La restauración
Porque el que ahora pierde ganará después
RONDANDO ENTRE BASTIDORES
«No es normal ver a un artista de treinta o cuarenta años que sea capaz de crear algo realmente increíble», declaró Jobs cuando estaba a punto de llegar a la treintena.
Aquello resultó ser cierto durante toda aquella década para Jobs, la que comenzó con su destitución de Apple en 1985. Sin embargo, tras cumplir cuarenta años en 1995, su actividad floreció. Ese año se estrenó Toy Story, y al año siguiente la compra de NeXT por parte de Apple le permitió volver a la compañía que había fundado. Al regresar, Jobs iba a demostrar que incluso las personas de más de cuarenta años podían ser grandes innovadores. Tras haber transformado el mundo de los ordenadores personales mientras se encontraba en la veintena, ahora iba a ayudar a generar un cambio parecido con los reproductores de música, el modelo de la industria discográfica, los teléfonos móviles y sus aplicaciones, las tabletas electrónicas, los libros y el periodismo.
Le había dicho a Larry Ellison que su estrategia para regresar consistía en vender NeXT a Apple, ser nombrado miembro del consejo de administración y estar preparado para cuando Amelio cometiera algún error. Puede que Ellison quedara perplejo al insistirle Jobs en que no se sentía motivado por el dinero, pero en parte era cierto. No sentía las enormes necesidades consumistas de su amigo, ni los impulsos filántropos de Gates, ni un afán competitivo por ver cuánto podía ascender en la lista de Forbes. En vez de eso, las necesidades de su ego y sus instintos personales lo llevaban a tratar de realizarse mediante la creación de un legado que sobrecogiera a la gente. De hecho, se trataba de un legado doble: crear grandes productos que resultaran innovadores y transformaran la industria, por un lado, y construir una empresa duradera, por otro. Quería formar parte del panteón —y situarse incluso por encima— en el que se encontraban personas como Edwin Land, Bill Hewlett y David Packard, y la mejor forma de lograr todo aquello era regresando a Apple y reclamando su reino.
Y aun así… le embargó una extraña sensación de inseguridad cuando llegó la hora de recuperar su puesto. No es que tuviera reparos en socavar la autoridad de Gil Amelio. Aquello formaba parte de su naturaleza, y lo difícil habría sido que se contuviera, puesto que, en su opinión, Amelio no tenía ni idea de lo que hacía. Sin embargo, cuando acercó a sus labios la copa del poder, se volvió extrañamente dubitativo, incluso reticente, o quizá algo tímido.
Regresó en enero de 1997 como consejero informal a tiempo parcial, tal y como le había dicho a Amelio que haría. Comenzó a hacer valer su opinión en algunas áreas de personal, especialmente a la hora de proteger a los trabajadores que habían llegado desde NeXT. Sin embargo, en casi todos los demás sentidos, se mostró extrañamente pasivo. La decisión de no pedirle que se uniera al consejo de administración lo ofendió, y se sintió insultado por la sugerencia de que podía dirigir el departamento de sistemas operativos de la empresa. Así, Amelio fue capaz de crear una situación en la que Jobs estaba tanto dentro como fuera del juego, lo cual no era precisamente una buena receta para la tranquilidad. Según recordaba Jobs después:
Gil no quería que yo estuviera por allí, y yo pensaba que él era un capullo. Lo supe antes de venderle la compañía. Pensaba que iban a recurrir a mí de vez en cuando para actos como las conferencias de Macworld, principalmente para lucirme. Aquello no me importaba porque yo estaba trabajando en Pixar. Alquilé una oficina en el centro de Palo Alto donde pudiera trabajar algunos días a la semana, y después me iba a Pixar durante un par de días. Era una vida agradable. Podía tomármelo con más calma y pasar algo de tiempo con mi familia.
Jobs apareció, de hecho, en la conferencia de Macworld justo a principios de enero, y reafirmó su opinión de que Amelio era un capullo. Cerca de cuatro mil fieles se pelearon por conseguir un asiento en el salón del hotel Marriott de San Francisco para escuchar el discurso inaugural de Amelio. La presentación corrió a cargo del actor Jeff Goldblum, que había salvado al mundo en Independence Day utilizando un PowerBook de Apple. «He encarnado a un experto en teoría del caos en El mundo perdido: Parque Jurásico —comentó—, así que, supongo, eso me cualifica para hablar en una presentación de Apple». A continuación le cedió la palabra a Amelio, que apareció en el escenario con una llamativa americana y una camisa de cuello mao completamente abotonada («parecía un cómico de Las Vegas», afirmó Jim Carlton, del Wall Street Journal, o, en palabras de Michael Malone, reportero especializado en tecnología: «Tenía el mismo aspecto que mostraría tu tío recién divorciado en una primera cita»).
El mayor problema era que Amelio se había ido de vacaciones, se había enzarzado en una desagradable discusión con los encargados de escribir su discurso y no había querido ensayar. Cuando Jobs apareció entre bastidores, quedó contrariado al ver todo aquel caos. Le hervía la sangre mientras Amelio, sobre el estrado, farfullaba a lo largo de una presentación inconexa e interminable. Amelio no estaba familiarizado con las notas que aparecían en la pantalla ante sí, y tardó poco en ponerse a improvisar su presentación. En repetidas ocasiones perdió el hilo de su discurso, y después de más de una hora, el público estaba horrorizado. Hubo algunas interrupciones muy bien recibidas, como cuando reclamó la presencia del cantante Peter Gabriel para presentar un nuevo programa de música. También señaló a Muhammad Ali, sentado en la primera fila. Se suponía que el campeón debía subir al escenario para promocionar una página web sobre la enfermedad de Parkinson, pero Amelio nunca llegó a pedirle que subiera o a explicar por qué se encontraba allí.
Amelio divagó durante más de dos horas antes de llamar por fin a la persona a la que todos querían vitorear. «Jobs, rezumando confianza, estilo y magnetismo puro, encarnó la antítesis del titubeante Amelio cuando subió al escenario —escribió Carlton—. El retorno de Elvis no habría despertado una reacción más entusiasta». La multitud se puso en pie y le ofreció una atronadora ovación durante más de un minuto. La década de aridez y sequía había llegado a su fin. Entonces, Jobs pidió silencio y pasó sin rodeos a tratar el desafío que se les presentaba. «Tenemos que recuperar nuestra chispa —anunció—. El Mac no progresó mucho en diez años, así que Windows se ha puesto a su altura. Por eso, tenemos que crear un sistema operativo que sea todavía mejor».
Aquella charla en la que Jobs trató de infundirles ánimo a los presentes podría haber sido un punto final que compensara la terrible actuación de Amelio. Desgraciadamente, Amelio regresó al escenario y prosiguió con sus divagaciones durante otra hora más. Al final, más de tres horas después de que comenzara el espectáculo, Amelio le puso punto final y llamó a Jobs al escenario. A continuación, y por sorpresa, llamó también a Steve Wozniak. Volvió a desatarse un caos enfervorecido, pero Jobs estaba claramente molesto. Evitó participar en una triunfante escena en la que los tres aparecieran juntos con los brazos en alto, y en vez de eso se deslizó lentamente fuera del escenario. «Arruinó sin piedad el momento de despedida que yo había planeado —se quejó Amelio después—. Sus sentimientos personales eran más importantes que ofrecer una buena imagen de Apple». Solo habían pasado siete días en aquel nuevo año para Apple, y ya parecía claro que su núcleo no iba a resistir.
