Nuevas batallas
Y los ecos de las antiguas
GOOGLE: SISTEMA ABIERTO CONTRA SISTEMA CERRADO
Unos días después de presentar el iPad en enero de 2010, Jobs celebró una asamblea con sus empleados en el campus de Apple. No se dedicó a jactarse de su nuevo e innovador producto, sino más bien a arremeter contra Google por haber creado un sistema operativo rival, el Android. A Jobs le enfurecía que Google hubiera decidido competir con Apple en el mercado de la telefonía. «Nosotros no nos hemos metido en el campo de los motores de búsqueda —señaló—. Son ellos quienes han entrado en el mundo de los teléfonos. No os confundáis: quieren destruir el iPhone y no vamos a permitírselo». Y unos minutos más tarde, cuando la reunión había tomado ya otros derroteros, Jobs retomó su perorata atacando el célebre eslogan de Google «No seas malvado». «Me gustaría volver primero al asunto anterior y añadir algo más. Ese mantra suyo, “No seas malvado”, es una patraña».
Jobs se sentía personalmente traicionado. Eric Schmidt, el consejero delegado de Google, había formado parte del consejo de Apple durante el desarrollo del iPhone y el iPad, y los fundadores de Google, Larry Page y Sergei Brin, siempre lo habían tratado como a un mentor. Sentía que lo habían estafado. La interfaz de la pantalla táctil del Android estaba adoptando cada vez más características creadas por Apple: la pantalla multitáctil y el deslizamiento o la disposición de los iconos de las aplicaciones, por ejemplo.
Jobs había tratado de disuadir a Google de su empeño por desarrollar el Android. Acudió a la sede central de Google (situada cerca de Palo Alto) en 2008 y se enzarzó en una pelea a gritos con Page, Brin y el jefe del equipo de desarrollo del sistema operativo, Andy Rubin (como Schmidt se encontraba por aquel entonces en el consejo de Apple, se había abstenido de participar en las discusiones que trataran sobre el iPhone). «Les dije que si nuestras relaciones eran buenas, yo les garantizaría el acceso de Google al iPhone y les ofrecería uno o dos iconos en la pantalla de inicio», recordaba Jobs. Pero, por otra parte, los amenazó diciendo que si Google seguía desarrollando el Android y utilizaba cualquier característica del iPhone, como la tecnología multitáctil, los demandaría. Al principio, Google había evitado copiar algunos de aquellos rasgos, pero en enero de 2010 la compañía HTC presentó un teléfono que operaba con Android y que se jactaba de contar con una pantalla multitáctil y muchos otros detalles parecidos al aspecto y la disposición del iPhone. Aquel era el contexto en el que Jobs pronunció su afirmación de que el mantra de «No seas malvado» era «una patraña».
Así pues, Apple presentó una demanda contra HTC (y, por extensión, contra Android) en la cual alegaba que se habían infringido veinte de sus patentes. Entre ellas se encontraban las que definían varios gestos de la tecnología multitáctil, como el deslizamiento para abrir una aplicación, la pulsación doble para ampliar una imagen, el pellizco para expandir y los sensores que determinaban cómo se estaba sujetando el aparato. La semana en que se interpuso la denuncia, en su casa de Palo Alto, lo vi más furioso que nunca:
Nuestra demanda dice: «Google, esto es una puta copia del iPhone, nos habéis estafado por completo». Es un robo descarado en primer grado. Invertiré hasta mi último aliento si es necesario, y gastaré cada centavo de los 40.000 millones de dólares que tiene Apple en el banco para rectificar esta situación. Voy a destruir el Android porque es un producto robado. Estoy dispuesto a empezar una guerra termonuclear por este asunto. Están muertos de miedo, porque saben que son culpables. A excepción de su motor de búsqueda, los productos de Google (Android, Google Docs) son una mierda.
Unos pocos días después de esta invectiva, Jobs recibió una llamada de Schmidt, que había abandonado su puesto en el consejo de Apple el verano anterior. Le ofreció reunirse para tomar un café, y se citaron en una cafetería situada en un centro comercial de Palo Alto. «Pasamos la mitad del tiempo hablando de asuntos personales, y la otra mitad sobre su idea de que Google había robado los diseños de la interfaz de Apple», recordaba Schmidt. Cuando llegaron a ese último tema, fue Jobs el que cargó con casi todo el peso de la conversación. Afirmó, con un lenguaje muy grosero, que Google los había estafado. «Os hemos pillado con las manos en la masa —le dijo a Schmidt—. No me interesa llegar a un acuerdo extrajudicial. No quiero vuestro dinero. Si me ofrecieras 5.000 millones de dólares, no los aceptaría. Ya tengo mucho dinero. Lo que quiero es que dejéis de utilizar nuestras ideas en el Android, eso es todo lo que quiero». No llegaron a ningún acuerdo.
