era joven, aprendió que podía alcanzar un estado de euforia y éxtasis mediante los ayunos. Así, aunque sabía que debía comer —sus médicos le rogaban que consumiera proteínas de alta calidad—, en el fondo de su subconsciente, según él mismo admitía, residía su instinto por los ayunos y las dietas, como el régimen de fruta de Arnold Ehret que había adoptado en su adolescencia. Powell seguía repitiéndole que aquello era una locura, e incluso le hacía ver que Ehret había muerto a los cincuenta y seis años, cuando se tropezó y se golpeó en la cabeza. Se sentía irritada cuando él se sentaba a la mesa y se limitaba a permanecer mirándose el regazo, en silencio. «Quería que él mismo se obligara a comer —comentó ella—, así que la situación en casa era increíblemente tensa». Bryar Brown, su cocinero a tiempo parcial, todavía iba por las tardes y preparaba toda una gama de platos saludables, pero Jobs apenas probaba uno o dos de ellos y los rechazaba todos por considerarlos incomestibles. Una tarde anunció: «A lo mejor podría comer un poco de tarta de calabaza», y el cocinero, siempre solícito, creó una hermosa tarta desde cero en una hora. Jobs solo probó un bocado, pero Brown estaba encantado.

Powell habló con especialistas en desórdenes alimentarios y psiquiatras, pero su esposo tendía a despreciarlos. Se negó a tomar ninguna medicación o a recibir tratamiento para su depresión. «Cuando te invaden ciertos sentimientos —señaló— como la tristeza o la rabia a causa del cáncer o de la difícil situación que atraviesas, enmascararlos equivale a llevar una vida artificial». De hecho, él adoptó la postura exactamente contraria. Se volvió taciturno, hipersensible y dramático, lamentándose ante todos los que lo rodeaban del hecho de que iba a morir. La depresión pasó a formar parte del círculo vicioso e hizo que tuviera todavía menos ganas de comer.

En internet comenzaron a aparecer fotografías y vídeos de Jobs con aspecto demacrado, y poco después a circular rumores sobre lo enfermo que se encontraba. El problema, según advirtió Powell, era que los rumores eran ciertos y que no iban a desaparecer. Jobs solo había accedido a regañadientes a pedir una baja médica dos años antes, cuando el hígado le estaba fallando, y en esta ocasión también se resistió a la idea. Sería como abandonar su tierra natal, sin saber si podría regresar alguna vez. Cuando al final cedió ante lo inevitable, en enero de 2011, los miembros del consejo de administración ya lo estaban esperando; la reunión telefónica en la que anunció que quería una nueva baja solo duró tres minutos. Jobs ya había discutido a menudo con el consejo, en las sesiones de ejecutivos, sus ideas acerca de quién podría encargarse de todo si a él le ocurría algo, y habían considerado distintas opciones tanto a corto como a largo plazo. Con todo, no cabía duda de que, en aquella situación, Tim Cook volvería a hacerse cargo de las operaciones diarias.

El sábado siguiente por la tarde, Jobs permitió que su esposa convocara una reunión con sus médicos. Cayó en la cuenta de que estaba enfrentándose al tipo de problema que nunca habría tolerado en Apple. Su tratamiento era fragmentado en lugar de integrado. Las distintas enfermedades que lo aquejaban estaban siendo tratadas por diferentes doctores —oncólogos, especialistas en dolor, nutricionistas, hepatólogos y hematólogos—, pero nadie los coordinaba para adoptar un enfoque holístico, de la forma que había hecho James Eason en Memphis. «Uno de los principales retos en el campo de la atención médica es la falta de asesores o consejeros que actúen como capitanes de cada equipo», comentó Powell. Esto resultaba especialmente cierto en Stanford, donde nadie parecía preocuparse de averiguar cómo se relacionaba la nutrición con el control del dolor o la oncología. Así pues, Powell pidió a los diferentes especialistas de Stanford que fueran a su casa para asistir a una reunión, a la que también estaban invitados algunos médicos externos con un enfoque más incisivo e integrado, como David Agus, de la Universidad del Sur de California. Accedieron a adoptar un nuevo régimen para tratar el dolor y para coordinar los demás tratamientos.