Jobs comenzó inmediatamente a asignarles a personas de su confianza los principales puestos de Apple. «Quería asegurarme de que las personas realmente valiosas procedentes de NeXT no recibían puñaladas por la espalda por parte de gente menos competente que se encontrara en puestos de responsabilidad de Apple», recordaba. Ellen Hancock, que había defendido la elección de Solaris (de Sun Microsystems) en lugar de NeXT, se encontraba al frente de su lista de objetivos, especialmente cuando se empeñó en utilizar el núcleo de Solaris en el nuevo sistema operativo de Apple. En respuesta a la pregunta de un periodista acerca de la función que iba a desempeñar Jobs en la toma de aquella decisión, ella declaró cortante: «Ninguna». Se equivocaba. La primera maniobra de Jobs consistió en asegurarse de que dos de sus amigos de NeXT se adueñaban de sus funciones.
Para el puesto de jefe de ingeniería de software presentó a su colega Avie Tevanian. Para encargarse del departamento de hardware, llamó a Jon Rubinstein, que antes había desempeñado la misma función en NeXT cuando aún contaban con un departamento de hardware. Rubinstein se encontraba de vacaciones en la isla de Skye cuando Jobs lo llamó directamente. «Apple necesita algo de ayuda —anunció—. ¿Quieres apuntarte?». Rubinstein aceptó. Llegó a tiempo para asistir a la conferencia de Macworld y ver como Amelio fracasaba sobre el escenario. La situación era peor de lo que esperaba. Tevanian y él intercambiaban miradas durante las reuniones como si acabaran de irrumpir en un manicomio. La gente realizaba afirmaciones fantasiosas mientras Amelio permanecía sentado a un extremo de la mesa sumido en un aparente estupor.
Jobs no acudía con regularidad al despacho, pero a menudo hablaba con Amelio por teléfono. Una vez asegurado de que Tevanian, Rubinstein y otros trabajadores de su confianza accedían a los puestos de control, se concentró en la creciente línea de productos de la empresa. Una de sus nuevas manías era el Newton, el asistente digital personal y de bolsillo que, en teoría, era capaz de reconocer la escritura manual. No era tan malo como lo presentaban las viñetas cómicas de Doonesbury, pero Jobs lo detestaba. Despreciaba la idea de utilizar un lápiz o un puntero para escribir en una pantalla. «Dios nos dio diez punteros —solía decir, agitando los dedos—. No hace falta inventar otro». Además, Jobs veía el Newton como la mayor innovación de Sculley, como su proyecto favorito. Aquello bastaba para condenarlo ante sus ojos.
«Deberías acabar con el Newton», le dijo un día a Amelio por teléfono. Era una sugerencia que no venía a cuento, y Amelio se resistió. «¿A qué te refieres con “acabar con él”? —preguntó—. Steve, ¿tienes idea de lo caro que sería eso?». «Cancélalo, desactívalo, deshazte de él —insistió Jobs—. No importa cuánto cueste. La gente te vitorearía si te lo quitaras de encima».
«He estado estudiándolo y creo que va a ser muy rentable —afirmó Amelio—. No voy a pedir que nos deshagamos de él». En mayo, no obstante, anunció sus planes para independizar el departamento encargado del Newton, lo cual marcó el comienzo de un avance a trompicones hacia la tumba que duraría todo un año.
Tevanian y Rubinstein iban de vez en cuando a casa de Jobs para mantenerlo informado, y pronto todo Silicon Valley sabía que poco a poco Jobs estaba arrebatándole el poder a Amelio. No se trataba de una estratagema maquiavélica para hacerse con el poder, sino de que así es como era Jobs. Aspirar al control estaba grabado en su naturaleza. Louise Kehoe, la periodista del Financial Times que había previsto esta maniobra cuando entrevistó a Jobs y a Amelio durante la presentación de diciembre, fue la primera en publicar la historia. «Jobs se ha convertido en el poder en la sombra —escribió a finales de febrero—. Se rumorea que es él quien toma las decisiones sobre qué departamentos de Apple deben desaparecer. Jobs les ha pedido a unos cuantos de sus antiguos compañeros de Apple que regresen a la compañía y, según estos, ya ha dejado entrever que planea hacerse con el mando. Según uno de los confidentes del señor Jobs, este se ha convencido de que es improbable que Amelio y las personas designadas por él consigan reanimar Apple. Está dispuesto a reemplazarlos para asegurar la supervivencia de “su empresa”».
Ese mes, Amelio tuvo que enfrentarse a la reunión anual de accionistas y explicar por qué los resultados del último trimestre de 1996 se habían saldado con una caída de ventas del 30% en comparación con el año anterior. Los accionistas hacían cola ante los micrófonos para dar rienda suelta a su enfado. Amelio no era en absoluto consciente de lo mal que estaba gestionando aquella reunión. «Aquella presentación está considerada como una de las mejores que he ofrecido», se jactó después. Sin embargo, Ed Woolard, el antiguo consejero delegado de la industria química DuPont, que ahora presidía el consejo de administración de Apple (Markkula había sido degradado a vicepresidente), estaba horrorizado. «Esto es un desastre», le susurró su esposa en medio de la sesión. Woolard se mostró de acuerdo. «Gil vino con un traje muy elegante, pero tenía un aspecto estúpido y sonaba como tal —recordaba—. No pudo responder a las preguntas que le planteaban, no sabía de qué estaba hablando y no inspiraba ninguna confianza».
Woolard cogió el teléfono y llamó a Jobs, al que nunca había conocido en persona. Su pretexto era invitarlo a Delaware para que diera una charla para ejecutivos de DuPont. Jobs rechazó la oferta, pero, tal y como recordaba el propio Woolard, «la propuesta era una excusa para poder hablar con él sobre Gil». Dirigió la conversación en esa dirección y le preguntó sin tapujos a Jobs que cuál era su opinión sobre Amelio. Según Woolard, Jobs se mostró algo circunspecto y contestó que Amelio no se encontraba en el puesto adecuado. Jobs recordaba que se mostró más brusco:
Pensé para mis adentros que podía contarle la verdad y decirle que Gil es un capullo, o mentir por omisión. Es un miembro del consejo de administración de Apple, y tengo el deber de decirle lo que pienso. Por otra parte, si lo hago, él se lo contará a Gil, en cuyo caso Gil nunca volverá a escuchar lo que yo tenga que decir y se dedicará a joder a la gente que traje a Apple. Todo aquello pasó por mi mente en menos de treinta segundos. Al final decidí que le debía contar la verdad a aquel hombre. Apple me importaba demasiado, así que dejé que la escuchara. Aseguré que aquel tipo era el peor consejero delegado que había visto nunca, que creía que si hiciera falta pasar un examen para ser consejero delegado él sería incapaz de aprobarlo. Cuando colgué el teléfono me di cuenta de que probablemente había hecho algo muy estúpido.
Aquella primavera, Larry Ellison, de Oracle, coincidió con Amelio en una fiesta y le presentó a Gina Smith, periodista especializada en tecnología, que le preguntó por cómo marchaba todo en Apple. «Verás, Gina, Apple es como un barco —contestó Amelio—. El barco está cargado de tesoros, pero hay un agujero en él. Y mi trabajo consiste en conseguir que todo el mundo reme en la misma dirección». Smith se mostró perpleja y preguntó: «Sí, pero ¿y qué pasa con el agujero?». Desde entonces, Ellison y Jobs bromeaban acerca de lo que llamaban «la parábola del barco». «Cuando Larry me contó aquella historia estábamos en un restaurante de sushi, y recuerdo que me caí de la silla por el ataque de risa que me dio —recordaba Jobs—. Amelio era un bufón que se tomaba a sí mismo demasiado en serio. Insistía en que todo el mundo le llamara “doctor Amelio”. Con eso queda todo dicho».