Latente bajo aquella discusión subyacía un problema todavía más básico, uno que despertaba unos inquietantes ecos históricos. Google presentó el Android como una plataforma abierta. Su código fuente se encontraba a disposición de múltiples fabricantes de hardware, que podían utilizarlo en todos los teléfonos o tabletas que quisieran fabricar. Jobs, por supuesto, mantenía una creencia dogmática que determinaba que Apple debía integrar firmemente sus sistemas operativos con su hardware. En la década de los ochenta, Apple no había vendido licencias de uso del sistema operativo del Macintosh, y Microsoft había acabado por hacerse con una mayor cuota de mercado al ofrecer licencias de su sistema a diferentes fabricantes de hardware; en opinión de Jobs, plagiando descaradamente la interfaz de Apple.
La comparación entre el trabajo de Microsoft en los años ochenta y lo que Google intentaba hacer en 2010 no era del todo exacta, pero sí ofrecía similitudes suficientes como para resultar inquietante. Y exasperante. Aquello representaba el gran debate de la era digital: sistemas abiertos contra sistemas cerrados o, según lo presentaba Jobs, integrados contra fragmentados. A juzgar por la postura de Apple y el perfeccionismo controlador del propio Jobs, que casi no permitía otra alternativa, se planteaba la siguiente pregunta: ¿es mejor unir el hardware, el software y los contenidos para presentar un sistema compacto que garantice una experiencia sencilla por parte del usuario, o resulta preferible darles una mayor libertad de elección a los usuarios y fabricantes y tender puentes para una mayor innovación, en virtud de la cual se creen sistemas de software que puedan modificarse y utilizarse con diferentes dispositivos? «Steve tiene una forma muy particular de dirigir Apple, la misma que demostraba hace veinte años. Consiste en que su empresa se convierta en un brillante agente innovador en la creación de sistemas cerrados —me comentó Schmidt posteriormente—. No quieren que la gente acceda sin permiso a su plataforma. El beneficio de una plataforma cerrada reside en el control. Sin embargo, Google mantiene la firme creencia de que un sistema abierto es una alternativa mejor, porque conduce a más alternativas, a una mayor competitividad y a un incremento de las opciones del consumidor».
¿Y qué pensaba Gates cuando veía a Jobs, con su estrategia de plataformas cerradas, lanzarse a la batalla contra Google igual que hiciera con Microsoft veinticinco años antes? «Hay algunos beneficios derivados de tener un sistema más cerrado, sobre todo en cuanto al grado de control que mantienes sobre la experiencia del usuario, y está claro que en ocasiones Apple se ha aprovechado de ello», me contó Gates. Pero añadió que, al negarse a ofrecer licencias del iOS, Apple les había ofrecido a competidores como el Android la posibilidad de alcanzar un volumen mayor. Además, señaló que la competencia entre diferentes aparatos y fabricantes da como resultado más alternativas para los consumidores y una mayor innovación. «No todas estas compañías se dedican a construir pirámides junto al Central Park —señaló, burlándose de la tienda Apple de la Quinta Avenida—. Muchas tratan de crear productos innovadores basados en la competitividad y así ganar más clientes». Gates señaló que muchas de las mejoras de los ordenadores personales se produjeron porque los usuarios tenían diferentes alternativas. Aquello acabaría por ocurrir en el mundo de los dispositivos móviles. «Al final, creo que los sistemas abiertos acabarán por triunfar, pero es cierto que yo me he criado con esa cultura. A largo plazo, todo ese asunto de la coherencia no se sostiene».
Pero Jobs sí creía en «ese asunto de la coherencia». Su fe en un entorno controlado y cerrado permanecía inalterable, incluso mientras el Android iba haciéndose con una mayor cuota de mercado. «Google afirma que nosotros ejercemos más control que ellos, que nuestro sistema es cerrado y el suyo abierto —clamó cuando le conté lo que había dicho Schmidt—. Pues mira los resultados: Android es un desastre. Tiene diferentes tamaños de pantalla y distintas versiones, cuenta con más de un centenar de permutaciones». Incluso si la táctica de Google acababa por permitirle hacerse con el control del mercado, a Jobs le parecía repulsiva. «Me gusta responsabilizarme de toda la experiencia del usuario. No lo hacemos para ganar dinero. Lo hacemos porque queremos crear grandes productos, y no una basura como Android».
FLASH, LA APP STORE Y EL CONTROL
La insistencia de Jobs en mantener un control absoluto se puso también de manifiesto en otras batallas. Cuando atacó a Google en la reunión de empleados, también acusó a Flash, la plataforma de gráficos de Adobe para páginas web, de ser un agotador de baterías «lleno de errores» y fabricado por «holgazanes». Aseguró que el iPod y el iPhone nunca serían compatibles con Flash. «Flash es un ejemplo de tecnología barata con un rendimiento mediocre y gravísimos problemas de seguridad», me dijo más tarde, esa misma semana.
