La llegada de Sculley
El desafío Pepsi
EL CORTEJO
Mike Markkula nunca había querido ser el presidente de Apple. A él le gustaba diseñar sus nuevas casas, pilotar su avión privado y vivir bien gracias a sus opciones sobre acciones; no le agradaba la idea de mediar en conflictos o mimar los susceptibles egos de los demás. Había aceptado el cargo con reparos, tras haberse visto obligado a echar a Mike Scott, y le prometió a su esposa que el puesto sería solo temporal. A finales de 1982, tras casi dos años, ella le dio un ultimátum: debía encontrar un sustituto de inmediato.
Jobs sabía que no estaba listo para dirigir la compañía, aunque hubiera una parte de él que quisiera intentarlo. A pesar de su arrogancia, era consciente de sus limitaciones. Markkula estaba de acuerdo. Le dijo a Jobs que todavía era un poco inmaduro y brusco para ser el presidente de Apple, así que se pusieron a buscar a alguien de fuera.
La persona más deseada era Don Estridge. Este había levantado de la nada el departamento de ordenadores personales de IBM y creado una línea de productos que, aunque menospreciada por Jobs y su equipo, vendía más que Apple. Estridge había emplazado su departamento en Boca Ratón, Florida, apartado y a salvo de la mentalidad empresarial reinante en la sede central de Armonk, en el estado de Nueva York. Al igual que Jobs, era un hombre decidido, motivador, inteligente y algo rebelde, pero, a diferencia de él, tenía la habilidad de permitir que los demás pensaran que las ideas brillantes salidas de su cabeza eran de ellos. Jobs voló a Boca Ratón con una oferta consistente en un sueldo anual de un millón de dólares más una bonificación de otro millón al firmar el contrato, pero Estridge rechazó la propuesta. No era el tipo de persona dispuesta a cambiarse de bando y pasarse al enemigo. Además, le gustaba formar parte del establishment, ser un miembro de la marina en lugar de un pirata. Le desagradaron las historias de Jobs sobre cómo estafar a la compañía telefónica. Cuando le preguntaban dónde trabajaba, le gustaba poder contestar: «En IBM».
Así pues, Jobs y Markkula recurrieron a Gerry Roche, un conocido cazatalentos empresarial, para que encontrara otra opción. Decidieron no centrarse en ejecutivos del mundo de la tecnología. Lo que necesitaban era alguien que pudiera venderles el producto a los consumidores, alguien que supiera de publicidad y de análisis de mercados y con el lustre corporativo que encajaba en Wall Street. Roche fijó su objetivo en el mago del marketing más de moda en aquella época, John Sculley, presidente de la división de Pepsi-Cola propiedad de la PepsiCo, cuya campaña «El desafío Pepsi» había resultado todo un éxito publicitario. Cuando Jobs fue a impartir una charla a los estudiantes de empresariales de Stanford, oyó comentarios favorables acerca de Sculley, que se había dirigido a ellos justo antes. Así pues, le dijo a Roche que estaría encantado de reunirse con él.
Los antecedentes de Sculley eran muy diferentes de los de Jobs. Su madre, una señora de clase alta que vivía en el prestigioso Upper East Side de Manhattan, se ponía guantes blancos antes de salir a la calle, y su padre era un respetable abogado de Wall Street. Sculley estudió en la escuela St. Mark, después se licenció en Brown y obtuvo un título de Ciencias Empresariales en Wharton. Había escalado puestos en PepsiCo por ser un publicista y vendedor innovador, y no le interesaban especialmente el desarrollo de productos o la informática.
Sculley voló a Los Ángeles en Navidad para ver a sus dos hijos adolescentes, de un matrimonio anterior. Los llevó a visitar una tienda de ordenadores, donde le sorprendió la mala presentación de aquellos productos. Cuando sus hijos le preguntaron por qué parecía tan interesado, él respondió que pensaba ir a Cupertino a reunirse con Steve Jobs. Aquello los dejó completamente boquiabiertos. Se habían criado entre estrellas de cine, pero para ellos, Jobs era una auténtica celebridad. Aquello hizo que Sculley se tomara más en serio la perspectiva de ser contratado como jefe de aquel hombre.
