Piensa diferente
Jobs, consejero delegado en funciones
UN HOMENAJE A LOS LOCOS
Lee Clow, el director creativo de Chiat/Day que había realizado el gran anuncio de 1984 para la presentación del Macintosh, iba conduciendo por Los Ángeles a principios de julio de 1997 cuando sonó el teléfono de su coche. Era Jobs: «Hola, Lee, soy Steve —saludó—. ¿Sabes qué? Amelio acaba de dimitir. ¿Puedes venir para acá?».
Apple estaba realizando entrevistas para seleccionar una nueva agencia, y a Jobs no le había emocionado nada de lo visto hasta entonces, así que quería que Clow y su empresa —por aquel entonces llamada TBWA\Chiat\Day— compitieran para hacerse con el contrato. «Tenemos que demostrar que Apple sigue viva —dijo Jobs— y que todavía representa unos valores especiales».
Clow aseguró que él ya no competía para conseguir contratos. «Ya conoces nuestro trabajo», respondió. Pero Jobs se lo suplicó. Sería difícil rechazar a los demás que se sometían a las entrevistas —como por ejemplo las firmas BBDO y Arnold Worldwide— y traer de vuelta «a un viejo amigote», según sus propias palabras. Clow accedió a tomar un vuelo a Cupertino con algo que pudieran presentar. Años más tarde, Jobs no podía evitar echarse a llorar mientras recordaba la escena.
Se me hace un nudo en la garganta, de verdad que se me hace un nudo en la garganta. Estaba muy claro que a Lee le encantaba Apple. Era el mejor en el campo de la publicidad, y no había tenido que pasar por un proceso de selección en diez años. Y aun así, allí estaba, intentando con todas sus fuerzas resultar elegido, porque amaba a Apple tanto como nosotros. Su equipo y él presentaron una idea brillante, «Piensa diferente», diez veces mejor que cualquier otra cosa que hubieran propuesto las demás agencias. Me llegó a lo más hondo y todavía lloro cuando pienso en ello, tanto por el hecho de que Lee se preocupara hasta ese punto por nosotros como por lo genial que era su idea de «Piensa diferente». Muy de vez en cuando, me encuentro en presencia de la auténtica pureza —pureza de espíritu y amor—, y siempre me hace llorar. Es algo que me conmueve y se apodera de mí. Aquel fue uno de esos momentos. Había en ello una pureza que nunca olvidaré. Lloré en mi despacho mientras me mostraba su idea, y todavía lloro cuando pienso en ello.
Jobs y Clow estaban de acuerdo en que Apple era una de las marcas más importantes del mundo —probablemente una de las cinco con mayor atractivo emocional del planeta—, pero necesitaba recordarles a sus usuarios qué era lo que la distinguía de las demás. Así pues, planearon una campaña de imagen de marca, no un conjunto de anuncios de diferentes productos. No estaba diseñada para exaltar todo lo que podían hacer los ordenadores, sino lo que la gente creativa podía lograr con ellos. «No estábamos hablando sobre la velocidad de los procesadores o la memoria —recordaba Jobs—, sino sobre la creatividad». No solo estaba dirigida a los clientes potenciales, sino también a los propios empleados de Apple. «Aquí, en Apple, habíamos olvidado quiénes éramos. Una forma de recordar quién eres pasa por recordar quiénes son tus ídolos. Ese fue el origen de la campaña».
Clow y su equipo probaron con varios enfoques, todos ellos un elogio a los «locos» que «piensan diferente». Prepararon un vídeo con una canción de Seal, «Crazy» («We’re never gonna survive unless we get a little crazy…»), pero no lograron hacerse con los derechos de reproducción. Entonces probaron diferentes versiones con una grabación en la que Robert Frost recitaba su poema «The Road Not Taken» y con los discursos de Robin Williams de El club de los poetas muertos. Al final decidieron que necesitaban escribir su propio texto, y comenzaron a trabajar en un borrador que comenzaba: «Este es un homenaje a los locos…».
