Capítulo 36

Segundo asalto

El cáncer reaparece

LAS BATALLAS DE 2008

A principios de 2008, tanto Jobs como sus médicos tenían claro que el cáncer se estaba extendiendo. Cuando le extirparon los tumores de páncreas en 2004, secuenciaron parcialmente el genoma del cáncer. Aquello ayudó a los médicos a determinar qué vías se habían roto para que pudieran tratarlo con las terapias específicas que, en su opinión, tenían más probabilidades de funcionar.

Jobs también estaba recibiendo tratamiento para el dolor, normalmente con analgésicos morfínicos. Un día de febrero de 2008, cuando Kathryn Smith, la amiga de Powell, se encontraba con ellos en Palo Alto, Jobs y ella salieron a dar un paseo. «Me dijo que cuando se siente muy mal, se concentra en el dolor, se adentra en él y eso parece ayudar a que se disipe», recordaba. Sin embargo, aquello no era del todo cierto. Cuando a Jobs le dolía, era muy expresivo a la hora de dejar que todos los que le rodeaban se enterasen.

Había otro aspecto de su salud que se estaba volviendo cada vez más problemático, y en el cual los investigadores médicos no se estaban concentrando con tanto rigor como en el cáncer o el dolor. Jobs padecía problemas alimentarios y estaba perdiendo peso. Por un lado había perdido una gran parte del páncreas, que produce las enzimas necesarias para digerir las proteínas y otros nutrientes, pero, por otro, también se debía a que la morfina le mitigaba el apetito. Además, había un componente psicológico al que los médicos no sabían muy bien cómo enfrentarse, y mucho menos tratar: ya desde la adolescencia, Jobs siempre había mostrado una obsesión insólita por los ayunos y los regímenes extremadamente restrictivos.

Incluso después de casarse y tener hijos, mantuvo sus cuestionables hábitos alimentarios: podía pasar semanas enteras comiendo lo mismo —ensalada de zanahoria con limón, o simplemente manzanas— y, de pronto, aborrecer ese plato y asegurar que había dejado de comerlo. Se embarcaba en ayunos, igual que en su juventud, y sentaba cátedra moral en la mesa predicando ante los demás acerca de las virtudes del régimen que estuviera siguiendo en aquel momento. Powell era vegana cuando se casaron, pero después de la operación de su marido comenzó a diversificar las comidas familiares con pescado y otras fuentes de proteína. Su hijo, Reed, que había sido vegetariano, se convirtió en un «saludable omnívoro». Todos sabían lo importante que era para su padre obtener fuentes diversas de proteína.

La familia contrató a un cocinero amable y versátil, Bryar Brown, que había trabajado para Alice Waters en Chez Panisse. El hombre llegaba todas las tardes y preparaba un muestrario de opciones saludables para la cena, en las que empleaba las hierbas y verduras cultivadas por Powell en su huerto. Cuando Jobs expresaba cualquier deseo —ensalada de zanahoria, pasta con albahaca o sopa de hierba limón—, Brown se afanaba calmada y pacientemente en encontrar la manera de prepararlo. Jobs siempre había sido un comensal extremadamente dogmático, con una cierta tendencia a clasificar inmediatamente cualquier alimento como algo fantástico o terrible. Podía probar dos aguacates que a la mayoría de los mortales les parecerían idénticos y afirmar que uno era el mejor ejemplar jamás cultivado y el otro, incomible.

A principios de 2008, los desórdenes alimentarios de Jobs fueron empeorando. Algunas noches se quedaba con la mirada fija en el suelo, haciendo caso omiso de los distintos platos dispuestos en la larga mesa de la cocina. Cuando los demás se encontraban en mitad de la comida, se levantaba de pronto y se marchaba sin decir nada. Aquello resultaba muy estresante para su familia, que vio como perdía casi veinte kilos durante la primavera de aquel año.

Sus problemas de salud volvieron a salir a la luz pública en marzo de 2008, cuando Fortune publicó un artículo titulado «El problema de Steve Jobs». En él se revelaba que había tratado de enfrentarse al cáncer con dietas durante nueve meses, y también se investigaba sobre el cambio de fechas de las opciones de compra de acciones de Apple. Mientras estaban preparando el texto, Jobs invitó —convocó— al director editorial de Fortune, Andy Serwer, a que fuera a Cupertino, para presionarlo y tratar de silenciar la historia. Se inclinó ante Serwer y preguntó: «Bueno, has descubierto el hecho de que soy un gilipollas. ¿Por qué tiene que ser eso noticia?». Jobs planteó el mismo argumento, un tanto ególatra, cuando llamó al jefe de Serwer en Time Inc., John Huey, desde un teléfono por vía satélite que se llevó a Kona Village, en Hawai. Se ofreció a reunir a un comité de consejeros delegados de otras empresas y a formar parte en una discusión sobre qué aspectos de su salud podrían publicarse, pero solo si Fortune cancelaba su artículo. La revista se negó.