Cuando llegó a la sede de Apple, Sculley quedó sorprendido con las discretas oficinas y el ambiente distendido. «La mayoría de la gente iba vestida más informalmente que el personal de mantenimiento de PepsiCo», señaló. A lo largo de la comida, Jobs se limitó a remover calladamente su ensalada, pero cuando Sculley aseguró que a la mayoría de los ejecutivos los ordenadores les parecían más problemáticos que otra cosa, se activó su vena evangélica. «Queremos cambiar la manera en que la gente utiliza los ordenadores», anunció.
Durante el vuelo de regreso, Sculley puso en orden sus pensamientos. El resultado fue un informe de ocho páginas sobre cómo crear publicidad de ordenadores tanto para el gran público como para los ejecutivos de las empresas. Estaba algo verde en algunos fragmentos —lleno de frases subrayadas, diagramas y recuadros—, pero mostraba el recién descubierto entusiasmo de Sculley por averiguar la forma de vender algo más interesante que los refrescos. Entre sus recomendaciones se encontraba «invertir en productos publicitarios para las tiendas que enamoren al consumidor con la perspectiva de ¡enriquecer sus vidas!» (le gustaba enfatizar ideas). Todavía no estaba decidido a marcharse de Pepsi, pero Jobs lo había dejado intrigado. «Me cautivó aquel genio joven e impetuoso y pensé que sería divertido conocerlo un poco más», recordaría después.
Por consiguiente, Sculley accedió a celebrar una nueva reunión cuando Jobs viajara a Nueva York, cosa que ocurrió en enero de 1983, fecha de la presentación del Lisa en el hotel Carlyle. Tras todo un día de entrevistas con la prensa, el equipo de Apple quedó sorprendido al ver en la suite a un visitante inesperado. Jobs se aflojó la corbata y les presentó a Sculley como presidente de Pepsi y gran cliente empresarial en potencia. Mientras John Couch le mostraba el funcionamiento del Lisa, Jobs intervenía con ráfagas de comentarios salpicados de sus palabras favoritas, «revolucionario» e «increíble», acerca de cómo aquello cambiaría la naturaleza de la interacción entre humanos y ordenadores.
A continuación se dirigieron al restaurante Four Seasons, un resplandeciente refugio de elegancia y poder diseñado por Mies van der Rohe y Philip Johnson. Mientras Jobs disfrutaba de una cena vegana especialmente cocinada para él, Sculley describió los éxitos de marketing de Pepsi. Le contó que la campaña «Generación Pepsi» no solo había logrado vender un producto, sino también un estilo de vida y una sensación de optimismo. «Creo que Apple tiene la oportunidad de crear una Generación Apple». Jobs asintió entusiasmado. La campaña «El desafío Pepsi», por otra parte, era una forma de centrarse en el producto; en ella se combinaban los anuncios, los espectáculos y las relaciones públicas para despertar el interés del público. La capacidad de convertir la presentación de un nuevo producto en un momento de expectación nacional era, como señaló Jobs, lo que Regis McKenna y él querían lograr en Apple.
Cuando acabaron de hablar ya era casi medianoche. «Esta ha sido una de las veladas más apasionantes de mi vida —aseguró Jobs mientras Sculley lo llevaba de regreso al Carlyle—. No puedo expresar lo mucho que me he divertido». Cuando esa noche llegó a su casa en Greenwich, Connecticut, Sculley no logró conciliar el sueño. Colaborar con Jobs era mucho más divertido que negociar con los embotelladores. «Aquello me estimulaba, despertaba el deseo que siempre había tenido de ser un arquitecto de ideas», declaró posteriormente. A la mañana siguiente, Roche llamó a Sculley. «No sé qué hicisteis vosotros dos anoche, pero permíteme que te diga que Steve Jobs está extasiado», le informó.