Jobs se mostraba tan exigente como siempre. Cuando el equipo de Clow se presentó con una versión del texto, Jobs estalló ante el joven redactor. «¡Esto es una mierda! —gritó—. Es la mierda típica de agencia publicitaria, y lo odio». Era la primera vez que el joven redactor se encontraba con Jobs, y se quedó allí sin decir una palabra. Nunca regresó. Sin embargo, quienes consiguieron plantarse ante Jobs —incluidos Clow y sus colegas Ken Segall y Craig Tanimoto— fueron capaces de trabajar con él para crear un texto poético que le gustara. En su versión original, de sesenta segundos, decía:
Este es un homenaje a los locos. A los inadaptados. A los rebeldes. A los alborotadores. A las fichas redondas en los huecos cuadrados. A los que ven las cosas de forma diferente. A ellos no les gustan las reglas, y no sienten ningún respeto por el statu quo. Puedes citarlos, discrepar de ellos, glorificarlos o vilipendiarlos. Casi lo único que no puedes hacer es ignorarlos. Porque ellos cambian las cosas. Son los que hacen avanzar al género humano. Y aunque algunos los vean como a locos, nosotros vemos su genio. Porque las personas que están lo suficientemente locas como para pensar que pueden cambiar el mundo… son quienes lo cambian.
El propio Jobs escribió algunos de los fragmentos, incluido el que habla de como son ellos «los que hacen avanzar al género humano». En la celebración de la Macworld de Boston a primeros de agosto, habían producido una versión preliminar que Jobs mostró a su equipo. Todos coincidieron en que no estaba lista, pero él utilizó los mismos conceptos y la expresión «piensa diferente» en el discurso inaugural del acto. «He aquí el germen de una idea brillante —afirmó en aquel momento—. Apple tiene que ver con la gente que es capaz de desafiar los límites del razonamiento, que quiere utilizar los ordenadores para que estos les ayuden a cambiar el mundo».
Discutieron sobre los matices gramaticales: si se suponía que «diferente» iba a modificar al verbo «piensa», quizá debería quedar más claro el matiz adverbial, como en «piensa de modo diferente». Sin embargo, Jobs insistió en que quería que «diferente» se pudiera asimilar como un concepto propio, como en «piensa en la victoria» o «piensa en la belleza». Además, recordaba al uso coloquial de otras frases como «piensa en grande». Según explicó después el propio Jobs, «antes de incluirlo discutimos sobre si era correcto. Es gramaticalmente correcto si piensas en lo que estamos tratando de decir. No es “piensa lo mismo”, es “piensa diferente”. Piensa un poco diferente, piensa muy diferente, piensa diferente. “Piensa de modo diferente” no habría tenido el mismo significado para mí».
En un intento por evocar el espíritu de El club de los poetas muertos, Clow y Jobs querían que Robin Williams leyera el texto. Su agente aseguró que Williams no hacía anuncios, así que Jobs trató de llamarlo directamente. Consiguió hablar con la esposa de Williams, que no le pasó con el actor, porque sabía lo persuasivo que Jobs podía llegar a ser. También consideraron la posibilidad de contratar a Maya Angelou y a Tom Hanks. Durante una cena benéfica a la que asistió Bill Clinton ese otoño, Jobs se llevó al presidente a un lado y le pidió que llamara a Hanks para convencerlo, pero el presidente nunca llegó a atender aquella solicitud. Al final se decidieron por Richard Dreyfuss, que era un fan declarado de Apple.
Además de los anuncios de televisión, crearon una de las campañas de prensa más memorables de la historia. Cada anuncio mostraba el retrato en blanco y negro de un personaje histórico de especial simbología junto al logotipo de Apple y las palabras «Piensa diferente» en una esquina. Particularmente llamativos resultaban los rostros que no incluían ningún pie de foto. Algunos de ellos —Einstein, Gandhi, Lennon, Dylan, Picasso, Edison, Chaplin, Martin Luther King— eran fáciles de identificar. Sin embargo, otros hacían que la gente se detuviera, reflexionara y tal vez le pidiera a un amigo que lo ayudara a ponerle nombre a las caras: Martha Graham, Ansel Adams, Richard Feynman, Maria Callas, Frank Lloyd Wright, James Watson o Amelia Earhart.
