La presentación
Una marca en el universo
LOS AUTÉNTICOS ARTISTAS ACABAN SUS PRODUCTOS
El momento cumbre de la conferencia de ventas de Apple celebrada en Hawai en octubre de 1983 fue un número cómico organizado por Jobs y basado en un programa de televisión llamado El juego de las citas. Jobs actuaba como presentador, y sus tres concursantes eran Bill Gates y otros dos ejecutivos de software, Mitch Kapor y Fred Gibbons. Mientras sonaba la cantarina sintonía del programa, los tres participantes se sentaron en sus banquetas y se presentaron. Gates, con su aspecto de estudiante de instituto, recibió una gran salva de aplausos por parte de los 750 vendedores de Apple cuando afirmó: «A lo largo de 1984, Microsoft espera que la mitad de sus ingresos provengan de la venta de software para el Macintosh». Jobs, recién afeitado y muy animado, esbozó una gran sonrisa y le preguntó si pensaba que el nuevo sistema operativo del Macintosh llegaría a convertirse en uno de los nuevos estándares de la industria. Gates contestó: «Para crear un nuevo estándar no basta con producir algo que sea ligeramente diferente; ha de ser realmente nuevo y cautivar la imaginación de la gente. Y el Macintosh, de todas las máquinas que yo he visto, es el único que cumple con esos requisitos».
Sin embargo, mientras Gates pronunciaba estas palabras, Microsoft estaba apartándose ya cada vez más de su función principal como colaborador de Apple para convertirse en parte de la competencia. La empresa seguía produciendo programas de software, como el Microsoft Word, para Apple, pero un porcentaje cada vez mayor de sus ingresos procedía del sistema operativo escrito para los ordenadores personales de IBM. Si el año anterior se habían vendido 279.000 Apple II, comparados con 240.000 PC de IBM y sus clones, las cifras de 1983 ofrecían un claro contraste: 420.000 Apple II frente a 1,3 millones de ordenadores de IBM y sus clones. Por su parte, tanto el Apple III como el Lisa se habían quedado estancados.
Justo cuando el personal de ventas de Apple llegaba a Hawai, ese cambio quedó dolorosamente patente en la portada del Business Week, cuyo titular rezaba: «Ordenadores personales: y el ganador es… IBM». El artículo interior detallaba el ascenso del PC de IBM. «La batalla por la supremacía del mercado ya ha llegado a su fin. En una sorprendente maniobra, IBM se ha apropiado de más del 26% de la cuota en dos años, y se espera que controle la mitad de todo el mercado mundial en 1985. Otro 25% más de consumidores se pasará a máquinas compatibles con IBM».
Aquello supuso una presión todavía mayor para el Macintosh, que debía salir a la calle en enero de 1984, tres meses más tarde, para salvar la situación ante IBM. En la conferencia de ventas, Jobs decidió llevar el enfrentamiento hasta el final. Subió al estrado y detalló todos los errores cometidos por IBM desde 1958, para describir después, con un tono fúnebre, de qué manera estaba ahora tratando de hacerse con el mercado de los ordenadores personales: «¿Logrará IBM dominar toda la industria informática? ¿Toda la era de la información? ¿Tenía razón George Orwell en 1984?». En ese momento descendió una pantalla del techo y mostró el preestreno de un futuro anuncio de televisión de sesenta segundos para el Macintosh que parecía salido de una película de ciencia ficción. En unos meses, aquel anuncio iba a hacer historia en el mundo de la publicidad, pero mientras tanto cumplió su objetivo de elevar la moral de los comerciales de Apple. Jobs siempre había sido capaz de reunir energías imaginándose como un rebelde enfrentado a las fuerzas de la oscuridad. Ahora también era capaz de animar a sus tropas con aquella técnica.
Sin embargo, todavía habría que superar un obstáculo más: Hertzfeld y los otros genios informáticos tenían que acabar de escribir la programación para el Macintosh, cuya fecha de salida al mercado era el lunes 16 de enero. Pero, una semana antes, los ingenieros concluyeron que no podían llegar a tiempo. El código tenía errores.