Cuando Jobs presentó el iPhone 3G en junio de 2008, estaba tan delgado que su aspecto ensombreció el lanzamiento del producto. Tom Junod, de Esquire, describió su «marchita» figura sobre el escenario como la de alguien «demacrado como un pirata, vestido con los que hasta ahora habían sido los hábitos de su invulnerabilidad». Apple publicó un comunicado en el que se aseguraba, falsamente, que su pérdida de peso era fruto de «un virus común». Al mes siguiente, ante la insistencia de las preguntas, la compañía publicó otra nota de prensa en la cual se señalaba que la salud de Jobs era «un asunto privado».

Joe Nocera, del New York Times, escribió una columna en la que denunciaba la forma en que la empresa de Cupertino había gestionado los problemas de salud de Jobs. «Sencillamente, no podemos fiarnos de Apple para que nos cuente la verdad acerca de su consejero delegado —escribió a finales de julio—. Bajo el mandato de Jobs, Apple ha creado una cultura del secretismo que le ha sido de utilidad en muchos sentidos (la especulación acerca de qué productos va a presentar la marca en la conferencia Macworld de cada año ha sido una de sus mejores herramientas de marketing). Pero esa misma cultura envenena la gestión corporativa de la compañía». Mientras preparaba su artículo y los empleados de Apple lo despachaban una y otra vez con el comentario habitual de que aquel era «un asunto privado», recibió una llamada inesperada del propio Jobs. «Soy Steve Jobs —comenzó—. Tú piensas que soy un gilipollas arrogante que se cree por encima de la ley, y yo pienso que tú eres un periodista de mierda cuya información está equivocada la mayoría de las veces». Tras este preámbulo sin duda deslumbrante, Jobs le ofreció alguna información sobre su salud, pero solo a cambio de que Nocera la mantuviera fuera del artículo. Nocera hizo honor a su promesa, pero sí informó de que, aunque los problemas de salud de Jobs eran algo más graves que los causados por un virus común, «su vida no peligra y el cáncer no ha reaparecido». Jobs le había dado a Nocera más datos que los que estaba dispuesto a ofrecer a su propio consejo de administración y a sus accionistas, pero en ellos no se encerraba toda la verdad.

En parte debido a la preocupación por la pérdida de peso de Jobs, el precio de las acciones de Apple pasó de 188 dólares a principios de junio de 2008 a 156 a finales de julio. La situación no mejoró precisamente a finales de agosto, cuando Bloomberg News publicó por error la necrológica que ya habían preparado para Jobs, y que acabó anunciada en Gawker. Jobs pudo rememorar la célebre cita de Mark Twain unos días más tarde en su presentación anual. «La información sobre mi muerte se ha exagerado enormemente», afirmó al anunciar una nueva línea de iPods. Sin embargo, su aspecto demacrado no daba pie a la confianza. A principios de octubre el precio de las acciones había caído hasta los 97 dólares.

Ese mes, Doug Morris, de Universal Music, tenía una cita para reunirse con Jobs en Apple. En vez de eso, Jobs lo invitó a ir a su casa. Morris quedó sorprendido al encontrarlo tan enfermo y en medio de grandes dolores. Morris estaba a punto de recibir un homenaje en Los Ángeles por su apoyo a City of Hope, una asociación benéfica que recaudaba fondos para la lucha contra el cáncer, y quería que Jobs asistiera. Las fiestas benéficas eran algo que este solía evitar, pero decidió acudir, tanto por Morris como por la causa. En el acto, celebrado en una gran carpa situada en la playa de Santa Mónica, Morris anunció ante los dos mil asistentes que Jobs estaba devolviéndole la vida a la industria de la música. Las actuaciones —de Stevie Nicks, Lionel Richie, Erykah Badu y Akon— se alargaron hasta más allá de la medianoche, y a Jobs le entraron unos grandes escalofríos. Jimmy Iovine le prestó un jersey con capucha para que se lo pusiera, y se dejó la capucha puesta sobre la cabeza toda la noche. «Estaba muy enfermo y muy delgado, y tenía mucho frío», recordaba Morris.