Brent Schlender, un periodista de Fortune especializado en tecnología y con muy buenas fuentes, conocía a Jobs y estaba familiarizado con su forma de pensar, así que en marzo publicó un artículo en el que se detallaba toda aquella situación. «Apple Computer, el paradigma de la gestión disfuncional y los tecnosueños atolondrados de Silicon Valley, ha vuelto a entrar en crisis. La empresa se esfuerza, a cámara lenta y en medio de un ambiente lúgubre, por enfrentarse a ventas que caen en picado, fomentar una estrategia tecnológica que consiga mantenerse a flote y reforzar una imagen de marca que pierde dinero a borbotones —escribió—. Para cualquiera con un ojo maquiavélico, se diría que Jobs, a pesar de la atracción de Hollywood (últimamente ha estado supervisando el trabajo en Pixar, creadora de Toy Story y de otras películas de animación por ordenador), podría estar conspirando para hacerse con el control de Apple».
Una vez más, Ellison discutió públicamente la idea de presentar una opa hostil y nombrar a su «mejor amigo», Jobs, como consejero delegado. «Steve es el único que puede salvar Apple —les dijo Ellison a los periodistas—. Estoy preparado para echarle una mano en cuanto él lo decida». Igual que el pastor mentiroso cuando gritó por tercera vez que venía el lobo, estas últimas reflexiones de Ellison sobre la adquisición de Apple no recibieron mucha atención, así que más tarde, ese mismo mes, le contó a Dan Gillmor, del San Jose Mercury News, que estaba formando un grupo de inversión con el que recaudar 1.000 millones de dólares para comprar una participación mayoritaria en Apple (el valor de la compañía en el mercado era de unos 2.300 millones de dólares). El día de la publicación del artículo, las acciones de Apple subieron un 11% en una intensa jornada. Para echar más leña al fuego de toda aquella frivolidad, Ellison creó una dirección de correo electrónico —savapple@us.oracle.com— en la que le pedía al público general que votara sobre si debía seguir adelante con su iniciativa. (Ellison había elegido en un primer momento «saveapple» como dirección, pero entonces descubrió que el sistema de correo electrónico de su compañía tenía un límite de ocho caracteres para las direcciones).
Jobs se mostró algo divertido ante aquella función que Ellison se había arrogado, y como no estaba muy seguro de lo que se suponía que debía hacer al respecto, evitó hacer comentarios. «Larry saca el tema de vez en cuando —le comentó a un periodista—. Yo trato de explicarle que mi función en Apple es la de consejero». Amelio, por otra parte, estaba lívido. Llamó a Ellison para ponerlo en su sitio, pero Ellison no le cogió el teléfono, así que Amelio llamó a Jobs, que le ofreció una respuesta equívoca pero también parcialmente sincera. «Lo cierto es que no entiendo qué está pasando —le dijo a Amelio—. Creo que todo esto es una locura». Entonces añadió una frase para tranquilizarlo que ni siquiera era parcialmente sincera: «Tú y yo tenemos una buena relación». Jobs podría haber acabado con las especulaciones mediante una declaración en la que rechazase la idea de Ellison. Sin embargo, para mayor irritación de Amelio, no lo hizo. Mantuvo una posición distante, y aquello beneficiaba tanto a sus intereses como a su naturaleza.
El mayor problema de Amelio era que había perdido el apoyo del presidente del consejo de administración, Ed Woolard, un ingeniero industrial sensato y directo a quien se le daba bien escuchar. Jobs no era el único que le hablaba acerca de los defectos de Amelio. Fred Anderson, el director financiero de Apple, alertó a Woolard de que la compañía estaba a punto de incumplir las cláusulas de sus préstamos bancarios e iba a tener que declarar la suspensión de pagos. También le habló de cómo los ánimos de los trabajadores se iban deteriorando. En la reunión del consejo de marzo, los otros consejeros se mostraron intranquilos y rechazaron el presupuesto de publicidad propuesto por Amelio.
Además, la prensa se había vuelto en su contra. Business Week publicó una portada en la que preguntaba: «¿Ha quedado Apple hecha picadillo?»; la revista Red Herring incluyó un editorial titulado: «Gil Amelio, por favor, dimite», y Wired presentó en portada el logotipo de Apple crucificado como un Sagrado Corazón con una corona de espinas y el titular «Oremos». Mike Barnicle, del Boston Globe, quejándose por los años de mala gestión de Apple, escribió: «¿Cómo es posible que estos ineptos sean todavía capaces de pagar sus nóminas cuando cogieron los únicos ordenadores que no asustaban a la gente y los convirtieron en el equivalente tecnológico de una manada de búfalos viejos, pesados y con cara de pocos amigos?». A finales de mayo, Amelio le concedió una entrevista a Jim Carlton, del Wall Street Journal, quien le preguntó si iba a ser capaz de invertir la percepción de que Apple se encontraba inmersa en una «espiral de muerte». Amelio miró fijamente a los ojos a Carlton y contestó: «No sé cómo responder a esa pregunta».
Cuando Jobs y Amelio hubieron firmado los últimos documentos de su acuerdo en febrero, Jobs comenzó a dar saltos, eufórico, y gritó: «¡Tú y yo tenemos que salir a celebrarlo con una buena botella de vino!». Amelio se ofreció a llevar el vino de su bodega y sugirió que los acompañaran sus mujeres. Hasta junio no llegaron a fijar una fecha, y a pesar de las tensiones crecientes pasaron un rato muy agradable. La comida y el vino combinaban tan mal como los comensales. Amelio trajo una botella de Cheval Blanc de 1964 y un Montrachet que costaban unos 300 dólares cada una. Jobs eligió un restaurante vegetariano situado en Redwood City donde la cuenta total ascendió a 72 dólares. La esposa de Amelio señaló después: «Él es un encanto, y su esposa también».
Jobs era capaz de seducir y cautivar a voluntad a la gente, y le gustaba hacerlo. Las personas como Amelio y Sculley se permitían creer que, puesto que Jobs trataba de cautivarlos, aquello significaba que les gustaba y los respetaba. Esta es una impresión que a veces él mismo fomentaba con alguna sarta de halagos insinceros dirigidos a aquellos deseosos de recibirlos. Sin embargo, Jobs podía mostrarse encantador con gente a la que odiaba con la misma facilidad con la que podía ser grosero con gente que le caía bien. Amelio no era capaz de ver aquello porque, al igual que Sculley, estaba ansioso por ganarse su afecto. De hecho, las palabras que utilizó para describir las ganas que tenía de establecer una buena relación con Jobs son casi las mismas que empleó Sculley. «Cuando tenía que hacer frente a cualquier problema, daba un paseo con él para discutirlo —recordaba Amelio—, y en nueve de cada diez ocasiones estábamos de acuerdo sobre la solución». De alguna forma, se engañó para creer que Jobs sentía un respeto auténtico hacia él. «Estaba maravillado ante la forma en que la mente de Steve enfocaba los problemas, y tenía la sensación de que estábamos forjando una relación basada en la confianza mutua».
La desilusión de Amelio llegó unos días después de la cena. Durante sus negociaciones, había insistido en que Jobs conservara las acciones de Apple durante al menos seis meses, y preferiblemente durante más tiempo. Aquellos seis meses acabaron en junio. Cuando de pronto se vendió un paquete de un millón y medio de acciones, Amelio llamó a Jobs. «Le estoy diciendo a todo el mundo que las acciones que se han vendido no eran tuyas —le informó—. Recuerda, tú y yo hicimos un trato por el que no ibas a vender ninguna sin avisarnos antes».
«Es cierto», replicó Jobs. Amelio entendió con aquella respuesta que Jobs no había vendido sus acciones, y emitió un comunicado en el que lo hacía saber. Sin embargo, cuando se publicó el informe de la comisión reguladora de la Bolsa, en él se dejaba claro que Jobs sí había vendido sus acciones. «Maldita sea, Steve, te pregunté claramente por las acciones y me negaste que hubieras sido tú». Jobs le dijo a Amelio que las había vendido movido por «una repentina depresión» causada por la dirección que seguía Apple y que no había querido admitirlo porque se sentía «un poco avergonzado». Cuando se lo pregunté años más tarde, contestó simplemente: «No me parecía que tuviera que contárselo a Gil».