Gracias a un método científico de vanguardia, el equipo médico había sido capaz de mantener a Jobs un paso por delante del cáncer. Se había convertido en una de las primeras veinte personas del mundo en contar con la secuencia de todos los genes de su tumor, además de la suya propia. Era un procedimiento que, en aquel momento, costaba más de 100.000 dólares.

La secuenciación genética y el análisis del ADN los llevaron a cabo conjuntamente equipos de Stanford, Johns Hopkins, el Instituto Broad del MIT y Harvard. Al conocer la firma genética y molecular única de los tumores de Jobs, sus médicos habían sido capaces de elegir medicamentos específicos que se dirigieran directamente a las vías moleculares defectuosas que hacían que sus células cancerígenas crecieran de manera anormal. Esta técnica, conocida como «terapia molecular dirigida», resultaba más eficaz que la quimioterapia tradicional, que ataca el proceso de mitosis de todas las células del cuerpo, sean estas cancerígenas o no. Esta novedosa terapia dirigida no era un remedio infalible, pero en ocasiones parecía acercarse a ello; permitía a los médicos evaluar una gran cantidad de medicamentos —comunes y extraños, ya disponibles o en fase de desarrollo— para decidir los tres o cuatro que mejor resultado podían dar. Y cada vez que el cáncer mutaba y se adaptaba a aquel tratamiento, los médicos ya tenían preparado otro medicamento sustitutivo.

Aunque Powell supervisaba con diligencia los cuidados que se le ofrecían a su marido, era él quien tenía la última palabra sobre cada nuevo tratamiento. Un típico ejemplo tuvo lugar en mayo de 2011, cuando celebró una reunión con George Fisher y otros médicos de Stanford, los analistas que estaban secuenciando sus genes en el Broad Institute y su asesor externo, David Agus. Todos ellos se sentaron en torno a una mesa en una suite del hotel Four Seasons de Palo Alto. Powell no asistió, pero su hijo Reed sí. A lo largo de tres horas se sucedieron diferentes presentaciones de los investigadores de Stanford y del Broad sobre la nueva información que habían recopilado sobre las características genéticas de su cáncer. Jobs mostró su personalidad beligerante habitual. En un momento de la reunión interrumpió a un analista del Instituto Broad que había cometido el error de emplear PowerPoint en su presentación. Jobs lo regañó y le explicó por qué el software Keynote de Apple era mejor para hacer presentaciones; se ofreció incluso a enseñarle cómo utilizarlo. Al final de la reunión, Jobs y su equipo habían revisado todos los datos moleculares, evaluado los pros y los contras de cada una de las terapias potenciales, y elaborado una lista de pruebas que podían ayudarlos a establecer prioridades.

Uno de los médicos señaló que había esperanzas de que su cáncer, y otros como él, pronto pasaran a ser enfermedades crónicas tratables que podían mantenerse a raya hasta que muriera por otros motivos. «Voy a ser el primero en superar un cáncer de este tipo o el último en morir de él —me dijo Jobs justo después de una de las citas con sus médicos—. O uno de los primeros en llegar a la costa o el último en ahogarme».

VISITANTES

Cuando se anunció su baja médica en 2011, la situación parecía tan funesta que Lisa Brennan-Jobs retomó el contacto después de más de un año y reservó un vuelo desde Nueva York para la siguiente semana. La relación con su padre se había edificado sobre sucesivas capas de resentimiento. Lisa tenía unas comprensibles cicatrices al haber sido prácticamente abandonada por él durante sus primeros diez años de vida. Para empeorar la situación, había heredado algo de su irritabilidad y, en opinión de Jobs, parte del sentimiento de agravio experimentado por su madre. «Le dije muchas veces que desearía haber sido un mejor padre cuando ella tenía cinco años, pero que ahora debería dejar atrás todo aquello en lugar de permanecer enfadada el resto de su vida», señaló justo antes de la llegada de Lisa.

