Primer asalto
Memento mori
CÁNCER
A posteriori, Jobs especuló con la posibilidad de que su cáncer se hubiera originado a lo largo del agotador año que pasó a partir de 1997, dirigiendo Apple y Pixar al mismo tiempo. Mientras iba de acá para allá, sufrió de piedras en el riñón y otras afecciones, y llegaba tan extenuado a casa que apenas podía hablar. «Probablemente fuera entonces cuando el cáncer comenzó a crecer, porque mi sistema inmune se encontraba bastante debilitado por aquella época», comentó.
No hay pruebas que respalden la idea de que el agotamiento o un sistema inmunitario debilitado sean motivo de cáncer. Sin embargo, sus problemas renales sí que llevaron de forma indirecta a la detección del tumor. En octubre de 2003 se encontró por casualidad con la uróloga que lo había tratado, y ella le pidió que se sacara un TAC de los riñones y del uréter. Habían pasado cinco años desde la última revisión. El nuevo escáner no mostró ningún problema en los riñones, pero sí presentaba una sombra en el páncreas, así que la uróloga le pidió que concertara una cita para un estudio pancreático. Jobs no lo hizo. Como de costumbre, se le daba bien ignorar conscientemente la información que no quería procesar. Sin embargo, ella insistió. «Steve, esto es muy importante —le dijo unos días más tarde—. Tienes que hacerlo».
El tono de su voz reflejaba la urgencia suficiente como para que él accediera a someterse al estudio. Este se llevó a cabo una mañana, a primera hora, y tras estudiar las imágenes del escáner, los médicos se reunieron con él para darle la mala noticia de que era un tumor. Uno de ellos le sugirió incluso que se asegurara de que todos sus asuntos estaban en orden, una forma educada de insinuar que podían quedarle solo unos meses de vida. Aquella tarde llevaron a cabo una biopsia en la que le introdujeron un endoscopio por la garganta hasta llegar a los intestinos, de forma que pudieran acercar una aguja a su páncreas y extraer algunas células tumorales. Powell recordaba que los médicos de su esposo daban saltos de alegría. Resultó ser una célula insular, parte de un tumor neuroendocrino de páncreas, que es una neoplasia más infrecuente pero de crecimiento más lento, por lo que había más probabilidades de llevar a cabo un tratamiento con éxito. Fue una suerte que el tumor se detectara tan pronto —como el resultado indirecto de una inspección rutinaria de los riñones—, puesto que así podía eliminarse quirúrgicamente antes de que se extendiera de forma definitiva.
Una de las primeras llamadas de Jobs fue a Larry Brilliant, al que conoció en el ashram de la India. «¿Todavía crees en Dios?», le preguntó Jobs. Su amigo contestó que sí, y estuvieron charlando de los diferentes caminos conducentes a Dios que les había enseñado su gurú hindú, Neem Karoli Baba. Entonces Brilliant le preguntó a Jobs cuál era el problema. «Tengo cáncer», respondió este.
Art Levinson, que formaba parte del consejo de Apple, se encontraba presidiendo una reunión del consejo de su propia compañía, Genentech, cuando su móvil comenzó a sonar y apareció el nombre de Jobs en la pantalla. En cuanto tuvieron un descanso, Levinson llamó a Jobs y se enteró de las noticias sobre el tumor. Había recibido algo de formación sobre la biología del cáncer y su empresa fabricaba medicamentos para el tratamiento de esta enfermedad, así que se convirtió en uno de sus consejeros. Lo mismo hizo Andy Grove, de Intel, que se había enfrentado a un tumor de próstata y lo había superado. Jobs lo llamó aquel domingo, y él condujo directamente hasta su casa y le hizo compañía un par de horas.
Para horror de sus amigos y su esposa, Jobs decidió no someterse a la cirugía para eliminar el tumor, que era el único enfoque médico aceptado. «En realidad no quería que los médicos me abrieran, así que traté de ver si había otras alternativas que funcionasen», me confesó años más tarde con una pizca de remordimiento. Concretamente, siguió una estricta dieta vegana, con grandes cantidades de zanahorias frescas y zumos de fruta. Al régimen se añadieron la acupuntura, varios remedios a base de hierbas y algunos otros tratamientos que encontró en internet o tras consultar a gente de todo el país, incluido un vidente. Durante una temporada, quedó bajo el influjo de un médico que operaba en una clínica de curación natural del sur de California en la que se ponía especial énfasis en el uso de hierbas orgánicas, dietas de zumos, limpiezas intestinales frecuentes, hidroterapia y la expresión de todos los sentimientos negativos.