La mayoría de ellos eran ídolos personales de Jobs, normalmente gente creativa que había asumido riesgos, había desafiado al fracaso y se había apostado su carrera entera por hacer las cosas de forma diferente. Como aficionado a la fotografía, se involucró en el proyecto para asegurarse de que contaban con los retratos perfectos desde el punto de vista simbólico. «Esta no es la mejor imagen de Gandhi», le soltó a Clow en cierto momento. Clow le explicó que la célebre fotografía del Mahatma junto a una rueca realizada por Margaret Bourke-White era propiedad de Time-Life Pictures, y que no estaba disponible para su uso comercial. Entonces Jobs llamó a Norman Pearlstine, el redactor jefe de Time Inc., y estuvo insistiendo hasta que accedió a hacer una excepción. También llamó a Eunice Shriver para convencer a su familia de que le permitiese emplear una imagen que él adoraba de su hermano, Bobby Kennedy, durante un viaje por los Apalaches, y habló con los hijos de Jim Henson en persona para conseguir la imagen adecuada del fallecido creador de los Teleñecos.
Asimismo, llamó a Yoko Ono para obtener una fotografía de su difunto marido, John Lennon. Ella le envió una, pero no era la favorita de Jobs. «Antes de que se estrenara la campaña, yo estaba en Nueva York, y fui a un pequeño restaurante japonés que me encanta. Le hice saber que iba a estar allí», recordaba. Cuando llegó, Yoko Ono se acercó a su mesa. «Esta es mejor —afirmó, entregándole un sobre—. Pensé que te iba a ver aquí, así que la traje conmigo». Era la clásica imagen de ella y John juntos en la cama, sujetando unas flores, y es la que Apple acabó utilizando. «Puedo comprender por qué John se enamoró de ella», comentó Jobs.
La narración de Richard Dreyfuss quedaba bien, pero Lee Clow tuvo otra idea. ¿Qué tal si el propio Jobs era el narrador? «Tú crees de verdad en esto —le propuso Clow—, así que deberías hacerlo tú». Así pues, Jobs se sentó en el estudio, realizó algunas tomas y pronto consiguió una pista de audio del gusto de todo el mundo. La idea era que, si al final la utilizaban, no divulgarían quién estaba pronunciando aquellas palabras, igual que no habían puesto pie de foto a los retratos de personajes célebres. La gente acabaría por darse cuenta de que era Jobs. «Contar con tu voz dará un resultado espectacular —argumentó Clow—. Será una forma de reclamar el valor de la marca».
Jobs no tenía claro si utilizar la versión con su voz o quedarse con la de Dreyfuss. Al final llegó la noche en la que tenían que enviar el anuncio. Iba a emitirse, en una apropiada coincidencia, durante el estreno en televisión de Toy Story. Como era habitual, a Jobs no le gustaba que lo obligaran a tomar una decisión. Al final le dijo a Clow que enviara ambas versiones, y así tendría de plazo hasta la mañana siguiente para elegir. Cuando llegó el momento, Jobs los llamó y les dijo que emplearan la versión de Dreyfuss. «Si utilizamos mi voz, cuando la gente se entere pensará que el anuncio es sobre mí —le dijo a Clow—, y no lo es. Es sobre Apple».
Desde que salió de la comuna del huerto de manzanos, Jobs se definió —y, por extensión, Apple se definió también así— como un hijo de la contracultura. En anuncios como el de «Piensa diferente» y «1984», presentaba la marca de Apple de forma que reafirmase su propia faceta rebelde, incluso después de convertirse en un multimillonario. Pero, además, era capaz de hacer que otros miembros de la generación del baby boom, y sus hijos, se sintieran de igual forma. «Desde el instante en que lo conocí, cuando era joven, siempre ha tenido una inmensa intuición sobre el impacto que quiere que su marca cause en los demás», afirmó Clow.