Llegó incluso a prohibir las aplicaciones que empleaban un compilador creado por Adobe para traducir el código de Flash y hacerlo compatible con el iOS de Apple. Jobs despreciaba el uso de compiladores que permitían a los desarrolladores escribir su código una sola vez y después transportarlo a diferentes sistemas operativos. «Permitir que Flash se traslade a diferentes plataformas significa que todos los elementos se vuelven más tontos hasta llegar al mínimo común denominador —afrimó—. Invertimos un gran esfuerzo en hacer que nuestra plataforma fuera mejor, y el desarrollador no aprovecha ninguna de sus ventajas si Adobe solo utiliza las funciones comunes a todas las plataformas. Así pues, decidimos que queríamos que los desarrolladores se aprovecharan de nuestras particularidades, sin duda mejores, para que sus aplicaciones dieran resultados más positivos en nuestra plataforma que en cualquier otra». En eso tenía razón. Perder la capacidad de distinguir a las plataformas de Apple —y permitir que se convirtieran en productos intercambiables, como los dispositivos de Hewlett-Packard y Dell— habría supuesto la muerte de la empresa.
Pero había también un motivo más personal. Apple había invertido en Adobe en 1985 y, juntas, las dos compañías habían promovido la revolución del mundo de la autoedición. «Yo ayudé a poner a Adobe en el mapa», recordaba Jobs. En 1999, tras su regreso a Apple, le había pedido a Adobe que comenzara a adaptar su software de edición de vídeo y algunos otros productos para el iMac y su nuevo sistema operativo, pero Adobe se había negado. Se centraron en fabricar productos para Windows. Poco después, su fundador, John Warnock, se retiró. «El alma de Adobe desapareció cuando se fue Warnock —señaló Jobs—. Él era el inventor, la persona con la que yo me relacionaba. Desde entonces solo ha habido una sucesión de tipos trajeados, y la compañía se ha ido al garete».
Cuando los defensores de Adobe y distintos blogueros partidarios de la tecnología Flash atacaron a Jobs por ser demasiado controlador, este decidió escribir y publicar una carta abierta. Bill Campbell, su amigo y miembro del consejo, fue a su casa para repasarla. «¿Suena como si le estuviera echando todas las culpas a Adobe?», le preguntó a Campbell. Este respondió: «No, son los hechos. Tú ponlos ahí». La mayor parte de la carta se centraba en los fallos técnicos del Flash, pero, a pesar de los consejos de Campbell, Jobs no pudo resistir la tentación de desahogarse al final con respecto a la problemática historia que compartían ambas compañías. «Adobe fue el último gran desarrollador en adaptarse completamente al Mac OS X», señaló.
A finales de ese mismo año Apple acabaría por eliminar algunas de sus restricciones sobre compiladores que permitían el cruce entre plataformas, y Adobe pudo presentar una herramienta de creación de animaciones Flash que aprovechaba las características principales del sistema operativo iOS de Apple. Aquella fue una guerra implacable, pero Jobs contaba con mejores argumentos. Al final, todo aquello sirvió para forzar a Adobe y a otros desarrolladores de compiladores a que hicieran un mejor uso de la interfaz del iPhone y el iPad y de sus especiales características.
Más difícil fue para Jobs la controversia generada en torno al deseo de Apple de mantener un estricto control sobre las aplicaciones que podían descargarse en el iPhone y el iPad. Resultaba algo lógico protegerse frente a las aplicaciones que contenían virus o que violaban la confidencialidad de los usuarios; y tenía sentido, al menos desde un punto de vista empresarial, evitar la inclusión de aplicaciones que llevaran a los usuarios a otras páginas web para comprar suscripciones a diferentes servicios, en lugar de hacerlo a través de la tienda iTunes. Sin embargo, Jobs y su equipo fueron más allá. Decidieron prohibir cualquier aplicación que difamara a otras personas, que resultara políticamente comprometida o que fuera considerada pornográfica por el equipo de censores de Apple.
El problema de ejercer de niñera quedó de manifiesto cuando Apple rechazó una aplicación que daba acceso a las viñetas políticas de Mark Fiore, con el argumento de que sus ataques a la política de la administración de George Bush sobre la tortura violaban la restricción contra la difamación. La decisión salió a la luz pública y fue motivo de escarnio cuando Fiore ganó el premio Pulitzer en 2010 por sus caricaturas editoriales. Apple tuvo que echarse atrás y Jobs presentó una disculpa pública. «Somos culpables de los errores cometidos —declaró—. Lo estamos haciendo lo mejor que podemos y aprendiendo todo lo rápido que podemos, pero pensábamos que esta norma tenía sentido».