Jobs se encontraba en el hotel Grand Hyatt de Manhattan, preparándose de cara al preestreno ante los medios, con una rueda de prensa prevista para el domingo por la mañana. El director de software le explicó con calma la situación a Jobs, mientras Hertzfeld y los demás se apiñaban en torno al interfono conteniendo la respiración. Todo lo que necesitaban eran dos semanas más. Los primeros envíos a las tiendas podían contar con una versión del software etiquetada como «de prueba», que sería sustituida tan pronto como acabaran el nuevo código a finales de ese mes. Se produjo una pausa durante un instante. Jobs no se enfadó. En vez de eso, les habló con un tono frío y sombrío. Les dijo que eran realmente fantásticos. Tanto, de hecho, que sabía que podían lograrlo. «¡No pienso sacarlo así al mercado! —dijo. Se oyó un grito ahogado colectivo en el edificio Bandley 3—. Lleváis trabajando en esto durante meses, así que un par de semanas más o menos no van a suponer demasiada diferencia. Más vale que os pongáis a trabajar. Voy a presentar el código una semana después de este lunes, con vuestros nombres en él».
«Bueno, tenemos que acabarlo», resumió Steve Capps. Y eso hicieron. Una vez más, el campo de distorsión de la realidad de Jobs los forzó a hacer algo que habían creído imposible. El viernes, Randy Wigginton llevó una inmensa bolsa de granos de café recubiertos de chocolate para resistir durante las tres noches de trabajo ininterrumpido que les aguardaban. Cuando Jobs llegó al trabajo a las 8:30 de aquel lunes, se encontró a Hertzfeld tirado en un sofá, al borde del coma. Hablaron brevemente sobre un problema técnico mínimo que aún se les resistía, y Jobs decidió que no era relevante. Hertzfeld se arrastró hasta su Volkswagen Golf de color azul (cuya matrícula era: MACWIZ) y se marchó a casa a dormir. Poco tiempo después, la fábrica de Apple en Fremont comenzó a producir cajas estampadas con el colorido diseño del Macintosh. Jobs había asegurado que los auténticos artistas acababan sus productos, y ahora el equipo del Macintosh lo había logrado.
EL ANUNCIO DE 1984
Cuando Jobs comenzó a planear, en la primavera de 1983, la presentación del Macintosh, encargó un anuncio de televisión que resultara tan revolucionario y sorprendente como el producto que habían creado. «Quiero algo que haga que la gente se detenga en seco —pidió—. Quiero que resuene como un trueno». La tarea recayó en la agencia publicitaria Chiat/Day, que había incorporado a Apple como cliente cuando absorbió el departamento de publicidad de la empresa de Regis McKenna. La persona al cargo era un surfista desgarbado con una espesa barba, pelo enmarañado, sonrisa bobalicona y ojos brillantes llamado Lee Clow, por entonces el director creativo de la oficina de la agencia en la sucursal de Los Ángeles, situada en Venice Beach. Clow, un tipo divertido y a la vez con sentido común, relajado pero concentrado, forjó una relación con Jobs que duraría tres décadas.
Clow y dos miembros de su equipo —el redactor publicitario Steve Hayden y el director artístico Brent Thomas— habían estado considerando la posibilidad de utilizar un eslogan que utilizara el título de la novela de George Orwell: «Por qué 1984 no será como 1984». A Jobs le encantó, y les pidió que lo tuvieran listo para la presentación del Macintosh, así que prepararon un guión gráfico para un anuncio de sesenta segundos que debía parecer la escena de una película de ciencia ficción. En ella se presentaba a una joven rebelde que huía de la policía del pensamiento orwelliana y que arrojaba un martillo contra una pantalla donde se mostraba al Gran Hermano mientras este pronunciaba un alienante discurso.