Entonces, ¿por qué mintió Jobs a Amelio acerca de la venta de sus acciones? Hay una razón sencilla: Jobs evitaba en ocasiones la verdad. Helmut Sonnenfeld afirmó una vez, en referencia a Henry Kissinger: «No miente porque tenga un interés especial en ello, miente porque forma parte de su naturaleza». También formaba parte de la naturaleza de Jobs mentir o mostrarse hermético algunas veces, cuando pensaba que la ocasión lo exigía. Por otra parte, también podía resultar brutalmente sincero en ocasiones, y capaz de contar verdades que la mayoría de nosotros tratamos de endulzar o reprimir. Tanto sus posturas ante las mentiras como ante las verdades eran sencillamente facetas diferentes de su creencia nietzscheana de que las reglas comunes no se le aplicaban a él.
MUTIS DE AMELIO
Jobs se había abstenido de acallar los rumores de Larry Ellison sobre la compra de Apple, había vendido en secreto sus acciones y se había mostrado engañoso al respecto, así que Amelio acabó por convencerse de que estaba yendo tras él. «Al final asumí el hecho de que había estado demasiado predispuesto, demasiado ansioso por creer que estaba de mi lado —recordó más tarde—. Los planes de Steve para promover mi cese seguían su curso».
De hecho, Jobs iba criticando a Amelio siempre que le surgía la oportunidad. No podía evitarlo, y sus críticas contaban con la virtud añadida de ser ciertas. Sin embargo, había un factor más importante a la hora de poner al consejo en contra de Amelio. Fred Anderson, el director financiero, pensó que era su deber personal informar a Ed Woolard y al resto del consejo de la precaria situación de Apple. «Fred era el que me contaba que el dinero se iba acabando, que la gente se estaba marchando y que otros empleados clave estaban pensando en irse también». Aquello se sumaba a la preocupación previa de Woolard tras ver a Amelio hablar de manera confusa en la reunión de accionistas.
Woolard le había pedido a Goldman Sachs que explorara la posibilidad de que Apple fuera puesta en venta, pero el banco de inversiones afirmó que sería poco probable encontrar un comprador estratégico adecuado porque su cuota de mercado se había reducido enormemente. Durante una sesión ejecutiva del consejo celebrado en junio en el que Amelio no se encontraba en la sala, Woolard describió ante los consejeros presentes los cálculos de probabilidades que había realizado. «Si nos quedamos con Gil como consejero delegado, creo que solo hay un 10% de probabilidades de que evitemos la bancarrota —aseguró—. Si lo despedimos y convencemos a Steve para que ocupe su puesto, tenemos un 60% de posibilidades de sobrevivir. Si despedimos a Gil, no recuperamos a Steve y tenemos que buscar un nuevo consejero delegado, entonces las probabilidades de resistir son del 40%». El consejo lo autorizó a preguntarle a Jobs si querría volver y, en cualquier caso, a convocar reuniones de emergencia del consejo por teléfono durante la fiesta del 4 de Julio.
Woolard y su esposa volaron a Londres, donde planeaban asistir a partidos de tenis en Wimbledon. Él veía algo de tenis durante el día, pero por las tardes se quedaba en su suite del hotel Inn on the Park y llamaba a diferentes personas de Estados Unidos, donde todavía era temprano. Al final de su estancia, la factura telefónica ascendió a 2.000 dólares.
En primer lugar, llamó a Jobs. El consejo iba a despedir a Amelio, anunció, y querían que él regresara como consejero delegado. Jobs se había mostrado agresivo respecto a Amelio, por un lado ridiculizándolo, y por otro tratando de hacer prevalecer sus ideas sobre la dirección que debía tomar Apple. Sin embargo, de pronto, cuando le ofrecieron el trofeo, se volvió evasivo. «Os ayudaré», respondió. «¿Como consejero delegado?», preguntó Woolard.
Jobs dijo que no. Woolard insistió para que se convirtiera al menos en consejero delegado en funciones. Una vez más, Jobs se mostró esquivo. «Seré un consejero —dijo—. Sin sueldo». También accedió a entrar a formar parte del consejo de administración —aquello era algo que había estado deseando—, pero rehusó la invitación para convertirse en el presidente. «Por ahora es todo lo que puedo ofrecer», afirmó. A continuación, les envió una nota por correo electrónico a los empleados de Pixar para asegurarles que no iba a abandonarlos. «Hace tres semanas recibí una llamada del consejo de administración de Apple en la que me pedían que regresara a la compañía como consejero delegado —escribió—. Rechacé la oferta. Entonces me pidieron que fuera el presidente del consejo, y volví a rehusar. Por lo tanto, no debéis preocuparos, los absurdos rumores no son más que eso. No planeo dejar Pixar. Tendréis que seguir aguantándome».
¿Por qué no se hizo Jobs con el control? ¿Por qué se mostró reticente a aceptar el puesto que parecía haber deseado durante dos décadas? Cuando se lo pregunté, contestó:
Acabábamos de sacar a Pixar a Bolsa, y yo me contentaba con ser el consejero delegado de aquella empresa. Nunca había oído hablar de nadie que fuera consejero delegado de dos compañías que cotizaran en Bolsa, ni siquiera de forma temporal, y tampoco estaba seguro de que aquello fuera legal. No sabía qué hacer, o qué quería hacer. Disfrutaba de poder pasar más tiempo con mi familia. Estaba indeciso. Sabía que Apple estaba hecha un desastre, así que me pregunté: «¿Quiero renunciar a este estilo de vida tan agradable que tengo ahora? ¿Qué van a pensar todos los accionistas de Pixar?». Hablé con gente a la que respetaba. Al final llamé a Andy Grove hacia las ocho de la mañana de un sábado. Demasiado temprano. Le señalé los pros y los contras, y en medio de la conversación me interrumpió y dijo: «Steve, a mí Apple me importa una mierda». Me quedé pasmado. Fue entonces cuando me di cuenta de que a mí sí que me importa una mierda Apple. Es la compañía que yo creé y es bueno que siga en este mundo. En ese preciso instante decidí regresar de forma temporal para ayudarlos a elegir a un consejero delegado.
En realidad, la gente de Pixar se alegraba de que fuera a pasar menos tiempo allí. Estaban secretamente (y a veces abiertamente) encantados de que ahora también tuviera a Apple para ocupar su atención. Ed Catmull, que había sido un buen consejero delegado, podría recuperar fácilmente aquellas funciones de nuevo, ya fuera de forma oficial u oficiosa. Por lo que respectaba al tiempo que podría pasar con su familia, Jobs nunca sería candidato al trofeo de padre del año, ni siquiera cuando gozaba de tiempo libre. Se le daba cada vez mejor hacerles caso a sus hijos, especialmente a Reed, pero su atención se centraba principalmente en el trabajo. Con frecuencia se mostraba distante y reservado con sus hijas pequeñas, se había vuelto a distanciar de Lisa y a menudo era un marido irritable.
Entonces, ¿cuál era la auténtica razón de su reticencia a hacerse con el control de Apple? A pesar de su tozudez y su insaciable deseo de controlarlo todo, Jobs también podía mostrarse indeciso y renuente cuando se sentía inseguro con respecto a algo. Ansiaba la perfección, y no siempre se le daba bien averiguar cómo contentarse con menos o adaptarse a las posibilidades reales. No le gustaba enfrentarse a la complejidad. Esto se aplicaba a sus productos, su diseño y el mobiliario de la casa, pero también en lo relativo a los compromisos personales. Si sabía con certeza que una determinada vía de acción era la correcta se volvía imparable, pero, si tenía dudas, a veces prefería retirarse y no pensar en aquellas circunstancias que no se adaptaran perfectamente a su visión. Como en el caso en que Amelio le había preguntado qué función quería desempeñar en Apple, Jobs tendía a guardar silencio y evitar las situaciones que lo hacían sentirse incómodo.