El veterano redactor de la sección de tecnología de la revista Fortune, Brent Schlender, iba a abandonar la publicación ese diciembre, y su canto del cisne iba a ser una entrevista conjunta con Jobs, Bill Gates, Andy Grove y Michael Dell. Había sido difícil de organizar, y justo unos días antes de que tuviera lugar, Jobs llamó para echarse atrás. «Si te preguntan por qué, diles simplemente que soy un gilipollas», añadió. Gates se molestó, pero después descubrió cuál era su estado de salud. «Por supuesto, tenía una razón muy, muy buena —explicó Gates—. Lo que pasaba era que no quería decirlo». Aquella realidad se volvió más obvia cuando Apple anunció el 16 de diciembre que Jobs iba a cancelar su aparición en la conferencia Macworld de enero, el foro que había utilizado para las presentaciones de sus principales productos durante los últimos once años.

La blogosfera bullía con especulaciones sobre su salud, gran parte de las cuales estaban impregnadas del odioso aroma de la verdad. Jobs estaba furioso y sentía que habían violado su intimidad. También le molestaba que Apple no estuviera adoptando un papel más activo a la hora de resistirse a los rumores. Así pues, el 5 de enero de 2009 escribió y publicó una carta abierta con un contenido engañoso. Aseguró que iba a perderse la conferencia Macworld porque quería pasar más tiempo con su familia. «Como muchos de vosotros ya sabéis, he estado perdiendo peso a lo largo de 2008 —añadió—. Mis médicos creen que han encontrado la causa: un desequilibrio hormonal que ha estado robándole a mi cuerpo las proteínas que necesita para mantenerse sano. Una serie de sofisticados análisis de sangre han confirmado este diagnóstico. El remedio para este problema nutricional es relativamente sencillo».

Había en aquellas palabras un ápice de sinceridad, aunque pequeño. Una de las hormonas segregadas por el páncreas es el glucagón, que tiene la función opuesta a la de la insulina. El glucagón hace que el hígado libere azúcar a la sangre. El tumor de Jobs se había metastatizado al hígado, y allí estaba desencadenando el caos. De hecho, su cuerpo estaba devorándose a sí mismo, así que le administraron algunos medicamentos para tratar de reducir los niveles de glucagón. Sí que sufría un desequilibrio hormonal, pero se debía a que el cáncer se había extendido al hígado. Jobs se encontraba en una fase de negación personal, y también quería que la negación fuera pública. Desgraciadamente, aquello planteaba algunos problemas legales, porque era el director de una empresa que cotizaba en bolsa. Sin embargo, Jobs estaba furioso por la forma en que lo estaba tratando la blogosfera, y quería devolver el golpe.

En aquellos momentos estaba muy enfermo, a pesar de su extemporánea declaración, y también sufría unos dolores insoportables. Se había sometido a otra ronda de quimioterapia, y los efectos secundarios resultaban agotadores. La piel comenzó a secársele y se le formaron grietas. En su búsqueda de tratamientos alternativos, tomó un vuelo a Basilea, en Suiza, para probar una radioterapia experimental administrada mediante hormonas. También se sometió a un tratamiento en fase de pruebas desarrollado en Rotterdam, conocido como «terapia de radionucleidos péptido-receptor».

Después de una semana cargada de advertencias legales cada vez más insistentes, Jobs accedió por fin a pedir la baja médica. Realizó el anuncio el 14 de enero de 2009, en otra carta abierta a los trabajadores de Apple. Al principio le echó las culpas de aquella decisión a la indiscreción de los blogueros y de la prensa. «Por desgracia, la curiosidad acerca de mi estado de salud sigue siendo una fuente de distracción, no solo para mí y mi familia, sino para todo el mundo en Apple —afirmó. No obstante, reconoció que el remedio para su desequilibrio hormonal no era tan sencillo como había asegurado—: La semana pasada me enteré de que mis problemas de salud son más complejos de lo que creí en un principio». Tim Cook volvería a hacerse cargo de las operaciones diarias, pero Jobs aseguró que continuaría siendo el consejero delegado, seguiría involucrado en la toma de decisiones importantes y regresaría en junio.

Jobs había estado consultando su decisión con Bill Campbell y Art Levinson, que trataban de compatibilizar la doble función de consejeros personales en materia de salud con la de principales directores de la compañía. Sin embargo, el resto del consejo de administración no había recibido tanta información, y la que se había ofrecido a los accionistas en un primer momento era errónea. Aquello planteaba algunos problemas legales, y la Comisión de Bolsa y Valores inició una investigación para averiguar si la empresa había retenido «información capital» para los accionistas. Aquello supondría una infracción bursátil, un delito grave, si la empresa había permitido la difusión de información falsa o había ocultado datos ciertos y relevantes de cara a sus perspectivas económicas. Dado que Jobs y su aura personal se encontraban muy identificadas con el resurgimiento de Apple, el tema de su salud sí que parecía tener repercusiones. Sin embargo, aquella era una zona legal algo gris, porque también había que tener en cuenta el derecho a la vida privada del consejero delegado. Este equilibrio resultaba especialmente difícil en el caso de Jobs, que valoraba mucho su intimidad y se implicaba en su compañía mucho más que la mayoría de los consejeros delegados. Tampoco él facilitó la tarea. Se exaltaba enormemente, y en ocasiones vociferaba y lloraba cuando clamaba contra cualquiera que sugiriese que debía mostrarse menos hermético.