Hay muy pocas compañías o líderes empresariales —quizá ninguno— que pudieran haber salido bien parados tras el brillante atrevimiento de asociar su marca con Gandhi, Einstein, Martin Luther King, Picasso y el Dalai Lama. Jobs fue capaz de animar a los demás a que se definieran —como rebeldes innovadores, creativos y antiempresariales— simplemente a través del ordenador que utilizaban. «Steve creó la única marca de la industria tecnológica que promocionaba todo un estilo de vida —comentó Larry Ellison—. Hay coches que la gente se enorgullece de tener, como Porsche, Ferrari o Toyota Prius, porque lo que una persona conduce dice algo sobre su personalidad. La gente sentía lo mismo con respecto a los productos de Apple».
A partir de la campaña de «Piensa diferente» y a lo largo del resto de sus años en Apple, Jobs celebraba una reunión informal de tres horas todos los miércoles por la tarde con sus principales responsables de publicidad, marketing y comunicación, en la cual hablaban de estrategias de imagen. «No hay ningún consejero delegado en todo el planeta que se ocupe del marketing de la forma en que lo hace Steve —aseguró Clow—. Cada miércoles aprobaba un nuevo anuncio de televisión, prensa y vallas publicitarias». Al final de la reunión, a menudo se llevaba a Clow y a sus dos compañeros de la agencia —Duncan Milner y James Vincent— al estudio de diseño de Apple, celosamente vigilado, para que vieran con qué productos estaban trabajando. «Se apasiona mucho y se vuelve muy emotivo cuando nos muestra los proyectos en desarrollo», comentó Vincent. Al compartir con sus gurús del marketing su pasión por los productos a medida que se iban creando, era capaz de asegurarse de que casi todos los anuncios creados estaban imbuidos de sus emociones.
ICEO
Mientras ultimaba los detalles del anuncio de «Piensa diferente», Jobs seguía dándole vueltas a algunos temas. Decidió hacerse oficialmente con el control de la empresa, al menos de forma temporal. Había sido el líder de facto desde la destitución de Amelio diez semanas atrás, aunque solo en calidad de consejero. Fred Anderson ocupaba el puesto titular de consejero delegado en funciones (interim CEO), pero el 16 de septiembre de 1997, Jobs anunció que ocuparía aquel cargo, que quedó inevitablemente abreviado como «consejero delegado» (iCEO). Su compromiso tenía carácter provisional: no aceptó ningún salario ni firmó contrato alguno. Sin embargo, sus iniciativas no fueron provisionales. Él estaba al mando y ya no necesitaba alcanzar consensos para salirse con la suya.
Aquella semana reunió a sus principales directivos y empleados en el auditorio de Apple para ofrecer un discurso, seguido de un pícnic con cerveza y comida vegana, para celebrar su nuevo puesto y los nuevos anuncios de la compañía. Iba vestido con pantalones cortos, caminaba descalzo por el recinto y tenía una incipiente barba. «Llevo aquí unas diez semanas, y he estado trabajando muy duro —aseguró con aspecto cansado pero profundamente decidido—. Lo que tratamos de hacer no es algo pretencioso. Estamos intentando volver a las bases de los grandes productos, un gran marketing y una gran distribución. Apple se ha apartado de su filosofía de hacer un muy buen trabajo desde la base».
Durante algunas semanas más, Jobs y el consejo de administración siguieron buscando un consejero delegado permanente. Se propusieron varios nombres —George M. C. Fisher, de Kodak; Sam Palmisano, de IBM; Ed Zander, de Sun Microsystems—, pero la mayoría de los candidatos se mostraban comprensiblemente reticentes a considerar la posibilidad de convertirse en consejeros delegados si Jobs iba a seguir allí como miembro activo del consejo. El San Francisco Chronicle informó de que Zander rechazó la propuesta porque «no quería tener a Steve encima todo el día, cuestionando cada una de sus decisiones». Hubo un momento en que Jobs y Ellison le gastaron una broma a un pobre asesor informático que se había presentado al puesto; le enviaron un correo electrónico para decirle que había sido elegido, lo cual fue motivo de diversión y bochorno cuando la prensa publicó la noticia de que simplemente estaban tomándole el pelo.
