Capítulo 9

La salida a Bolsa

Un hombre de fama y fortuna

OPCIONES

Cuando Mike Markkula se unió a Jobs y a Wozniak para convertir su recién creada sociedad en la Apple Computer Company en enero de 1977, la compañía estaba valorada en 5.309 dólares. Menos de cuatro años más tarde, decidieron que había llegado la hora de salir a Bolsa. Aquella fue la oferta pública de venta con mayor demanda desde la de Ford Motors en 1956. A finales de diciembre de 1980, Apple estaba valorada en 1.790 millones de dólares. Sí, millones. Durante aquel lapso de tiempo, convirtió a trescientas personas en millonarios.

Daniel Kottke no era uno de ellos. Había sido el mejor amigo de Jobs en la universidad, en la India, en la comuna del huerto de manzanos de la All One Farm y en la casa de alquiler que compartieron durante la crisis de Chrisann Brennan. Había entrado a formar parte de Apple cuando su sede todavía era el garaje de los Jobs, y aún trabajaba en la compañía como empleado por horas. Sin embargo, no estaba en un nivel suficientemente alto del escalafón como para que le asignaran algunas de las opciones de compra de acciones que se repartieron antes de la oferta pública de venta. «Yo confiaba completamente en Steve, y pensé que cuidaría de mí igual que yo había cuidado de él, así que no lo presioné», afirmó Kottke. El motivo oficial era que Kottke era un técnico que trabajaba por horas y no un ingeniero en nómina, lo cual era condición indispensable para recibir opciones de compra. Aun así, podrían habérselas ofrecido por haber formado parte de la empresa desde su fundación. Sin embargo, Jobs no fue nada sentimental con aquellos que lo habían acompañado en su camino. «Steve es todo menos una persona leal —reconoció Andy Hertzfeld, un antiguo ingeniero de Apple que, no obstante, seguía manteniendo la amistad con él—. Es lo opuesto a la lealtad. Necesita abandonar a la gente más cercana».

Kottke decidió defender su situación ante Jobs y se dedicó a rondar por su despacho para poder pillarlo y reclamarle. Sin embargo, en cada uno de esos encuentros, Jobs lo ignoró por completo. «Lo más duro fue que Steve nunca me dijo que yo no era candidato a las opciones —afirmó Kotkke—. Como amigo, me lo debía. Cada vez que le preguntaba por aquel asunto, me decía que tenía que ir a hablar con mi supervisor». Al final, casi seis meses después de la oferta pública de venta, Kottke reunió el valor suficiente para entrar en el despacho de Jobs y tratar de aclarar el asunto. Sin embargo, cuando lo hizo Jobs se mostró tan frío que Kottke se quedó paralizado. «Se me atragantaron las palabras. Me eché a llorar y no fui capaz de hablar con él —recordaba Kottke—. Nuestra amistad había desaparecido. Era muy triste».

Rod Holt, el ingeniero que había construido la fuente de alimentación, estaba recibiendo muchas opciones de compra. Trató de convencer a Jobs: «Tenemos que hacer algo por tu colega Daniel —le dijo, y sugirió que entre ellos dos le dieran algunas de sus propias opciones de compra—. Yo igualaré la cantidad de opciones que tú le des», propuso Holt. Jobs replicó: «De acuerdo. Yo voy a darle cero».

Wozniak, como era de esperar, mostró la actitud contraria. Antes de que las acciones salieran a la venta decidió vender dos mil de sus opciones a muy bajo precio a cuarenta empleados de nivel medio. La mayoría de ellos ganaron lo suficiente como para comprarse una casa. Wozniak se compró una casa de ensueños para él y su nueva esposa, pero esta se divorció de él al poco tiempo y se quedó con ella. Más adelante también les entregó directamente acciones a aquellos empleados que, en su opinión, habían recibido menos de lo debido, entre ellos Kottke, Fernandez, Wigginton y Espinosa. Todo el mundo adoraba a Wozniak, y más todavía tras sus muestras de generosidad, pero muchos también coincidían con Jobs en que era «terriblemente inocente e infantil». Unos meses más tarde apareció un cartel de la organización benéfica United Way en uno de los tablones de noticias de la empresa en el que se mostraba a un indigente. Alguien había escrito encima: «Woz en 1990».

Jobs no era tan inocente. Se había asegurado de firmar el acuerdo con Chrisann Brennan antes de que tuviera lugar la oferta pública de venta.