«En realidad, el mayor problema es que no estaba preparado para que abrieran su cuerpo —recordaba Powell—. Es difícil presionar a alguien para que haga algo así». Ella, no obstante, lo intentó. «El cuerpo existe para servir al espíritu», argumentó. Los amigos de Jobs le rogaron en repetidas ocasiones que se sometiera a la cirugía y la quimioterapia. «Steve hablaba conmigo cuando estaba tratando de curarse comiendo raíces y porquerías parecidas, y yo le decía que estaba loco», recordaba Grove. Levinson afirmó que «se lo suplicaba todos los días» y que le parecía «enormemente frustrante el no poder conectar con él». Las peleas estuvieron a punto de poner fin a su amistad. «El cáncer no funciona así —insistía Levinson cuando Jobs le hablaba de sus tratamientos dietéticos—. No puedes resolver esta situación sin cirugía y sin atacar al tumor con sustancias químicas tóxicas». Incluso el médico y nutricionista Dean Ornish, un pionero en el uso de métodos alternativos y basados en la nutrición para el tratamiento de enfermedades, dio un largo paseo con Jobs e insistió en que, en ocasiones, los métodos tradicionales eran la opción correcta. «En serio, necesitas operarte», le dijo Ornish.
La obstinación de Jobs duró nueve meses a partir del momento del diagnóstico, en octubre de 2003. Parte de dicha testarudez representaba el lado oscuro de su campo de distorsión de la realidad. «Creo que Steve tiene un deseo tan fuerte de hacer que el mundo funcione de una forma determinada que cree que puede cambiarlo con su mera voluntad —especuló Levinson—. A veces eso no funciona. La realidad es implacable». La otra faceta de su maravillosa capacidad para concentrarse era su temible disposición a filtrar todo aquello a lo que no quería enfrentarse. Eso dio origen a muchos de sus grandes avances, pero también podía tener resultados desastrosos. «Posee una gran capacidad para ignorar aquello a lo que no quiere hacer frente —explicó su esposa—. La cabeza le funciona así, no hay que darle más vueltas». Ya fuera con respecto a temas personales relacionados con su familia y su matrimonio o a asuntos laborales que girasen en torno a la ingeniería o los retos empresariales, o a problemas derivados de su salud y el cáncer, en ocasiones Jobs se limitaba a no implicarse.
En el pasado se había visto recompensado por lo que su esposa denominaba su «pensamiento mágico», su forma de pensar que podía lograr que las cosas funcionaran como él quería según su voluntad. Pero con el cáncer las cosas eran muy diferentes. Powell recurrió a todas las personas cercanas a él, incluida su hermana, Mona Simpson, para que trataran de convencerlo. Finalmente, en julio de 2004, le mostraron el escáner de un TAC en el que se veía que el tumor había crecido y que posiblemente se había extendido a otros órganos. Aquello lo obligó a enfrentarse a la realidad.
Jobs se sometió a la operación el sábado 31 de julio de 2004, en el Centro Médico de la Universidad de Stanford. No se le realizó el «procedimiento de Whipple» completo, que consiste en eliminar una gran parte del estómago y del intestino además del páncreas. Los médicos consideraron aquella opción, pero se decidieron por un enfoque menos radical, una técnica modificada de Whipple en la que solo se eliminaba una parte del páncreas.
Jobs escribió un correo electrónico para sus empleados al día siguiente —y lo envió con su PowerBook conectado a una estación AirPort Express desde la habitación del hospital— en el que anunciaba que había pasado por el quirófano. Les aseguró que el tipo de cáncer de páncreas que él tenía «representa cerca del 1% del total de casos de cáncer de páncreas diagnosticados cada año, y puede curarse mediante la extracción quirúrgica si se diagnostica a tiempo (como en mi caso)». Afirmó que no iba a necesitar quimioterapia o radioterapia y que planeaba regresar al trabajo en septiembre. «Mientras estoy fuera, le he pedido a Tim Cook que se haga cargo de las operaciones diarias de Apple para que no perdamos ni un segundo —escribió—. Estoy seguro de que en agosto os llamaré a algunos de vosotros más de lo que os gustaría, y espero veros a todos en septiembre».