Y así prosiguió el cortejo, con Sculley haciéndose el duro, aunque no demasiado. Jobs viajó a la Costa Este para visitarlo un sábado de febrero y se subió a una limusina que lo llevó a Greenwich. Le pareció que la mansión recién construida de Sculley era algo ostentosa, con ventanas del suelo al techo, pero admiró las puertas de roble de más de 130 kilos hechas a medida, instaladas con tanto cuidado y precisión que bastaba un dedo para abrirlas. «Steve quedó fascinado por aquello porque es, al igual que yo, un perfeccionista», recordaba Sculley. Así comenzó un proceso algo malsano en el que Sculley, cegado por la fama de Jobs, comenzó a ver en él cualidades que se atribuía a sí mismo.
Sculley normalmente conducía un Cadillac, pero (al advertir cuáles eran los gustos de su invitado) tomó prestado el Mercedes 450SL descapotable de su esposa para llevar a Jobs a ver la sede central de Pepsi, un recinto de casi sesenta hectáreas, tan espléndido como austero resultaba el de Apple. Para Jobs, aquello representaba la diferencia entre la nueva y pujante economía digital y el grupo de empresas establecidas que aparecían en el Top 500 de la revista Fortune. Un sinuoso paseo los condujo por los cuidados campos y el jardín de esculturas (con piezas de Rodin, Moore, Calder y Giacometti) hasta llegar a un edificio de cristal y hormigón diseñado por Edward Durrell Stone. El inmenso despacho de Sculley tenía una alfombra persa, nueve ventanas, un pequeño jardín privado, un estudio en un rincón y cuarto de baño propio. Cuando Jobs vio el gimnasio de la empresa, quedó sorprendido al ver que los ejecutivos contaban con una zona independiente, con su propia piscina de hidromasaje, separada de la del resto de empleados. «Qué raro es eso», opinó. Sculley se apresuró a darle la razón. «De hecho, yo me opuse a que lo separasen, y a veces voy a entrenar a la zona de los empleados», afirmó.
La siguiente reunión se celebró en Cupertino, cuando Sculley hizo una escala mientras regresaba de un congreso de embotelladores de Pepsi en Hawai. Mike Murray, el director de marketing de Macintosh, se encargó de preparar al equipo para la visita, pero Jobs no le informó de cuáles eran sus auténticos motivos. «PepsiCo podría acabar comprando literalmente miles de Macs a lo largo de los próximos años —anunció Murray en un informe dirigido al equipo del Macintosh—. Durante el pasado año, el señor Sculley y un tal señor Jobs se han hecho amigos. El señor Sculley está considerado como una de las mentes más brillantes del marketing entre las grandes empresas, y debemos hacer que disfrute de su visita».
Jobs quería que Sculley compartiera su entusiasmo por el Macintosh. «Este producto significa para mí más que cualquier otro que haya creado —dijo—. Quiero que seas la primera persona ajena a Apple en verlo». Entonces, con un gesto teatral, extrajo el prototipo de una bolsa de vinilo y realizó una demostración de su funcionamiento. A Sculley la máquina le pareció tan extraordinaria como el propio Jobs. «Parecía más un hombre del espectáculo que del mundo de los negocios. Cada movimiento parecía calculado, como si lo hubiera ensayado para hacer que aquel momento resultara especial».
Jobs había pedido a Hertzfeld y al resto del equipo que prepararan una presentación gráfica especial para entretener a Sculley. «Es muy inteligente —les advirtió Jobs—. No os creeríais lo inteligente que es». La explicación de que Sculley quizá comprara un montón de ordenadores Macintosh para Pepsi «me sonaba algo sospechosa», comentó Hertzfeld, pero él y Susan Kare crearon una animación de botellas y latas de Pepsi que surgían entre otras con el logotipo de Apple. Hertzfeld estaba tan entusiasmado que comenzó a agitar los brazos durante la presentación, pero no parecía que Sculley estuviera impresionado. «Realizó algunas preguntas, pero no parecía tener demasiado interés», recordaba Hertzfeld. De hecho, nunca llegó a caerle del todo bien. «Era un enorme farsante, todo en él era pura pose —aseguró más tarde—. Fingía estar interesado en la tecnología, pero no lo estaba. Era un hombre entregado al marketing, y eso es a lo que se dedican los de su cuerda: a cobrar por fingir».