Para Campbell, su amistad con Jobs era algo precioso, y no quería verse sometido a ninguna obligación fiduciaria que lo forzara a violar su intimidad, así que se ofreció a dimitir como director. «El derecho a la intimidad es importantísimo para mí —afirmó después—. Él ha sido amigo mío durante un millón de años». Los abogados decidieron al fin que Campbell no necesitaba dimitir de su puesto en el consejo de administración, pero sí que debía apartarse de su cargo como uno de los principales directores. Lo sustituyó en sus funciones Andrea Jung, procedente de Avon. La investigación de la Comisión de Bolsa y Valores acabó por no llegar a ninguna conclusión, y el consejo cerró filas para proteger a Jobs de las llamadas que le pedían más información. «La prensa quería que les diéramos más detalles personales —recordaba Al Gore—. Era decisión de Steve la de ir más allá de lo que exige la ley, pero él se mantenía firme en su postura y rechazaba ver invadida su intimidad. Debían respetarse sus deseos». Cuando le pregunté a Gore si el consejo tendría que haberse mostrado más comunicativa a principios de 2009, cuando los problemas de salud de Jobs eran mucho peores de lo que se hizo creer a los accionistas, contestó: «Contratamos a asesores externos para que revisaran los requisitos planteados por ley y nos recomendasen las mejores prácticas, y seguimos las normas hasta la última coma. Sé que suena como si me estuviera poniendo a la defensiva, pero las críticas de aquel momento me enfadaron mucho».

Un miembro del consejo no se mostró de acuerdo. Jerry York, el antiguo director de finanzas de Chrysler e IBM, no hizo ninguna declaración pública, pero le confesó en confianza a un periodista del Wall Street Journal que le había «contrariado» enterarse de que la empresa había ocultado los problemas de salud de Jobs a finales de 2008. «Sinceramente, ojalá hubiera dimitido entonces». Cuando York falleció en 2010, el periódico publicó aquellos comentarios. York también había hecho algunas declaraciones extraoficiales a Fortune, que la revista utilizó cuando Jobs pidió su tercera baja médica en 2011.

Algunos de los trabajadores de Apple no creyeron que las citas atribuidas a York fueran ciertas, puesto que no había planteado ninguna objeción oficial en su momento. Sin embargo, Bill Campbell sabía que las informaciones eran veraces; York se había quejado ante él a principios de 2009. «Jerry podía tomar algo más de vino blanco de lo debido a últimas horas de la noche, y me llamaba a las dos o las tres de la mañana para decirme: “¿Qué coño pasa? No me creo toda esa mierda sobre su salud, tenemos que asegurarnos”. Y entonces yo lo llamaba a la mañana siguiente y él respondía: “Ah, bueno, no pasa nada”. Así que, alguna de esas noches, estoy seguro de que se calentó y habló con unos cuantos periodistas».

MEMPHIS

El jefe del equipo de oncólogos de Jobs era George Fisher, de la Universidad de Stanford, uno de los principales investigadores en cánceres gastrointestinales y de colon y recto. Llevaba meses advirtiéndole a Jobs de que quizá debiera considerar la posibilidad de un trasplante de hígado, pero ese era el tipo de información que Jobs se resistía a procesar. Powell se alegraba de que Fisher siguiera planteando aquella posibilidad: sabía que harían falta repetidos intentos para conseguir que su esposo reflexionara sobre la idea.

Al final, Jobs se convenció en enero de 2009, justo después de afirmar que su desequilibrio hormonal podía tratarse con facilidad. Sin embargo, había un problema. Lo pusieron en lista de espera para un trasplante de hígado en California, pero quedó claro que nunca llegaría a conseguir uno a tiempo allí. El número de donantes disponibles con su tipo sanguíneo era pequeño. Además, los criterios empleados por la Red de Trasplante de Órganos, que establece las políticas de trasplante en Estados Unidos, favorecían a los afectados por cirrosis y hepatitis frente a los pacientes de cáncer.