Uno de los efectos secundarios de la operación se convirtió en un problema para Jobs, debido a sus dietas obsesivas y a la extraña costumbre de purgarse y ayunar que llevaba practicando desde la adolescencia. Como el páncreas produce las enzimas que permiten al estómago digerir la comida y absorber los nutrientes, eliminar parte del órgano dificulta la obtención de proteínas suficientes. A los pacientes se les aconseja que se aseguren de comer frecuentemente y de mantener una dieta nutritiva con una gran variedad de proteínas de la carne y el pescado, además de productos elaborados con leche entera. Jobs nunca había hecho algo así, y no estaba dispuesto a hacerlo ahora.
Permaneció dos semanas en el hospital y después comenzó su lucha por recuperar las fuerzas. «Recuerdo que el día de mi regreso me senté ahí —me contó, señalando a la mecedora de su salón—. No tenía fuerzas para caminar. Hizo falta una semana hasta que pude dar la vuelta a la manzana. Me obligaba a andar hasta el parque que hay a unas manzanas de aquí y después un poco más allá, y en seis meses casi había recuperado todas mis energías».
Desgraciadamente, el cáncer se había extendido. Durante la operación, los médicos encontraron tres metástasis en el hígado. Si hubieran operado nueve meses antes, posiblemente habrían eliminado el tumor antes de que se extendiera, aunque eso es algo que no podían saber con seguridad. Jobs comenzó con los tratamientos de quimioterapia, lo que supuso una complicación más para sus hábitos alimentarios.
LA CEREMONIA DE GRADUACIÓN DE STANFORD
Jobs mantuvo en secreto su constante batalla contra el cáncer —le dijo a todo el mundo que se había «curado»— con la misma discreción que había mantenido con respecto a su diagnóstico en octubre de 2003. Este secretismo no resultaba sorprendente. Era parte de la naturaleza de Jobs. Lo que sí resultó más asombroso fue su decisión de hablar en público y de forma muy personal sobre su salud. Aunque rara vez impartía charlas fuera de las presentaciones de sus productos, aceptó la invitación de Stanford de pronunciar el discurso de la ceremonia de graduación de junio de 2005. Su humor se había vuelto meditabundo tras el diagnóstico de la enfermedad y tras cumplir los cincuenta años.
Jobs recurrió al brillante guionista Aaron Sorkin (Algunos hombres buenos, El ala oeste de la Casa Blanca) para que lo ayudara con su discurso. Sorkin accedió a colaborar, y él le envió algunas ideas. «Aquello ocurrió en febrero y no recibí respuesta, así que volví a contactar con él en abril y me contestó: “Ah, sí”, así que le mandé algunas ideas más —relató Jobs—. Llegué a hablar con él por teléfono, y él seguía diciéndome que sí, pero al final llegó el principio de junio y no me había enviado nada».
A Jobs le entró el pánico. Él siempre había redactado sus propias presentaciones, pero nunca había pronunciado un discurso de graduación. Una noche se sentó y escribió el texto él solo, sin más ayuda que la de su esposa, a la que le iba presentando sus ideas. Como resultado, aquella acabó siendo una disertación muy íntima y sencilla, con el tono personal y sin adornos propio de uno de los productos perfectos de Steve Jobs.
Alex Haley afirmó en una ocasión que la mejor forma de comenzar un discurso era la frase: «Dejadme que os cuente una historia». Nadie quiere escuchar un sermón, pero a todo el mundo le encantan los cuentos, y ese es el enfoque que eligió Jobs. «Hoy quiero contaros tres historias de mi vida —comenzó—. Eso es todo, no es nada del otro mundo, solo tres historias».
La primera versaba sobre cómo abandonó los estudios en el Reed College. «Pude dejar de asistir a las clases que no me interesaban y comencé a pasarme por aquellas que parecían mucho más atractivas». La segunda historia relataba cómo el haber sido despedido de Apple había acabado por resultar algo bueno para él. «La pesada carga de haber tenido éxito se vio sustituida por la ligereza de ser de nuevo un principiante, de estar menos seguro acerca de todo». Los estudiantes prestaron una atención poco habitual, a pesar de un avión que sobrevolaba el terreno con una pancarta en la que se les pedía que «reciclaran toda su chatarra electrónica». Sin embargo, fue la tercera historia la que los mantuvo completamente cautivados. Era la que trataba sobre el diagnóstico del cáncer y la mayor conciencia que aquello había traído consigo.