Aquello fue algo más que un error. Esa maniobra daba cuerpo al fantasma de Apple como la empresa que controlaba las aplicaciones que podíamos ver y leer, al menos si queríamos utilizar un iPad o un iPhone. Parecía que Jobs se arriesgaba a convertirse en el Gran Hermano orwelliano que tan alegremente había destruido en el anuncio del Macintosh en 1984. Decidió tomarse en serio aquel asunto. Un día llamó a Tom Friedman, columnista del New York Times, para hablar de cómo podían marcar algunos límites sin parecer censores. Le pidió a Friedman que encabezara un grupo de asesores para presentar algunas propuestas. Sin embargo, el editor del periódico para el que éste trabajaba afirmó que aquello supondría un conflicto de intereses, así que el comité nunca llegó a formarse.
La prohibición de la pornografía también constituyó una fuente de problemas. «Creemos que tenemos la responsabilidad moral de mantener el porno fuera del iPhone —señaló Jobs en un correo a uno de sus clientes—. El que quiera porno puede comprarse un Android».
Todo aquello condujo a un intercambio de mensajes de correo electrónico con Ryan Tate, redactor de la página web de cotilleos tecnológicos Valleywag. Mientras tomaba un cóctel de menta y coñac una tarde, Tate envió un mensaje a sjobs@apple.com en el que arremetía contra el estricto control de Apple sobre qué aplicaciones aprobaba. «Si Dylan tuviera hoy veinte años, ¿qué pensaría de tu compañía? —le preguntaba Tate—. ¿Pensaría que el iPad tiene la más mínima relación con la “revolución”? Las revoluciones tienen que ver con la libertad».
Para su sorpresa, Jobs le respondió unas horas más tarde, después de medianoche. «Sí —contestó—. Libertad ante los programas que roban tus datos privados. Libertad ante los programas que agotan tus baterías. Libertad ante el porno. Sí, libertad. Los tiempos están cambiando, y algunos usuarios tradicionales de ordenadores personales sienten que su mundo está yéndoseles de las manos, y así es».
En su réplica, Tate expuso algunas de sus opiniones sobre el Flash y otros temas, y después regresó al asunto de la censura. «¿Y sabes qué? Yo no quiero ninguna “libertad ante el porno”. ¡El porno está bien! Y creo que mi esposa estaría de acuerdo conmigo».
«A lo mejor te preocuparás más por el porno cuando tengas hijos —repuso Jobs—. Esto no tiene que ver con la libertad, sino con el hecho de que Apple está tratando de hacer lo correcto para sus usuarios». Al final, añadió una última pulla: «Por cierto, ¿qué has creado tú que sea tan genial? ¿Has fabricado algo o te limitas a criticar el trabajo de los demás y a menospreciar sus motivaciones?».
Tate reconoció estar impresionado. «Pocos consejeros delegados acceden a discutir cara a cara con clientes y blogueros de esta forma —escribió—. Jobs merece un gran reconocimiento por romper el molde del típico ejecutivo norteamericano, y no solo porque su compañía fabrique productos claramente superiores: Jobs no solo construyó y reconstruyó su empresa en torno a algunas firmes opiniones sobre la vida digital, sino que está dispuesto a defenderlas en público. Con vigor. Con rotundidad. A las dos de la mañana de un fin de semana». Muchos miembros de la blogosfera se mostraron de acuerdo y enviaron mensajes a Jobs en los que alababan su espíritu batallador. Jobs también estaba orgulloso; me reenvió su discusión con Tate y algunos de los elogios recibidos.
Aun así, había algo un tanto preocupante en el hecho de que Apple decidiera que sus clientes no debían ver caricaturas políticas controvertidas o, ya puestos, pornografía. La página web humorística eSarcasm.com lanzó una campaña llamada: «Sí, Steve, yo quiero porno». «Somos unos bellacos sucios y obsesionados con el sexo que necesitan acceso a toda esa inmundicia las veinticuatro horas del día —decía la página web—. Será eso o que nos gusta la idea de una sociedad abierta y sin censura, en la que ningún tecnodictador decide lo que podemos o no podemos ver».
Jobs y Apple se encontraban por aquel entonces inmersos en una batalla legal con una web afiliada a Valleywag, Gizmodo, que se había hecho con una versión de prueba del iPhone 4, todavía no a la venta, y que un desafortunado ingeniero de la compañía se había dejado en un bar. Cuando la policía, a instancias de la reclamación de Apple, registró la casa del periodista implicado, se planteó la pregunta de si la obsesión por el control y la arrogancia habían ido de la mano.