No había forma legal de que un paciente, ni siquiera uno tan rico como Jobs, se saltara la cola, y no lo hizo. Los receptores se eligen de acuerdo con su puntuación en la escala MELD (cuyas siglas en inglés obedecen a «Modelo de Enfermedad Hepática Terminal»), la cual, a partir de los análisis de laboratorio de los niveles de hormonas, determina la urgencia con la que se necesita el trasplante, y también de acuerdo con el tiempo que llevan esperando. Todas las donaciones son cuidadosamente analizadas, los datos se hacen públicos en páginas web de libre acceso (optn.transplant.hrsa.gov) y puedes verificar en cualquier momento tu posición en la lista de espera.

Powell se convirtió en una auténtica patrullera de las webs de donación de órganos, que comprobaba todas las noches para ver cuánta gente había por delante en la lista, cuál era su puntuación en la escala MELD y cuánto tiempo llevaban esperando. «Pueden hacerse los cálculos, cosa que yo hice. Habría que haber esperado hasta más allá de junio antes de que le dieran un hígado en California, y los médicos opinaban que el suyo dejaría de funcionar en torno a abril», recordaba. Así pues, comenzó a indagar y descubrió que estaba permitido entrar en la lista de espera de dos estados diferentes al mismo tiempo, algo que hacen en torno al 3% de los receptores potenciales. Esta participación en listas múltiples no es en absoluto ilegal, aunque los críticos afirman que favorece a los ricos, pero sí es cierto que resulta complicada. Se daban dos requisitos principales: el receptor potencial debía ser capaz de llegar al hospital elegido en menos de ocho horas, cosa que Jobs podía hacer gracias a su avión, y los médicos de dicho hospital tenían que evaluar al paciente en persona antes de añadirlo a la lista.

George Riley, el abogado de San Francisco que a menudo actuaba como asesor externo de Apple, era un educado caballero de Tennessee cuya relación con Jobs había desembocado en una estrecha amistad. Sus padres habían sido médicos en el Hospital Universitario Metodista de Memphis; él había nacido allí, y era amigo de James Eason, que dirigía el instituto de trasplantes del centro. La unidad de Eason era una de las mejores y de las más ocupadas del país. En 2008, su equipo y él realizaron 121 trasplantes de hígado. Además, el médico no tenía ningún problema a la hora de permitir que pacientes de otros lugares se inscribieran también en la lista de Memphis. «No es una forma de engañar al sistema —declaró—. Se trata de que la gente elija dónde quiere que les proporcionen cuidados médicos. Algunas personas están dispuestas a marcharse de Tennessee para ir a California o a cualquier otro lugar en busca de tratamiento. Ahora tenemos a personas que vienen desde California a Tennessee». Riley dispuso que Eason volara a Palo Alto y llevase a cabo la evaluación necesaria del paciente allí.

A finales de febrero de 2009, Jobs se había asegurado un puesto en la lista de Tennessee (además de en la de California), y así comenzó la nerviosa espera. Su salud estaba empeorando rápidamente hacia la primera semana de marzo, y el tiempo proyectado de espera era de veintiún días. «Fue terrible —recordaba Powell—. Parecía que no íbamos a llegar a tiempo». Cada día se volvía más agónico. Jobs pasó al tercer puesto de la lista a mediados de marzo, después al segundo y por fin al primero. Pero entonces pasaron los días. La terrible realidad era que celebraciones inminentes como el Día de San Patricio o el Campeonato Universitario Nacional de Baloncesto (Memphis participó en el torneo de 2009 y era una de las sedes regionales) ofrecían una mayor probabilidad de conseguir un donante, porque el consumo de alcohol causa un importante aumento de los accidentes de tráfico.

De hecho, el fin de semana del 21 de marzo de 2009, un joven de poco más de veinte años murió en un accidente de coche, y sus órganos quedaron disponibles para la donación. Jobs y su esposa volaron a Memphis, donde aterrizaron justo antes de las cuatro de la mañana y se encontraron con Eason. Un coche los esperaba a pie de pista, y todo estaba previsto para que el papeleo del ingreso quedara formalizado mientras corrían hacia el hospital.

El trasplante fue un éxito, pero el resultado no fue tranquilizador. Cuando los médicos extrajeron el hígado, encontraron algunas manchas en el peritoneo, la fina membrana que rodea a los órganos internos. Además, había tumores que atravesaban todo el hígado, lo que significaba que probablemente el cáncer se había extendido también a otros puntos. Aparentemente, había mutado y crecido con rapidez. Tomaron muestras y siguieron investigando sobre su mapa genético.