Recordar que pronto estaré muerto es la herramienta más importante que he encontrado nunca para tomar las grandes decisiones de mi vida, porque casi todo —todas las expectativas externas, todo el orgullo, todo el miedo a la vergüenza o al fracaso— desaparece al enfrentarlo a la muerte, y solo queda lo que es realmente importante. Recordar que vas a morir es la mejor manera que conozco de evitar la trampa de pensar que tienes algo que perder. Ya estás desnudo. No hay motivo para no seguir los dictados del corazón.
El ingenioso minimalismo del discurso le otorgaba sencillez, pureza y encanto. Puedes buscar donde quieras, en antologías o en YouTube, y no encontrarás un discurso de graduación mejor. Puede que otros fueran más importantes, como el de George Marshall en Harvard en 1947, en el que anunció un plan para reconstruir Europa, pero ninguno ha sido más elegante.
UN LEÓN A LOS CINCUENTA
Al cumplir la treintena y la cuarentena, Jobs había celebrado el acontecimiento con las estrellas de Silicon Valley y otros personajes famosos de diferentes procedencias. Sin embargo, cuando llegó a los cincuenta en 2005, tras haber sido operado del cáncer, la fiesta sorpresa preparada por su esposa había reunido principalmente a sus amigos y colegas de trabajo más cercanos. Se celebró en la cómoda casa de unos amigos en San Francisco, y la gran cocinera Alice Waters preparó salmón de Escocia con algo de cuscús y verduras cultivadas en su huerto. «Fue una reunión preciosa, cálida e íntima, en la que todo el mundo, incluso los niños, podían sentarse en la misma habitación», recordaba Waters. El entretenimiento consistió en una comedia improvisada a cargo de los actores del programa Whose Line Is It Anyway? Allí se encontraba el buen amigo de Jobs Mike Slade, junto con algunos de sus colegas de Apple y Pixar, entre los cuales estaban Lasseter, Cook, Schiller, Clow, Rubinstein y Tevanian.
Cook había hecho un buen trabajo dirigiendo la compañía durante la ausencia de Jobs. Mantuvo a raya a los miembros más temperamentales de Apple y evitó convertirse en el centro de atención. A Jobs le gustaban las personalidades fuertes, pero solo hasta cierto punto: nunca había animado a ninguno de sus colaboradores a asumir un mayor control ni había estado dispuesto a compartir la gloria. Resultaba complicado ser su discípulo. Estabas condenado si destacabas, y estabas condenado si no lo hacías. Cook había logrado sortear aquellas dificultades. Era un hombre tranquilo y decidido cuando se encontraba al mando, pero no pretendía atraer la atención o los elogios de los demás sobre sí mismo. «A algunas personas les irritaba que Steve se atribuyera los méritos de todo lo que se hacía, pero a mí eso nunca me importó un comino —afirmó Cook—. Sinceramente, preferiría que mi nombre nunca apareciera en los periódicos».
Cuando Jobs regresó tras su baja médica, Cook volvió a su labor como la persona que mantenía los diferentes sectores de Apple correctamente engranados y que permanecía impávido ante las rabietas de Jobs. «Lo que aprendí sobre Steve era que la gente malinterpretaba sus comentarios como si fueran regañinas o una muestra de negatividad, pero en realidad solo era la forma en que demostraba su pasión. Así es como yo procesaba todo aquello, y nunca me tomé esos asuntos como algo personal». En muchos sentidos, era como una imagen invertida de Jobs: imperturbable, de humor constante y, tal y como habría señalado el tesauro de NeXT, más saturnino que voluble. «Soy un buen negociador, y probablemente él sea mejor todavía que yo, porque mantiene la cabeza fría», señaló Jobs posteriormente. Tras dedicarle algunos halagos más, Jobs añadió en voz baja una reserva, un reparo grave pero que pocas veces se pronunciaba en voz alta. «Pero Tim no es una persona entregada a los productos per se».
En el otoño de 2005, Jobs eligió a Cook para que se convirtiera en el jefe de operaciones de Apple. Los dos viajaban juntos en un avión a Japón. Jobs no llegó realmente a pedírselo. Simplemente, se giró hacia él y dijo: «He decidido nombrarte director de operaciones».
