Capítulo 18

NeXT

Prometeo liberado

LOS PIRATAS ABANDONAN EL BARCO

Durante una comida en Palo Alto organizada por el presidente de la Universidad de Stanford, Donald Kennedy, Jobs se encontró sentado junto al bioquímico Paul Berg, ganador del Premio Nobel, que describió los avances que se estaban realizando en el campo de la genética y del ADN recombinante. A Jobs le encantaba aprender cosas nuevas, especialmente en aquellas ocasiones en las que sentía que la otra persona sabía más que él. Así, al regresar de Europa en agosto de 1985, mientras buscaba nuevos proyectos que emprender en su vida, llamó a Berg y le preguntó si podían volver a reunirse. Pasearon por el campus de Stanford y acabaron charlando mientras comían en una cafetería.

Berg le explicó lo difícil que era realizar experimentos en un laboratorio de biología, donde podían pasar semanas hasta acabar las pruebas y obtener un resultado. «¿Por qué no los simuláis en un ordenador? —preguntó Jobs—. Eso no solo os permitiría acabar antes con los experimentos, sino que algún día todos los estudiantes de Microbiología de primer año del país podrían jugar con el software recombinante de Paul Berg».

Berg le explicó que los ordenadores con esas capacidades eran demasiado caros para los laboratorios universitarios. «De pronto comenzó a entusiasmarse acerca de las posibilidades —comentó Berg—. Había decidido fundar una nueva empresa. Era joven y rico, y tenía que encontrar algo que hacer el resto de su vida».

Jobs ya había estado sondeando a otros académicos, preguntándoles qué elementos necesitarían en una estación de trabajo. Este era un tema que le interesaba desde 1983, cuando había visitado el departamento de informática de la Universidad de Brown para presentar el Macintosh y le dijeron que era necesaria una máquina mucho más potente para realizar cualquier experimento útil en un laboratorio académico. El sueño de los investigadores era contar con una estación de trabajo que fuera a la vez potente y personal. Como jefe del grupo del Macintosh, Jobs había iniciado un proyecto para construir una máquina así, que había sido bautizada con el nombre de «Big Mac». Iba a tener un sistema operativo UNIX, pero con la atractiva interfaz del Macintosh. Sin embargo, cuando retiraron a Jobs de su puesto de director de equipo en el verano de 1985, su sustituto, JeanLouis Gassée, canceló el proyecto Big Mac.

Cuando eso ocurrió, Jobs recibió una llamada consternada de Rich Page, que había estado preparando la disposición de chips del Big Mac. Aquella era la última de una serie de conversaciones que Jobs había estado manteniendo con empleados de Apple disgustados, todos rogándole que crease una nueva compañía y los rescatara. Los planes al respecto comenzaron a fraguarse durante el puente del Día del Trabajo, cuando Jobs habló con Bud Tribble, el jefe de software del primer Macintosh, y dejó caer la idea de crear una empresa para construir un ordenador potente pero personal. También recurrió a dos empleados del equipo del Macintosh que habían estado comentando la posibilidad de dejar su trabajo, el ingeniero George Crow y la directora financiera Susan Barnes.

Aquello dejaba una única vacante en el equipo: alguien que pudiera publicitar ese nuevo producto entre las universidades. El candidato más evidente era Dan’l Lewin, la persona que trabajaba en la oficina de Sony donde Jobs solía consultar los folletos. Jobs había contratado a Lewin en 1980, y este había conseguido coordinar una red de universidades que iban a comprar grandes cantidades de ordenadores Mac. Además de faltarle dos letras en el nombre, Lewin tenía los rasgos cincelados de Clark Kent, la pulida presencia de un estudiante de Princeton y la elegancia de uno de los miembros más destacados del equipo de natación de dicha universidad. A pesar de sus diferentes procedencias, Jobs y él compartían un vínculo: Lewin había redactado su tesis en Princeton sobre Bob Dylan y el liderazgo carismático, y algo sabía Jobs de ambos temas.

El consorcio universitario de Lewin había llegado como caído del cielo para el equipo del Macintosh, pero el proyecto se vio frustrado cuando Jobs se fue y Bill Campbell reorganizó el departamento de marketing de forma que se reducía el papel de las ventas directas a las universidades. Lewin había estado pensando en llamar a Jobs cuando, ese puente del Día del Trabajo, Jobs lo llamó a él, así que fue a la mansión sin amueblar de Jobs y ambos dieron un paseo mientras discutían la posibilidad de crear una nueva compañía. Lewin estaba entusiasmado, aunque no listo para comprometerse. Iba a viajar a Austin con Bill Campbell la semana siguiente, y quería esperar hasta entonces para tomar una decisión.

Lewin le dio una respuesta al regresar de Austin: podía contar con él. La noticia llegó justo a tiempo para la reunión del consejo de Apple del 13 de septiembre. Aunque Jobs era todavía oficialmente el presidente del consejo, no había asistido a ninguna de las reuniones desde que lo apartaron de su puesto anterior. Llamó a Sculley, le dijo que iba a asistir y le pidió que añadiera un punto al final del orden del día para un «informe del presidente». No le contó de qué trataba, y Sculley pensó que sería una crítica a la última reorganización de la empresa. En vez de eso, Jobs describió sus planes para crear una nueva compañía. «He estado pensándolo mucho, y ha llegado la hora de seguir con mi vida —comenzó—. Es obvio que debo hacer algo. Tengo treinta años». A continuación recurrió a algunas notas que había preparado para detallar su plan de construir un ordenador destinado al mercado de la educación superior. Prometió que la nueva compañía no sería competidora de Apple y que solo se llevaría consigo a un puñado de trabajadores no esenciales para esta última. Se ofreció a dimitir como presidente de Apple, pero expresó sus esperanzas de que pudieran trabajar juntos. Sugirió que Apple podría querer comprar los derechos de distribución de su producto o venderle licencias de uso del software del Macintosh.

Mike Markkula se mostró herido ante la posibilidad de que Jobs fuera a contratar personal de Apple.

«¿Por qué habrías de llevarte a ninguno de ellos?», le preguntó. «No te alteres —lo tranquilizó Jobs—. Se trata de personal de las escalas más bajas al que no echaréis de menos, y ellos pensaban irse de todas formas».

El consejo pareció en un primer momento dispuesto a desearle todo lo mejor a Jobs en su nueva aventura. Tras una discusión privada, los consejeros llegaron incluso a proponer que Apple invirtiera en un 10% de la nueva compañía y que Steve permaneciera en el consejo.

Esa noche, Jobs y sus cinco piratas rebeldes volvieron a reunirse en su casa para cenar. Jobs se mostraba a favor de aceptar la inversión de Apple, pero los demás lo convencieron de que no era una buena idea. También coincidieron en que sería mejor que todos dimitieran a la vez y de inmediato para que la ruptura fuera limpia y clara.

Así pues, Jobs le envió una carta formal a Sculley para informarle de los cinco empleados que iban a marcharse, la firmó con su caligrafía de trazos finos y se dirigió a Apple a primera hora de la mañana siguiente para entregársela antes de la reunión de personal de las 7:30 de la mañana.

«Steve, esta gente no pertenece a las escalas más bajas», lo acusó Sculley cuando acabó de leer la carta. «Bueno, es gente que iba a dimitir de todas formas —replicó Jobs—. Van a entregar sus cartas de dimisión hoy a las nueve de la mañana».

Desde el punto de vista de Jobs, había sido sincero. Las cinco personas que abandonaban el barco no eran directores de ningún departamento ni miembros del equipo ejecutivo de Sculley. De hecho, todos se habían sentido menospreciados por la nueva organización de la compañía. Sin embargo, desde la perspectiva de Sculley, se trataba de jugadores importantes: Page era socio de la empresa, y Lewin resultaba fundamental para el mercado de la educación superior. Además, todos conocían los planes del Big Mac, y aunque el proyecto se hubiera cancelado, aquella información seguía siendo propiedad de Apple. Pero Sculley se mostró confiado, al menos por el momento. En lugar de discutir sobre aquel asunto, le preguntó a Jobs si pensaba quedarse en el consejo. Jobs respondió que se lo pensaría.

Sin embargo, cuando Sculley apareció en la reunión de personal de las 7:30 de la mañana y les contó a sus principales ejecutivos quiénes iban a dimitir, se originó un gran alboroto. Muchos pensaron que Jobs había roto sus compromisos como presidente y que estaba mostrando una sorprendente deslealtad hacia la empresa. «Deberíamos denunciarlo como el impostor que es para que la gente deje de adorarlo como a un mesías», gritó Campbell, según afirma Sculley.