Esta actitud se debía en parte a su tendencia a realizar clasificaciones binarias de la realidad. Una persona podía ser un héroe o un capullo, y un producto era fantástico o una mierda. Sin embargo, se frustraba con aquellas situaciones que fueran más complejas, con más matices o facetas: casarse, comprar el sofá adecuado o comprometerse a dirigir una compañía, por ejemplo. Además, no quería ponerse en una situación abocada al fracaso. «Creo que Steve quería asegurarse de que Apple todavía podía salvarse», comentó Fred Anderson.
Woolard y el consejo de administración decidieron seguir adelante y despedir a Amelio, a pesar de que Jobs todavía no había aclarado cuán activo sería su papel como «consejero». Amelio estaba a punto de irse de pícnic con su esposa, sus hijos y sus nietos cuando llegó la llamada de Woolard desde Londres. «Necesitamos que dejes el puesto», le dijo sencillamente. Amelio respondió que aquel no era un buen momento para discutir el tema, pero Woolard pensó que debía insistir: «Vamos a anunciar tu destitución».
Amelio se resistió. «Recuerda, Ed, que le dije al consejo de administración que iban a hacer falta tres años para que la compañía volviera a encontrarse en plenas condiciones —se defendió—. Todavía no han pasado ni la mitad».
«El consejo se encuentra en un punto en el que no quiere discutir más este asunto», replicó Woolard. Amelio le preguntó quién estaba al corriente de aquella decisión, y Woolard le dijo la verdad: el resto del consejo y Jobs. «Steve es una de las personas con las que hablamos sobre este tema —añadió—. Su opinión es que eres un tipo muy agradable, pero no sabes gran cosa sobre la industria informática».
«¿Y por qué narices está implicado Steve en una decisión como esta? —respondió Amelio, enfadándose cada vez más—. Steve ni siquiera es miembro del consejo de administración, así que, ¿qué demonios pinta en este asunto?». Sin embargo, Woolard no se echó atrás, y Amelio colgó el teléfono y se fue a disfrutar del pícnic en familia antes de contárselo a su esposa.
Jobs mostraba, en ocasiones, una extraña mezcla de irritabilidad y necesidad de aprobación. Normalmente le importaba un bledo lo que la gente pensara de él. Era capaz de cortar su relación con otras personas y no volverles a dirigir la palabra. Aun así, en ocasiones sentía la compulsión de explicar sus actos. Así pues, esa tarde, y para su sorpresa, Amelio recibió una llamada de Jobs. «Bueno, Gil, solo quería que supieras que he estado hablando hoy con Ed sobre todo este asunto y me siento muy mal por todo ello —afirmó—. Quiero que sepas que yo no he tenido absolutamente nada que ver con este giro de los acontecimientos. Es una decisión que ha tomado el consejo, pero me pidieron asesoramiento y consejo». Le dijo a Amelio que lo respetaba por ser «la persona más íntegra a la que jamás haya conocido», y a continuación le ofreció un consejo que él no le había pedido: «Tómate seis meses de descanso —le propuso—. Cuando me echaron de Apple, me puse a trabajar inmediatamente después, y después lo lamenté. Debería haberme tomado un tiempo para mí mismo». Se ofreció como apoyo si alguna vez quería más consejos.
Amelio se quedó bastante sorprendido y logró murmurar algunas palabras de agradecimiento. A continuación se giró hacia su esposa y le contó lo que le había dicho Jobs. «En cierto sentido, todavía me gusta ese hombre, pero no creo nada de lo que me dice», le comentó. «Steve me ha engañado por completo —aseguró ella—, y me siento como una idiota». «Bienvenida al club», replicó su marido.
Steve Wozniak, que también era un consejero informal de la empresa, quedó encantado al saber que Jobs iba a regresar. «Era justo lo que necesitábamos —afirmó—, porque independientemente de lo que uno piense sobre Steve, él sabrá cómo lograr que recuperemos la magia». El triunfo de Jobs sobre Amelio tampoco le sorprendió. Tal y como le contó a Wired poco después de que ocurriera, «si Gil Amelio se enfrenta a Steve Jobs perderá la partida».
Ese lunes, los principales empleados de Apple fueron convocados al auditorio. Amelio entró con aspecto tranquilo e incluso relajado. «Bueno, me entristece informaros de que ha llegado para mí la hora de seguir adelante», anunció. Fred Anderson, que había accedido a ser el consejero delegado en funciones, tomó la palabra a continuación y dejó claro que seguiría los consejos de Jobs. Entonces, exactamente doce años después de perder el poder en la lucha del fin de semana del 4 de Julio, Jobs volvió a subir al estrado de Apple.
Inmediatamente quedó claro que, aunque no quisiera admitirlo públicamente (ni siquiera reconocérselo a sí mismo), Jobs iba a estar al mando y no sería un simple «consejero». En cuanto subió al escenario ese día —con pantalones cortos, zapatillas de deporte y la sudadera de cuello alto que estaba convirtiéndose en su seña de identidad—, se puso a trabajar para darle un nuevo ímpetu a su amada compañía. «De acuerdo, contadme qué es lo que no funciona por aquí», propuso. Se oyeron algunos murmullos, pero Jobs los cortó en seco. «¡Son los productos! —contestó—. Así que, ¿qué les pasa a los productos?». Una vez más, se oyó algún conato de respuesta, hasta que Jobs intervino para ofrecer la solución correcta. «¡Los productos son un asco! —gritó—. ¡Ya no tienen ningún atractivo!».
Woolard fue capaz de convencer a Jobs para que accediera a desempeñar una función muy activa como «consejero». Este dio su visto bueno a un comunicado en el que se informaba de que había «accedido a aumentar su participación en Apple durante un máximo de noventa días para ayudarlos hasta que contraten a un nuevo consejero delegado». La inteligente expresión que utilizó Woolard en su declaración era que Jobs iba a regresar «como consejero al frente del equipo».
Jobs se instaló en un pequeño despacho junto a la sala de juntas en la planta de ejecutivos, y evitó claramente el gran despacho de Amelio situado en una esquina. Se involucró en todos los aspectos del negocio: el diseño de productos, dónde hacía falta realizar recortes, las negociaciones con los proveedores y la evaluación de la agencia de publicidad. También pensó que tenía que detener el éxodo de empleados de Apple de alto nivel, así que decidió que debían fijar un nuevo precio a sus opciones sobre acciones. Las participaciones de Apple habían caído tanto que las opciones ya no valían nada. Jobs quería rebajar el precio de compra de acciones para que volvieran a recuperar su valor. En aquel momento, esa maniobra era legal, aunque no se consideraba una buena práctica empresarial. El primer jueves tras su regreso a Apple, Jobs convocó por teléfono una reunión del consejo de administración y presentó a grandes rasgos el problema. Los consejeros se mostraron reticentes y le pidieron tiempo para realizar un estudio legal y financiero de las consecuencias de aquel cambio. «Esto hay que hacerlo rápido —les urgió Jobs—. Estamos perdiendo a gente valiosa».
Incluso su mayor apoyo, Ed Woolard, que dirigía la comisión de retribuciones, se opuso. «En DuPont nunca hicimos nada semejante», afirmó.
«Me habéis traído aquí para arreglar la situación, y el personal es la clave», se defendió Jobs. Cuando el consejo de administración propuso un estudio que podía tardar dos meses, Jobs estalló: «¿Es que estáis majaras?». Luego se quedó callado durante unos instantes y entonces prosiguió: «Chicos, si no estáis dispuestos a hacer esto, no voy a volver el lunes, porque hay miles de decisiones importantes que tengo que tomar y que van a ser mucho más difíciles que esta, y si no podéis ofrecer vuestro apoyo a una decisión de este tipo, no voy a conseguir solucionar nada. Así pues, si no podéis hacer esto me largo de aquí, y podréis echarme la culpa, podréis decir: “Steve no estaba a la altura del trabajo”».