En diciembre había quedado claro que la situación de Jobs como consejero delegado en funciones había pasado de temporal a indefinida. Mientras Jobs continuaba dirigiendo la compañía, el consejo de administración puso fin discretamente a la búsqueda. «Volví a Apple e intenté traer a un consejero delegado, con la ayuda de una agencia cazatalentos, durante casi cuatro meses —recordaba—, pero no me ofrecían a la gente adecuada. Por eso me quedé yo al final. Apple no estaba en condiciones de atraer a un directivo lo suficientemente bueno».
El problema al que se enfrentaba Jobs era que dirigir dos compañías requería un esfuerzo brutal. Cuando reflexionaba sobre ello, achacaba sus problemas de salud a aquella época:
Fue duro, muy duro, la peor época de mi vida. Tenía una familia joven. Tenía a Pixar. Iba a trabajar a las siete de la mañana y regresaba a casa a las nueve de la noche, y los niños ya estaban en la cama. Y no podía ni hablar, era literalmente incapaz, de lo agotado que estaba. No podía hablar con Laurene. Todo lo que podía hacer era ver la televisión durante media hora y vegetar. Aquello estuvo a punto de acabar conmigo. Conducía para ir a Pixar y a Apple en un Porsche negro descapotable, y comencé a tener piedras en el riñón. Iba corriendo al hospital y allí me inyectaban Demerol en el culo y al final se me pasaba.
A pesar del extenuante horario, cuanto más se involucraba Jobs en Apple, más se daba cuenta de que no iba a poder marcharse. Cuando, en una feria de informática celebrada en octubre de 1997, le preguntaron a Michael Dell por lo que haría si fuese Steve Jobs y tuviera el control de Apple, respondió: «Cerraría la empresa y les devolvería el dinero a los accionistas». Jobs contraatacó con un correo electrónico a Dell. «Se supone que los consejeros delegados deben tener cierta clase —afirmaba—, pero ya veo que esa no es una opinión que vosotros compartáis». A Jobs le gustaba fomentar la rivalidad como forma de cohesionar a su equipo —lo había hecho con IBM y Microsoft—, y lo hizo con Dell. Cuando convocó a sus consejeros para crear un sistema de producción y distribución a medida, Jobs utilizó como telón de fondo una fotografía ampliada de Michael Dell con una diana sobre el rostro. «Vamos a por ti, colega», anunció entre los vítores de sus tropas.
Una de las pasiones que más lo motivaban era construir una compañía que perdurase. A la edad de trece años, cuando consiguió un trabajo de verano en Hewlett-Packard, aprendió que una empresa correctamente gestionada podía originar una mayor innovación que cualquier individuo creativo en solitario. «Descubrí que la mejor innovación es a veces la propia empresa, la forma en que la organizas —recordaba—. Todo el proceso de construir una compañía es fascinante. Cuando tuve la oportunidad de regresar a Apple, me di cuenta de que yo no iba a servir de nada sin la compañía, y por eso decidí quedarme y reconstruirla».
EL FIN DE LOS CLÓNICOS
Uno de los grandes debates en Apple era si debería haber realizado una oferta de licencias de su sistema operativo más agresiva para otros fabricantes de ordenadores, igual que hacía Microsoft con Windows. Wozniak había defendido aquella táctica desde el principio. «Teníamos el sistema operativo más hermoso —afirmó—, pero para acceder a él tenías que comprar nuestro hardware por el doble de lo que costaban otros. Aquello era un error. Lo que deberíamos haber hecho es calcular un precio adecuado con el que comercializar el sistema operativo». Alan Kay, la estrella del Xerox PARC que entró a formar parte de Apple como socio en 1984, también luchó para que el software del sistema operativo del Mac pudiera utilizarse en otros ordenadores. «Los desarrolladores de software siempre defienden la creación de programas multiplataforma, porque quieren que puedan utilizarse en todas partes —recordaba—. Aquella fue una gran batalla, probablemente la mayor que yo perdí en Apple».