Campbell reconoció que, aunque después se convirtió en un gran defensor de Jobs y en uno de sus valedores en el consejo de administración, aquella mañana estaba que echaba chispas. «Joder, estaba furioso, especialmente cuando supe que se llevaba a Dan’l Lewin —afirmó—. Lewin había forjado una relación con las universidades. Siempre estaba quejándose acerca de lo duro que era trabajar con Steve, y de pronto va y se marcha». De hecho, Campbell estaba tan enfadado que abandonó la reunión para llamar a Lewin a su casa. Cuando su esposa le dijo que estaba en la ducha, Campbell contestó: «Esperaré». Unos minutos más tarde, ella anunció que su marido seguía en la ducha, y Campbell respondió de nuevo: «Esperaré». Cuando Lewin se puso por fin al aparato, Campbell le preguntó si era cierto que dimitía. Lewin reconoció que así era. Campbell no dijo nada y colgó el teléfono.

Tras sentir la cólera de su equipo directivo, Sculley sondeó a los miembros del consejo. Ellos, a su vez, también sentían que Jobs los había engañado al afirmar que no iba a llevarse consigo a empleados importantes. Arthur Rock estaba especialmente enfadado. Aunque había apoyado a Sculley durante el enfrentamiento del Día de los Caídos, había sido capaz de reparar su relación paternofilial con Jobs. Una semana antes lo había invitado a que fuera con su novia, Tina Redse, hasta San Francisco, para que él y su esposa pudieran conocerla. Los cuatro disfrutaron de una agradable cena en la casa de Rock, en Pacific Heights. En aquel momento, Jobs no mencionó la nueva empresa que estaba creando, así que Rock se sintió traicionado cuando se enteró por Sculley. «Vino ante el consejo y nos mintió —se quejó Rock, furioso—. Nos dijo que estaba pensando en formar una nueva compañía cuando en realidad ya la había preparado. Dijo que se iba a llevar a algunos trabajadores de puestos intermedios. Resultó que eran cinco de los miembros más antiguos». Markkula, con su carácter apagado, también se mostró ofendido. «Se llevó a algunos de los principales ejecutivos, a los que había convencido en secreto antes de irse. Esa no es la forma correcta de hacer las cosas. Fue muy poco caballeroso».

Durante el fin de semana, los miembros del consejo de administración y los ejecutivos de la empresa convencieron a Sculley de que Apple tenía que declararle la guerra a su cofundador. Markkula redactó una declaración formal en la que se acusaba a Jobs de actuar «en contradicción directa con sus declaraciones de que no reclutaría a ningún miembro clave de Apple para su empresa». El texto añadía amenazante: «Estamos evaluando las posibles acciones que deben emprenderse». El Wall Street Journal citó a Bill Campbell al señalar que «estaba asombrado y sorprendido» por el comportamiento de Jobs. También aparecía una declaración anónima de otro directivo: «Nunca había visto a un grupo de gente tan furiosa en las empresas por las que he pasado a lo largo de mi vida. Todos creemos que ha tratado de engañarnos».

Jobs salió de su reunión con Sculley pensando que todo iba a ir sobre ruedas, así que no había hecho declaraciones. Sin embargo, tras leer la prensa, sintió que debía responder. Telefoneó a algunos de sus periodistas más fieles y los invitó a su casa al día siguiente para ofrecerles entrevistas privadas. A continuación llamó a Andrea Cunningham, que había gestionado sus relaciones públicas en la empresa de Regis McKenna, para que fuera a ayudarlo. «Acudí a su mansión sin amueblar en Woodside —recordaba— y me lo encontré en la cocina rodeado de sus cinco colegas, con unos cuantos periodistas esperando en el jardín de la entrada». Jobs le informó de que iba a ofrecer una rueda de prensa en toda regla y comenzó a enumerar algunos de los comentarios peyorativos que iba a incluir. Cunningham quedó horrorizada. «Esto te va a dar una imagen pésima», le dijo a Jobs. Al final, logró que cejara en su empeño. Él decidió que les entregaría a los periodistas una copia de su carta de dimisión, y limitaría cualquier comentario oficial a unas pocas declaraciones inofensivas.

Jobs había considerado la posibilidad de enviar simplemente por correo su carta de dimisión, pero Susan Barnes lo convenció de que aquello resultaría demasiado despectivo. En vez de eso, condujo hasta la casa de Markkula, donde también encontró a Al Eisenstat, consejero general de Apple. Mantuvieron una tensa conversación durante unos quince minutos y entonces Barnes tuvo que ir para a llevárselo antes de que dijese nada que luego pudiera lamentar. Jobs dejó allí la carta, que había redactado en un Macintosh e impreso con la nueva impresora LaserWriter:

17 de septiembre de 1985

Querido Mike:

Los periódicos de esta mañana hablaban de rumores según los cuales Apple está pensando en la posibilidad de apartarme de mi cargo como presidente. Desconozco cuál es la fuente de estas informaciones, pero resultan engañosas para los lectores e injustas para mí.

Recordarás que en la reunión del consejo del pasado jueves declaré que había decidido crear una nueva empresa y presenté mi dimisión como presidente.

El consejo se negó a aceptar mi dimisión y me pidió que postergase la decisión una semana. Yo accedí en vista del apoyo ofrecido por ellos con respecto a mi nueva empresa y de los indicios que apuntaban a que Apple podría invertir en ella. El viernes, después de informar a John Sculley acerca de quiénes se unirían a mí, confirmó la disposición de Apple a hablar de las áreas de posible colaboración entre ellos y mi nueva empresa.

Desde entonces, la compañía parece estar adoptando una postura hostil hacia mí y la nueva empresa. Consecuentemente, debo insistir en la aceptación inmediata de mi dimisión. […]

Como sabes, la reciente reorganización de la compañía me ha dejado sin nada que hacer y sin acceso siquiera a los informes de gestión habituales. Solo tengo treinta años y todavía quiero contribuir a alcanzar nuevos logros.

Después de lo que hemos conseguido juntos, espero que nuestra despedida sea amistosa y digna.

Atentamente,

STEVEN P. JOBS

Cuando un encargado de mantenimiento entró en el despacho de Jobs para guardar sus pertenencias en cajas, se encontró en el suelo una fotografía enmarcada. En ella se veía a Jobs y Sculley manteniendo una agradable conversación, con una dedicatoria escrita siete meses atrás: «¡Por las grandes ideas, las grandes experiencias y una gran amistad! John». El cristal del marco estaba hecho añicos. Jobs lo había arrojado contra la pared antes de marcharse. Desde ese día, nunca más volvió a dirigirle la palabra a Sculley.

Las acciones de Apple subieron un punto completo, o casi un 7%, cuando se anunció la dimisión de Jobs. «Los accionistas de la Costa Este siempre estuvieron preocupados por los bichos raros de California que dirigían la compañía —explicó el redactor de una revista sobre inversiones en tecnología—. Ahora que Wozniak y Jobs se han ido, esos accionistas respiran aliviados». Sin embargo, Nolan Bushnell, el fundador de Atari que se había divertido siendo su mentor diez años atrás, le dijo a Time que echarían mucho de menos a Jobs. «¿De dónde va a venir la inspiración de Apple? ¿Va a tener Apple ahora todo el romanticismo de una nueva marca de Pepsi?».

Después de algunos días de infructuosos esfuerzos por llegar a un acuerdo con Jobs, Sculley y el consejo de administración de Apple decidieron denunciarlo por «incumplimiento de responsabilidades fiduciarias». La demanda enumeraba sus presuntas infracciones:

A pesar de sus responsabilidades fiduciarias para con Apple, Jobs, en su calidad de presidente de el consejo de administración de Apple y directivo de Apple, y bajo una presunta lealtad hacia los intereses de Apple […]

a) planeó en secreto la formación de una empresa competidora de Apple;

b) conspiró en secreto para que dicha empresa competidora utilizara y se aprovechara injustamente de los planes de Apple para diseñar, desarrollar y comercializar productos de nueva generación; […]

c) captó en secreto a empleados clave para Apple. […]

Por aquel entonces, Jobs, dueño de 6,5 millones de acciones de Apple (el 11% de la compañía, con un valor de más de 100 millones de dólares), comenzó inmediatamente a vender sus participaciones. En menos de cinco meses se había deshecho de todas ellas salvo una, que guardó para poder asistir a las juntas de accionistas si le apetecía. Estaba furioso, y aquello quedó reflejado en su pasión por dar comienzo a lo que era, por mucho que tratara de ocultarlo, una compañía rival. «Estaba enfadado con Apple —comentó Joanna Hoffman, que trabajó brevemente para aquella nueva empresa—. Dirigirse al mercado de la educación, donde Apple era una empresa fuerte, era sencillamente un acto de desquite y mezquindad por parte de Steve. Lo estaba haciendo para vengarse».

Jobs, por supuesto, no lo veía de la misma manera. «Tampoco es que yo vaya por ahí buscando pelea», le dijo a Newsweek. Una vez más, invitó a sus periodistas favoritos a su casa de Woodside, y en esta ocasión no contaba con Andy Cunningham para que le suplicase contención. Rechazó la acusación de que hubiera captado de forma impropia a los cinco empleados de Apple. «Todos ellos me llamaron —informó al grupo de periodistas arremolinados en su salón sin amueblar—. Estaban pensando en abandonar la compañía. Apple tiene tendencia a descuidar a sus trabajadores».