Unos días más tarde tuvieron que llevar a cabo otra operación. Jobs insistió, contra todo consejo, en que no le vaciaran el estómago, y, cuando lo sedaron, aspiró parte del contenido gástrico en los pulmones y desarrolló una neumonía. En ese momento pensaron que podía morirse. Como él mismo describió después:

Estuve a punto de morir porque metieron la pata en una operación rutinaria. Laurene estaba allí y trajeron en avión a mis hijos, porque no pensaban que fuera a sobrevivir a aquella noche. Reed estaba buscando residencias universitarias con uno de los hermanos de Laurene. Hicimos que un avión privado lo recogiera cerca de Darmouth y le dijeran qué estaba pasando. Otro avión recogió también a las niñas. Pensaban que podía ser su última oportunidad de verme consciente, pero lo superé.

Powell se ocupó de supervisar el tratamiento, de quedarse todo el día en la sala del hospital y de observar con atención cada uno de los monitores. «Laurene era como una hermosa tigresa que lo protegía», recordaba Jony Ive, que acudió en cuanto Jobs fue capaz de recibir visitas. La madre de Powell y tres de sus hermanos se pasaron por allí en distintos momentos para hacerle compañía. Mona Simpson, la hermana de Jobs, también estuvo presente con actitud protectora. George Riley y ella eran las únicas personas que Jobs permitía que ocuparan el lugar de Powell junto a su cama. «La familia de Laurene nos ayudó a ocuparnos de los niños. Su madre y sus hermanos se portaron de maravilla —afirmó Jobs después—. Yo estaba muy débil y no fui un enfermo fácil, pero una experiencia así une profundamente a las personas».

Powell llegaba todos los días a las siete de la mañana y anotaba los datos relevantes en una hoja de cálculo. «Era muy complicado, porque había muchas cosas diferentes ocurriendo a la vez», recordaba. Cuando James Eason y su equipo médico llegaban a las nueve de la mañana, ella se reunía con ellos para coordinar todos los aspectos del tratamiento de Jobs. A las nueve de la noche, antes de irse, preparaba un informe acerca de la evolución de cada una de las constantes vitales y otros factores, junto con una serie de preguntas que deseaba ver contestadas al día siguiente. «Aquello me permitía ocupar la mente y mantenerme concentrada», recordaba ella.

Eason hizo lo que nadie en Stanford había terminado de hacer: ocuparse de todos los aspectos relativos al cuidado médico. Como él dirigía el centro, podía coordinar la recuperación del trasplante, los análisis, los tratamientos para el dolor, la alimentación, la rehabilitación y los cuidados de enfermería. Incluso se paraba en el quiosco para coger las bebidas energéticas que le gustaban a Jobs.

Dos de las enfermeras, procedentes de pequeños pueblos de Mississippi, se convirtieron en las preferidas de Jobs. Eran robustas madres de familia que no se sentían intimidadas por él. Eason dispuso que quedaran asignadas únicamente a Jobs. «Para tratar a Steve hace falta ser persistente —recordaba Tim Cook—. Eason lo mantuvo bajo control y le obligó a hacer cosas que nadie más podía, cosas que eran buenas para él y que podían no resultar agradables».

A pesar de todas aquellas atenciones, Jobs estuvo a punto de volverse loco en varias ocasiones. Le irritaba no tener el control de la situación, y a veces sufría alucinaciones o montaba en cólera. Incluso consciente solo a medias, salía a la luz su fuerte personalidad. En cierta ocasión, el neumólogo trató de colocarle una mascarilla sobre la cara mientras se encontraba profundamente sedado. Jobs se la arrancó, y murmuró que tenía un diseño horroroso y que se negaba a llevarla. Aunque casi no era capaz de hablar, les ordenó que trajeran cinco tipos diferentes de mascarillas para elegir un diseño que le gustara. Los médicos miraron a Powell, desconcertados. Al final ella logró distraerlo el tiempo suficiente como para que le pusieran la mascarilla. Jobs también detestaba el monitor de oxígeno que le habían puesto en el dedo. Les dijo a los médicos que era feo y demasiado complicado. Sugirió algunas formas de simplificar su diseño. «Estaba muy atento a cada detalle del entorno y a los objetos que lo rodeaban, y aquello lo agotaba», recordaba Powell.

Un día, cuando todavía deambulaba en los límites de la consciencia, Kathryn Smith, la amiga de Powell, fue a visitarlo. Su relación con Jobs no siempre había sido la mejor posible, pero Powell insistió en que fuera a verlo a su cama. Él le hizo un gesto para que se acercara, pidió por señas un cuaderno y un bolígrafo, y escribió: «Quiero mi iPhone». Smith lo sacó de un cajón y se lo llevó. Jobs la cogió de la mano, le mostró la función de «deslizar para desbloquear» y la hizo jugar con los menús.