El concepto capturaba el espíritu de aquella época, el de la revolución de los ordenadores personales. Muchos jóvenes, especialmente aquellos que formaban parte de la contracultura, habían visto a los ordenadores como instrumentos que podían ser utilizados por gobiernos orwellianos y grandes empresas con el fin de socavar la individualidad de la gente. Sin embargo, hacia el final de la década de los setenta, también se veían como una herramienta en potencia para lograr la realización personal de sus usuarios. El anuncio presentaba a Macintosh como un guerrero que defendía esta última causa: una compañía joven, rebelde y heroica que era lo único que se interponía entre la gran empresa malvada y su plan para dominar el mundo y controlar la mente de los ciudadanos.
A Jobs le gustaba aquello. De hecho, el concepto que articulaba el anuncio tenía para él una relevancia especial. Se veía a sí mismo como un rebelde, y le gustaba asociarse con los valores de la variopinta banda de piratas y hackers que había reclutado para el grupo del Macintosh. Por algo sobre su edificio ondeaba la bandera pirata. Aunque hubiera abandonado la comuna de manzanos en Oregón para crear la empresa Apple, todavía quería que lo vieran como un miembro de la contracultura, y no como un elemento más de la estructura empresarial.
Sin embargo, se daba cuenta, en lo más profundo de su ser, de que había ido abandonando cada vez más aquel espíritu pirata. Algunos podrían acusarlo incluso de haberse vendido. Cuando Wozniak se mantuvo fiel a los principios del Homebrew Club al repartir gratuitamente su diseño del Apple I, fue Jobs quien insistió en que le vendieran los circuitos impresos a sus compañeros. También fue él quien quiso, a pesar de la reticencia de Wozniak, convertir a Apple en una empresa, sacarla a Bolsa y no repartir alegremente las opciones de compra de acciones entre los amigos que habían empezado con ellos en el garaje. Ahora estaba a punto de presentar el Macintosh, y sabía que violaba muchos de los principios del código de los hackers. Era muy caro y había decidido que no tendría ninguna ranura, lo que implicaba que los aficionados a la electrónica no podrían conectar sus propias tarjetas de ampliación o acceder a la placa madre para añadir sus propias funciones. Incluso había diseñado el ordenador de forma que no se pudiera llegar a su interior. Hacían falta herramientas especiales únicamente para abrir la carcasa de plástico. Era un sistema cerrado y controlado, como algo que hubiera diseñado el Gran Hermano en lugar de un pirata informático.
Así pues, el anuncio de «1984» fue una forma de reafirmar ante sí mismo y ante el mundo la imagen que deseaba ofrecer. La heroína, con el dibujo de un Macintosh estampado sobre su camiseta, de un blanco puro, era una insurgente que pretendía derrocar al poder establecido. Y al contratar a Ridley Scott, que como director acababa de cosechar un gran éxito con Blade Runner, Jobs podía asociarse a sí mismo y a Apple con el espíritu ciberpunk de aquella época. Gracias a aquel anuncio, Apple podía identificarse con los rebeldes y los piratas que pensaban de forma diferente, y Jobs podía reclamar su derecho a identificarse también con ellos.
Sculley se mostró escéptico en un primer momento cuando vio el guión del anuncio, pero Jobs insistió en que necesitaban algo revolucionario. Logró que se aceptara un presupuesto sin precedentes de 750.000 dólares solo para la filmación del anuncio. Ridley Scott lo rodó en Londres empleando a decenas de auténticos cabezas rapadas como parte de las masas absortas que escuchaban al Gran Hermano hablar en la pantalla. Para el papel de la heroína eligieron a una lanzadora de disco. Con un escenario frío e industrial dominado por tonos grises metalizados, Scott evocaba el ambiente distópico de Blade Runner. En el momento exacto en que el Gran Hermano anuncia «¡venceremos!», el mazo hace añicos la pantalla, que se evapora entre un estallido de humo y luces.