La visita transcurrió sin incidentes. Jobs comenzaba a sentirse algo mejor, y estaba de humor para tratar de arreglar sus relaciones y mostrarse afectuoso con aquellos que lo rodeaban. A sus treinta y dos años, era una de las primeras ocasiones en que Lisa mantenía una relación formal de pareja. Su novio era un joven y esforzado cineasta de California, y Jobs llegó incluso a sugerir que se mudaran a Palo Alto si se casaban. «Mira, no sé cuánto tiempo más me queda en este mundo —le dijo—. Los médicos no pueden darme una fecha. Si quieres verme más, tendrás que mudarte aquí. ¿Por qué no lo meditas un poco?». Aunque Lisa no se trasladó a la Costa Oeste, Jobs se alegró por la forma en que había tenido lugar su reconciliación. «No estaba seguro de querer que me visitara, porque estaba enfermo y no quería más complicaciones, pero me alegro mucho de que haya venido. Me ha ayudado a asimilar muchas cosas pendientes que llevaba dentro».

Ese mes, Jobs recibió otra visita de alguien que quería enmendar su relación. Larry Page, el cofundador de Google, que vivía a menos de tres manzanas de distancia, acababa de anunciar sus planes para retomar las riendas de la compañía de la mano de Eric Schmidt. Sabía cómo halagar a Jobs: le preguntó si podía pasarse a verlo para recibir algunos consejos sobre cómo ser un buen consejero delegado. Jobs seguía furioso con Google. «Lo primero que se me pasó por la cabeza fue: “Vete a la mierda” —comentó—, pero entonces lo pensé un poco y me di cuenta de que todo el mundo me había ayudado cuando era joven, desde Bill Hewlett hasta el tipo de la calle de enfrente que trabajaba para Hewlett-Packard, así que lo llamé y le dije que viniera». Page se pasó a verlo, se sentó en el salón de Jobs y escuchó sus ideas sobre cómo construir grandes productos y compañías duraderas. Jobs lo recordaba:

Hablamos mucho sobre la capacidad de concentración y sobre cómo elegir a la gente. Cómo saber en quién confiar y cómo construir un equipo de asistentes con los que pudiera contar. Describí los placajes y las fintas que tendría que llevar a cabo para evitar que la compañía se volviera endeble o se llenase de jugadores de segunda. La concentración fue el punto en el que más me centré. «Decide qué es lo que Google quiere ser cuando crezca. Ahora mismo está en todas partes. ¿Cuáles son los cinco productos en los que quieres centrarte? Deshazte del resto, porque te están lastrando. Están convirtiéndote en Microsoft. Están llevándote a ofrecer productos que son adecuados pero no geniales». Traté de ofrecerle toda la ayuda posible. También seguiré haciendo lo mismo con personas como Mark Zuckerberg. Así es como voy a pasar parte del tiempo que me queda. Puedo ayudar a la próxima generación a recordar la estirpe de grandes compañías que hay aquí y cómo continuar con la tradición. Este valle me ha ofrecido mucho apoyo. Debería esforzarme al máximo por devolverle el favor.

El anuncio de la baja médica de Jobs en 2011 llevó a otras personas a peregrinar a la casa de Palo Alto. Bill Clinton, por ejemplo, fue a verlo y hablaron acerca de un montón de temas, desde Oriente Próximo hasta la política estadounidense. Sin embargo, la visita más emotiva llegó de la mano del otro prodigio de la tecnología nacido en 1955, la persona que, durante más de tres décadas, había sido el rival de Jobs y su compañero a la hora de definir la era de los ordenadores personales.

Bill Gates nunca había perdido su fascinación por Jobs. En la primavera de 2011 me encontraba cenando con él en Washington, adonde él había ido para hablar de las iniciativas de su fundación sobre la salud en el planeta. Expresó su sorpresa por el éxito del iPad y por cómo Jobs, incluso durante su enfermedad, trabajaba en distintas formas de mejorarlo. «Aquí estoy yo, salvando simplemente al mundo de la malaria y cosas así, mientras Steve sigue creando nuevos productos alucinantes —comentó con añoranza—. A lo mejor tendría que haber seguido en aquel campo». Sonrió para asegurarse de que yo sabía que bromeaba, aunque solo fuera a medias.