Decidió colaborar con una portada en el Newsweek para poder presentar su versión de los hechos, y las entrevistas que ofreció para el reportaje resultaron muy reveladoras. «Lo que mejor se me da es encontrar un grupo de personas con talento y crear cosas con ellos —le dijo a la revista. Añadió que siempre guardaría un franco afecto por Apple—: Siempre recordaré a Apple como cualquier hombre recuerda a la primera mujer de la que se enamoró». Sin embargo, también estaba dispuesto a enfrentarse a su consejo de administración si era necesario. «Cuando alguien te llama ladrón en público, tienes que responder». La amenaza de Apple de demandarlos a él y a sus compañeros era un escándalo. También era motivo de tristeza. Demostraba que Apple ya no era una empresa confiada y rebelde. «Nadie se cree que una empresa valorada en dos mil millones de dólares y con 4.300 empleados no pueda competir con seis personas vistiendo vaqueros».

En un intento por desmentir la versión de Jobs, Sculley llamó a Wozniak para pedirle que interviniera. Wozniak nunca fue una persona manipuladora o vengativa, pero tampoco dudó nunca en hablar con sinceridad acerca de sus sentimientos. «Steve puede ser una persona ofensiva e hiriente», le dijo a Time aquella semana. Reveló que Jobs lo había llamado para que se uniera a su nueva empresa —habría sido una astuta forma de asestarle otro golpe al consejo de administración de Apple en funciones—, pero añadió que no pensaba intervenir en aquellas maniobras y no le había devuelto la llamada. Al San Francisco Chronicle le contó como Jobs había impedido que frogdesign interviniera en su proyecto de un mando a distancia con la excusa de que aquello podría entrar en conflicto con los productos de Apple. «Espero que cree grandes productos y le deseo un gran éxito, pero no puedo fiarme de su integridad», le confesó Wozniak al periódico.

POR SU CUENTA

«Lo mejor que le pudo pasar a Steve es que lo despidiéramos, que le dijéramos que no queríamos volverlo a ver», declaró posteriormente Arthur Rock. La teoría, compartida por muchos, es que aquel mal trago lo volvió más sabio y maduro. Sin embargo, en la vida nada es tan sencillo. En la compañía que fundó tras verse expulsado de Apple, Jobs pudo desarrollar sus instintos naturales, tanto los buenos como los malos. No tenía límites. El resultado fue una serie de productos espectaculares que resultaron ser enormes fracasos de ventas. Esa fue la auténtica experiencia formativa. Lo que lo preparó para el gran éxito que tuvo en el tercer tramo de su vida no fue la expulsión de Apple durante el primero, sino sus brillantes fracasos en el segundo.

El primer instinto que dejó crecer sin cortapisas fue la pasión por el diseño. El nombre que eligió para su nueva compañía era bastante directo: «Next» («Siguiente», en inglés). Para hacer que fuera más identificable, decidió que necesitaba un logotipo de primer orden, así que cortejó al mandamás de los logotipos empresariales, Paul Rand. Este diseñador gráfico de setenta y un años nacido en Brooklyn ya había creado algunos de los logotipos más conocidos del mercado, como los de la revista Esquire, IBM, la firma Westinghouse, la cadena de televisión ABC y el servicio de mensajería UPS. Por aquel entonces había firmado un contrato con IBM, y sus supervisores afirmaron que, obviamente, supondría un conflicto de intereses que diseñara la imagen de otra empresa informática, así que Jobs cogió el teléfono y llamó a John Akers, consejero delegado de IBM. No estaba en la ciudad, pero Jobs fue tan insistente que al final lo pasaron con el vicepresidente, Paul Rizzo. Tras dos días, Rizzo concluyó que era inútil resistirse a Jobs y le dio permiso a Rand para que llevara a cabo el encargo.

Rand voló a Palo Alto y estuvo allí un tiempo paseando con Jobs y escuchando su propuesta. Jobs decidió que el ordenador tendría forma cúbica. Le encantaba aquella forma, era perfecta y sencilla. Así pues, Rand decidió que el logotipo también fuera un cubo, uno inclinado con un atrevido ángulo de 28 grados. Cuando Jobs le preguntó si pensaba diseñar varias opciones para que él eligiera una, Rand aseguró que él no creaba opciones diferentes para sus clientes. «Resolveré tu problema y tú me pagarás —le dijo a Jobs—. Puedes utilizar lo que yo produzca o no, pero no presentaré varias opciones, y en cualquiera de los casos me pagarás».

Jobs admiraba aquel tipo de razonamiento. Podía sentirse identificado con él, así que propuso un trato bastante arriesgado. La compañía le haría entrega de 100.000 dólares como único pago a cambio de un único diseño. «Nuestra relación era muy clara —afirmó Jobs—. Él era un artista muy puro, pero también astuto en las negociaciones. Tenía un exterior duro, y había perfeccionado su imagen de cascarrabias, pero por dentro era como un osito de peluche». Aquel fue uno de los mayores halagos de Jobs: un artista muy puro.

Rand solo necesitó dos semanas. Regresó en avión para presentarle el resultado a Jobs en su casa de Woodside. Primero cenaron y después Rand le entregó un elegante cuaderno en el que describía el proceso mental que había seguido. En la última página, Rand presentó el logotipo, que había elegido: «Por su diseño, disposición del color y orientación, el logotipo es un estudio de contrastes —proclamaba el cuaderno—. El cubo, inclinado en un desenfadado ángulo, rebosa de la informalidad, la simpatía y la espontaneidad de un sello navideño y de la autoridad de un cuño oficial». La palabra «Next» estaba dividida en dos líneas para llenar la cara cuadrada del cubo, y solo la letra «e» iba en minúscula. Esa letra, según explicaba el cuaderno de Rand, destacaba por connotar «educación, excelencia […] e=mc2».

En ocasiones era difícil predecir cómo iba a reaccionar Jobs ante una presentación. Podía clasificarla como horrenda o como brillante, y nunca sabías cuál de las dos opciones iba a ser. Sin embargo, con un diseñador legendario como Rand, lo más probable era que aceptara la propuesta. Jobs se quedó mirando la última hoja, levantó la vista hacia Rand y entonces lo abrazó. Solo tuvieron un desacuerdo de poca importancia: el diseñador había utilizado un amarillo oscuro para la «e» del logotipo, y Jobs quería que lo cambiara por un tono amarillo más brillante y tradicional. Rand golpeó la mesa con el puño y espetó: «Llevo cincuenta años dedicándome a esto y sé lo que hago». Jobs no insistió.

La compañía no solo tenía un nuevo logotipo, sino también un nuevo nombre. Ya no era «Next», sino «NeXT». Puede que algunos no comprendieran aquella obsesión por un logotipo, y mucho menos que se pagasen 100.000 dólares por uno. Sin embargo, para Jobs significaba que NeXT llegaba a la vida con una identidad y un aspecto mundialmente reconocibles, incluso sin haber diseñado todavía su primer producto. Tal y como le había enseñado Markkula, puedes juzgar un libro por sus tapas, y una gran compañía debe ser capaz de atribuirse valores desde la primera impresión que causa. Además, el logotipo era increíblemente moderno y atractivo.

Como propina, Rand accedió a diseñar una tarjeta de visita personalizada para Jobs y le presentó un modelo lleno de color que le gustó, pero al final acabaron enzarzados en una larga y animada discusión acerca de la colocación del punto tras la «P» de «Steven P. Jobs». Rand había colocado el punto a la derecha de la «P», tal y como aparecería si se escribiera con tipos de imprenta. Steve prefería el punto desplazado a la izquierda, bajo la curva de la «P», tal y como permitía la tipografía digital. «Aquella fue una discusión bastante larga sobre un elemento relativamente pequeño», recordaba Susan Kare. En aquella ocasión, Jobs se salió con la suya.

A la hora de trasladar el logotipo de NeXT a la imagen de productos reales, Jobs necesitaba a un diseñador industrial en el que confiara. Habló con algunos candidatos, pero ninguno lo impresionó tanto como el alocado bávaro que había traído a Apple, Hartmut Esslinger, cuya empresa, frogdesign, se había instalado en Silicon Valley y que, gracias a Jobs, disfrutaba de un lucrativo contrato con su anterior empresa. Conseguir que IBM autorizase a Paul Rand a que trabajara en NeXT fue un pequeño milagro hecho posible gracias a la creencia de Jobs de que la realidad podía distorsionarse. Sin embargo, aquello había sido pan comido comparado con las probabilidades de que pudiera convencer a Apple de permitirle a Esslinger trabajar para NeXT.