Cuando Jobs le enseñó el anuncio al equipo de ventas de Apple en la conferencia de Hawai, todos quedaron encantados, así que decidió presentárselo al consejo de administración durante la reunión de diciembre de 1983. Cuando se encendieron de nuevo las luces de la sala de juntas, todo el mundo guardó silencio. Philip Schlein, el consejero delegado de la cadena de supermercados Macy’s en California, había apoyado la cabeza contra la mesa. Markkula seguía mirando fijamente y en silencio, y al principio parecía como si la potencia del anuncio lo hubiera dejado sin habla, pero entonces preguntó: «¿Quién quiere que busquemos una nueva agencia?». Según recuerda Sculley, «la mayoría pensó que era el peor anuncio nunca visto».
Sculley se echó atrás. Le pidió a la agencia Chiat/Day que vendiera los dos espacios publicitarios —uno de sesenta segundos y otro de treinta— ya contratados. Jobs estaba fuera de sí. Una tarde, Wozniak, que había estado manteniendo una relación intermitente con Apple durante los últimos dos años, se pasó por el edificio donde se trabajaba en el Macintosh. Jobs lo agarró y le dijo: «Ven a ver esto». Sacó un reproductor de vídeo y le mostró el anuncio. «Estaba alucinando —recordaba Woz—. Me pareció la cosa más increíble que había visto». Cuando Jobs anunció que el consejo de administración había decidido no emitir el anuncio durante la disputa de la Super Bowl, Wozniak le preguntó cuánto costaba contratar el espacio para aquel anuncio. Jobs le respondió que 800.000 dólares. Con su bondad impulsiva habitual, Wozniak se ofreció inmediatamente: «Bueno, yo pago la mitad si tú pones la otra mitad».
Al final no le hizo falta. La agencia logró revender el espacio de treinta segundos, pero en un acto de desafío pasivo no vendió el más largo. «Les dijimos que no habíamos logrado revender el espacio de sesenta segundos, aunque en realidad ni siquiera lo intentamos», señaló Lee Clow. Sculley, quizá en un intento por evitar el enfrentamiento con el consejo o con Jobs, recurrió a Bill Campbell, director de marketing, para que decidiera qué hacer. Campbell, un antiguo entrenador de fútbol americano, optó por jugársela. «Creo que deberíamos intentarlo», le dijo a su equipo.
Al principio del tercer cuarto de la 18.ª Super Bowl, los Raiders se anotaron un ensayo contra los Redskins, pero en lugar de mostrar al instante la repetición de la jugada, los televisores de todo el país se fundieron en negro durante dos segundos funestos. Entonces, una inquietante imagen en blanco y negro de autómatas que avanzaban al ritmo de una música espeluznante comenzó a llenar las pantallas. Más de 96 millones de personas vieron un anuncio que no se parecía a nada de lo que hubieran visto antes. Al final, mientras los autómatas observaban horrorizados la desaparición del Gran Hermano, un locutor anunciaba en tono calmado: «El 24 de enero, Apple Computer presentará el Macintosh. Y entonces verás por qué 1984 no será como 1984».
Fue todo un fenómeno. Esa noche, los tres principales canales de televisión y cincuenta emisoras locales hablaron del anuncio en sus informativos, lo que creó una expectación publicitaria desconocida en una época en la que no existía YouTube. Tanto la revista TV Guide como Advertising Age lo eligieron como el mejor anuncio de todos los tiempos.
ESTALLIDO PUBLICITARIO
Con el paso de los años, Steve Jobs se convirtió en el gran maestro de las presentaciones de productos. En el caso del Macintosh, el sorprendente anuncio de Ridley Scott fue solo uno de los ingredientes, pero otro elemento de la receta fue la cobertura mediática. Jobs encontró la forma de desencadenar estallidos publicitarios tan potentes que la propia energía liberada se alimentaba de sí misma, como en una reacción en cadena. Se trató de un fenómeno que logró replicar con regularidad cada vez que debía llevar a cabo una gran presentación de alguno de sus productos, desde el Macintosh en 1984 hasta el iPad en 2010. Como si de un prestidigitador se tratase, podía realizar aquel truco una y otra vez, incluso después de que los periodistas lo hubieran visto en una decena de ocasiones y supieran cómo se hacía. Algunas de las maniobras las había aprendido de Regis McKenna, un profesional a la hora de mimar y controlar a los reporteros más vanidosos. Sin embargo, Jobs tenía una intuición propia acerca de cómo debía provocar entusiasmo, manipular el instinto competitivo de los periodistas y mercadear con las exclusivas para recibir un trato generoso.