A través de Mike Slade, un amigo común, Gates preparó una visita a Jobs en mayo. El día antes de que tuviera lugar, el secretario de Jobs le llamó para decirle que éste no se encontraba lo suficientemente bien. Sin embargo, la cita quedó pospuesta para otro día, y una tarde a primera hora Gates condujo hasta la casa de Jobs, atravesó la entrada trasera hasta llegar a la puerta abierta de la cocina, y allí vio a Eve estudiando en la mesa. «¿Está Steve por aquí?», le preguntó. Eve le indicó que se dirigiera al salón.

Pasaron más de tres horas juntos, los dos solos, recordando los viejos tiempos. «Éramos como unos ancianos de aquella industria echando la vista atrás —recordaba Jobs—. Él estaba más contento de lo que yo recordaba haberlo visto nunca, y no pude dejar de pensar en lo sano que parecía». Gates quedó igualmente sorprendido por el hecho de que Jobs, aunque con un aspecto aterradoramente demacrado, tuviera más energía de lo que él esperaba. Hablaba abiertamente de sus problemas de salud y, al menos aquel día, se sentía optimista. Según le confió a Gates, los sucesivos ciclos de tratamientos dirigidos lo hacían sentirse «como una rana que salta de nenúfar en nenúfar», tratando de mantenerse un paso por delante del cáncer.

Jobs planteó algunas preguntas sobre educación, y Gates esbozó brevemente su visión acerca de cómo iban a ser las escuelas en el futuro, en las que los alumnos verían por su cuenta las clases y las lecciones en vídeo mientras utilizaban el tiempo lectivo para las discusiones y la resolución de problemas. Ambos coincidieron en que los ordenadores, hasta el momento, habían tenido un impacto sorprendentemente insignificante en los centros educativos, mucho menor que en otros campos de la sociedad como los medios de comunicación, la medicina o el derecho. Para que aquello cambiara, en opinión de Gates, los ordenadores y los dispositivos móviles iban a tener que centrarse en la forma de ofrecer lecciones más personalizadas y una mayor motivación.

También hablaron acerca de las alegrías de la vida familiar, incluida la suerte que habían tenido por tener unos buenos hijos y haberse casado con la mujer adecuada. «Nos reímos al hablar sobre la suerte que había tenido al conocer a Laurene, que lo ha mantenido semicuerdo, y de que yo hubiera conocido a Melinda, que me ha mantenido semicuerdo a mí —recordaba Gates—. También comentamos lo difícil que era ser uno de nuestros hijos, y cómo nos esforzábamos por aliviar aquella situación. Era todo bastante personal». Hubo un momento en el que Eve, que había participado en exhibiciones ecuestres con Jennifer, la hija de Gates, entró en el salón, y Gates le preguntó acerca de los circuitos de saltos que había estado practicando.

Cuando se acercó la hora de marcharse, Gates alabó a Jobs por «los cacharros increíbles» que había creado y por haber sido capaz, a finales de los años noventa, de salvar Apple de manos de los capullos que estaban a punto de destruirla. Incluso realizó una interesante concesión. A lo largo de sus carreras, cada uno había adoptado filosofías contrapuestas acerca del aspecto más fundamental del mundo digital: el de si el hardware y el software deberían estar firmemente integrados o ser más abiertos. «Yo solía creer que el modelo abierto y horizontal acabaría por imponerse —le dijo Gates—. Pero tú me has demostrado que el modelo integrado y vertical también podía ser estupendo». Jobs respondió con su propio reconocimiento. «Tu modelo también funcionaba», afirmó.

Ambos tenían razón. Los dos modelos habían funcionado en el campo de los ordenadores personales, donde el Macintosh coexistía con una gran variedad de máquinas que trabajaban con Windows, y era probable que aquello también resultara ser cierto en el campo de los dispositivos móviles. Sin embargo, tras recordar su charla, Gates añadió una salvedad: «El enfoque integrado funciona bien cuando Steve se encuentra al timón, pero eso no significa que vaya a ganar muchos asaltos en el futuro». Jobs se sintió igualmente obligado a añadir una objeción acerca de Gates tras describir su encuentro. «Por supuesto, su modelo fragmentado funcionaba, pero no era capaz de crear productos realmente geniales. Ese era el problema. El gran problema. Al menos a largo plazo».