El presentador Jon Stewart era un amigo de Jobs y un entusiasta de Apple. De hecho, Jobs lo había visitado en privado en febrero cuando viajó a Nueva York para reunirse con los ejecutivos de diferentes medios de comunicación. Sin embargo, aquello no evitó que Stewart lo convirtiera en blanco de su sátira en The Daily Show. «¡Se suponía que la cosa no iba a acabar así! ¡Se suponía que el malo iba a ser Microsoft!», comentó Stewart solo medio en broma. A su lado podía leerse la palabra «cAPPullos». «Tíos, vosotros erais los rebeldes, los marginados. Pero ahora os estáis convirtiendo en miembros del sistema. ¿Os acordáis de 1984, cuando teníais esos anuncios fantásticos en los que derrocabais al Gran Hermano? ¡Tíos, miraos en el espejo!».
A finales de aquella primavera, el asunto se había convertido en tema de debate entre miembros del consejo. «Hay una cierta arrogancia en ello —me dijo Art Levinson en el transcurso de una comida justo después de plantear la cuestión durante una reunión—. Tiene que ver con la personalidad de Steve. Suele reaccionar de forma visceral y defender sus convicciones con gran fuerza». Esa arrogancia estaba bien cuando Apple era el aspirante batallador. Pero ahora Apple se había hecho con el control del mercado de los móviles. «Necesitamos realizar la transición para convertirnos en una gran compañía y enfrentarnos al problema de nuestro orgullo desmedido», afirmó Levinson. Al Gore también abordó el asunto en las reuniones del consejo. «El contexto en el que se encuentra Apple está cambiando enormemente —afirmó—. Ya no se trata de lanzar martillos contra el Gran Hermano. Ahora Apple es una empresa grande, y la gente cree que resulta arrogante». Jobs se ponía a la defensiva cuando se planteaba la cuestión. «Todavía se está haciendo a la idea —comentó Gore—. Se le da mejor ser el aspirante rebelde que el gigante humilde».
Jobs tenía poca paciencia para ese tipo de charlas. En aquel momento me explicó que la razón por la que Apple era objeto de críticas era que «las compañías como Google y Adobe están contando mentiras sobre nosotros, tratando de destruirnos». ¿Qué pensaba sobre las insinuaciones de que el comportamiento de Apple podía parecer arrogante en ocasiones? «Eso no me preocupa —contestó—, porque no somos arrogantes».
«ANTENAGATE»: DISEÑO CONTRA INGENIERÍA
En muchas empresas de productos de consumo existe una cierta tensión entre los diseñadores, que quieren que el producto tenga un aspecto bonito, y los ingenieros, que necesitan asegurarse de que cumple con los requisitos funcionales. En Apple, donde Jobs llevaba hasta el límite tanto el diseño como la ingeniería, esa tensión era todavía mayor.
Cuando Jobs y Jony Ive, el director de diseño, se convirtieron en conspiradores creativos allá por 1997, tendían a considerar los reparos de los ingenieros como la prueba de una actitud derrotista que había que superar. Su fe en el hecho de que un diseño impresionante podía fomentar hazañas sobrehumanas de ingeniería se veía reforzada por el éxito del iMac y del iPod. Cuando los ingenieros aseguraban que algo no podía hacerse, Ive y Jobs los forzaban a intentarlo, y normalmente lograban lo que se proponían. Sin embargo, había algunos problemillas de vez en cuando. El iPod nano, por ejemplo, tenía tendencia a sufrir arañazos, porque a Ive le parecía que añadir una cubierta transparente dañaría la pureza del diseño. Pese a todo, aquello no solía pasar a mayores.
Cuando llegó la hora de diseñar el iPhone, los deseos de Ive en cuanto al estilo se toparon con una ley fundamental de la física que no podía cambiarse ni siquiera con un campo de distorsión de la realidad. El metal no es un buen material para colocarlo al lado de una antena. Tal y como demostró Michael Faraday, las ondas electromagnéticas fluyen alrededor de la superficie del metal sin atravesarlo. Así, una cubierta de metal en torno a un teléfono puede crear lo que se conoce como una «jaula de Faraday», una estructura que atenúa las señales que entran o salen de ella. El prototipo para el primer iPhone contaba con una banda de plástico en la parte inferior, pero Ive pensaba que aquello arruinaría la integridad del diseño y pidió que se colocase una cinta de aluminio alrededor de todo el dispositivo. Una vez demostrado que aquella idea funcionaba, Ive diseñó el iPhone 4 con una banda de acero. El acero ofrecería apoyo estructural, le daría un aspecto muy elegante y actuaría como parte de la antena del teléfono.