Al día siguiente, tras hablarlo con el consejo, Woolard volvió a llamar a Jobs. «Vamos a aprobar la maniobra —anunció—, pero algunos de los miembros del consejo no están contentos. Nos sentimos como si nos hubieras puesto una pistola en la cabeza». Las opciones de compra para los trabajadores de mayor nivel (Jobs no tenía ninguna) se fijaron en 13,25 dólares, el precio de las acciones el día en que destituyeron a Amelio.
En lugar de aprovechar su victoria y darle las gracias al consejo de administración, Jobs siguió lamentándose por tener que responder ante un consejo al que no respetaba. «Que paren el tren, porque esto no va a funcionar —le dijo a Woolard—. Esta empresa está patas arriba, y no tengo tiempo para andar cuidando del consejo como si fuera su niñera, así que necesito que dimitan todos, o voy a tener que presentar mi dimisión y no regresaré el lunes». Añadió que la única persona que podía quedarse era Woolard.
La mayoría de los miembros del consejo estaban horrorizados. Jobs todavía se negaba a comprometerse a regresar a Apple a tiempo completo o a aceptar cualquier cargo superior al de consejero, pero aun así se creía con el poder suficiente como para obligarlos a todos a marcharse. La cruda realidad, no obstante, era que sí contaba con aquel poder. No podían permitirse que Jobs se marchara enfurecido de la compañía, ni la perspectiva de seguir siendo miembro del consejo de Apple resultaba demasiado atractiva por aquel entonces. «Después de todas las situaciones por las que habían pasado, la mayoría se alegraron de su propio despido», recordaba Woolard.
Una vez más, el consejo accedió. Solo presentaron una petición: ¿sería posible que se quedara otro consejero además de Woolard? Aquello ayudaría a la imagen de la empresa. Jobs estuvo de acuerdo. «Formaban un consejo horroroso, terrible —declaró posteriormente—. Accedí a que se quedaran Ed Woolard y un tipo llamado Gareth Chang, que resultó ser un inútil. No era horroroso, sino simplemente inútil. Woolard, por otra parte, era uno de los mejores miembros del consejo que hubiera visto. Era magnífico, una de las personas más sabias y entusiastas que he conocido nunca».
Entre aquellos que tuvieron que dimitir se encontraba Mike Markkula, quien en 1976, cuando todavía era un joven inversor de capital riesgo, había visitado el garaje de Jobs, se había enamorado del prototipo de ordenador que había sobre la mesa de trabajo, les había garantizado una línea de crédito de 250.000 dólares y se había convertido en el tercer socio y dueño de un tercio de la nueva compañía. A lo largo de las dos décadas siguientes, fue la única constante del consejo, y había visto entrar y salir a varios consejeros delegados. Apoyó a Jobs en ocasiones, pero también había tenido algunos encontronazos con él, especialmente cuando se puso de parte de Sculley en los enfrentamientos de 1985. Tras el retorno de Jobs, supo que le había llegado la hora de marcharse.
Jobs podía mostrarse cortante y frío, especialmente con la gente que le llevaba la contraria, pero también sentimental con quienes lo habían acompañado desde sus primeros días. Wozniak entraba en aquella categoría de favoritos, por supuesto, a pesar de que se habían distanciado; y también Andy Hertzfeld y algunos otros miembros del equipo del Macintosh. Al final, Mike Markkula también entró a formar parte del grupo. «Me sentí profundamente traicionado por él, pero era como un padre para mí y siempre me preocupé por él», recordaba Jobs después. Por tanto, cuando llegó la hora de pedirle que abandonara su puesto en el consejo de Apple, el propio Jobs condujo hasta la mansión palaciega de Markkula, situada en las colinas de Woodside, para hacerlo personalmente. Como de costumbre, le pidió que lo acompañara a dar un paseo, y deambularon por la zona hasta llegar a un bosquecillo de secuoyas con una mesa de pícnic. «Me dijo que prefería un consejo nuevo porque quería empezar desde cero —comentó Markkula—. Le preocupaba que yo pudiera tomármelo mal, y quedó muy aliviado cuando vio que no era así».
Pasaron el resto del tiempo hablando de la dirección que debía seguir Apple en el futuro. Jobs pretendía formar una compañía que resistiera el paso del tiempo, y le preguntó a Markkula cuál era la fórmula correcta para lograrlo. Su respuesta fue que las compañías duraderas saben cómo reinventarse. Hewlett-Packard lo había hecho muchas veces; había comenzado como una compañía de instrumentos técnicos, después pasó a producir calculadoras y posteriormente entró en la industria informática. «Apple se ha visto superada por Microsoft en el campo de los ordenadores personales —señaló Markkula—. Necesitas reinventar la compañía para que haga otras cosas, como otros aparatos o productos de consumo. Tienes que ser como una mariposa y pasar por una metamorfosis». Jobs no dijo gran cosa, pero se mostró de acuerdo.
El antiguo consejo de administración se reunió a finales de julio para ratificar la transición. Woolard, que tenía un carácter tan afable como irritable era el de Jobs, quedó un tanto sorprendido al ver a Steve presentarse en la reunión vestido con vaqueros y zapatillas de deporte, y le preocupó que pudiera ponerse a reprender a los miembros más veteranos del consejo por haberlo estropeado todo. Sin embargo, Jobs se limitó a saludar con un agradable «hola a todos». A continuación, abordaron el tema de la aceptación de las dimisiones, la elección de Jobs como miembro del consejo y la autorización a Jobs y a Woolard para que encontraran nuevos miembros.
La primera elección de Jobs, como era de esperar, fue Larry Ellison, que aseguró estar encantado de ser consejero, pero que detestaba acudir a las reuniones. Jobs dijo que bastaba con que asistiera a la mitad de ellas. (Pasado un tiempo, Ellison solo acudía a aproximadamente un tercio de las reuniones, así que Jobs cogió una foto suya que había aparecido en la portada de Business Week, la amplió a tamaño natural y la pegó sobre un cartón recortado para ponerla sobre su silla).
Jobs también llevó al consejo a Bill Campbell, que había dirigido el departamento de marketing de Apple a principios de la década de los ochenta y se había visto atrapado en medio de la lucha entre Jobs y Sculley. Campbell había acabado respaldando a Sculley, pero con el tiempo le cogió tanta manía que Jobs lo perdonó. Ahora era el consejero delegado de una compañía de software llamada Intuit, y acompañaba a menudo a Jobs en sus paseos. «Estábamos sentados en la parte trasera de su casa —recordaba Campbell, que vivía a solo cinco manzanas de distancia de Jobs, en Palo Alto—. Me dijo que iba a regresar a Apple y que quería que yo entrara en el consejo. Yo contesté: “Hostias, claro que quiero entrar”». Campbell había sido entrenador de fútbol americano en la Universidad de Columbia. Su gran talento, según Jobs, era que «podía conseguir que jugadores de segunda actuaran como jugadores de primera». Jobs le dijo que en Apple iba a poder trabajar con jugadores de primera.
Woolard lo ayudó a reclutar a Jerry York, que había sido el director financiero de Chrysler y de IBM. Jobs consideró a otros candidatos, pero los rechazó, incluida Meg Whitman, que por aquel entonces dirigía el departamento de Playskool, de Hasbro, y que había sido una de las responsables de planificación estratégica de Disney (en 1998 pasó a ser la consejera delegada de eBay, y después se presentó como candidata a gobernadora de California). Ambos fueron juntos a comer, y Jobs procedió a su acostumbrada clasificación instantánea de la gente en las categorías de «genio» o «capullo». En su opinión, Whitman no acabó en la primera categoría. «Pensé que era más tonta que un zapato», afirmó después, aunque se equivocaba.