En diciembre de 1983 se llevó consigo a Nueva York a sus dos jóvenes magos de la ingeniería, Andy Hertzfeld y Burrell Smith, para visitar la redacción de Newsweek y preparar un artículo sobre «los chicos que crearon el Mac». Tras ofrecer una demostración del funcionamiento del Macintosh, subieron al piso de arriba para conocer a Katherine Graham, la legendaria editora y dueña de la revista, que tenía un interés insaciable por conocer cualquier novedad. La revista envió a su columnista de tecnología y a un fotógrafo a pasar un tiempo en Palo Alto junto a Hertzfeld y Smith. El resultado fue un artículo elegante y halagador de cuatro páginas sobre ellos dos, con fotografías de ambos en sus casas que los hacían parecer querubines de una nueva era. El artículo citaba a Smith hablando de lo siguiente que quería hacer: «Quiero construir el ordenador de los noventa, pero quiero hacerlo a partir de mañana mismo». El artículo también describía la mezcla de volubilidad y carisma que mostraba su jefe. «Jobs defiende en ocasiones sus ideas con un gran despliegue vocal de su carácter en el que no siempre va de farol. Se rumorea que ha amenazado con despedir a algunos empleados porque insistían en que los ordenadores contaran con teclas de cursor, un complemento que Jobs considera ya obsoleto. Sin embargo, cuando decide mostrar su lado más amable, Jobs presenta una curiosa mezcla de encanto e impaciencia que oscila entre una personalidad reservada y astuta y otra que se define con una de sus expresiones favoritas, “absurdamente genial”».
Steven Levy, un escritor especializado en tecnología que por aquel entonces trabajaba para la revista Rolling Stone, fue a entrevistar a Jobs, quien le pidió de inmediato que el equipo del Macintosh apareciera en la portada de la revista. «Las probabilidades de que el redactor jefe de la revista, Jann Werner, esté dispuesto a retirar a Sting para colocar en portada a un puñado de empollones informáticos serán de aproximadamente una entre un cuatrillón», pensó Levy, y no se equivocaba. Jobs se llevó a Levy a una pizzería y siguió presionándolo: Rolling Stone estaba «contra las cuerdas, publicando artículos de tercera, buscando desesperadamente nuevos temas y nuevos lectores. ¡El Mac podría ser su salvación!». Levy se mantuvo firme. En realidad, le dijo, Rolling Stone era una revista muy buena, y le preguntó si la había leído últimamente. Jobs contestó que, durante un vuelo, le había echado un vistazo a un artículo sobre la MTV en la revista y que le había parecido «una auténtica mierda». Levy contestó que él había escrito aquel artículo. En honor a Jobs hay que decir que no se retractó de su opinión, aunque sí que cambió de objetivo y atacó a Time por la «crítica brutal» que había publicado un año antes. A continuación comenzó a hablar del Macintosh y se puso filosófico. «Siempre estamos aprovechándonos de los avances que llegaron antes que nosotros y utilizando objetos desarrollados por gente que nos precedió —expuso—. Crear algo que puede añadirse a esa fuente de experiencia y conocimiento humanos es una sensación maravillosa y eufórica».
El artículo de Levy no llegó a la portada. Sin embargo, en los años siguientes, cada una de las grandes presentaciones en las que participó Jobs —en NeXT, en Pixar y años más tarde, cuando regresó a Apple— acabó en la portada de Time, Newsweek o Business Week.