La relación de Jobs con Lisa Brennan-Jobs, la hija que tuvo con su primera novia, Chrisann, se encontraba muy maltrecha. Ella se había graduado en Harvard, se había mudado a Nueva York y apenas se comunicaba con su padre. Sin embargo, viajó dos veces a Memphis para verlo, y él agradeció el gesto. «Para mí significaba mucho que ella hiciera algo así», recordaba. Por desgracia, no se lo dijo en aquel momento. Muchas de las personas que rodeaban a Jobs descubrieron que Lisa podía resultar tan exigente como su padre, pero Powell le dio la bienvenida y trató de hacer que se implicara en los cuidados. Quería que ambos recuperaran su relación.

A medida que Jobs fue mejorando, regresó gran parte de su personalidad batalladora. Todavía conservaba su mal carácter. «Cuando comenzó a recuperarse, pasó rápidamente por la fase de gratitud y llegó de nuevo a la modalidad gruñona y mandona —recordaba Kat Smith—. Todos nos preguntábamos si iba a salir de aquella experiencia con una actitud más amable, pero no lo hizo».

También siguió siendo un comedor melindroso, lo cual suponía un problema mayor que nunca. Solo tomaba batidos de fruta, y exigía que le presentaran siete u ocho para poder elegir una opción que pudiera satisfacerlo. Se acercaba mínimamente la cuchara a la boca para probar un poco y afirmaba: «No está bueno. Ese otro tampoco sabe bien». Al final, Eason se enfrentó con él: «¿Sabes qué? No se trata de cómo sepan —lo regañó—. Deja de pensar en ellos como comida. Comienza a pensar en ellos como medicina».

El humor de Jobs mejoraba cuando podía recibir visitas de Apple. Tim Cook iba a verlo con regularidad y le informaba acerca del progreso de los nuevos productos. «Podías ver como se animaba cada vez que la charla se centraba en Apple —comentó Cook—. Era como si se encendiera la luz». Amaba profundamente su empresa, y parecía vivir por la perspectiva de regresar. Los detalles lo llenaban de energía. Cuando Cook le describió un nuevo modelo de iPhone, Jobs pasó la siguiente hora discutiendo no solo cómo llamarlo —acordaron que sería el iPhone 3GS—, sino también el tamaño y el tipo de letra de «GS», incluida la decisión sobre si debían ir en mayúsculas (sí) y en cursiva (no).

Un día, Riley preparó una visita sorpresa a última hora a Sun Studio, el santuario de ladrillo rojo donde habían grabado Elvis, Johnny Cash, B. B. King y tantos otros pioneros del rock and roll. Allí les ofrecieron una visita privada y una charla de historia impartida por uno de los empleados más jóvenes, que se sentó junto a Jobs en el banco lleno de marcas de cigarrillo que utilizara Jerry Lee Lewis. Jobs era, posiblemente, la persona más influyente de la industria de la música de aquel momento, pero el chico no lo reconoció por su estado demacrado. Mientras se marchaban, Jobs le dijo a Riley: «Ese chico era muy listo. Deberíamos contratarlo para iTunes». Así pues, Riley llamó a Eddy Cue, que embarcó al joven en un vuelo a California para entrevistarlo y acabó contratándolo para que ayudase en la construcción de las primeras secciones de rhythm and blues y rock and roll de iTunes. Cuando Riley regresó más tarde a ver a sus amigos del estudio, ellos afirmaron que aquello demostraba, tal y como rezaba su eslogan, que en Sun Studio los sueños todavía podían volverse realidad.

REGRESO

A finales de mayo de 2009, Jobs voló desde Memphis en su avión junto con su esposa y su hermana. En el aeropuerto de San José se reunieron con Tim Cook y Jony Ive, que subieron a bordo en cuanto aterrizó el aparato. «Podías ver en sus ojos lo entusiasmado que estaba por regresar —recordaba Cook—. Todavía tenía ganas de pelear y estaba deseando ponerse manos a la obra». Powell sacó una botella de burbujeante sidra, le dedicó un brindis a su esposo y todo el mundo se abrazó.

Ive se encontraba emocionalmente exhausto. Condujo hasta la casa de Jobs desde el aeropuerto y le contó lo difícil que había sido mantenerlo todo en marcha mientras él no estaba. También se quejó de los artículos que afirmaban que la innovación de Apple dependía de Jobs e iba a desaparecer si no regresaba. «Me siento muy dolido», le confió Ive. Se sentía «destrozado», según sus propias palabras, y también infravalorado.