La situación llegó a un punto crítico cuando Jobs visitó Nueva York en marzo y consiguió convertir aquel cortejo en un romance ciego y cegador por igual. «En serio, creo que eres el hombre adecuado —le dijo Jobs mientras paseaban por Central Park—. Quiero que vengas a trabajar conmigo. Puedo aprender muchas cosas de ti». Jobs, que en el pasado había mostrado una tendencia a buscar figuras paternas, sabía además cómo manejar el ego y las inseguridades de Sculley. Aquello dio resultado. «Estaba cautivado por él —señaló posteriormente Sculley—. Steve era una de las personas más brillantes a las que había conocido. Compartía con él la pasión por las ideas».
Sculley, un amante del pasado artístico, desvió el paseo hacia el Museo Metropolitano con el fin de realizar una pequeña prueba y averiguar si Jobs estaba de verdad dispuesto a aprender de los demás. «Quería saber qué tal se le daba recibir formación sobre un tema del que no tuviera referencias», recordaba. Mientras deambulaban por las secciones de antigüedades griegas y romanas, Sculley habló largo y tendido sobre la diferencia entre la escultura arcaica del siglo vi antes de Cristo y las esculturas de la época de Pericles, creadas cien años después. Jobs, a quien le encantaba enterarse de las curiosidades históricas nunca estudiadas en la universidad, pareció absorber toda aquella información. «Me dio la sensación de que podía actuar de profesor con un estudiante brillante —recordaba Sculley. Una vez más, caía en la presunción de que ambos eran parecidos—. Veía en él el reflejo mismo de mi juventud. Yo también era impaciente, testarudo, arrogante e impetuoso. También a mí me bullía la cabeza con un montón de ideas, a menudo hasta el punto de excluir todo lo demás. Yo tampoco toleraba a aquellos que no estaban a la altura de mis exigencias».
Mientras proseguían su largo paseo, Sculley le confió que en vacaciones iba a la margen izquierda del Sena con su cuaderno de dibujo para pintar. De no haberse convertido en un hombre de negocios, habría sido artista. Jobs le contestó que si no estuviera trabajando en el mundo de los ordenadores, podía imaginarse como poeta en París. Siguieron caminando por Broadway hasta llegar a la tienda de discos Colony Records, en la calle 49, donde Jobs le enseñó a Sculley la música que le gustaba, incluidos Bob Dylan, Joan Baez, Ella Fitzgerald y los músicos de jazz que grababan con la discográfica Windham Hill. A continuación recorrieron a pie todo el camino de vuelta hasta los apartamentos San Remo, en la esquina de la avenida Central Park West y la calle 74, donde Jobs estaba planeando comprar un ático de dos plantas en una de las torres.
La consumación tuvo lugar en una de las terrazas, con Sculley pegado a la pared porque le daban miedo las alturas. Primero hablaron del dinero. «Le dije que quería un sueldo anual de un millón de dólares, otro millón como bonificación de entrada y otro millón más como indemnización por despido si la cosa no funcionaba», relató Sculley. Jobs aseguró que se podía hacer. «Aunque tenga que pagarlo de mi propio bolsillo —le dijo Jobs—. Tendremos que resolver esos problemas, porque eres la mejor persona que he conocido nunca. Sé que eres perfecto para Apple, y Apple se merece a los mejores». Añadió que nunca antes había trabajado para alguien a quien de verdad respetara, pero sabía que Sculley era la persona de la que más podía aprender. Jobs se lo quedó mirando fijamente y sin parpadear. Sculley se sorprendió al ver de cerca su espeso cabello negro.