Bill Gates, que estaba amasando una fortuna mediante la venta del sistema operativo de Microsoft, le había pedido a Apple que hiciera lo mismo en 1985, justo cuando Jobs estaba abandonando la empresa. Gates creía que, incluso si Apple se llevaba a algunos de los clientes de su sistema operativo, su empresa podría ganar dinero a través de las versiones de sus programas, como Word y Excel, para los usuarios del Macintosh y sus clónicos. «Yo estaba tratando de hacer todo lo posible para que ellos se convirtieran en un competidor fuerte en la venta de licencias», recordaba. Le envió una nota formal a Sculley para presentar sus argumentos: «Apple debería vender licencias de la tecnología Macintosh a entre tres y cinco fabricantes importantes para que desarrollen máquinas compatibles con el Mac». Gates no recibió respuesta, así que redactó una segunda nota en la que sugería algunas compañías que podrían crear buenos clónicos del Mac, y añadió: «Quiero ayudaros en todo lo que pueda con el sistema de licencias. Por favor, llamadme».
Apple se resistió a vender licencias de su sistema operativo hasta 1994, cuando el consejero delegado, Michael Spindler, permitió que dos pequeñas empresas —Power Computing y Radius— crearan clónicos del Macintosh. Cuando Gil Amelio llegó al poder en 1996, añadió Motorola a la lista. Aquella resultó ser una estrategia empresarial discutible: en concepto de licencia, Apple recibía un canon de 80 dólares por cada ordenador vendido, pero en lugar de expandir su cuota de mercado, los ordenadores clónicos se hicieron con las ventas de los ordenadores de alta gama que hasta entonces le correspondían a Apple, y con los que esta obtenía unos beneficios de hasta 500 dólares por unidad.
Las objeciones de Jobs al programa de licencias para ordenadores clónicos, sin embargo, no eran meramente económicas. Sentía una aversión innata hacia aquel concepto. Uno de sus principios fundamentales era que el hardware y el software debían estar firmemente integrados. Le encantaba controlar todos los aspectos de sus creaciones, y la única forma de conseguir algo así con un ordenador era asegurarse de fabricar todo el producto y hacerse cargo de la experiencia del usuario de principio a fin.
Así pues, tras su regreso a Apple, una de sus prioridades fue acabar con los clónicos del Macintosh. Cuando se puso a la venta una nueva versión del sistema operativo del Mac en julio de 1997, semanas después de ayudar a la destitución de Amelio, Jobs no les permitió a los fabricantes de ordenadores clónicos que se hicieran con la actualización. El jefe de Power Computing, Stephen King Kahng, organizó varias protestas en pro de los ordenadores clónicos cuando Jobs apareció en agosto en la conferencia Macworld de Boston, y también aseguró públicamente que el sistema operativo del Macintosh moriría si Jobs se negaba a conceder licencias para su uso. «Si la plataforma se cierra, será su fin —amenazó Kahng—. La destrucción total. Cerrar la plataforma es como darle el beso de la muerte».
Jobs no estaba de acuerdo. Llamó a Woolard para informarle de que iba a sacar a Apple de todo aquel negocio de las licencias. El consejo dio su consentimiento, y en septiembre llegó a un acuerdo según el cual Apple le iba a pagar 100 millones de dólares a Power Computing para que renunciara a las licencias y permitiera a Apple acceder a la base de datos de sus clientes. Pronto canceló también las licencias con el resto de los fabricantes. «Permitir que compañías que fabricaban una porquería de hardware utilizaran nuestro sistema operativo y se quedaran con nuestras ventas fue la maniobra más estúpida del mundo», declaró posteriormente.
REVISIÓN DE LA LÍNEA DE PRODUCTOS
Una de las mayores virtudes de Jobs era que sabía cómo concentrarse. «Decidir qué es lo que no se debe hacer es tan importante como decidir qué se debe hacer —comentó—. Esto es válido para las empresas y es válido para los productos».