Aquello planteaba algunos desafíos importantes. Para que funcionase como antena, el borde de acero tenía que contar con una diminuta fisura que interrumpiera su continuidad. Sin embargo, si una persona cubría esa franja con un dedo o con la palma sudorosa de la mano, podía perderse la señal. Los ingenieros sugirieron que se añadiese una capa transparente sobre el metal para evitarlo, pero Ive volvió a decretar que aquello desmerecería el aspecto del metal pulido. El problema se planteó ante Jobs en varias reuniones, pero él creyó que los ingenieros estaban quejándose por gusto. Les dijo que podrían conseguir que funcionara, y lo lograron.
Y funcionaba, casi a la perfección. Pero no completamente a la perfección. Cuando el iPhone 4 salió a la venta en junio de 2010, tenía un aspecto impresionante, pero pronto quedó de manifiesto un problema: si sujetabas el teléfono de una determinada manera, y especialmente si lo hacías con la mano izquierda de forma que la palma de la mano cubriera la diminuta franja que interrumpía la continuidad del borde de acero, podía haber problemas. Aquello ocurría tal vez en una llamada de cada cien. Como Jobs insistía en mantener en secreto los productos aún no lanzados al mercado (incluso el teléfono que se dejaron en un bar y que acabó en manos de Gizmodo tenía una cubierta falsa alrededor), el iPhone 4 no pasó por las pruebas de uso a las que se someten la mayoría de los dispositivos electrónicos. Así pues, el fallo no se descubrió hasta después de que hubiera comenzado la masiva oleada de compras. «La pregunta es si las maniobras combinadas de hacer que el diseño prevalezca sobre la ingeniería, por un lado, y la política de secretismo absoluto en torno a los productos no comercializados, por otro, ayudaron a Apple —comentó después Tony Fadell—. En general, yo diría que sí, pero cuando el poder no se somete a un cierto control el resultado no es bueno, y eso es lo que ocurrió en este caso».
Si no se hubiera tratado del iPhone 4 de Apple, un producto que tenía cautivado a todo el mundo, el asunto de algunas llamadas de más que se cortaban no habría llegado a las noticias. Sin embargo, aquello pasó a conocerse como el «Antenagate», y llegó a su punto culminante a principios de julio, cuando la revista Consumer Reports llevó a cabo algunas pruebas rigurosas y concluyó que no podía recomendar el iPhone 4 a causa de su problema con la antena.
Jobs se encontraba con su familia en Kona Village, en Hawai, cuando surgió el problema. Al principio se puso a la defensiva. Art Levinson se mantenía constantemente en contacto con él por teléfono, y Jobs insistía en que el conflicto se debía a que Google y Motorola estaban fomentando una campaña en su contra. «Quieren destruir Apple», declaró.
Levinson le rogó que mostrara un poco de humildad. «Vamos a tratar de averiguar si hay algún problema», propuso. Cuando volvió a mencionar la percepción de que Apple podía parecer arrogante, a Jobs no le hizo ninguna gracia. Aquello se oponía a su visión binaria del mundo, en la que todo se dividía en blanco y negro, bueno y malo. En su opinión, Apple era una compañía de principios. Si los demás no podían verlo, era culpa suya, y no era motivo para que su empresa tuviera que afectar humildad.
La segunda reacción de Jobs fue el dolor. Se tomó muy a pecho las críticas y empezó a angustiarse terriblemente. «En el fondo, él no crea productos que en su opinión sean ostensiblemente malos, a diferencia de algunos pragmáticos radicales de este negocio —comentó Levinson—. Así pues, si cree que tiene razón, se limitará a seguir adelante, y no a cuestionar su propia postura». Levinson le rogó que no se deprimiera, pero Jobs lo hizo. «A la mierda, no vale la pena», le dijo. Al final, Tim Cook logró sacarlo de su letargo. Citó a alguien que había afirmado que Apple se estaba convirtiendo en la nueva Microsoft por ser displicente y arrogante. Al día siguiente, Jobs cambió de actitud. «Vamos a llegar al fondo de este asunto», anunció.
Cuando la compañía AT&T reunió los datos sobre las llamadas cortadas, Jobs se dio cuenta de que había un problema, aunque fuera menor de lo que la gente estaba haciendo ver. Así pues, se embarcó en un avión para regresar desde Hawai. Sin embargo, antes de partir, realizó un par de llamadas telefónicas. Había llegado la hora de recurrir a un par de viejos amigos de confianza, hombres sabios que habían estado con él durante los primeros días del Macintosh, treinta años antes.
La primera llamada fue para Regis McKenna, el gurú de las relaciones públicas. «Voy a volver de Hawai para hacerme cargo del problema de las antenas, y necesito contrastar contigo algunas cosas», anunció Jobs. Decidieron reunirse en la sala de juntas de Cupertino a las 13:30 del día siguiente. La segunda llamada fue para el publicista Lee Clow. Había tratado de apartarse de la cuenta de Apple, pero a Jobs le gustaba contar con él. También convocó a su colega James Vincent.