24 DE ENERO DE 1984: LA PRESENTACIÓN
La mañana en que él y sus compañeros de equipo acabaron el software para el Macintosh, Andy Hertzfeld se había marchado agotado y esperaba poder quedarse en la cama durante al menos un día entero. Sin embargo, esa misma tarde, tras apenas seis horas de sueño, regresó a la oficina. Quería pasarse para comprobar si había habido algún problema, y descubrió que lo mismo pasaba con la mayoría de sus compañeros. Estaban todos repantingados en sofás, exhaustos pero nerviosos, cuando Jobs entró en la sala. «¡Eh, levantaos de ahí, todavía no habéis acabado! —anunció—. ¡Necesitamos una demostración para la presentación!». Su plan era realizar una presentación espectacular del Macintosh frente a un gran público y hacer que luciera algunas de sus funciones con el inspirador tema de fondo de Carros de fuego. «Tiene que estar acabado el fin de semana y listo para las pruebas», añadió. Todos refunfuñaron, según recuerda Hertzfeld, «pero mientras nos quejábamos nos dimos cuenta de que sería divertido preparar algo realmente impresionante».
El acto de presentación iba a tener lugar en la reunión anual de accionistas de Apple que se iba a celebrar el 24 de enero —faltaban solo ocho días— en el auditorio Flint de la Universidad Comunitaria De Anza. Era el tercer elemento —tras el anuncio de televisión y la expectación creada con las presentaciones ante la prensa— de lo que pasaría a ser la guía de Steve Jobs para hacer que el lanzamiento de un nuevo producto pareciera un hito trascendental en la historia universal: dar a conocer el producto, por fin, en medio de fanfarrias y florituras, frente a un público de fieles adoradores mezclados con periodistas preparados para verse arrastrados por todo aquel entusiasmo.
Hertzfeld logró la admirable hazaña de escribir un programa de reproducción de música en dos días para que el propio ordenador pudiera tocar la melodía de Carros de fuego. Sin embargo, cuando Jobs lo oyó, le pareció una porquería, así que decidieron utilizar una grabación. Jobs, por otra parte, quedó absolutamente atónito con el generador de voz, que convertía el texto en palabras habladas con un adorable acento electrónico, y decidió que aquello formara parte de la demostración. «¡Quiero que el Macintosh sea el primer ordenador que se presenta solo!», insistió. Llamaron a Steve Hayden, el redactor del anuncio de 1984, para que escribiera el guión. Steve Capps buscó la forma de conseguir que la palabra «Macintosh» atravesara la pantalla con grandes letras, y Susan Kare diseñó unos gráficos para empezar la animación.
En el ensayo de la noche anterior, ninguna de todas aquellas cosas funcionaba correctamente. Jobs detestaba la forma en que las letras cruzaban la pantalla, y no hacía más que ordenar distintos cambios. Tampoco le agradaba la iluminación de la sala, e hizo que Sculley fuera moviéndose de asiento en asiento por el auditorio para que diera su opinión a medida que iban realizando ajustes. Sculley nunca se había preocupado demasiado por las variaciones en la iluminación de un escenario, y ofrecía el tipo de respuestas vacilantes que un paciente le da a un oculista cuando este le pregunta con qué lente puede ver mejor las letras del fondo. Los ensayos y los cambios se prolongaron durante cinco horas, hasta bien entrada la noche. «Pensé que era imposible conseguir tenerlo todo listo para el espectáculo de la mañana siguiente», comentó Sculley.
Jobs estaba especialmente histérico con su presentación. «Iba descartando diapositivas —recordaba Sculley—. Estaba volviéndolos a todos locos, gritándoles a los tramoyistas por cada problema técnico de la presentación». Sculley se tenía por un buen escritor, así que sugirió algunos cambios en el guión. Jobs recuerda que aquello lo molestó un poco, pero su relación todavía se encontraba en la fase en la que lo mimaba con halagos y alimentaba su ego. «Para mí tú eres igual que Woz y Markkula —le dijo—. Eres como uno de los fundadores de la compañía. Ellos fundaron la empresa, pero tú y yo estamos fundando el futuro». Sculley se deleitó con aquel comentario, y años más tarde citó esas mismas palabras de Jobs.