Jobs, la cara visible de aquella oferta, ayudó a elegir los dos bancos de inversiones que iban a gestionarla: la banca Morgan Stanley, bien asentada en Wall Street, y la nada tradicional firma Hambrecht y Quist, de San Francisco. «Steve se mostraba muy irreverente con los tipos de Morgan Stanley, una compañía muy estricta por aquella época», recordaba Bill Hambrecht. Morgan Stanley planeaba fijar un precio de 18 dólares por acción, aunque era obvio que su valor aumentaría rápidamente. «¿Qué pasa con esas acciones que vamos a vender a 18 dólares? —les preguntó a los banqueros—. ¿No pensáis vendérselas a vuestros mejores clientes? Si eso es así, ¿por qué a mí me cobráis una comisión del 7%?». Hambrecht reconoció que el sistema traía consigo algunas injusticias inherentes y propuso la idea de una subasta inversa para fijar el precio de las acciones antes de la oferta pública de venta.

Apple salió a Bolsa en la mañana del 12 de diciembre de 1980. Para entonces, los banqueros habían fijado el precio a 22 dólares por acción. El primer día subieron hasta los 29. Jobs había llegado al despacho de Hambrecht y Quist justo a tiempo para ver las primeras transacciones. A sus veinticinco años, era un hombre con 256 millones de dólares.

MUCHACHO, ERES UN HOMBRE RICO

Antes y después de hacerse rico, y sin duda a lo largo de toda una vida en la que fue sucesivamente un hombre arruinado y un multimillonario, la actitud de Steve Jobs hacia la riqueza resultaba algo compleja. Fue un hippy antimaterialista, pero supo capitalizar los inventos de un amigo que quería regalarlos; un devoto del budismo zen y antiguo peregrino en la India, decidió que su vocación eran los negocios. Y a pesar de ello, de algún modo, semejantes actitudes parecían entrelazarse en lugar de entrar en conflicto.

Jobs adoraba algunos objetos, especialmente aquellos que estuvieran diseñados y fabricados con elegancia, como los Porsche y los Mercedes, los cuchillos Henckel y los electrodomésticos Braun, las motocicletas BMW y las fotografías de Ansel Adams, los pianos Bösendorfer y los equipos de sonido Bang & Olufsen. Aun así, las casas en las que vivió, independientemente de lo rico que fuera, no eran ostentosas y estaban amuebladas con tanta sencillez que habrían hecho enrojecer de vergüenza a un cuáquero. Ni entonces ni después viajó con un séquito ni contrató a asistentes personales o un servicio de guardaespaldas. Se compró un buen coche, pero lo conducía él mismo. Cuando Markkula le propuso que se compraran juntos un avión Learjet, rechazó la oferta (aunque posteriormente acabó por pedirle a Apple un avión Gulfstream para él solo). Al igual que su padre, podía ser despiadado a la hora de regatear con los proveedores, pero no permitía que su pasión por obtener beneficios tuviese prioridad sobre su pasión por construir grandes productos.

Treinta años después de que Apple saliera a Bolsa, reflexionaba acerca de lo que había supuesto para él ganar tanto dinero de pronto:

Nunca me preocupé por el dinero. Me crie en una familia de clase media, así que nunca pensé que me fuera a morir de hambre. Además, en Atari aprendí que podía ser un ingeniero decente, por lo que siempre supe que podría arreglármelas. Fui pobre por voluntad propia cuando asistí a la universidad y viajé a la India, y llevé una vida bastante sencilla incluso cuando trabajaba. Así que pasé de ser bastante pobre, lo que era estupendo porque no tenía que preocuparme por el dinero, a ser increíblemente rico, punto en el cual tampoco tenía que preocuparme por el dinero.

Yo veía a gente en Apple que había ganado mucho dinero y que sentía que debía llevar una vida diferente. Algunos se compraron un Rolls Royce y varias casas, cada una con un encargado, y tenían que contratar a un encargado para controlar a los demás encargados. Sus esposas se hacían la cirugía estética y se convertían en personas extrañas. No es así como yo quería vivir. Era una locura. Me prometí a mí mismo que no iba a permitir que ese dinero me arruinara la vida.