También Jobs acusaba un estado mental sombrío tras su regreso a Palo Alto. Estaba comenzando a enfrentarse a la idea de no ser quizá indispensable para la empresa. Las acciones de Apple habían evolucionado bien en su ausencia, pasando de 82 dólares cuando anunció su partida en enero de 2009 a 140 cuando regresó a finales de mayo. En una teleconferencia celebrada con algunos analistas poco después de que Jobs pidiera la baja, Cook se apartó de su estilo objetivo para hacer una entusiasta declaración sobre por qué Apple iba a seguir creciendo incluso sin la presencia de Jobs:

Creemos que estamos en este mundo para crear grandes productos, y eso no va a cambiar. Nos centramos constantemente en la innovación. Creemos en la sencillez y no en la complejidad. Creemos que necesitamos poseer y controlar las tecnologías primarias que se esconden tras los productos que creamos, y que solo debemos participar en aquellos mercados en los que podamos realizar una aportación significativa. Creemos en el valor de decirles que no a miles de proyectos para poder centrarnos en los pocos que realmente son importantes y valiosos para nosotros. Creemos en una colaboración profunda y en la polinización cruzada de nuestros grupos, lo que nos permite innovar de formas que a otros les están vetadas. Y, francamente, no estamos dispuestos a aceptar nada por debajo de la excelencia en cada uno de los grupos de la empresa, y tenemos la sinceridad suficiente para reconocer cuándo nos hemos equivocado, y el valor para cambiar. Creo, independientemente del puesto que ocupe cada uno, que estos valores se encuentran tan firmemente arraigados en esta compañía que a Apple le va a ir extremadamente bien.

Sonaba como algo que diría (y que había dicho) el propio Jobs, pero la prensa lo bautizó como «la doctrina Cook». Jobs se sentía herido y profundamente deprimido, especialmente tras leer la última frase. No sabía si estar orgulloso o dolido ante la posibilidad de que fuera cierta. Había rumores que afirmaban que iba a dejar el cargo de consejero delegado y convertirse en presidente. Aquello lo hizo sentirse todavía más motivado para abandonar la cama, superar el dolor y retomar sus largos paseos terapéuticos.

Unos días después de su regreso había prevista una reunión del consejo, y Jobs sorprendió a todo el mundo cuando apareció por allí. Entró tranquilamente y pudo quedarse durante la mayor parte de la discusión. A principios de junio celebraba reuniones diarias en su casa, y a finales de mes había vuelto al trabajo.

¿Se mostraría ahora, tras enfrentarse a la muerte, más apacible? Sus compañeros recibieron una rápida respuesta. El primer día tras el regreso, sorprendió a su equipo de directivos con varias rabietas. Arremetió contra gente a la que no había visto en seis meses, destrozó algunos planes de marketing y humilló a un par de personas cuyo trabajo le pareció chapucero. Sin embargo, lo más revelador fue la afirmación que realizó ante un par de amigos aquella misma tarde. «He pasado un día fantástico tras mi regreso —dijo—. Es alucinante lo creativo que me siento, y lo creativo que es todo el equipo». Tim Cook se lo tomó con calma. «Nunca he visto que Steve se contuviera a la hora de expresar su opinión o sus pasiones —señaló posteriormente—. Pero aquello estuvo bien».

Sus amigos se percataron de que Jobs conservaba su espíritu batallador. Durante su recuperación contrató el servicio de televisión por cable de alta definición de Comcast, y un día llamó a Brian Roberts, que dirigía la compañía. «Creí que me llamaba para decir algo bueno sobre ella —recordaba Roberts—, pero en vez de eso me dijo que era un asco». Sin embargo, Andy Hertzfeld advirtió que, bajo toda aquella irritabilidad, Jobs se había vuelto más sincero. «Antes, si le pedías un favor a Steve, él podía hacer justamente lo contrario —comentó Hertzfeld—. Aquello formaba parte de la perversidad de su naturaleza. Ahora sí que intenta colaborar».

Su regreso público tuvo lugar el 9 de septiembre, cuando subió al escenario en la habitual actualización de otoño de los reproductores musicales. Recibió una ovación del público, puesto en pie, que duró casi un minuto, y a continuación comenzó con un apunte extrañamente personal cuando mencionó que había recibido una donación de hígado. «No estaría aquí sin esa generosidad —anunció—, así que espero que todos nosotros podamos ser igual de generosos y nos ofrezcamos como donantes de órganos». Tras un momento de júbilo —«Sigo en pie, he vuelto a Apple y me encanta cada día que paso aquí»—, presentó la nueva línea de iPod nano, con cámara de vídeo y en nueve colores diferentes de aluminio anodizado.

A principios de 2010 había recuperado la mayor parte de sus fuerzas, y se zambulló de nuevo en el trabajo del que sería uno de los años más productivos, para él y también para Apple. Había acertado dos veces seguidas en la diana desde que presentara la estrategia del centro digital de Apple: el iPod y el iPhone. Ahora iba a probar una tercera vez.