Sculley puso una última pega, sugiriendo que tal vez fuera mejor ser simplemente amigos. En ese caso él podría ofrecerle a Jobs su consejo desde fuera. Posteriormente, el propio Sculley narró aquel momento de máxima intensidad: «Steve agachó la cabeza y se miró los pies. Tras una pausa pesada e incómoda, planteó una pregunta que me atormentó durante días: “¿Quieres pasarte el resto de tu vida vendiendo agua azucarada o quieres una oportunidad para cambiar el mundo?”».
Sculley se sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. No tenía más remedio que acceder. «Tenía una sorprendente habilidad para conseguir siempre lo que quería, para evaluar a una persona y saber exactamente qué decir para llegar hasta ella —recordaba Sculley—. Aquella fue la primera vez en cuatro meses en que me di cuenta de que no podía negarme». El sol invernal estaba comenzando a ponerse. Abandonaron el apartamento y regresaron a través del parque hasta el Carlyle.
LA LUNA DE MIEL
Markkula logró convencer a Sculley para que aceptara un salario de medio millón de dólares anuales y la misma cantidad como bonificación inicial, y él llegó a California en 1983, justo a tiempo para el retiro de Apple en Pajaro Dunes. Aunque había dejado todos sus trajes oscuros salvo uno en Greenwich, Sculley todavía tenía algunos problemas para adaptarse a aquella atmósfera informal. Jobs se encontraba en el estrado de la sala de reuniones, sentado en la postura del loto y jugando distraídamente con los dedos de sus pies. Sculley trató de fijar una agenda. Debían hablar de cómo distinguir sus diferentes productos —el Apple II, el Apple III, el Lisa y el Mac— y de si debían estructurar la compañía en torno a las líneas de producto, a los sectores de mercado o a las funciones desarrolladas. En vez de eso, la discusión degeneró en un batiburrillo colectivo de ideas, quejas y debates.
Llegado cierto momento, Jobs atacó al equipo del Lisa por haber fabricado un producto que había fracasado. «¡Pero bueno! —gritó alguien—. ¡Tú todavía no has sacado el Macintosh! ¿Por qué no esperas hasta tener un producto en el mercado antes de empezar a criticar?». Sculley quedó sorprendido. En Pepsi nadie se habría atrevido a desafiar así al presidente. «Pero allí todo el mundo empezó a meterse con Steve». Aquello le recordó un viejo chiste que le había oído a uno de los publicistas de Apple: «¿Cuál es la diferencia entre Apple y los Boy Scouts? Que los Boy Scouts están supervisados por adultos».
En medio de la refriega, un pequeño terremoto comenzó a sacudir la sala. «¡Todo el mundo a la playa!», gritó una persona. Todos echaron a correr por la puerta en dirección al agua. Entonces alguien recordó que el último terremoto había ocasionado un maremoto, así que se dieron la vuelta y echaron a correr en dirección contraria. «La indecisión, las órdenes contradictorias y el fantasma de los desastres naturales eran solo un aviso de lo que estaba por llegar», relataría más adelante Sculley.
La rivalidad entre los grupos que desarrollaban diferentes productos iba en serio, pero también tenía un aspecto lúdico, como demuestran travesuras como las de la bandera pirata. Cuando Jobs se jactó de que su equipo trabajaba noventa horas a la semana, Debi Coleman preparó unas sudaderas en las que se podía leer «¡Noventa horas a la semana, y encantados!». Aquello había empujado al grupo del Lisa a ordenar que les confeccionaran camisetas con una respuesta: «Trabajamos setenta horas a la semana y conseguimos vender nuestro producto». A lo cual el equipo del Apple II, fiel a su naturaleza lenta pero rentable, correspondió con: «Trabajamos sesenta horas a la semana, y ganamos dinero para financiar el Lisa y el Mac». Jobs se refería desdeñoso a quienes trabajaban en el Apple II como «los percherones», pero era dolorosamente consciente de que esos caballos de tiro eran en realidad los que hacían avanzar el carro de Apple.