A lo largo de los años, Jobs aportó algunos líderes fuertes al consejo de administración de Apple, entre los que se encontraban Al Gore, Eric Schmidt, de Google, Art Levinson, de Genentech, Mickey Drexler, de Gap y J. Crew, y Andrea Jung, de Avon. Sin embargo, siempre se aseguró de que fueran leales, en ocasiones incluso demasiado. A pesar de su talla, a veces parecían sobrecogidos o intimidados por Jobs, y estaban ansiosos por mantenerlo contento. En cierto momento, algunos años después de su regreso a Apple, invitó a Arthur Levitt, el antiguo presidente de la Comisión de Bolsa y Valores estadounidense, a que se convirtiera en miembro del consejo. Levitt, que había comprado su primer Macintosh en 1984 y que se confesaba un «adicto» orgulloso a los ordenadores de aquella marca, quedó encantado. Acudió entusiasmado a Cupertino a visitar las instalaciones, y allí discutió sus funciones con Jobs. Sin embargo, poco después Jobs leyó un discurso pronunciado por Levitt sobre dirección empresarial en el que defendía que los consejos de administración debían desempeñar una función fuerte e independiente, y entonces lo llamó para retirar su invitación. «Arthur, no creo que vayas a encontrarte a gusto en nuestro consejo, y creo que lo mejor sería que no te invitáramos —recordaba Levitt que le dijo Jobs—. Sinceramente, creo que algunos de los temas que planteaste en tu discurso, aunque sean adecuados para algunas empresas, no se ajustan realmente a la cultura empresarial de Apple». Levitt escribió después: «Me quedé helado […]. Ahora tengo claro que el consejo de Apple no está pensado para actuar con independencia de su consejero delegado».
AGOSTO DE 1997: LA MACWORLD DE BOSTON
La nota para el personal en la que se anunciaba el nuevo precio de las acciones de compra de Apple iba firmada por «Steve y el equipo ejecutivo», y pronto la noticia de que él dirigía en la compañía todas las reuniones de inspección de productos fue de dominio público. Estos y otros indicios de que Jobs ahora se encontraba firmemente comprometido con Apple ayudaron a elevar el precio de las acciones desde los 13 dólares aproximadamente hasta los 20 a lo largo de julio. También sirvió para crear un clima de entusiasmo cuando los fieles de la marca se reunieron para la conferencia Macworld de agosto de 1997, que tuvo lugar en Boston. Más de cinco mil personas se presentaron con varias horas de antelación para abarrotar el auditorio Castle del hotel Park Plaza, donde tendría lugar la presentación de Jobs. Habían ido para ver el regreso de su héroe y para descubrir si realmente estaba dispuesto a volver a ser su líder.
Al aparecer en la gran pantalla una foto de Jobs hecha en 1984, se produjo un estallido de vítores. «¡Steve! ¡Steve! ¡Steve!», coreaba la multitud, incluso mientras anunciaban su entrada. Y cuando por fin se presentó en el escenario —camisa blanca sin cuello, chaleco, pantalón negro y una sonrisa pícara—, los gritos y los flashes de las cámaras habrían podido rivalizar con los de las estrellas de rock. Y eso que, al comenzar a hablar, suavizó aquel entusiasmo recordándole a todo el mundo cuál era oficialmente su puesto: «Soy Steve Jobs, presidente y consejero delegado de Pixar», se presentó, y apareció un texto en pantalla con aquel cargo. A continuación explicó su función en Apple. «Yo, al igual que muchas otras personas, estoy ayudando para conseguir que Apple recupere su vitalidad».
Sin embargo, mientras Jobs caminaba por el escenario e iba pasando las diapositivas con un mando a distancia, quedó claro que él era ahora la persona al mando en Apple, y que, con toda probabilidad, seguiría siéndolo. Realizó una presentación cuidadosamente preparada, con la ayuda de unas notas, en la que explicó por qué las ventas de la marca habían caído un 30% en los últimos dos años. «Hay mucha gente estupenda trabajando en Apple, pero está siguiendo un camino equivocado porque el plan de ruta era incorrecto —afirmó—. He encontrado a gente más que dispuesta a respaldar una buena estrategia, pero hasta ahora no hemos tenido una». La multitud estalló en aplausos, silbidos y vítores.
Mientras hablaba, su pasión iba manifestándose con creciente intensidad, y comenzó a utilizar «nosotros» y «yo» en lugar de «ellos» para referirse a las próximas iniciativas de Apple. «Creo que todavía hace falta pensar de forma diferente para comprar un ordenador de Apple —comentó—. La gente que los compra piensa de manera diferente. Es la gente que en este mundo tiene espíritu creativo, y están dispuestos a cambiar el mundo. Nosotros creamos herramientas para ese tipo de personas». Cuando subrayó la palabra «nosotros» en la frase, se apoyó las dos manos en el pecho. A continuación, en su alocución final, siguió enfatizando el «nosotros» cuando se refería al futuro de Apple. «Nosotros también vamos a pensar de forma diferente, vamos a ponernos al servicio de la gente que ha estado comprando nuestros productos desde el principio. Muchos pensarán que son locos, pero en esa locura nosotros vemos genialidad». Durante la prolongada ovación con el público en pie, la gente intercambiaba miradas sobrecogidas, y algunos se secaban las lágrimas de los ojos. Jobs había dejado muy claro que él y el «nosotros» de Apple eran una misma cosa.
EL PACTO CON MICROSOFT
El momento culminante de la aparición de Jobs durante la conferencia de Macworld en agosto de 1997 fue un anuncio que cayó como una bomba, uno que llegó a las portadas de Time y Newsweek. Hacia el final de su discurso, se detuvo para beber un poco de agua y comenzó a hablar con un tono más contenido: «Apple vive en un ecosistema —afirmó—. Necesita la ayuda de otros compañeros. Las relaciones destructivas no ayudan a nadie en esta industria». Hizo otra pausa efectista y entonces se explicó: «Me gustaría anunciar hoy el comienzo de una de nuestras primeras colaboraciones, una muy significativa: la que llevaremos a cabo con Microsoft». Los logotipos de Microsoft y Apple aparecieron en la pantalla ante los gritos ahogados de sorpresa del público.
Apple y Microsoft habían sostenido una guerra de una década a causa de varios conflictos sobre derechos de autor y patentes, sobre todo por el supuesto robo por parte de Microsoft de la interfaz gráfica de usuario creada en Apple. Justo cuando Jobs estaba saliendo de Apple en 1985, John Sculley había llegado a un pacto de rendición: Microsoft podía obtener la licencia para la interfaz gráfica de usuario de Apple para el Windows 1.0 y, a cambio, haría que su programa Excel fuera exclusivo para el Mac durante un máximo de dos años. En 1988, cuando Microsoft sacó al mercado el Windows 2.0, Apple presentó una demanda. Sculley defendía que el acuerdo de 1985 no se había aplicado a la nueva versión de Windows y que las mejoras realizadas al sistema operativo (tales como copiar el truco de Bill Atkinson de solapar las ventanas) habían hecho que el incumplimiento de lo pactado fuera aún más flagrante. En 1997, Apple había perdido el caso y las sucesivas apelaciones, pero todavía quedaba en el ambiente el recuerdo del litigio y de las amenazas de nuevas demandas. Además, el Departamento de Justicia del presidente Clinton estaba preparando una fuerte denuncia contra Microsoft por violar las leyes antimonopolio. Jobs invitó al fiscal jefe, Joel Klein, a Palo Alto. Mientras tomaban café, le dijo que no se preocupara por conseguir una gran indemnización de Microsoft, sino que los mantuviera ocupados con el proceso judicial. Eso, según le explicó Jobs, le daría a Apple la oportunidad de «buscar el hueco» para adelantar a Microsoft y comenzar a ofrecer productos competitivos.