En aquella época, los viejos amigos de Jobs Jon Rubinstein y Avie Tevanian —los encargados de hardware y software que habían entrado en la empresa durante la restauración de 1997— anunciaron su decisión de abandonar la compañía. En el caso de Tevanian, el motivo era que ya había ganado mucho dinero y estaba preparado para dejar de trabajar. «Avie es un tipo brillante y muy agradable, mucho más sensato que Ruby, y no tiene un ego tan grande —afirmó Jobs—. Para nosotros fue una inmensa pérdida que se marchara. Es una persona única, un genio».
El caso de Rubinstein fue un poco más polémico. Le había molestado el ascenso de Cook y estaba agotado tras nueve años trabajando bajo el mando de Jobs. Sus peleas a gritos se volvieron más frecuentes. También existía un problema fundamental: Rubinstein chocaba constantemente con Jony Ive, que solía trabajar para él y que ahora le presentaba sus informes directamente a Jobs. Ive siempre estaba forzando los límites con diseños deslumbrantes pero muy difíciles de fabricar. El trabajo de Rubinstein, por naturaleza más cauto, consistía en lograr que el hardware se construyera de una forma práctica, así que a menudo se producían encontronazos. «En resumidas cuentas, Ruby es un hombre de Hewlett-Packard —declaró Jobs—, y nunca se involucraba a fondo, no era un hombre agresivo».
Estaba, por ejemplo, el caso de los tornillos que sujetaban las asas del Power Mac G4. Ive decidió que debían tener un acabado y una forma concretos, pero Rubinstein pensaba que aquello sería «astronómicamente» caro y que retrasaría el proyecto durante semanas, así que vetó la idea. Su trabajo consistía en acabar los productos, lo que significaba que tenía que llegar a soluciones de compromiso. A Ive le parecía que aquella postura era opuesta a la innovación, así que decidió a la vez puentearlo para hablar con Jobs y rodearlo para llegar a los ingenieros de los puestos intermedios. «Ruby decía: “No puedes hacerlo, supondrá muchos retrasos”, y yo contestaba: “Creo que sí que podemos” —recordaba Ive—. Y yo lo sabía a ciencia cierta, porque había trabajado a sus espaldas con los equipos de producción». En este y otros casos, Jobs se puso de parte de Ive.
En ocasiones Ive y Rubinstein se enzarzaban en enfrentamientos a empujones que casi llegaban a las manos. Al final, el diseñador le dio un ultimátum a Jobs: «O él o yo». Jobs eligió a Ive. Para entonces, Rubinstein ya estaba listo para marcharse. Su esposa y él habían comprado una parcela en México, y él quería tomarse un tiempo para construir allí una casa. Al final acabó trabajando para Palm, que estaba tratando de igualar el iPhone de Apple. Jobs se puso tan furioso al enterarse de que Palm había reclutado a uno de sus antiguos empleados que se quejó a Bono. El cantante era el cofundador de un grupo privado de inversión dirigido por el antiguo director financiero de Apple, Fred Anderson, que había adquirido una participación mayoritaria en Palm. Bono le envió un mensaje a Jobs en el que decía: «Deberías tranquilizarte con este tema. Es como si los Beatles te llamaran porque los Herman’s Hermits hubieran contratado a uno de sus técnicos». Jobs reconoció posteriormente que se había excedido en su reacción. «El hecho de que su proyecto resultara ser un completo fracaso ayuda a sanar la herida», añadió.
Jobs logró formar un nuevo equipo de gestión que discutiera algo menos y resultara algo más comedido. Sus miembros principales, además de Cook e Ive, eran Scott Forstall, a cargo del software del iPhone; Phil Schiller, encargado de marketing; Bob Mansfield, responsable del hardware del Mac; Eddy Cue, al mando de los servicios de internet, y Peter Oppenheimer como director financiero. Aunque su equipo de jefes ejecutivos mostrara una aparente homogeneidad superficial —todos ellos eran varones blancos de mediana edad—, representaban en realidad toda una gama de estilos. Ive era emocional y expresivo; Cook, frío como el acero. Todos sabían que Jobs esperaba que le mostraran una cierta deferencia y que al mismo tiempo defendieran sus ideas y estuvieran dispuestos a discutir. Era un equilibrio difícil de mantener, pero cada uno lo lograba a su modo. «Me di cuenta desde el primer momento de que, si no expresabas tu opinión, él te iba a acribillar —comentó Cook—. Le gusta adoptar la postura contraria a la tuya para fomentar la discusión, porque eso puede llevarte a un mejor resultado. Así pues, si no te sientes cómodo mostrando tu desacuerdo, entonces no podrás sobrevivir».