Una mañana de sábado, Jobs invitó a Sculley y a su esposa, Leezy, a que fueran a desayunar con él. Por aquel entonces vivía en una casa de estilo tudor, bonita aunque nada excepcional, situada en Los Gatos, junto con su novia de aquella época, Barbara Jasinski, una joven hermosa, inteligente y reservada que trabajaba para Regis McKenna. Leezy trajo una sartén y preparó unas tortillas vegetarianas (Jobs se había apartado de su estricta dieta vegana por el momento). «Siento no tener más muebles —se disculpó Jobs—. Todavía no me he puesto a ello». Aquella era una de sus peculiaridades más duraderas: sus exigentes estándares para la artesanía, combinados con una veta espartana, lo hacían resistirse a comprar cualquier mueble por el cual no se apasionara. Tenía una lámpara de Tiffany, una antigua mesa de comedor y un laserdisc conectado a un televisor Sony Trinitron, pero en lugar de sofás y sillas había cojines de espuma en el suelo. Sculley sonrió y pensó erróneamente que aquello se parecía a la «vida frenética y espartana en un apartamento de Nueva York completamente abarrotado» que él había llevado al empezar su carrera.
Jobs le confesó a Sculley su convencimiento de que iba a morir joven, y por eso necesitaba alcanzar sus objetivos rápidamente y dejar su impronta en la historia de Silicon Valley. «Todos contamos con un período de tiempo muy breve en este mundo —le dijo al matrimonio mientras se sentaban a la mesa aquella mañana—. Probablemente solo tengamos la oportunidad de hacer unas cuantas cosas que de verdad sean excepcionales y de hacerlas bien. Ninguno de nosotros tiene ni idea de cuánto vamos a estar aquí, y yo tampoco, pero tengo la sensación de que debo lograr muchas de esas cosas mientras todavía soy joven».
Jobs y Sculley charlaban decenas de veces al día en los primeros meses de su relación. «Steve y yo nos convertimos en almas gemelas, estábamos juntos casi todo el tiempo —afirmó Sculley—. Tendíamos a acabar las frases del otro». Jobs halagaba constantemente a Sculley. Cuando iba a verlo para explicarle algo, siempre decía algo como: «Eres el único que lo va a entender». Ambos se repetían mutuamente, con tanta frecuencia que debía de resultar preocupante, lo felices que les hacía estar juntos y trabajar codo con codo. A cada paso, Sculley encontraba similitudes con Jobs y las ponía de manifiesto:
Podíamos completar las frases del otro porque estábamos en la misma onda. Steve podía despertarme a las dos de la mañana con una llamada para charlar sobre una idea que acababa de cruzársele por la mente. «¡Hola! Soy yo», saludaba inofensivo a su adormilado interlocutor, sin ser en absoluto consciente de la hora. Lo curioso es que yo había hecho lo mismo durante mi época en Pepsi. Steve era capaz de hacer trizas una presentación que tuviera que realizar a la mañana siguiente, y de deshacerse de las diapositivas y el texto. Lo mismo había hecho yo mientras luchaba por hacer de la oratoria una importante herramienta de gestión durante mis primeros días en Pepsi. Cuando era un joven ejecutivo, siempre me impacientaba hasta conseguir que se hiciera cualquier cosa, y a menudo creía que yo podía hacerlo mejor. A Steve también le pasaba. En ocasiones me sentía como si estuviera viendo a Steve representar a mi personaje en una película. Las similitudes eran asombrosas, y la razón de la increíble simbiosis que llegamos a desarrollar.
Aquel era un autoengaño que sentó las bases para el desastre. Jobs comenzó a notarlo desde las primeras etapas. «Teníamos una forma diferente de ver el mundo, opiniones distintas sobre la gente, distintos valores —contó Jobs—. Comencé a darme cuenta de ello a los pocos meses de su llegada. No era rápido aprendiendo, y la gente a la que quería ascender eran por lo general unos inútiles».