Además, Jobs decidió llevarse consigo desde Hawai a su hijo Reed, que por aquel entonces se encontraba en el último año del instituto. «Voy a participar en reuniones durante las veinticuatro horas durante unos dos días y quiero que asistas a todas ellas porque vas a aprender más cosas en este tiempo de lo que aprenderías en dos años estudiando empresariales —le dijo—. Vas a estar en una sala con la mejor gente del mundo, que van a tomar decisiones muy duras, y podrás conocer todos los pormenores del asunto». A Jobs se le nublaba la vista cuando recordaba aquella experiencia. «Volvería a pasar por todo aquello a cambio de la oportunidad de que él me viera trabajar —afirmó—. Pudo ver lo que hace su padre».
Se les unió Katie Cotton, una mujer firme y jefa de relaciones públicas de Apple, además de otros siete de los principales ejecutivos de la empresa. La reunión se prolongó toda la tarde. «Fue una de las mejores reuniones de mi vida», señaló Jobs después. Comenzó por exponer todos los datos que habían reunido. «Aquí están los hechos. ¿Qué vamos a hacer al respecto?».
McKenna fue el más directo y desapasionado de todos. «Simplemente, cuéntales a todos la verdad, enséñales los datos —sugirió—. No te muestres arrogante, pero sí firme y confiado». Otros, incluido Vincent, trataron de animar a Jobs para que adoptara un tono de disculpa, pero McKenna se opuso. «No entres en la rueda de prensa con el rabo entre las piernas —le aconsejó—. Deberías limitarte a decir: “Los teléfonos no son perfectos y nosotros no somos perfectos. Somos humanos y lo hacemos lo mejor que podemos. Aquí están los datos que lo demuestran”». Aquella pasó a ser la estrategia adoptada. Cuando la discusión se desvió hacia el tema de la arrogancia, McKenna insistió en que no debía preocuparse demasiado. «No creo que dé resultado tratar de hacer parecer humilde a Steve —explicó después—. Como afirma el propio Steve cuando habla de sí mismo: “Lo que ves es lo que hay”».
En la rueda de prensa de aquel viernes, celebrada en el auditorio de Apple, Jobs siguió los consejos de McKenna. No imploró piedad ni se disculpó, pero logró calmar la situación demostrando que Apple había comprendido cuál era el fallo y que iban a tratar de ponerle remedio. A continuación, cambió el curso de la discusión y afirmó que todos los teléfonos móviles tenían algunos problemas. Después me comentó que creía que había sonado «demasiado irritado» en su discurso, pero en realidad consiguió alcanzar un tono que era a la vez objetivo y directo. Plasmó todo el mensaje en cuatro frases claras y concisas: «No somos perfectos. Los teléfonos no son perfectos. Todos lo sabemos. Pero queremos hacer felices a nuestros usuarios».
Anunció que, si alguien no estaba satisfecho, podría devolver su teléfono (la tasa de devoluciones resultó ser del 1,7%, menos de un tercio respecto al iPhone 3GS y la mayoría de los otros teléfonos) o pasar a recibir una cubierta antigolpes de Apple completamente gratis. A continuación enseñó datos que demostraban que otros teléfonos móviles tenían problemas similares. Aquello no era completamente cierto. El diseño de la antena de Apple hacía que su rendimiento fuera ligeramente inferior al de la mayoría de los teléfonos, incluidas las versiones anteriores del propio iPhone. No obstante, también era cierto que todo el frenesí mediático en torno a las llamadas cortadas del iPhone 4 se había extralimitado. «Este asunto ha llegado a unos límites tan desproporcionados que parece increíble», afirmó. En lugar de mostrarse consternados al ver que no suplicaba perdón ni ordenaba la retirada de sus teléfonos del mercado, la mayoría de los clientes se dieron cuenta de que tenía razón.
La lista de espera para hacerse con el teléfono, agotado por entonces, pasó de dos a tres semanas. Aquel siguió siendo el producto que más rápido se había vendido en la historia de la compañía. El debate mediático se centró en la cuestión de si Jobs tenía razón al afirmar que otros smartphones presentaban los mismos problemas con la antena. Aunque la respuesta fuera negativa, resultaba más fácil enfrentarse a aquel asunto que al que discutía si el iPhone 4 era una porquería defectuosa.