Pero al menos lo intentó. A principios de noviembre de 1985, solo cinco semanas después de que Apple hubiera interpuesto una demanda contra él, Jobs escribió a Eisenstat (el consejero general de Apple que había presentado la denuncia) y le pidió el permiso correspondiente. «He hablado con Hartmut Esslinger este fin de semana y él me sugirió que te escribiera una nota en la que te cuente por qué quiero trabajar con él y con frogdesign en los nuevos productos para NeXT», afirmaba. Sorprendentemente, su argumento fundamental era que no sabía en qué estaba trabajando Apple, pero Esslinger sí. «NeXT no tiene conocimiento acerca de la evolución actual o futura de los diseños de productos de Apple, ni tampoco otras firmas de diseño con las que podemos tener relación, así que es posible que diseñemos de forma accidental productos con un aspecto similar. Resultaría beneficioso tanto para Apple como para NeXT recurrir a la profesionalidad de Hartmut para asegurarnos de que eso no ocurre». Eisenstat recordaba que quedó anonadado por la audacia de Jobs, y su respuesta fue cortante: «Ya he expresado con anterioridad mi preocupación en nombre de Apple por el hecho de que estés siguiendo una línea de negocio en la que utilizas información empresarial confidencial de Apple —escribió—. Tu carta no alivia mi inquietud en ningún sentido. De hecho, acrecienta dicho desasosiego, porque en ella afirmas que no tienes “conocimiento acerca de la evolución actual o futura de los diseños de productos de Apple”, una aseveración que no es cierta». Lo que para Eisenstat resultaba más sorprendente de toda aquella petición era que había sido el propio Jobs quien, apenas un año antes, había obligado a frogdesign a abandonar su trabajo en el proyecto del mando a distancia de Wozniak.

Jobs se dio cuenta de que, para poder trabajar con Esslinger (y por muchas otras razones), iba a tener que arreglar el asunto de la demanda interpuesta por Apple. Afortunadamente, Sculley dio muestras de buena voluntad. En enero de 1986 alcanzaron un acuerdo fuera de los tribunales en el que no hubo que compensar daños económicos. A cambio de la retirada de la demanda por parte de Apple, NeXT accedió a una serie de restricciones: su producto se comercializaría como una estación de trabajo de alta gama, se vendería directamente a centros universitarios y no saldría al mercado antes de marzo de 1987. Apple también insistió en que la máquina de NeXT «no utilizara un sistema operativo compatible con el del Macintosh», aunque cabe pensar que les habría ido mejor si hubieran insistido justo en lo contrario.

Tras el acuerdo, Jobs siguió rondando a Esslinger hasta que el diseñador decidió rebajar las condiciones de su contrato con Apple. Eso permitió, a finales de 1986, que frogdesign pudiera trabajar con NeXT. La firma insistió en tener vía libre, igual que había hecho Paul Rand. «En ocasiones hay que ponerse duro con Steve», afirmó Esslinger. Sin embargo, al igual que Rand, él era un artista, por lo que Jobs estaba dispuesto a mostrar una indulgencia que les negaba a los demás mortales.

Jobs especificó que el ordenador debía ser un cubo absolutamente perfecto, con lados de un pie de longitud (30,48 centímetros) exactamente y ángulos de noventa grados justos. Le gustaban los cubos. Comportan una cierta dignidad, pero al tiempo mantienen una ligera connotación de juguete. Sin embargo, el cubo de NeXT fue un típico ejemplo de Jobs en los que la función sigue a la forma (en lugar de al revés, como exigían la escuela de la Bauhaus y otros diseñadores funcionalistas). Las placas base, que encajaban sin problemas en las torres tradicionales, con forma de caja aplastada, tenían que reconfigurarse y apilarse para caber dentro de un cubo.

Peor todavía, la perfección del cubo lo hacía difícil de producir. La mayoría de las piezas que se crean en moldes tienen ángulos de algo más de noventa grados para que resulte más fácil extraerlas (igual que es más sencillo sacar un bizcocho de su caja si los ángulos son algo superiores a los noventa grados). Sin embargo, Esslinger decretó, con la entusiasmada aquiescencia de Jobs, que no debían utilizarse aquellos «ángulos de desmoldeo», que podrían arruinar la pureza y perfección del cubo. Así pues, los laterales tuvieron que producirse por separado, con moldes que costaron 650.000 dólares, en un taller especializado de Chicago. La pasión de Jobs por la perfección estaba fuera de control. Cuando advirtió una línea diminuta en la carcasa causada por los moldes, algo que cualquier otro fabricante de ordenadores aceptaría como inevitable, voló a Chicago y convenció al fundidor para que empezara de nuevo y lo repitiera sin fallos. «No muchos fundidores esperan que alguien tan famoso vaya en avión a verlos», señaló David Kelley, uno de los ingenieros. Jobs también ordenó que la compañía comprara una máquina lijadora de 150.000 dólares para eliminar todas las aristas en las que se unieran dos piezas diferentes. Además, Jobs insistió en que la carcasa de magnesio fuera de un negro mate, lo que hacía que cualquier marca pudiera verse con mayor facilidad.

Kelley también debía averiguar cómo lograr que funcionara el soporte de la pantalla, con su elegante curvatura, una tarea que se volvió todavía más complicada cuando Jobs insistió en que debía contar con un mecanismo que permitiera regular su inclinación. «Yo intentaba ser la voz de la razón —se quejó Kelley a Business Week—, pero cuando decía: “Steve, eso va a ser demasiado caro” o “es imposible”, llegaba su respuesta: “Eres un cobardica”. Me hacía sentir estrecho de miras». Así pues, Kelley y su equipo pasaron noches enteras tratando de averiguar cómo convertir esos caprichos estéticos en un producto utilizable. Un candidato que estaba siendo entrevistado para un puesto en el departamento de marketing observó como Jobs retiraba con gesto teatral una pieza de tela para mostrar el soporte curvado de la pantalla, con un bloque de hormigón situado en el lugar donde se colocaría algún día la pantalla. Ante la mirada atónita del visitante, Jobs demostró con entusiasmo cómo funcionaba el mecanismo regulador de la inclinación, que había patentado personalmente con su nombre.

Jobs siempre había hecho gala de su obsesión por lograr que las partes ocultas de un producto tuvieran un acabado tan cuidado como el de cualquier fachada, lo mismo que hacía su padre cuando utilizaba un trozo de buena madera para la parte trasera y oculta de un arcón. También llevó esta costumbre hasta el extremo cuando en NeXT se encontró libre de restricciones. Se aseguró de que los tornillos del interior de la máquina estuvieran recubiertos por un caro cromado, e incluso insistió en que el acabado negro mate se aplicara también al interior de la carcasa cúbica, a pesar de que solo los técnicos de reparación podrían verlo.

El periodista Joe Nocera, que por aquel entonces trabajaba en Esquire, plasmó la vitalidad de Jobs en una reunión de personal de NeXT:

No sería correcto decir que ocupó su asiento durante la reunión de personal, porque Jobs no ocupa casi ningún asiento; una de las técnicas que utiliza para controlar una situación es el movimiento puro. Tan pronto está arrodillado en la silla como repantingado en ella, o de repente se levanta de un salto y se pone a escribir en la pizarra que tiene justo tras él. No para de hacer gestos. Se muerde las uñas. Se queda mirando con una fijación enervante a cualquiera que esté hablando. Las manos, de un suave e inexplicable tono amarillento, se encuentran en constante movimiento.

Lo que más sorprendió a Nocera fue la «falta de tacto casi deliberada» de Jobs. Aquello iba más allá de una simple incapacidad para ocultar sus opiniones cuando alguien decía algo que le parecía tonto; era una predisposición consciente —e incluso un entusiasmo perverso— a aplastar a los demás, humillarlos y demostrar que él era más inteligente. Cuando Dan’l Lewin repartió un gráfico con el organigrama, por ejemplo, Jobs puso los ojos en blanco. «Estos gráficos son una mierda», declaró al fin. Aun así, todavía mostraba enormes cambios de humor, como cuando trabajaba en Apple, en torno al eje héroe-capullo. Un empleado del departamento de finanzas entró en la reunión y Jobs le dedicó toda suerte de halagos por haber hecho «un trabajo muy, muy bueno con este acuerdo». El día anterior, Jobs le había dicho: «Este acuerdo es una bazofia».

Uno de los primeros diez empleados de NeXT fue un diseñador de interiores para la primera sede de la compañía, en Palo Alto. Aunque Jobs había alquilado un edificio nuevo con un diseño agradable, hizo que lo desmontaran por completo y lo volvieran a construir. Se sustituyeron las paredes por paneles de cristal y la moqueta se cambió por un suelo de madera noble de tonos claros. El proceso se repitió cuando en 1989 NeXT se trasladó a un local de mayor tamaño en Redwood City. Aunque el edificio era completamente nuevo, Jobs insistió en que debían desplazar los ascensores para que la entrada resultara más espectacular. Como elemento central para el vestíbulo, Jobs le encargó a I. M. Pei el diseño de unas grandes escaleras que parecieran flotar en el aire. El arquitecto aseguró que no podía construirse algo así. Jobs repuso que sí se podía, y se pudo. Años más tarde, Jobs convirtió ese modelo de escaleras en un rasgo característico de las tiendas de Apple.