A la mañana siguiente, el auditorio Flint, con sus 2.600 localidades, se encontraba lleno a rebosar. Jobs llegó ataviado con una chaqueta azul de doble hilera de botones, una camisa blanca almidonada y una pajarita de un verde pálido. «Este es el momento más importante de toda mi vida —le confesó a Sculley mientras esperaban entre bambalinas a que comenzara la presentación—. Estoy muy nervioso. Probablemente eres la única persona que sabe cómo me siento». Él lo cogió de la mano, la sostuvo un momento y le deseó buena suerte en un susurro.
Como presidente de la compañía, Jobs salió el primero al escenario para dar comienzo oficialmente a la reunión de accionistas. Lo hizo con una invocación a su manera. «Me gustaría comenzar esta reunión —anunció— con un poema escrito hace veinte años por Dylan. Bob Dylan, quiero decir». Esbozó una pequeña sonrisa y entonces bajó la vista para leer la segunda estrofa de la canción «The Times They Are A-Changin’». La voz le salía aguda y veloz mientras recitaba a toda prisa los diez primeros versos y acababa con: «… For the loser now / Will be later to win / For the times they are a-changin’».[4] Aquella canción era el himno que mantenía al presidente multimillonario del consejo en contacto con la imagen que tenía de sí mismo como miembro de la contracultura. Su versión favorita era la del concierto en el que Dylan la interpretó junto a Joan Baez el día de Halloween de 1964 en la sala de la Orquesta Filarmónica de Nueva York situada en el Lincoln Center, del cual tenía una copia pirata.
Sculley subió al escenario para informar sobre los beneficios de la compañía, y el público comenzó a impacientarse al ver que la perorata no parecía acabar. Al fin, terminó con un apunte personal. «Lo más importante de los últimos nueve meses que he pasado en Apple ha sido el tener la oportunidad de entablar amistad con Steve Jobs —afirmó—. La relación que hemos forjado significa muchísimo para mí».
Las luces se atenuaron cuando Jobs volvió al escenario y se embarcó en una versión dramática del grito de guerra que había pronunciado en la conferencia de ventas de Hawai. «Estamos en 1958 —comenzó—. IBM desaprovecha la oportunidad de adquirir una compañía joven y nueva que ha inventado una nueva tecnología llamada xerografía. Dos años más tarde nace Xerox, e IBM se ha estado dando cabezazos contra la pared por aquello desde entonces». El público se rio. Hertzfeld había escuchado versiones de aquel discurso en Hawai y en algún otro lugar, pero esta vez le sorprendió la pasión con la que resonaba. Tras narrar otros errores de IBM, Jobs fue incrementando el ritmo y la emoción mientras se dirigía al momento presente:
Ahora estamos en 1984. Parece que IBM lo quiere todo. Apple emerge como la única esperanza de hacer que IBM tenga que ganarse su dinero. Los vendedores, tras recibir a IBM en un primer momento con los brazos abiertos, ahora temen un futuro controlado y dominado por esa compañía y recurren a Apple como la única fuerza que puede garantizar su libertad venidera. IBM lo quiere todo, y apunta sus armas al último obstáculo que lo separa del control del mercado, Apple. ¿Dominará IBM toda la industria informática? ¿Toda la era de la información? ¿Estaba George Orwell en lo cierto?
Mientras avanzaba hacia el clímax, el público había pasado de murmurar a aplaudir en un arrebato de hurras y gritos de apoyo. Sin embargo, antes de que pudieran contestar a la pregunta sobre Orwell, el auditorio quedó a oscuras y apareció en la pantalla el anuncio de 1984. Cuando acabó, todo el público se encontraba en pie, vitoreando.