Algunos observadores de los medios de comunicación se mostraron incrédulos. «En una virtuosa demostración de tácticas evasivas, rectitud y sinceridad herida, Steve Jobs escapó airoso el otro día al salir al escenario para negar el problema, desestimar las críticas y repartir las culpas entre otros fabricantes de smartphones —escribió Michael Wolff, de newser.com—. Esto muestra unos niveles de marketing moderno, maquillaje corporativo y gestión de crisis ante los que solo cabe preguntarse con estupefacta incredulidad y sobrecogimiento: “¿Cómo han podido salirse con la suya?”. O, más concretamente, “¿Cómo ha podido él salirse con la suya?”». Wolff lo atribuía al cautivador efecto que causaba Jobs por ser «el último individuo carismático». Otros consejeros delegados estarían ofreciendo humildísimas disculpas y asumiendo retiradas del mercado masivas de sus productos, pero a Jobs no le hizo falta. «Su aspecto adusto y esquelético, su absolutismo, su porte eclesiástico y la idea de su relación con el mundo de lo sagrado dan resultado, y en este caso le han concedido el privilegio de decidir de forma magistral qué cosas son importantes y cuáles resultan triviales».
Scott Adams, el creador de la tira cómica «Dilbert», también se mostró incrédulo, aunque su postura era de una admiración mucho mayor. Escribió una entrada en su blog unos días más tarde (que Jobs difundió orgulloso por correo electrónico) en la que se maravillaba acerca de cómo aquella «maniobra de autoridad moral» de Jobs estaba destinada a ser objeto de estudio como un nuevo estándar en las relaciones públicas. «La respuesta de Apple al problema del iPhone 4 no se ajustó a las normas dictadas por el libro de las relaciones públicas, porque Jobs decidió reescribir ese libro —afirmó Adams—. Si quieres saber qué aspecto tiene la genialidad, estudia las palabras de Jobs». Al señalar directamente que los teléfonos no son perfectos, Jobs cambió el contexto de la discusión con una afirmación indiscutible. «Si Jobs no hubiera cambiado de contexto para dejar de hablar del iPhone 4 y pasar a tratar de todos los smartphones en general, yo podría haber dibujado una hilarante tira cómica sobre un producto con una fabricación tan defectuosa que no funciona si entra en contacto con una mano humana. Sin embargo, en cuanto el contexto se traslada a la afirmación de que “todos los smartphones tienen problemas” desaparece la oportunidad de crear humor. No hay nada que asesine al humor tanto como una verdad general y aburrida».
AQUÍ VIENE EL SOL
Había unos cuantos asuntos que debían quedar resueltos para que Steve Jobs pudiera considerar su carrera completa. Entre ellos se encontraba el de poner fin a la guerra de los Treinta Años que mantenía con el grupo al que adoraba, los Beatles. Apple había llegado a un acuerdo en 2007 para acabar con la batalla de marcas con Apple Corps, la empresa de los Beatles, que había demandado por primera vez a la recién estrenada compañía informática por el uso de su nombre en 1978. Sin embargo, aquello no bastó para que los Beatles entraran en la tienda iTunes. El grupo seguía siendo el último gran impedimento, especialmente porque no había llegado a un acuerdo con la discográfica EMI, que poseía los derechos de la mayoría de sus canciones, acerca de cómo gestionar los derechos digitales de las mismas.
En el verano de 2010, los Beatles y EMI habían solucionado sus conflictos y se celebró una cumbre con cuatro asistentes en la sala de juntas de Cupertino. Jobs y su vicepresidente para la tienda iTunes, Eddy Cue, fueron los anfitriones ante Jeff Jones, que defendía los intereses de los Beatles, y Roger Faxon, el responsable de EMI. Ahora que los Beatles estaban listos para entrar en la era digital, ¿qué podía ofrecer Apple para que aquel acontecimiento histórico resultara más especial? Jobs llevaba mucho tiempo esperando aquel día. De hecho, su equipo publicitario —Lee Clow y James Vincent— y él habían preparado algunos anuncios falsos tres años antes, cuando planeaban su estrategia para lograr que los Beatles se unieran a ellos.
«Steve y yo pensamos en todas las cosas que podríamos hacer», recordaba Cue. Eso incluía ocupar la página principal de la tienda iTunes, comprar espacios en las vallas publicitarias para mostrar las mejores fotografías del grupo y emitir una serie de anuncios de televisión con el clásico estilo de Apple. La guinda del pastel consistía en ofrecer un paquete por 149 dólares que incluyera los trece álbumes de estudio de los Beatles, la recopilación en dos volúmenes titulada Past Masters y un nostálgico vídeo del concierto ofrecido en el Washington Coliseum en 1964.
Una vez que llegaron a un acuerdo sobre los puntos principales, Jobs colaboró personalmente en la elección de las fotografías para las vallas publicitarias. Cada anuncio acababa con un retrato en blanco y negro de Paul McCartney y John Lennon, jóvenes y sonrientes, dentro de un estudio de grabación y mirando una partitura. Recordaba a las viejas fotografías en las que aparecen Jobs y Wozniak contemplando una placa de circuitos de Apple. «Conseguir que los Beatles entraran en iTunes fue el punto culminante que explicaba el motivo por el que nos involucramos en el negocio de la música», afirmó Cue.