Jobs se puso manos a la obra y aplicó sus principios sobre concentración en cuanto llegó a Apple. Un día en que iba caminando por un pasillo, se encontró con un recién licenciado de la Wharton School que había sido ayudante de Amelio. El joven le informó de que estaba ultimando las tareas que este había dejado pendientes. «Bien, bien, porque necesito a alguien para que haga algunos recados», le dijo Jobs. Su nueva función pasó a ser la de tomar notas mientras Jobs se reunía con las decenas de equipos de productos que trabajaban en Apple, les pedía que le explicaran qué estaban haciendo y los obligaba a justificar por qué debían seguir adelante con sus productos o proyectos.
También recurrió a un amigo, Phil Schiller, que había trabajado en Apple pero que por entonces se encontraba en la empresa de software gráfico Macromedia. «Steve convocaba a los equipos a la sala de juntas, que tiene espacio para veinte personas, y ellos entraban en grupos de unos treinta e intentaban mostrarle presentaciones de PowerPoint que él no quería ver», recordaba Schiller. De hecho, una de las primeras cosas que hizo Jobs durante el proceso de revisión de los productos fue prohibir los PowerPoints. «Detesto que la gente recurra a las presentaciones de diapositivas en lugar de pensar —recordaba Jobs—. La gente se enfrentaba a los problemas creando una presentación. Yo quería que se comprometieran, que discutieran los temas sentados a una mesa, en lugar de mostrarme un puñado de diapositivas. La gente que sabe de lo que está hablando no necesita PowerPoint».
Aquella inspección de los productos puso de manifiesto lo poco centrada que se había vuelto Apple. La empresa estaba fabricando múltiples versiones de cada producto por pura inercia burocrática y para satisfacer los caprichos de los minoristas. «Era una locura —recordaba Schiller—. Miles de productos, la mayoría de ellos pura porquería, hechos por equipos que preferían seguir engañados». Apple contaba con una docena de versiones del Macintosh, cada uno con un número confuso y diferente que iba desde el 1400 hasta el 9600. «Estuve tres semanas pidiéndole a la gente que me lo explicara —comentó Jobs— y no lograba comprenderlo». Al final comenzó a plantear preguntas sencillas, como: «¿Cuáles les digo a mis amigos que se compren?».
Cuando no lograba obtener respuestas sencillas, se ponía a suprimir modelos y productos. Al poco tiempo había acabado con el 70% de ellos. «Sois gente brillante —le dijo a un equipo—. No deberíais estar perdiendo el tiempo con esta porquería de productos». Muchos de los ingenieros se pusieron furiosos con aquellas tácticas de recortes y cancelaciones, y aquello tuvo como resultado una serie de despidos masivos. Sin embargo, Jobs afirmó después que los buenos trabajadores, incluidos algunos cuyos proyectos se habían suspendido, le estaban agradecidos. «El equipo de ingenieros está completamente entusiasmado —anunció durante una reunión de personal en septiembre de 1997—. Salía de una reunión con gente cuyos productos acababan de ser cancelados y estaban que no cabían en sí de gozo porque por fin habían comprendido qué dirección estábamos tomando».
Tras unas cuantas semanas, Jobs había tenido suficiente. «¡Ya basta! —gritó durante una sesión en la que se planificaba la estrategia comercial de un gran producto—. Esto es una locura». Cogió un rotulador, se acercó a una pizarra y dibujó una línea horizontal y otra vertical para formar un gráfico con cuatro cuadrantes. «Aquí está lo que necesitamos», prosiguió. Sobre las dos columnas escribió «Consumidor» y «Profesional». Etiquetó las dos filas con «Escritorio» y «Portátil». Su trabajo, anunció, consistía en crear cuatro grandes productos, uno para cada cuadrante. «En la sala reinó un silencio sepulcral», recordaba Schiller.
También se produjo un silencio de asombro cuando Jobs presentó el plan en la reunión de septiembre del consejo de administración de Apple. «Gil había estado insistiendo en que aprobásemos más y más productos en cada reunión —comentó Woolard—. Seguía diciendo que necesitábamos más productos. Steve llegó y dijo que necesitábamos menos. Dibujó una tabla con cuatro cuadrantes y aseguró que era en eso en lo que debíamos centrarnos». Al principio el consejo se resistió. Le dijeron a Jobs que aquello era arriesgado. «Yo puedo hacer que funcione», replicó él. El consejo nunca llegó a votar aquella nueva estrategia. Jobs estaba al mando y siguió adelante con su plan.