Jobs, con su facilidad para el dramatismo, cruzó el escenario en penumbra hasta llegar a una mesita con una bolsa de tela. «Ahora me gustaría mostrarles el Macintosh en persona —anunció—. Todas las imágenes que van a ver en la pantalla grande han sido generadas por lo que hay en esta bolsa». Sacó el ordenador, el teclado y el ratón, los conectó con pericia, y entonces se sacó uno de los nuevos disquetes de tres pulgadas y media del bolsillo de la camisa mientras el público volvía a estallar en aplausos. Arrancó la melodía de Carros de fuego y empezaron a proyectarse imágenes del Macintosh. Jobs contuvo la respiración durante un segundo o dos, porque la demostración no había funcionado bien la noche anterior. Sin embargo, en esta ocasión todo salió a las mil maravillas. La palabra «MACINTOSH» atravesó horizontalmente la pantalla, y entonces, por debajo, fueron apareciendo las palabras «absurdamente genial» con una cuidada caligrafía, como si realmente las estuvieran escribiendo a mano con esmero. El público, que no estaba acostumbrado a tales despliegues de hermosos gráficos, guardó silencio durante unos instantes. Podían oírse algunos gritos entrecortados. Y entonces, en rápida sucesión, aparecieron una serie de imágenes: el programa de dibujo QuickDraw, de Bill Atkinson, seguido por una muestra de diferentes tipos de letra, documentos, tablas, dibujos, un juego de ajedrez, una hoja de cálculo y una imagen de Steve Jobs con un bocadillo de pensamiento que contenía un Macintosh.
Cuando terminó aquello, Jobs sonrió y propuso una última sorpresa. «Hemos hablado mucho últimamente acerca del Macintosh —comentó—. Pero hoy, por primera vez en la historia, me gustaría permitir que sea el propio Macintosh el que hable». Tras esto, regresó hasta el ordenador, apretó el botón del ratón y, con una leve vibración pero haciendo gala de una atractiva e intensa voz electrónica, el Macintosh se convirtió en el primer ordenador en presentarse. «Hola. Soy Macintosh. Cómo me alegro de haber salido de esa bolsa», comenzó. Lo único que aquel ordenador parecía no saber controlar era el clamor de vítores y aplausos. En lugar de disfrutar por un instante del momento, siguió adelante sin detenerse. «No estoy acostumbrado a hablar en público, pero me gustaría compartir con ustedes una idea que se me ocurrió la primera vez que conocí a uno de los ordenadores centrales de IBM: “Nunca te fíes de un ordenador que no puedas levantar”». Una vez más, la atronadora ovación estuvo a punto de ahogar sus últimas palabras. «Obviamente, puedo hablar, pero ahora mismo me gustaría sentarme a escuchar. Así pues, me siento enormemente orgulloso de presentarles a un hombre que ha sido como un padre para mí: Steve Jobs».
Aquello fue el caos más absoluto, con la gente entre el público dando saltos y agitando los puños en un frenesí entusiasta. Jobs asintió lentamente, con una sonrisa tensa pero amplia sobre el rostro, y entonces bajó la vista y se le hizo un nudo en la garganta. La ovación se prolongó durante casi cinco minutos.
Una vez que el equipo del Macintosh hubo regresado al edificio Bandley 3 aquella tarde, un camión se detuvo en el aparcamiento y Jobs les pidió a todos que se reunieran a su alrededor. En su interior se encontraban cien ordenadores Macintosh completamente nuevos, cada uno personalizado con una placa. «Steve se los fue entregando uno por uno a cada miembro del equipo, con un apretón de manos y una sonrisa, mientras los demás aplaudíamos y vitoreábamos», recuerda Hertzfeld. Aquel había sido un trayecto extenuante, y el estilo de dirección irritante y en ocasiones brutal de Jobs había herido muchas susceptibilidades. Sin embargo, ni Raskin, ni Wozniak, ni Sculley ni ningún otro miembro de la empresa podrían haber logrado una hazaña como la de la creación del Macintosh. Tampoco es probable que pudiera haber surgido como resultado de comités de diseño y estudios de mercado. El día en que presentó el Macintosh, un periodista de Popular Science le preguntó a Jobs qué tipo de investigación de mercados había llevado a cabo. A lo cual Jobs respondió, burlón: «¿Acaso Alexander Graham Bell realizó un estudio de mercado antes de inventar el teléfono?».