EL ORDENADOR

Durante los primeros meses de NeXT, Jobs y Dan’l Lewin se echaron a la carretera, a menudo acompañados por algunos de sus compañeros, para visitar diferentes universidades y recabar opiniones. En Harvard se reunieron con Mitch Kapor, el presidente de Lotus Software, y fueron a cenar al restaurante Harvest. Cuando Kapor comenzó a untar mantequilla en el pan en grandes cantidades, Jobs lo miró y preguntó: «¿Has oído hablar alguna vez del colesterol?». Kapor respondió: «Hagamos un trato. Tú te abstienes de comentar mis hábitos alimentarios y yo me abstengo de entrar en el tema de tu personalidad». Pretendía que el comentario fuera gracioso, y Lotus accedió a escribir un programa de hoja de cálculo para el sistema operativo de NeXT, pero como el propio Kapor comentó posteriormente, «las relaciones interpersonales no eran su fuerte».

Jobs quería incluir contenidos atractivos en el aparato, así que Michael Hawley, uno de los ingenieros, desarrolló un diccionario digital. Un día compró una nueva edición de las obras de Shakespeare y advirtió que un amigo suyo que trabajaba en la editorial Oxford University Press había participado en la maquetación del texto. Aquello significaba que probablemente hubiera alguna cinta magnética de almacenamiento de datos que él podía conseguir y, en ese caso, incorporar a la memoria del NeXT. «Llamé a Steve, él aseguró que aquello sería increíble y tomamos juntos un avión a Oxford». Durante un hermoso día primaveral de 1986, se reunieron en el gran edificio de la editorial en el centro de Oxford, donde Jobs hizo una oferta de 2.000 dólares más 74 centavos por cada ordenador vendido a cambio de los derechos de la edición de Oxford de las obras de Shakespeare. «Todo son ventajas para vosotros —argumentó—. Estaréis en la vanguardia de la tecnología, esto es algo que nunca se ha hecho antes». Llegaron a un acuerdo preliminar y después se fueron a jugar a los bolos y a beber unas cervezas en un pub cercano que solía frecuentar lord Byron. Para cuando saliera al mercado, el NeXT también iba a incluir un diccionario, un tesauro y el Diccionario Oxford de citas, lo cual lo convirtió en uno de los pioneros en el concepto de los libros electrónicos con motor de búsqueda.

En lugar de utilizar chips corrientes para el NeXT, Jobs hizo que sus ingenieros diseñaran unos a medida que integraban varias funciones en un único procesador. Esta tarea puede parecer suficientemente ardua, pero Jobs la convirtió en una empresa casi imposible al revisar continuamente las funciones que quería que incluyeran. Después de un año, quedó claro que aquel sería un importante motivo de retrasos.

También insistió en construir su propia fábrica completamente automatizada y futurista, igual que había hecho con el Macintosh. Por lo visto, no había escarmentado con la experiencia previa. En esta ocasión cometió los mismos errores, solo que de forma más exagerada. Las máquinas y los robots se pintaron y repintaron mientras él revisaba de forma compulsiva la combinación de colores. Las paredes eran de un blanco nuclear, como en la fábrica del Macintosh, e introdujo sillas de cuero negro de 20.000 dólares y una escalera a medida, como en la sede de la empresa. Jobs insistió en que la maquinaria situada a lo largo de los cincuenta metros de la línea de montaje estuviera configurada de forma que las placas de circuitos se movieran de derecha a izquierda mientras se iban montando, de forma que los visitantes que contemplaran el proceso desde la galería de observación pudieran verlo mejor. Las placas vacías entraban por un extremo y veinte minutos después, sin que ningún ser humano las hubiera tocado, salían completamente montadas por el otro. El proceso seguía un principio japonés conocido como kanban, en el que cada máquina llevaba a cabo su tarea únicamente cuando la siguiente estaba lista para recibir otra pieza.

Jobs no había suavizado la exigencia a la hora de tratar a los empleados. «Utilizaba el encanto o la humillación pública de una forma que resultaba muy eficaz en la mayoría de los casos», recordaba Tribble. Sin embargo, esto no ocurría en todas las ocasiones. Un ingeniero, David Paulsen, trabajó en jornadas semanales de noventa horas durante los diez primeros meses en NeXT. Dimitió, según él mismo recuerda, cuando «Steve entró un viernes por la tarde y nos dijo lo poco contento que estaba con lo que estábamos haciendo». Cuando Business Week le preguntó por qué trataba con tanta brusquedad a sus empleados, Jobs respondió que aquello hacía que la compañía fuera mejor. «Parte de mi responsabilidad consiste en establecer un patrón de calidad. Algunas personas no están acostumbradas a un entorno en el que se exige la excelencia». Pero, al mismo tiempo, todavía mantenía su temple y su carisma. Se organizaron numerosos viajes educativos, visitas de maestros de aikido y retiros lúdicos, y Jobs aún irradiaba la rebeldía de un pirata. Cuando Apple prescindió de Chiat/Day, la empresa de publicidad responsable del anuncio de 1984 y del anuncio de prensa que rezaba «Bienvenidos, IBM. En serio», Jobs contrató un anuncio a toda plana en el Wall Street Journal en el que proclamaba: «Felicidades, Chiat/Day. En serio… Porque, os lo garantizo, hay vida después de Apple».

Puede que la mayor semejanza respecto a sus días en Apple era que Jobs trajo consigo su campo de distorsión de la realidad. Lo demostró durante el primer retiro de la empresa, en Pebble Beach, a finales de 1985. Jobs afirmó ante su equipo que el primer ordenador NeXT estaría listo en tan solo dieciocho meses. Estaba muy claro que aquello era imposible, pero Jobs desoyó la sugerencia de uno de los ingenieros de que fueran realistas y planearan sacar el ordenador al mercado en 1988. «Si hacemos eso, el mundo no va a quedarse quieto, la tecnología que utilizamos quedará obsoleta y todo el trabajo que hemos hecho habrá que tirarlo por el retrete», argumentó.

Joanna Hoffman, la veterana del equipo del Macintosh que estaba dispuesta a enfrentarse a Jobs, se encaró con él. «La distorsión de la realidad tiene valor como herramienta de motivación, y eso me parece estupendo —comentó mientras él aguardaba junto a la pizarra—. Sin embargo, cuando se trata de fijar una fecha que afecta al diseño del producto, entonces estamos entrando en temas más peliagudos». Jobs no estaba de acuerdo. «Creo que tenemos que marcar un límite en algún punto, y creo que si perdemos esta oportunidad, entonces nuestra credibilidad comenzará a deteriorarse». Lo que no dijo, aunque todos lo sospechaban, era que si no cumplían aquellos objetivos podían quedarse sin dinero. Jobs había aportado siete millones de dólares de sus fondos personales, pero a aquel ritmo de gasto se quedaría sin nada en dieciocho meses si no comenzaban a recibir ingresos gracias a los productos vendidos.

Tres meses más tarde, cuando regresaron a Pebble Beach a principios de 1986 para su siguiente retiro, Jobs comenzó su lista de máximas con: «La luna de miel ha llegado a su fin». Para cuando se fueron a su tercer retiro, celebrado en Sonoma en septiembre de 1986, toda la planificación temporal se había venido abajo, y parecía que la compañía iba a chocar contra un muro económico.

PEROT AL RESCATE

A finales de 1986, Jobs envió un prospecto informativo a diferentes empresas de capital riesgo en el que ofrecía una participación en el 10% de NeXT por tres millones de dólares. Aquello suponía fijar el valor de toda la compañía en 30 millones de dólares, una cifra que Jobs se había inventado por completo. Hasta la fecha llevaban invertidos menos de siete millones de dólares en la empresa, y no había grandes resultados que mostrar a excepción de un logotipo vistoso y unas oficinas muy llamativas. No tenía ingresos ni productos en el mercado, ni tampoco perspectivas de tenerlos, así que, como era de esperar, los inversores rechazaron la oferta.

Hubo, sin embargo, un vaquero con agallas que quedó deslumbrado. Ross Perot, el valiente tejano que había fundado la empresa Electronic Data Systems y después se la había vendido a la General Motors por 2.400 millones de dólares, vio un documental en la PBS titulado Los empresarios que incluía un fragmento sobre Jobs y NeXT en noviembre de 1986. Se identificó al instante con Jobs y su banda, tanto que, mientras veía la televisión, «iba acabando las frases que ellos decían». Aquello se parecía de manera inquietante a las declaraciones realizadas a menudo por Sculley. Perot llamó a Jobs al día siguiente y le hizo una oferta: «Si alguna vez necesitas a un inversor, llámame».