«ESE DÍA HA LLEGADO»

Jobs tenía muchas otras ideas y proyectos que quería desarrollar. Quería revolucionar la industria de los libros de texto y salvar las columnas vertebrales de los sufridos estudiantes que arrastraban sus mochilas de un lado a otro mediante la creación de textos electrónicos y material curricular para el iPad. También trabajaba junto con Bill Atkinson, su amigo del primer equipo del Macintosh, para diseñar nuevas tecnologías digitales basadas en los píxeles que permitieran a la gente sacar fantásticas fotografías con sus iPhones incluso en situaciones sin mucha luz. Además, tenía muchas ganas de hacer con los televisores lo mismo que había hecho con los ordenadores, los reproductores de música y los teléfonos: convertirlos en objetos sencillos y elegantes. «Me gustaría crear un aparato de televisión integrado que sea extremadamente fácil de utilizar —me contó—. Estaría sincronizado de forma integral con todos tus dispositivos y con iCloud». Los usuarios ya no tendrían que enfrentarse a complejos mandos a distancia para los reproductores de DVD y los canales de televisión por cable. «Tendrá la interfaz de usuario más sencilla que te puedas imaginar. Por fin he encontrado la forma de conseguirlo».

Sin embargo, en julio de 2011, el cáncer se le había extendido a los huesos y otras partes del cuerpo, y sus médicos estaban teniendo problemas para encontrar medicamentos específicos que fueran capaces de mantenerlo a raya. Jobs sufría grandes dolores, tenía muy poca energía y dejó de ir al trabajo. Powell y él habían reservado un barco de vela para realizar un crucero familiar a finales de ese mes, pero aquellos planes se vinieron abajo. Para entonces casi no consumía alimentos sólidos, y pasaba la mayor parte del día en su habitación, viendo la televisión.

En agosto, recibí un mensaje en el que me decía que quería que fuera a visitarlo. Cuando llegué a su casa, a media mañana de un sábado, todavía se encontraba dormido, así que me senté con su esposa y los hijos en el jardín, lleno de una profusión de rosas amarillas y varios tipos de margaritas, hasta que él me mandó llamar para que fuera a verlo. Lo encontré hecho un ovillo en la cama, con pantalones cortos de color caqui y un jersey blanco de cuello alto. Tenía las piernas espantosamente delgadas, pero su sonrisa parecía relajada y tenía la mente despejada. «Más vale que nos demos prisa, porque me queda muy poca energía», anunció.

Quería mostrarme algunas de sus fotografías personales y dejarme elegir unas cuantas para el libro. Como estaba demasiado débil para salir de la cama, señaló varios cajones de la habitación, y yo le llevé con cuidado las fotografías que había en cada uno de ellos. Mientras me sentaba a un lado de la cama, se las iba sujetando de una en una para que él pudiera verlas. Algunas le recordaban historias; otras simplemente suscitaban un gruñido o una sonrisa. Yo nunca había visto una fotografía de su padre, Paul Jobs, y me sorprendió encontrarme con la instantánea de un recio padre de los cincuenta sujetando a un bebé. «Sí, ese es él —me confirmó—. Puedes utilizarla». Entonces señaló una caja junto a la ventana que contenía una fotografía de su padre mirándolo con cariño el día de su boda. «Fue un gran hombre», me confirmó en voz queda. Yo murmuré algo parecido a «Habría estado orgulloso de ti». Jobs me corrigió: «Estaba orgulloso de mí».