El principal lugar para la libre discusión era la reunión del equipo ejecutivo de los lunes por la mañana, que empezaba a las nueve y se prolongaba tres o cuatro horas. Cook dedicaba unos diez minutos a los gráficos que mostraban la evolución del negocio, seguidos de extensas discusiones sobre cada uno de los productos de la compañía. Las conversaciones siempre se centraban en el futuro: ¿qué es lo próximo que debe hacer un producto? ¿Qué nuevas líneas hay que desarrollar? Jobs utilizaba las reuniones para reforzar la idea de que todos compartían una misma misión. Esto servía para centralizar el control —lo que hacía que la compañía pareciera estar tan fuertemente integrada como un buen producto de Apple—, y a la vez evitaba las luchas entre departamentos que asolaban a algunas empresas descentralizadas.
Jobs también utilizaba las reuniones para fomentar la concentración. En la granja de Robert Friedland, su trabajo había consistido en podar los manzanos para que crecieran fuertes, y aquello se convirtió en una metáfora de las labores de poda que realizaba en Apple. En lugar de animar a cada grupo a que dejara que las líneas de productos proliferasen de acuerdo con las consideraciones de marketing, o de permitir que florecieran un millar de ideas, Jobs insistía en que Apple se centrara únicamente en dos o tres objetivos prioritarios al mismo tiempo. «No hay nadie a quien se le dé mejor silenciar el ruido que le rodea —afirmó Cook—. Eso le permite centrarse en unas pocas cosas y decirles que no a muchas. Hay pocas personas a las que de verdad se les dé bien hacer algo así».
Cuenta la leyenda que en la antigua Roma, cuando un general victorioso desfilaba por las calles, iba acompañado en ocasiones de un sirviente cuyo trabajo consistía en repetirle «memento mori», «recuerda que vas a morir». El recordatorio de su condición de mortal ayudaba al héroe a mantener la perspectiva de las cosas y a inculcarle humildad. El memento mori de Jobs había llegado de la mano de sus médicos, pero no sirvió para infundirle humildad alguna. En vez de eso, Jobs volvió a rugir tras su recuperación con mayor pasión todavía, como si contara con un tiempo limitado para cumplir sus objetivos. Al mismo tiempo que mostraba su lado íntimo en el discurso de Stanford, la enfermedad le recordaba que no tenía nada que perder, así que debía seguir adelante a toda velocidad. «Regresó con una misión —señaló Cook—. Aunque ahora estaba al frente de una gran compañía, seguía realizando osadas maniobras que no creo que nadie más se hubiera atrevido a emprender».
Durante un tiempo hubo algunos indicios, o al menos algunas esperanzas, de que hubiera templado un poco su estilo personal, de que el hecho de enfrentarse al cáncer y cumplir cincuenta años lo hubiera hecho mostrarse algo menos brutal cuando se enfadaba. «Justo después de regresar tras su operación, no solía humillar tanto a los trabajadores —recordaba Tevanian—. Si algo no le gustaba, podía gritar, enfadarse mucho y utilizar todo tipo de exabruptos, pero no con la intención de destruir por completo a la persona con la que estuviera hablando. Aquella era simplemente su forma de lograr que esa persona hiciera un mejor trabajo». Tevanian reflexionó un momento mientras comentaba todo esto, y entonces añadió una salvedad: «A menos que pensara que alguien era realmente malo y debía marcharse de la compañía, cosa que ocurría de vez en cuando».
Algunas veces, no obstante, regresaban aquellos bruscos modales. La mayoría de sus compañeros ya estaban acostumbrados a ellos por aquel entonces y habían aprendido a soportarlos, pero lo que más les molestaba eran los momentos en que su ira se dirigía a desconocidos. «Una vez fuimos a un supermercado Whole Foods para comprar un batido de frutas —recordaba Ive— y había una mujer mayor preparándolo, y él comenzó a atosigarla por la forma en que lo estaba haciendo. Después la compadeció. “Es una mujer mayor y no quiere dedicarse a esto”. No relacionó ambas cosas. En los dos casos estaba siendo un purista».