Jobs sí que necesitaba a uno, y con urgencia, pero tuvo la elegancia suficiente como para no demostrarlo. Esperó una semana antes de devolver la llamada. Perot envió a algunos de sus analistas a que evaluaran la empresa, pero Jobs se encargó de hablar directamente con él. El empresario aseguró posteriormente que una de las cosas que más lamentaba en la vida era no haber comprado Microsoft, o al menos un gran porcentaje de la compañía, cuando un jovencísimo Bill Gates fue a visitarlo a Dallas en 1979. En la época en que Perot llamó a Jobs, Microsoft acababa de salir a Bolsa con una valoración de mil millones de dólares. El inversor había perdido la oportunidad de ganar mucho dinero y de disfrutar de una divertida aventura. No estaba dispuesto a volver a cometer ese error.

Jobs realizó una oferta con un coste tres veces superior al que habían estado ofreciendo discretamente a los inversores en capital riesgo que no se mostraron interesados unos meses antes. Por 20 millones de dólares, Perot adquiriría una participación del 16% de la empresa, después de que Jobs invirtiera otros cinco millones más. Aquello significaba que la compañía estaría valorada en 126 millones de dólares, pero el dinero no era un gran problema para Perot. Tras una reunión con Jobs, aseguró que iba a participar. «Yo elijo a los jinetes, y los jinetes eligen a los caballos y los montan —le dijo a Jobs—. Vosotros sois los jinetes por los que apuesto, así que vosotros os encargáis del resto».

Perot aportó a NeXT algo casi tan valioso como su inversión de 20 millones de dólares: era un animador enérgico y respetable que podía ofrecerle a la empresa un aire de credibilidad en un mundo de adultos. «Para ser una compañía nueva, es la que comporta los menores riesgos de todas las que he visto en veinticinco años en la industria informática —informó al New York Times—. Enviamos a algunos expertos a inspeccionar el hardware, y quedaron anonadados. Steve y todo su equipo del NeXT son la pandilla de perfeccionistas más rocambolesca que he visto nunca».

Perot también se desenvolvía en círculos sociales y comerciales selectos que se complementaban con los de Jobs. Lo llevó a una cena y baile de etiqueta en San Francisco que habían organizado Gordon y Ann Getty en honor del rey Juan Carlos I de España. Cuando el rey le preguntó a Perot a quién deberían presentarle, este convocó inmediatamente a Jobs. Pronto ambos se encontraron inmersos en lo que Perot posteriormente describió como una «conversación eléctrica», en la que Jobs describió con gran animación la siguiente generación de ordenadores. Al final, el rey garabateó algo en una nota y se la entregó a Jobs. «¿Qué ha pasado?», preguntó Perot, y Jobs respondió: «Le he vendido un ordenador».

Estas y otras historias se incorporaron a las narraciones mitificadas sobre Jobs que Perot contaba allá a donde iba. Durante una reunión informativa en el National Press Club de Washington, acabó por convertir la historia de la vida de Jobs en una saga épica sobre un joven

… tan pobre que no podía permitirse ir a la universidad, que trabajaba en su garaje por las noches, jugando con chips informáticos, que eran toda su afición. Y un buen día, su padre —que parece un personaje sacado de un cuadro de Norman Rockwell— llega y le dice: «Steve, o fabricas algo que se pueda vender o tendrás que buscarte un trabajo». Sesenta días después nació el primer ordenador Apple en una caja de madera que su padre le había fabricado. Y este chico que apenas acabó el instituto ha cambiado literalmente el mundo.

La única frase cierta de todo aquello era la que afirmaba que Paul Jobs se parecía a los personajes de los cuadros de Rockwell. Y quizá también la última, la que sostenía que Jobs estaba cambiando el mundo. Lo cierto es que Perot así lo creía. Como Sculley, se veía a sí mismo reflejado en él. «Steve es como yo —le dijo Perot a David Remnick, del Washington Post—. Tenemos las mismas rarezas. Somos almas gemelas».

GATES Y NEXT

Bill Gates no era su alma gemela. Jobs lo había convencido para que escribiera aplicaciones destinadas al Macintosh, que habían resultado ser enormemente rentables para Microsoft. Sin embargo, Gates era una de las pocas personas capaces de resistirse al campo de distorsión de la realidad de Jobs y, como resultado, decidió no crear software a medida para los ordenadores NeXT. Gates viajaba a California con regularidad para asistir a las demostraciones del producto, pero en todas las ocasiones se iba de allí sin quedar impresionado. «El Macintosh era realmente único, pero personalmente no entiendo qué tiene de único el nuevo ordenador de Steve», le dijo a Fortune.

Parte del problema era que los dos titanes enfrentados tenían una incapacidad congénita para mostrarse respeto el uno al otro. Cuando Gates realizó su primera visita a la sede de NeXT en Palo Alto, en el verano de 1987, Jobs lo mantuvo esperando durante media hora en el vestíbulo, a pesar de que Gates podía ver a través de las paredes de cristal que su anfitrión estaba deambulando por allí y charlando tranquilamente con sus empleados. «Llegué a NeXT y me tomé un zumo de zanahoria de Odwalla, la marca más cara que hay, y nunca había visto unas oficinas tan espléndidas —recordaba Gates, negando con la cabeza y esbozando una sonrisa—. Y Steve va y llega media hora tarde a nuestra reunión».

El argumento que presentó Jobs, según Gates, fue sencillo: «Hicimos juntos el Mac —señaló—. ¿Qué tal fue aquello para ti? Muy bueno. Ahora vamos a hacer esto juntos y va a ser genial».

Pero Gates fue brutal con Jobs, igual que Jobs podía serlo con los demás. «Esta máquina es una basura —afirmó—. El disco óptico tiene una latencia pésima, la puta carcasa es demasiado cara. Todo el aparato es ridículo». Entonces decidió algo que se vería reafirmado en cada una de sus visitas posteriores: que no tenía sentido para Microsoft desviar recursos de otros proyectos y destinarlos a desarrollar aplicaciones para NeXT. Lo peor es que aquella misma afirmación la sostuvo en público en varias ocasiones, lo que reducía las probabilidades de que otras empresas invirtieran su tiempo en crear productos para NeXT. «¿Desarrollar productos para ellos? Yo me meo en su ordenador», le dijo a InfoWorld.

Cuando se encontraron de nuevo en el vestíbulo de un centro de conferencias, Jobs comenzó a reprender a Gates por haberse negado a fabricar software para NeXT. «Cuando consigas hacerte con una cuota de mercado, me lo pensaré», respondió Gates. Jobs se enfureció. «Era una pelea a gritos enfrente de todo el mundo», comentó Adele Goldberg, la ingeniera del Xerox PARC, que se encontraba allí. Jobs insistía en que NeXT era la siguiente generación de ordenadores. Gates, como hacía habitualmente, fue mostrándose cada vez más impertérrito a medida que Jobs se iba enfureciendo. Al final se limitó a negar con la cabeza y marcharse.

Más allá de su rivalidad personal —y del respeto a regañadientes que se concedían de vez en cuando—, ambos mantenían diferencias filosóficas fundamentales. Jobs creía en una integración uniforme y completa del hardware y el software, lo que le llevaba a construir una máquina incompatible con otras. Gates creía y basaba sus beneficios en un mundo en el que diferentes compañías producían máquinas compatibles entre sí, cuyo hardware utilizaba un sistema operativo estándar (el Windows de Microsoft), y todos podían utilizar las mismas aplicaciones (como por ejemplo Word y Excel, de Microsoft). «Su producto viene equipado con una interesante característica llamada “incompatibilidad” —comentó Gates al Washington Post—. No puede ejecutar ningún programa existente. Es un ordenador extremadamente agradable. No creo que si yo tratara de diseñar un ordenador incompatible pudiera obtener un resultado tan bueno como el suyo».

En un foro sobre informática celebrado en Cambridge, Massachusetts, en 1989, Jobs y Gates aparecieron uno después del otro y expusieron sus visiones enfrentadas del mundo. Jobs habló de cómo llegan a la industria informática nuevas oleadas de productos cada pocos años. Macintosh había presentado una perspectiva nueva y revolucionaria con la interfaz gráfica. Ahora NeXT lo estaba haciendo mediante su programación orientada a objetos, unida a una máquina nueva y poderosa que utilizaba un disco óptico. Afirmó que todos los fabricantes de software más importantes se habían dado cuenta de que tenían que formar parte de aquella nueva generación, «excepto Microsoft». Cuando Gates subió al escenario, repitió su convicción de que el control absoluto del software y del hardware propugnado por Jobs estaba destinado al fracaso, igual que Apple había fracasado en su competición contra el estándar del sistema operativo Windows de Microsoft. «El mercado del hardware y el del software son independientes», añadió. Cuando le preguntaron acerca del gran diseño que podía esperarse de la iniciativa de Jobs, Gates señaló con un gesto el prototipo de NeXT que seguía en el escenario y comentó con sorna: «Si lo que quieres es color negro, te puedo traer un bote de pintura».