Durante unos instantes, las fotografías parecieron llenarlo de energía. Hablamos acerca de lo que varias personas de su pasado, desde Tina Redse y Mike Markkula hasta Bill Gates, pensaban ahora de él. Le conté lo que Gates me había dicho tras describir su última visita a Jobs, que Apple había demostrado que el enfoque integrado podía funcionar, pero solo «cuando Steve se encuentra al timón». A Jobs aquello le pareció una tontería. «Cualquiera podría crear productos mejores con este enfoque, no solo yo», sentenció. Así pues, le pedí que nombrara otra empresa que fabricara grandes productos mediante una integración completa de sus elementos. Estuvo pensando un rato, tratando de encontrar un ejemplo. «Las compañías automovilísticas», respondió, pero después añadió: «O al menos antes lo hacían».

Cuando nuestra discusión se dirigió al lamentable estado de la economía y la política, manifestó algunas opiniones muy claras acerca de la falta de un liderazgo firme en el mundo. «Obama me ha decepcionado —afirmó—. Tiene problemas para dirigir el país por su miedo a ofender a la gente, a cabrearla». Comprendió lo que yo estaba pensando y asintió con una sonrisilla: «Sí, ese es un problema que yo no he tenido nunca».

Tras dos horas, fue volviéndose más silencioso, así que me bajé de la cama y me dispuse a marcharme. «Espera», me pidió mientras me hacía señas para que volviera a sentarme. Le hizo falta un minuto o dos para recobrar la energía suficiente que le permitiera hablar.

«Tenía mucho miedo con este proyecto —dijo al fin, refiriéndose a su decisión de cooperar en este libro—. Estaba muy preocupado».

«¿Por qué lo hiciste?», le pregunté. «Quería que mis hijos me conocieran —contestó—. No siempre estuve a su lado, y quería que supieran por qué y que comprendieran lo que yo hacía. Además, cuando me puse enfermo, me di cuenta de que otras personas iban a escribir sobre mí si me moría, y no sabrían nada de nada. Lo contarían todo mal, así que quería asegurarme de que alguien escuchase lo que yo tenía que decir».

Nunca, en aquellos dos años, preguntó nada acerca de lo que yo estaba incluyendo en el libro o acerca de las conclusiones a las que había llegado. Sin embargo, ahora me miró y dijo: «Ya sé que en tu libro habrá muchas cosas que no me gustarán». Era más una pregunta que una afirmación, y cuando se me quedó mirando en busca de respuesta, yo asentí, sonreí y le contesté que estaba seguro de que eso sería cierto. «Eso está bien —replicó—. Así no parecerá un libro hecho por encargo. Estaré un tiempo sin leerlo, porque no quiero enfadarme. Quizá lo lea dentro de un año, si sigo por aquí». Para entonces, se le habían cerrado los ojos y la energía lo había abandonado, así que me marché en silencio.

A medida que su salud se deterioraba a lo largo del verano, Jobs comenzó a enfrentarse a lo inevitable: no iba a regresar a Apple como consejero delegado, así que le había llegado la hora de dimitir. Meditó la decisión durante semanas y la discutió con su esposa, Bill Campbell, Jony Ive y George Riley. «Una de las cosas que quería hacer en Apple era dar ejemplo de cómo llevar a cabo correctamente el traspaso de poderes», me confesó. Bromeó acerca de todas las transiciones accidentadas que habían tenido lugar en la empresa a lo largo de los últimos treinta y cinco años. «Siempre ha sido un drama, como si fuéramos un país tercermundista. Parte de mi objetivo ha sido convertir a Apple en la mejor compañía del mundo, y una transición ordenada es clave para conseguirlo».

Decidió que el mejor momento y lugar para llevar a cabo esa transición era en la reunión del consejo de administración ya programada para el 24 de agosto. Estaba deseando hacerlo en persona, en lugar de limitarse a enviar una carta o participar por vía telefónica, así que se había estado forzando a comer para recuperar fuerzas. La víspera de la reunión creyó que podía conseguirlo, pero necesitaba la ayuda de una silla de ruedas. Se dispuso que lo llevaran en coche hasta la sede central y lo condujeran a la sala de juntas con la mayor discreción posible.