Durante un viaje a Londres con Jobs, Ive recibió la ingrata tarea de elegir el alojamiento. Escogió el Hempel, un plácido hotel de diseño de cinco estrellas con un minimalismo sofisticado que él pensó que agradaría a Jobs. Sin embargo, en cuanto llegaron para registrarse, se preparó para lo peor y, efectivamente, su teléfono comenzó a sonar un minuto después. «Detesto mi habitación —dijo Jobs—. Es una mierda, vámonos de aquí». Así pues, Ive recogió sus maletas y se dirigió a la recepción, donde Jobs le contó sin rodeos al atónito recepcionista lo que pensaba de aquel lugar. Ive se dio cuenta de que la mayoría de la gente, él incluido, no acostumbra a mostrarse tan directa cuando piensa que un producto es de mala calidad porque siente el deseo de agradar, «lo que en el fondo no es más que un rasgo de vanidad». Aquella era una explicación excesivamente amable. En cualquier caso, no era un rasgo compartido por Jobs.
Como Ive era un hombre agradable por naturaleza, le intrigaba la razón por la que Jobs, que le caía muy bien, se comportaba como lo hacía. Una tarde, en un bar de San Francisco, se apoyó en la barra con ferviente intensidad y trató de analizarlo:
Es un hombre muy, muy sensible. Ese es uno de los factores que contribuyen a que su comportamiento antisocial, su grosería, resulten tan inexplicables. Comprendo por qué la gente dura e insensible puede resultar maleducada, pero no una persona sensible. Una vez le pregunté por qué se enfadaba tanto en ocasiones. Él respondió: «Pero si el enfado no me dura». Tiene una capacidad muy infantil para irritarse mucho por algo y olvidarlo al instante. Sin embargo, creo sinceramente que hay otras ocasiones en las que se siente muy frustrado, y su forma de alcanzar una catarsis consiste en herir a los demás. Y me parece que él piensa que tiene libertad y licencia para hacerlo. Cree que las normas habituales del comportamiento social no están hechas para él. Gracias a su gran sensibilidad, sabe exactamente cómo herir a alguien con eficacia y eficiencia. Y lo hace. No muy a menudo, pero sí algunas veces.
De vez en cuando, algún compañero sensato trataba de llevarse aparte a Jobs para calmarlo. Lee Clow era un maestro en aquel arte. «Steve, ¿puedo hablar contigo?», preguntaba en voz baja cuando Jobs había humillado públicamente a alguien. Entonces se iba al despacho de Jobs y le explicaba lo mucho que se estaban esforzando todos. «Cuando los humillas, resulta más debilitante que estimulante», lo reprendió en una de aquellas sesiones. Jobs se disculpaba y afirmaba que lo comprendía, pero entonces volvía a perder los estribos. «Sencillamente es que soy así», solía decir.
Una de las cosas que sí se suavizaron fue su actitud hacia Bill Gates. Microsoft había cumplido su parte del trato alcanzado en 1997, cuando accedió a seguir desarrollando grandes aplicaciones de software para el Macintosh. Además, la empresa estaba perdiendo relevancia como competidora, puesto que hasta la fecha no había logrado replicar la estrategia del centro digital de Apple. Gates y Jobs mantenían un enfoque muy diferente con respecto a los productos y la innovación, pero su rivalidad había despertado en ambos una sorprendente autoconciencia.
En el congreso All Things Digital celebrado en mayo de 2007, los columnistas del Wall Street Journal Walt Mossberg y Kara Swisher trataron de reunirlos para una entrevista conjunta. Mossberg invitó en primer lugar a Jobs, que no asistía a demasiadas conferencias como aquella, y se sorprendió cuando este afirmó que estaba dispuesto a hacerlo solo si Gates también accedía. Al enterarse de aquello, Gates también aceptó. El plan estuvo a punto de venirse abajo cuando Gates le ofreció una entrevista a Steven Levy, de Newsweek, y no pudo contenerse cuando le preguntaron por los anuncios de televisión en los que los Mac de Apple se comparaban con los PC y se ridiculizaba a los usuarios de Windows al presentarlos como aburridos zopencos, mientras que el Mac era presentado como un producto más moderno. «No sé por qué andan comportándose como si fueran superiores —declaró Gates, acalorándose cada vez más—. Me pregunto si la sinceridad tiene alguna importancia en estos asuntos, o si el hecho de ser muy moderno implica que puedes ser un mentiroso siempre que te apetezca. No hay ni el menor atisbo de verdad en esos anuncios». Levy añadió algo más de leña al fuego al preguntarle si el nuevo sistema operativo de Windows, Vista, copiaba muchas de las características del Mac. «Puedes investigar y comprobar quién presentó primero cualquiera de esas funciones, si es que te importan algo los hechos —respondió Gates—. Si simplemente quieres decir: “Steve Jobs inventó el mundo y después el resto se dedicó a subirse al carro”, por mí no hay problema».