No era especialmente filántropo. Durante un breve período de tiempo creó una fundación, pero descubrió que le incomodaba tener que tratar con la persona a la que había contratado para que la dirigiera, que no hacía más que hablar de nuevas formas de filantropía y de cómo «influir» en la gente para que donasen. A Jobs no le gustaba la gente que hacía gala de su filantropía o que pensaba que podía reinventar ese concepto. Anteriormente, había enviado con discreción un cheque de 5.000 dólares para ayudar a crear la Seva Foundation, de Larry Brilliant, que lucha contra las enfermedades derivadas de la pobreza, e incluso accedió a formar parte de su consejo de administración. Sin embargo, en una de las reuniones se enzarzó en una discusión con un célebre médico del consejo acerca de si la fundación debía, tal y como defendía Jobs, contratar a Regis McKenna para que los ayudara con las recaudaciones de fondos y la publicidad. Aquella refriega acabó con Jobs llorando de rabia en el aparcamiento. Brilliant y él se reconciliaron la noche siguiente entre bastidores, en un concierto benéfico de los Grateful Dead para la Seva Foundation. Sin embargo, cuando Brilliant llevó a algunos de los miembros del consejo —entre los que se contaba gente creativa como Wavy Gravy y Jerry Garcia— a Apple justo después de la oferta pública de venta para solicitar una donación, Jobs no se mostró receptivo. En vez de eso, trató de encontrar la forma de que un Apple II y un programa VisiCalc que se habían donado pudieran facilitarle a la fundación el realizar una encuesta sobre la ceguera en Nepal que estaban planeando.

Su mayor regalo personal fue para sus padres, Paul y Clara Jobs, a quienes entregó acciones por un valor aproximado de 750.000 dólares. Ellos vendieron algunas para cancelar la hipoteca de la casa de Los Altos, y su hijo fue a verlos para una pequeña celebración. «Aquella era la primera vez en su vida en que no tenían una hipoteca —recordaba Jobs—. Habían invitado a un grupo de amigos a la fiesta, y fue todo muy agradable». Aun así, no se plantearon comprar una casa mejor. «No les interesaba —afirmó Jobs—. Estaban contentos con la vida que llevaban». Su único derroche fue embarcarse en un crucero de vacaciones cada año. El que cruzó el canal de Panamá «fue el más importante para mi padre», según Jobs, porque le recordó el momento en que su barco de la Guardia Costera lo atravesó de camino a San Francisco para ser retirarado del servicio.

Con el éxito de Apple llegó la fama pública. Inc fue la primera revista que presentó a Jobs en portada, en octubre de 1981. «Este hombre ha cambiado los negocios para siempre», proclamaba. Mostraba a Jobs con la barba bien arreglada, el pelo largo y peinado, unos vaqueros azules y una camisa de vestir con una americana tal vez demasiado brillante. Se inclinaba sobre un Apple II y miraba directamente a la cámara con la cautivadora mirada que había aprendido de Robert Friedland. «Cuando Steve Jobs habla, lo hace con el entusiasmo embriagador de alguien que puede ver el futuro y se está asegurando de que funciona correctamente», informaba la revista.

Time fue la siguiente, en febrero de 1982, con una serie sobre jóvenes emprendedores. La portada era un dibujo de Jobs, nuevamente con su mirada hipnótica. Según el artículo principal, Jobs «había creado prácticamente él solo toda la industria de los ordenadores personales». El texto adjunto, escrito por Michael Moritz, señalaba: «A los veintiséis años, Jobs encabeza una compañía que hace seis se encontraba ubicada en una habitación y un garaje en casa de sus padres. Sin embargo, este año se espera que sus ventas alcancen los 600 millones de dólares. […] Como ejecutivo, Jobs a veces se muestra irascible y brusco con sus subordinados. Según él mismo reconoce, “tengo que aprender a controlar mis sentimientos”».

A pesar de su nueva fama y fortuna, todavía se veía a sí mismo como un hijo de la contracultura. En una visita a una clase de Stanford, se quitó su cara chaqueta y sus zapatos, se subió a una mesa y cruzó las piernas en la posición del loto. Los estudiantes planteaban preguntas como la de cuándo iba a aumentar el precio de las acciones de Apple, a las que Jobs hizo caso omiso. Cuando las cuestiones empresariales se fueron apagando, Jobs invirtió los papeles con aquellos estudiantes tan arreglados. «¿Cuántos de vosotros sois vírgenes? —preguntó. Se oyeron risitas nerviosas— ¿Cuántos habéis probado el LSD?». Hubo más risitas, y solo se alzaron una o dos manos. Posteriormente, Jobs se quejaba de las nuevas generaciones de jóvenes, que le parecían más materialistas y centrados en el trabajo que la suya. «Cuando yo iba a la escuela era justo después de los sesenta, y antes de que esta oleada general de determinación práctica se instalara entre los jóvenes —afirmó—. Ahora los estudiantes ni siquiera piensan en términos idealistas, o al menos no en la misma medida. Lo que está claro es que no dejan que los problemas filosóficos de hoy en día roben demasiado tiempo a sus estudios». Según él, su generación era diferente. «Los aires idealistas de los sesenta siguen acompañándonos, y la mayoría de la gente de mi edad que conozco tiene muy arraigado ese sentimiento».