IBM

Jobs recurrió a una brillante maniobra de jiu-jitsu contra Gates, una que podría haber cambiado el equilibrio de poder en la industria informática para siempre. Para ello, Jobs tenía que hacer dos cosas que iban en contra de su naturaleza: conceder licencias de su software a otro fabricante de hardware y encamarse con IBM. Se vio invadido por un arranque de pragmatismo que, aunque breve, le permitió superar sus reticencias. Sin embargo, nunca se entregó de lleno a aquella maniobra, y por eso la alianza tuvo una vida tan corta.

Todo comenzó en una fiesta, una realmente memorable, la del septuagésimo cumpleaños de la editora del Washington Post, Katharine Graham, en junio de 1987. Acudieron seiscientos invitados entre los que se encontraba el presidente estadounidense, Ronald Reagan. Jobs tomó un avión desde California, y el presidente de IBM, John Akers, viajó desde Nueva York. Aquella era la primera vez que se encontraban. Jobs aprovechó la oportunidad para criticar a Microsoft y tratar de lograr que IBM se distanciara de ellos y dejara de utilizar su sistema operativo Windows. «No pude resistir la tentación de decirle que pensaba que IBM estaba embarcándose en una apuesta inmensa en la que toda su estrategia de software dependía de Microsoft, porque yo no creía que su software fuera demasiado bueno», recordaba Jobs.

Para deleite de Jobs, Akers respondió: «¿Cómo te gustaría ayudarnos?». Tras pocas semanas, Jobs se presentó en la sede de IBM en Armonk, en el estado de Nueva York, junto con el ingeniero de software Bud Tribble. Allí presentaron una demostración de NeXT que impresionó a los ingenieros de IBM. Les pareció especialmente relevante el sistema operativo orientado a objetos del ordenador, el NeXTSTEP. «NeXTSTEP se encargaba de muchas tareas de programación triviales que ralentizan el proceso de desarrollo del software», comentó Andrew Heller, el consejero delegado de las estaciones de trabajo de IBM, quien quedó tan impresionado con Jobs que llamó Steve a su hijo.

Las negociaciones se prolongaron hasta 1988, y Jobs seguía mostrándose quisquilloso con respecto a detalles mínimos. Salía furioso de las reuniones por desavenencias con respecto al color o el diseño, y Tribble o Dan’l Lewin tenían que ir a calmarlo. No parecía saber qué le asustaba más, si IBM o Microsoft. En abril, Perot decidió ser el anfitrión de una sesión de mediación en su sede de Dallas, y alcanzaron un acuerdo. IBM obtendría una licencia para la versión existente del software de NeXTSTEP y, si les gustaba, la utilizarían en algunas de sus estaciones de trabajo. IBM envió a Palo Alto un contrato de 125 páginas en el que se especificaban los detalles. Jobs lo arrojó a la basura sin leerlo. «No habéis entendido nada», dijo mientras salía de la sala. Exigió un contrato más sencillo de tan solo unas páginas, y lo obtuvo en menos de una semana.

Jobs no quería que el acuerdo llegara a oídos de Bill Gates hasta la gran presentación del ordenador de NeXT, programada para octubre. Sin embargo, IBM insistió en fomentar la comunicación. Gates se puso furioso. Se daba cuenta de que aquello podía minar la dependencia que IBM tenía de los sistemas operativos de Microsoft. «NeXTSTEP no es compatible con nada», protestó ante los directivos de IBM.

Al principio, parecía que Jobs había logrado hacer realidad la peor pesadilla de Gates. Otros fabricantes de ordenadores que dependían por completo de los sistemas operativos de Microsoft, entre los cuales se encontraban principalmente Compaq y Dell, acudieron a Jobs para pedirle los derechos para clonar los ordenadores de NeXT y utilizar el NeXTSTEP. Realizaron incluso ofertas en las que estaban dispuestos a pagar mucho más dinero si NeXT se apartaba del campo de la producción de hardware.

Aquello era demasiado para Jobs, al menos por el momento. Puso fin a las discusiones sobre la clonación de sus productos y comenzó a mantener una postura más distante hacia IBM. La frialdad se hizo recíproca. Cuando la persona que había llegado al acuerdo en IBM cambió de puesto de trabajo, Jobs viajó a Armonk para conocer a su sustituto, Jim Cannavino. Pidieron a todo el mundo que saliera de la habitación y hablaron a solas. Jobs pidió más dinero para que la relación comercial siguiera su curso y para ofrecerle a IBM licencias de uso de las nuevas versiones de NeXTSTEP. Cannavino no se comprometió a nada y a partir de ese momento dejó de devolverle las llamadas telefónicas a Jobs. El trato expiró. NeXT consiguió algo de dinero por la licencia ya pactada, pero nunca llegó a cambiar el mundo.

OCTUBRE DE 1988: LA PRESENTACIÓN

Jobs había perfeccionado el arte de convertir las presentaciones de sus creaciones en producciones teatrales, y para el estreno mundial del ordenador de NeXT —el 12 de octubre de 1988 en el auditorio de la Orquesta Sinfónica de San Francisco— quería superarse a sí mismo. Necesitaba convencer a todos los escépticos. En las semanas anteriores al acto, condujo a San Francisco casi a diario para refugiarse en la casa victoriana de Susan Kare, diseñadora gráfica en NeXT, que había creado las primeras fuentes y los iconos del Macintosh. Ella lo ayudó a preparar cada una de las diapositivas mientras Jobs se obsesionaba con todos los detalles, desde el texto que iba a incluirse hasta el tono apropiado de verde para el color de fondo. «Me gusta ese verde», aseguró orgulloso mientras realizaban una prueba delante de algunos empleados. «Un verde genial, un verde genial», murmuraron todos, dando su aprobación. Jobs preparó, pulió y revisó cada una de las diapositivas como si fuera T. S. Eliot incorporando las sugerencias de Ezra Pound a La tierra baldía.

No había detalle lo suficientemente insignificante. Jobs revisó personalmente la lista de invitados e incluso el menú de los aperitivos (agua mineral, cruasanes, queso para untar y brotes de soja). Seleccionó una empresa de proyección de vídeo, le pagó 60.000 dólares en concepto de asistencia audiovisual y contrató a George Coates, el productor de teatro posmoderno, para que organizase el espectáculo. Coates y Jobs decidieron, como era de esperar, que la ambientación fuera austera y radicalmente sencilla. La presentación de aquel cubo perfecto y negro iba a tener lugar en un escenario marcadamente minimalista con un fondo negro, una mesa cubierta por un mantel negro, un velo negro que tapase el ordenador y un sencillo jarrón con flores. Como ni el hardware ni el sistema operativo estaban todavía listos, Jobs tenía que preparar una simulación para los ensayos, pero se negó. Consciente de que sería como caminar por la cuerda floja sin red, decidió que la presentación tuviera lugar en directo.

Más de tres mil personas se presentaron para asistir a la ceremonia, y la cola para entrar en el auditorio de la Orquesta Sinfónica se formó dos horas antes del comienzo del acto. No quedaron defraudados, al menos en lo que a espectáculo se refiere. Jobs permaneció sobre el escenario durante tres horas, y de nuevo demostró ser, según las palabras de Andrew Pollack, del New York Times, «el Andrew Lloyd Webber de las presentaciones de productos, un maestro del encanto escénico y los efectos especiales». Wes Smith, del Chicago Tribune, afirmó que el acto había representado «para las presentaciones de productos el equivalente a lo que el Concilio Vaticano II representó para las reuniones eclesiásticas».

Jobs consiguió que el público lo vitoreara desde la frase de presentación: «Me alegro de haber vuelto». Comenzó presentando la historia de la arquitectura de los ordenadores informáticos, y les prometió que iban a presenciar un acontecimiento «que solo tiene lugar una o dos veces en una década, un momento en el que se presenta una nueva arquitectura que va a cambiar el rostro de la informática». Añadió que el software y el hardware del NeXT habían sido diseñados después de tres años de consultas con universidades de todo el país. «Lo que observamos es que los centros de educación superior quieren ordenadores centrales, pero también personales».

Como de costumbre, se oyeron varios superlativos. Jobs afirmó que el producto era «increíble, lo mejor que podíamos haber imaginado». Alabó incluso la belleza de las partes que no estaban a la vista. Mientras sostenía en equilibrio sobre las puntas de los dedos la placa base cuadrada que iba a ir instalada en el cubo, comentó entusiasmado: «Espero que tengáis la oportunidad de echarle un vistazo a esto más tarde. Es el circuito impreso más hermoso que he visto en mi vida». A continuación, Jobs les enseñó como el ordenador podía pronunciar discursos —mostró el célebre discurso de Martin Luther King que comienza con «Tengo un sueño» y aquel en el que Kennedy pronunciaba la frase: «No os preguntéis qué puede hacer vuestro país por vosotros. Preguntaos qué podéis hacer vosotros por vuestro país»— y enviar correos electrónicos con archivos de audio adjuntos. Se inclinó sobre el micrófono del ordenador para grabar un discurso propio: «Hola, soy Steve y estoy enviando este mensaje en un día histórico». Entonces le pidió al público que le añadiera «unos cuantos aplausos» al mensaje, y así lo hizo.