Jobs llamó a Mossberg y le dijo que, en vista de lo que Gates le había contado a Newsweek, no resultaría productivo celebrar una sesión conjunta. Sin embargo, Mossberg logró que la situación volviera a su cauce. Quería que la aparición de ambos aquella tarde fuera una discusión cordial y no un debate, pero las probabilidades de que eso ocurriera parecieron disminuir cuando Jobs asestó un duro golpe a Microsoft durante una entrevista en solitario con Mossberg la mañana de ese mismo día. Cuando le preguntó por el motivo de que el software de iTunes de Apple para ordenadores Windows gozara de tanta popularidad, Jobs bromeó: «Es como ofrecerle un vaso de agua fría a alguien que está en el infierno».
Así pues, cuando llegó la hora de que Gates y Jobs se encontraran en la sala de espera antes de celebrar la sesión conjunta de aquella tarde, Mossberg estaba preocupado. Gates llegó el primero junto con su asistente, Larry Cohen, que le había informado del comentario que Jobs había realizado ese mismo día. Unos minutos más tarde, Jobs entró en la sala, agarró una botella de agua de un cubo con hielos y se sentó. Tras unos instantes de silencio, Gates comentó: «Entonces supongo que yo soy el representante del infierno». No estaba sonriendo. Jobs se quedó quieto, esbozó una de sus pícaras sonrisas y le entregó la botella de agua fría. Gates se relajó y la tensión se disipó.
El resultado fue un dueto fascinante, en el que los dos chicos prodigio de la era digital hablaron, primero con cautela y después con afecto, el uno acerca del otro. Lo más memorable fueron las cándidas respuestas que ofrecieron cuando la estratega tecnológica Lise Buyer, que se encontraba entre el público, les preguntó qué habían aprendido al observarse mutuamente. «Bueno, yo daría mucho por tener el gusto de Steve», respondió Gates. Se oyeron algunas risillas nerviosas. Todavía era célebre la cita de Jobs de diez años antes en la que afirmó que su problema con Microsoft era que no tenían absolutamente ningún gusto. Sin embargo, Gates insistió en que hablaba en serio. Jobs tenía «un talento innato en cuanto al gusto intuitivo, tanto para la gente como para los productos». Recordaba como él y Jobs solían sentarse juntos a revisar el software que Microsoft estaba creando para el Macintosh. «Yo veía como Steve tomaba decisiones basándose en una intuición sobre la gente y los productos que me resulta difícil incluso de explicar. La forma en que hace las cosas es diferente a la de todos los demás y creo que es algo mágico. Y en aquel caso me dejó sorprendido».
Jobs se quedó mirando al suelo. Después me confesó que se había quedado sin palabras ante la sinceridad y la elegancia que acababa de demostrar Gates. Jobs se mostró igualmente sincero, aunque no tan elegante, cuando llegó su turno. Describió la gran división entre la teología de Apple que defendía la creación de productos completamente integrados y la disposición de Microsoft a ofrecer licencias de uso a fabricantes de hardware de la competencia. Señaló que, en el mercado de la música, la estrategia integrada —encarnada por el paquete iTunes/iPod— estaba demostrando ser mejor, pero el enfoque individualizado de Microsoft estaba dando mejores resultados en el mercado de los ordenadores personales. Una pregunta que él mismo planteó de improviso fue: ¿qué táctica daría mejor resultado con los teléfonos móviles?
A continuación procedió a señalar con perspicacia un detalle. Afirmó que aquella diferencia en cuanto a las filosofías de diseño había hecho que a Apple y a él se les diera peor colaborar con otras compañías. «Como Woz y yo creamos la compañía basándonos en la idea de fabricar todo el producto, no se nos daba tan bien asociarnos con otras personas —afirmó—, y creo que si Apple hubiera tenido un poco más de aquel espíritu de colaboración en su ADN, le habría resultado extremadamente útil».