Bajo la dirección de Amelio, el enfrentamiento entre ambas empresas había alcanzado proporciones explosivas. Microsoft había rechazado comprometerse a desarrollar los programas Word y Excel para los futuros sistemas operativos del Macintosh, y aquello podría suponer el fin de Apple. En defensa de Bill Gates hay que señalar que aquello no se debía a una simple venganza. Era comprensible que se mostrara reticente a garantizar el desarrollo de programas para el futuro sistema operativo del Macintosh cuando nadie —incluidos los responsables de Apple, que cambiaban constantemente— parecía saber qué aspecto tendría ese nuevo sistema operativo. Justo después de que Apple adquiriera NeXT, Amelio y Jobs viajaron juntos para visitar Microsoft, pero Gates no logró averiguar quién de los dos estaba al mando. Unos días más tarde, llamó a Jobs en privado. «Oye, ¿qué demonios pasa? ¿Voy a tener que meter mis aplicaciones en el sistema operativo de NeXT?», preguntó Gates. Jobs respondió con «unos comentarios sobre Gil propios de un listillo», según Gates, y añadió que la situación pronto se aclararía.
Cuando el tema del liderazgo quedó parcialmente resuelto tras la destitución de Amelio, una de las primeras llamadas de Jobs fue para Gates. Según recordaba Jobs:
Llamé a Bill y le dije: «Voy a darle la vuelta por completo a esta empresa». Bill siempre sintió debilidad por Apple. Fuimos nosotros quienes le descubrimos el negocio de las aplicaciones de software. Los primeros programas de Microsoft fueron el Excel y el Word para el Mac. Así que lo llamé y le dije: «Necesito ayuda». Señalé que Microsoft estaba abusando de las patentes de Apple, y que si seguíamos adelante con las demandas, en unos años podíamos recibir una indemnización multimillonaria. «Tú lo sabes y yo lo sé, pero Apple no va a sobrevivir tanto tiempo si seguimos en guerra. También soy consciente de eso, así que vamos a averiguar la forma de ponerle fin a este asunto de inmediato. Todo lo que necesito es un compromiso de que Microsoft va a seguir desarrollando programas para el Mac, y que realicéis una inversión en Apple para demostrar que también os preocupáis por nuestro éxito».
Cuando le referí lo que me había contado Jobs, Gates confirmó la exactitud de la información. «Teníamos un grupo de gente a la que le gustaba trabajar en los programas del Mac, y a nosotros nos gustaba el propio Mac», recordaba Gates. Había estado negociando con Amelio durante seis meses, y las propuestas se volvían cada vez más largas y complejas. «Entonces Steve llega y me dice: “Mira, este acuerdo es demasiado complicado. Lo que yo quiero es un trato sencillo. Quiero el compromiso y quiero una inversión”. Y así, conseguimos redactarlo todo en solo cuatro semanas».
Gates y su director financiero, Greg Maffei, viajaron a Palo Alto para trabajar en un acuerdo marco, y después Maffei regresó él solo el domingo siguiente para fijar los detalles. Cuando llegó a casa de Jobs, este sacó dos botellas de agua del frigorífico y se lo llevó a dar un paseo por el barrio de Palo Alto. Los dos hombres iban en pantalones cortos, y Jobs caminaba descalzo. Cuando se sentaron frente a una iglesia baptista, Jobs pasó directamente al asunto central. «Estos son los dos aspectos que nos interesan —afirmó—. Un compromiso para producir software para el Mac y una inversión».
Aunque las negociaciones se desarrollaron rápidamente, los detalles finales no quedaron ultimados hasta unas horas antes del discurso de Jobs en la conferencia Macworld de Boston. Se encontraba ensayando en el auditorio del hotel Park Plaza cuando sonó su teléfono móvil. «Hola, Bill», saludó, y sus palabras resonaron por toda la vieja sala. Entonces se dirigió a una esquina y habló en voz baja para que los demás no pudieran oírlo. La llamada duró una hora. Al final, los detalles restantes del acuerdo habían quedado resueltos. «Bill, gracias por tu apoyo a esta compañía —se despidió Jobs mientras se acuclillaba—. Creo que el mundo es ahora un lugar mejor».
Durante su discurso en la conferencia Macworld, Jobs analizó los detalles del acuerdo con Microsoft. Al principio se oyeron quejas y silbidos entre los fieles. El anuncio de Jobs de que, como parte del tratado de paz, «Apple ha decidido que Internet Explorer sea el navegador por defecto del Macintosh» resultó especialmente mortificante. El público comenzó a abuchear, y Jobs añadió rápidamente: «Como creemos en la libertad de elección, también vamos a incluir otros navegadores de internet, y el usuario, por supuesto, podrá cambiar la opción por defecto si así lo decide». Se oyeron algunas risas y aplausos aquí y allá. El público estaba comenzando a hacerse a la idea, especialmente cuando Jobs anunció que Microsoft invertiría 150 millones de dólares en Apple y que sus acciones no tendrían derecho a voto.
Sin embargo, el ambiente sosegado se vio por un instante alterado cuando Jobs cometió una de las pocas meteduras de pata que se le recuerdan sobre el escenario por lo que respecta a la imagen y las relaciones públicas. «Tengo aquí hoy conmigo a un invitado especial que llega a través de una conexión vía satélite», anunció, y de pronto el rostro de Bill Gates apareció en la inmensa pantalla que presidía todo el auditorio, situada detrás de Jobs. En los labios de Gates se apreciaba una tímida mueca que quería ser una sonrisilla. El público soltó un grito entrecortado de horror, seguido por algunos abucheos y silbidos. La escena traía un recuerdo tan brutal del anuncio del Gran Hermano hecho en 1984 que el público casi creía (¿o esperaba?) que una mujer atlética llegaría de pronto corriendo por el pasillo y haría añicos la imagen con un martillo bien lanzado.
Sin embargo, aquello era real, y Gates —que no era consciente de los abucheos— comenzó a hablar vía satélite desde la sede central de Microsoft. «Algunos de los trabajos más emocionantes que he llevado a cabo a lo largo de mi carrera han tenido lugar junto a Steve con el ordenador Macintosh», entonó con su vocecilla aguda y cantarina. Mientras procedía a presentar la nueva versión de Microsoft Office que se estaba preparando para el Macintosh, el público se tranquilizó y pareció aceptar poco a poco aquel nuevo orden mundial. Gates fue incluso capaz de provocar algunos aplausos cuando aseguró que las nuevas versiones de Word y Excel para Mac estarían «en muchos sentidos más avanzadas que las que hemos preparado para la plataforma Windows».
Jobs se dio cuenta de que aquella imagen de Gates presidiendo el auditorio era un error. «Yo quería que él viniera a Boston —declaró posteriormente—. Aquel fue el peor acto de presentación y el más estúpido de mi vida. Fue malo porque nos hacía parecer insignificantes a mí y a Apple, como si todo estuviera en manos de Bill». Gates, por su parte, también se avergonzó cuando vio la grabación del acontecimiento. «No sabía que fueran a ampliarme la cara hasta hacer que los demás parecieran lemmings», comentó.
Jobs trató de tranquilizar al público con un sermón improvisado. «Si queremos avanzar y ver cómo Apple recobra la energía, tenemos que dejar atrás algunas cosas —les dijo a los presentes—. Tenemos que dejar atrás la idea de que, para que Microsoft gane, Apple tiene que perder […]. Creo que si queremos que el Microsoft Office forme parte del Mac, más vale que tratemos a la empresa que nos lo suministra con un poco de gratitud».
El anuncio de Microsoft, junto con la renovada y apasionada implicación de Jobs en la compañía, supusieron un empujón que Apple necesitaba con urgencia. Al final de la jornada, sus acciones se habían disparado 6,56 dólares —un 33%—, hasta alcanzar un valor al cierre de 26,31 dólares, el doble de lo que costaban cuando Amelio presentó su dimisión. Aquel salto en un solo día supuso 830 millones de dólares más para el valor en Bolsa de Apple. La compañía, que casi acaba en la tumba, estaba de nuevo en marcha.