Una de las filosofías de gestión de Jobs era que resultaba crucial, de vez en cuando, tirar el dado y «apostarse la empresa» en alguna idea o tecnología nueva. En la presentación del NeXT lo demostró con un envite que, según se comprobó después, no resultó ser muy inteligente: incluir un disco óptico de lectura y escritura de alta capacidad (aunque lento) y no añadir una unidad de disquetes como refuerzo. «Hace dos años tomamos una decisión —anunció—. Vimos una tecnología nueva y decidimos arriesgar nuestra empresa».

A continuación se centró en una característica que resultó ser más profética. «Lo que hemos hecho aquí es crear los primeros libros digitales auténticos —aseguró, señalando la inclusión de la edición de Oxford de las obras de Shakespeare, entre otras—. No ha habido un avance así en la evolución tecnológica de los libros impresos desde Gutenberg».

En ocasiones, Jobs podía ser cómicamente consciente de su propia situación, y utilizó la presentación del libro electrónico para burlarse de sí mismo. «Una palabra que en ocasiones se utiliza para describirme es “voluble”», comentó, y a continuación hizo una pausa. El público rio con complicidad, especialmente los que estaban sentados en las primeras filas, llenas de empleados de NeXT y de antiguos miembros del equipo del Macintosh. A continuación buscó la palabra en el diccionario del ordenador y leyó la primera definición: «Que fácilmente puede volverse alrededor». Siguió buscando y dijo: «Creo que se refieren a la tercera definición: “Caracterizado por cambios de humor impredecibles”. —Se oyeron algunas risas más—. Si seguimos bajando hasta llegar al tesauro, no obstante, podemos observar que uno de sus antónimos es “saturnino”. ¿Y eso qué es? Basta con hacer doble clic sobre la palabra y podemos encontrarla inmediatamente en el diccionario, aquí está: “De humor frío y constante. Que actúa o cambia con lentitud. De disposición sombría u hosca”. —En su rostro apareció una sonrisilla mientras esperaba las carcajadas del público—. Bueno —concluyó—, no creo que “voluble” esté tan mal al fin y al cabo». Tras los aplausos, utilizó el libro de citas para presentar un argumento más sutil acerca de su campo de distorsión de la realidad. La cita que eligió estaba sacada de A través del espejo, de Lewis Carroll. Cuando Alicia se lamenta al ver que, por más que lo intente, no consigue creer en cosas imposibles, la Reina Blanca replica: «Bueno, yo a veces he creído hasta seis cosas imposibles antes siquiera del desayuno». Se oyó una oleada de risotadas cómplices, especialmente en las primeras filas del auditorio.

Todo aquel entusiasmo servía para endulzar, o al menos para distraer, la atención de las malas noticias. Cuando llegó la hora de anunciar el precio de la nueva máquina, Jobs hizo algo que se convertiría en una costumbre a lo largo de sus presentaciones de productos: enumeraba todas las características, las describía como elementos cuyo valor intrínseco era de «miles y miles de dólares», y conseguía así que el público imaginase lo prohibitivo que iba a resultar. Entonces anunció cuán caro iba a ser en realidad: «Vamos a fijar para los centros de educación superior un precio fijo y único de 6.500 dólares». Se oyeron algunos aplausos aislados de los seguidores más fieles, pero su comité de asesores académicos había estado presionando para que el precio se mantuviera entre los 2.000 y los 3.000 dólares, y pensaron que Jobs había accedido a ello. Algunos quedaron horrorizados, y más todavía cuando descubrieron que la impresora, un elemento opcional, iba a costar otros 2.000 dólares y que la lentitud del disco óptico hacía que fuera recomendable adquirir un disco duro externo por valor de otros 2.500 dólares.

Aún les esperaba otra decepción que Jobs trató de disfrazar al final de su intervención: «A principios del año que viene saldrá a la venta la versión 0.9, apta para desarrolladores de software y usuarios especializados». Se oyeron algunas risillas nerviosas. Lo que estaba diciendo en realidad era que la salida al mercado de la máquina final y su software —la conocida como versión 1.0— no tendría lugar a principios de 1989. De hecho, ni siquiera estaba fijando una fecha determinada. Se limitó a sugerir que podría estar acabado para el segundo trimestre de ese año. En el primer retiro de NeXT, celebrado a finales de 1985, se había negado a ceder, a pesar de la insistencia de Joanna Hoffman, en su compromiso de tener la máquina lista para principios de 1987. Ahora estaba claro que la salida al mercado tendría lugar con más de dos años de retraso.

El acto de presentación acabó con un tono más animado, literalmente. Jobs presentó ante el público a un violinista de la Orquesta Sinfónica de San Francisco, que interpretó el Concierto para violín en la menor de Bach a dúo con el ordenador NeXT instalado en el escenario. El precio y el retraso en los plazos de venta quedaron olvidados en medio del alboroto subsiguiente. Cuando un periodista le preguntó inmediatamente después por qué iba a llegar la máquina con tanto retraso, Jobs se jactó: «No llega con retraso. Llega cinco años adelantada a su tiempo».

Jobs, en una práctica habitual en él, ofreció entrevistas «exclusivas» a algunas publicaciones consagradas a cambio de que prometieran incluir la noticia en portada. En esta ocasión concedió una «exclusiva» de más, aunque no le ocasionó demasiados problemas. Accedió a la petición de Katie Hafner, de Business Week, de entrevistarse en exclusiva con él antes de la presentación. También llegó a acuerdos similares con Newsweek y con Fortune. Lo que no tuvo en cuenta es que una de las principales redactoras de Fortune, Susan Fraker, estaba casada con Maynard Parker, redactor de Newsweek. En medio de la reunión editorial de Fortune en la que todos hablaban entusiasmados acerca de aquella entrevista, Fraker intervino con timidez y mencionó que se había enterado de que a Newsweek también le había prometido una exclusiva, y que se iba a publicar unos días antes que la de Fortune. Al final, como resultado, Jobs acabó apareciendo esa semana en dos portadas de revista solamente. Newsweek utilizó el titular «Mr. Chips» y lo presentó inclinado sobre un hermoso NeXT, al que proclamó «la máquina más apasionante de los últimos años». Business Week lo mostró con aspecto angelical y vestido con traje oscuro, con las puntas de los dedos juntas como si fuera un predicador o un profesor. Sin embargo, Hafner hizo una clara mención a la manipulación que había rodeado a su entrevista en exclusiva. «NeXT ha separado cuidadosamente las entrevistas con su personal y sus proveedores, y las ha controlado con mirada censora —escribió—. Esa estrategia ha dado resultado, pero a cambio de un precio: todas estas maniobras, implacables e interesadas, muestran la imagen de Steve Jobs que tanto lo dañó cuando estaba en Apple. El rasgo más destacado de Jobs es su necesidad de controlar todo lo que ocurre».

Cuando el entusiasmo se desvaneció, la reacción ante el ordenador NeXT enmudeció, especialmente en vista de que todavía no se había comercializado. Bill Joy, el irónico y brillante científico jefe de la empresa rival Sun, lo llamó «el primer terminal de trabajo para yuppies», lo cual no era exactamente un cumplido. Bill Gates, como era de esperar, siguió mostrándose abiertamente desdeñoso. «Para ser sincero, me ha defraudado —le dijo al Wall Street Journal—. Años atrás, en 1981, todos quedamos entusiasmados con el Macintosh cuando Steve nos lo mostró, porque cuando lo ponías al lado de cualquier otro ordenador, era diferente de cualquier cosa que nadie hubiera visto antes». La máquina de NeXT no era así. «Si miramos las cosas con perspectiva, la mayoría de las funciones del ordenador son totalmente triviales». Declaró que Microsoft se mantenía firme en su postura de no crear software para el NeXT. Inmediatamente después del acto de presentación, Gates escribió un paródico correo electrónico a sus empleados. «Todo atisbo de realidad ha quedado completamente suspendido», comenzaba. Cuando piensa en aquello, Gates se ríe y afirma que ese puede haber sido «el mejor mensaje que he escrito nunca».

Cuando el ordenador de NeXT se puso por fin en venta a mediados de 1989, la fábrica estaba preparada para producir 10.000 unidades al mes. Al final, las ventas rondaron las 400 unidades mensuales. Los hermosos robots de la fábrica, con sus bellas capas de pintura, permanecían ociosos casi todo el tiempo, y NeXT seguía desangrándose económicamente.