El resultado fue que los ingenieros y directores de Apple de pronto se centraron con gran intensidad en solamente cuatro áreas. Para el cuadrante de los ordenadores de escritorio destinados a profesionales, iban a crear el Power Macintosh G3. En el de portátiles para profesionales desarrollaron el PowerBook G3. Con respecto al ordenador de escritorio para consumidores generales, se pusieron a trabajar en lo que después se convertiría en el iMac, y para la versión portátil destinada a ese mismo público, se centraron en lo que después fue el iBook.
Aquello significaba que la compañía iba a abandonar otras vías empresariales, como la producción de impresoras y servidores. En 1997, Apple vendía impresoras en color Style Writer, que eran básicamente una versión de las DeskJet de Hewlett-Packard, y esta compañía obtenía sus beneficios principales mediante la venta de cartuchos de tinta. «No lo entiendo —comenzó Jobs en la reunión en la que se revisaba aquel producto—. ¿Vais a vender un millón de unidades y no vais a obtener beneficios? Es absurdo». Se levantó, salió de la sala y llamó al responsable en Hewlett-Packard. Jobs le propuso que pusieran fin a su acuerdo, que Apple abandonara el negocio de las impresoras y que ellos se quedaran con todo. A continuación regresó a la sala de juntas y anunció que iban a dejar de vender impresoras. «Steve analizó la situación y supo al instante que necesitábamos cambiar de rumbo», recordaba Schiller.
La decisión más notoria que tomó fue la de poner punto final de una vez por todas al Newton, el asistente digital personal con el sistema de reconocimiento de escritura manual que casi funcionaba. Jobs lo odiaba porque era el proyecto favorito de Sculley, porque no marchaba a la perfección y porque sentía aversión por los aparatos con puntero. Había intentado que Amelio lo suspendiera a principios de 1997, y solo había logrado convencerlo para que independizara el departamento encargado de su producción. A finales de 1997, cuando Jobs se encontraba inmerso en las revisiones de los productos, todavía seguía activo. Posteriormente, él mismo analizó su decisión:
Si Apple se hubiera encontrado en una situación menos precaria, yo mismo habría puesto todo mi empeño en averiguar cómo lograr que el producto funcionara. No confiaba en la gente que dirigía el proyecto. Tenía la sensación de que contaban con una tecnología muy buena, pero había una mala gestión que lo estaba jodiendo todo. Al cerrar el proyecto dejé libres a algunos buenos ingenieros que podían trabajar en nuevos dispositivos móviles, y al final obtuvimos el resultado correcto cuando pasamos a los iPhones y al iPad.
Esta habilidad para concentrarse en lo fundamental fue la salvación de Apple. Durante el primer año tras su regreso, Jobs despidió a más de tres mil trabajadores, lo que tuvo un efecto desastroso en el balance general de la compañía. Durante el año fiscal que acabó cuando Jobs se convirtió en el consejero delegado interino en septiembre de 1997, Apple había perdido 1.040 millones de dólares. «Estábamos a menos de noventa días de la bancarrota», recordaba. En la conferencia Macworld de San Francisco celebrada en enero de 1998, Jobs subió al escenario en el que Amelio había realizado su desastrosa presentación un año atrás. Exhibía una poblada barba, jersey negro y vaqueros mientras presentaba la nueva estrategia comercial. Entonces, por primera vez, acabó su presentación con un epílogo que iba a convertir en su seña de identidad: «Ah, y una cosa más…». En esta ocasión, la «cosa más» era: «Pensad en los beneficios». Cuando pronunció aquellas palabras, la multitud estalló en aplausos. Tras dos años de inmensas pérdidas, Apple había acabado el trimestre con unos beneficios de 45 millones. Durante el año fiscal de 1998, acabó por lograr unas ganancias de 309 millones de dólares. Jobs había vuelto, y Apple también.