Aun así, Jobs sabía que podía manipular a Sculley fomentando su creencia de que se parecían mucho. Y cuanto más manipulaba a Sculley, más lo despreciaba. Los observadores más avezados del grupo del Mac, como Joanna Hoffman, pronto advirtieron lo que estaba ocurriendo, y sabían que aquello haría de la inevitable ruptura algo aún más explosivo. «Steve hacía que Sculley se sintiera como alguien excepcional —comentó—. Sculley nunca se había sentido así y aquello lo cautivó, porque Steve proyectaba en él un montón de atributos que en realidad no poseía, de manera que estaba como atolondrado y obsesionado con él. Cuando quedó claro que Sculley no se correspondía con todas aquellas expectativas, la distorsión de la realidad de Steve había fomentado una situación peligrosa».
El ardor también comenzó a apagarse por parte de Sculley. Uno de los puntos débiles que mostró a la hora de tratar de gestionar una compañía tan disfuncional fue su deseo de agradar a los demás, uno de los muchos rasgos que no compartía con Jobs. Por decirlo en pocas palabras, era una persona educada, y Jobs no. Aquello lo llevaba a alterarse ante la actitud grosera con la que Jobs trataba a sus compañeros de trabajo. «A veces íbamos al edificio donde trabajaban en el Mac a las once de la noche —recordaba— y ellos le traían algún nuevo código para mostrárselo. En algunos casos ni siquiera le echaba un vistazo. Se limitaba a cogerlo y devolvérselo bruscamente. Yo le preguntaba cómo podía rechazarlo así, y él me contestaba: “Sé que pueden hacerlo mejor”». Sculley trató de darle algunos consejos. «Tienes que aprender a controlarte», le dijo una vez. Jobs se mostró de acuerdo, pero no estaba en su naturaleza el filtrar sus sentimientos a través de un tamiz.
Sculley comenzó a creer que la personalidad volátil de Jobs y su manera errática de tratar a la gente se encontraban profundamente enraizadas en su constitución psicológica, quizá como el reflejo de una bipolaridad leve. Era víctima de bruscos cambios de humor. En ocasiones se mostraba exultante y en otras deprimido. A veces se enzarzaba en brutales invectivas sin previo aviso, y entonces Sculley tenía que ayudarlo a calmarse. «Veinte minutos después me volvían a llamar para que fuera a verlo porque había vuelto a perder los estribos», comentó.
Su primer desacuerdo importante se centró en el precio del Macintosh. Había sido concebida como una máquina de 1.000 dólares, pero los cambios en el diseño ordenados por Jobs habían elevado el coste, por lo que el nuevo plan era venderlo por 1.995 dólares. Sin embargo, cuando Jobs y Sculley comenzaron a planear una inmensa presentación y una gran campaña publicitaria, Sculley decidió que necesitaban añadir otros 500 dólares al precio. Para él, los gastos de publicidad eran iguales que cualquier otro gasto de producción y, por tanto, debían incorporarse al precio de venta. Jobs se resistió, furioso. «Eso destruiría todo aquello por lo que luchamos —afirmó—. Quiero que esto sea una revolución, no un esfuerzo por exprimir al cliente en busca de beneficios». Sculley le respondió que la elección era sencilla: podía tener un producto de 1.995 dólares o podía contar con un presupuesto de publicidad con el que preparar una gran presentación, pero no las dos cosas.
«Esto no os va a gustar —les comunicó Jobs a Hertzfeld y a los otros ingenieros—, pero Sculley insiste en que cobremos 2.495 dólares por el Mac en lugar de 1.995». En efecto, los ingenieros quedaron horrorizados. Hertzfeld señaló que estaban diseñando el Mac para gente como ellos, y que subir tanto el precio sería una «traición» a todo aquello en lo que creían. Así que Jobs les hizo una promesa: «¡No os preocupéis, no permitiré que se salga con la suya!». Sin embargo, al final prevaleció la postura de Sculley. Incluso veinticinco años después, a Jobs le hervía la sangre al recordar aquella decisión. «Fue la razón principal por la cual las ventas del Macintosh se redujeron y Microsoft llegó a dominar el mercado», aseguró. La decisión le hizo sentir que estaba perdiendo el control de su producto y de su empresa, y aquello era tan peligroso como un tigre que se siente acorralado.