Llegó justo antes de las once de la mañana, cuando los miembros del consejo estaban acabando los informes de sus comités y otros asuntos rutinarios. La mayoría ya sabían lo que estaba a punto de ocurrir. Sin embargo, en lugar de pasar directamente al tema que ocupaba las mentes de todos los presentes, Tim Cook y Peter Oppenheimer, el director financiero, repasaron los resultados del trimestre y las previsiones para el año siguiente. Entonces Jobs dijo en voz baja que tenía algo personal que decir. Cook le preguntó si él y otros ejecutivos debían marcharse, y Jobs hizo una pausa de más de treinta segundos antes de decidir que debían irse. Una vez que en la sala solo quedaron los seis consejeros externos, comenzó a leer en voz alta una carta que había dictado y revisado a lo largo de las semanas anteriores. «Siempre he dicho que si alguna vez llegaba un día en el que ya no pudiera cumplir con mis obligaciones y expectativas como consejero delegado de Apple, yo sería el primero en comunicarlo —comenzaba—. Desafortunadamente, ha llegado ese día».

La carta era sencilla, directa y de solo ocho frases. En ella proponía a Tim Cook para que lo sucediera, y se ofrecía a participar como presidente del consejo de administración. «Creo que los días más brillantes e innovadores de Apple están aún por llegar. Y espero ver y contribuir a su éxito desde esta nueva función».

Se produjo un largo silencio. Al Gore fue el primero en hablar, y enumeró los logros de Jobs durante su mandato. Mickey Drexler añadió que ver como Jobs transformaba Apple era «la cosa más increíble que he visto nunca en el mundo de los negocios», y Art Levinson alabó la diligencia de Jobs a la hora de asegurarse de que se producía una transición sin sobresaltos. Campbell no dijo nada, pero las lágrimas le nublaban los ojos mientras se aprobaban las resoluciones formales de traspaso de poder.

Durante la comida, Scott Forstall y Phil Schiller entraron para mostrar maquetas de algunos productos que Apple estaba preparando. Jobs los acribilló a preguntas y comentarios, especialmente acerca de las capacidades que tendrían las redes móviles de cuarta generación y las características que debían incluirse en los futuros teléfonos. Hubo un momento en que Forstall le mostró una aplicación de reconocimiento de voz. Tal y como temía, Jobs agarró el teléfono en medio de la demostración y procedió a ver si lograba confundirlo. «¿Qué tiempo hace en Palo Alto?», preguntó. La aplicación le respondió. Tras unas cuantas preguntas más, Jobs le planteó un reto: «¿Eres un hombre o una mujer?». Sorprendentemente, la aplicación respondió con su voz robótica: «No me han asignado un género». Durante unos instantes, el ambiente se relajó.

Cuando la charla volvió a centrarse en la programación para las tabletas, algunos expresaron una cierta sensación de triunfo al ver que Hewlett-Packard había abandonado de pronto aquel campo, incapaz de competir con el iPad. Sin embargo, Jobs adoptó una actitud sombría y afirmó que en realidad era un momento triste. «Hewlett y Packard construyeron una gran compañía, y pensaron que la habían dejado en buenas manos —señaló—. Sin embargo, ahora se está viendo desmembrada y destruida. Es trágico. Espero haber dejado un legado más sólido para que eso nunca le ocurra a Apple». Mientras se preparaba para irse, los miembros del consejo se reunieron a su alrededor para darle un abrazo.

Tras reunirse con su equipo ejecutivo para darles la noticia, Jobs se fue en coche con George Riley. Cuando llegaron a casa, Powell estaba en el patio trasero recogiendo miel de sus colmenas, con la ayuda de Eve. Se retiraron los visores de los cascos y llevaron el tarro de miel a la cocina, donde se habían reunido Reed y Erin, para que todos pudieran celebrar aquella digna transición. Jobs probó una cucharada de la miel y afirmó que era maravillosamente dulce.

Aquella tarde, me repitió con énfasis que su esperanza era permanecer tan activo como le permitiera su salud. «Voy a trabajar en productos nuevos y en marketing, y en las cosas que me gustan», afirmó. Sin embargo, cuando le pregunté por cómo se sentía realmente al ceder el control de la empresa que había creado, su tono se volvió más nostálgico y pasó a hablar en pasado. «He tenido una carrera muy afortunada y una vida muy afortunada —contestó—. He hecho todo lo que puedo hacer».