Capítulo 2

La extraña pareja

Los dos Steves

WOZ

Cuando aún era alumno de la clase de McCollum, Jobs entabló amistad con un joven que había acabado el instituto y que era el claro favorito del profesor y una leyenda en el instituto por su destreza en clase. Stephen Gary Wozniak, cuyo hermano menor había sido compañero de Jobs en el equipo de natación, tenía casi cinco años más que él y sabía mucho más sobre electrónica. Sin embargo, tanto a nivel emocional como social, seguía siendo un chico inadaptado de instituto obsesionado con la tecnología.

Al igual que Jobs, Wozniak había aprendido mucho junto a su padre, pero sus lecciones habían sido diferentes. Paul Jobs era un hombre que no había acabado el instituto y que, en lo referente a la reparación de coches, sabía cómo obtener un buen beneficio tras llegar a ventajosos acuerdos sobre las piezas sueltas. Francis Wozniak, conocido como Jerry, era un brillante licenciado en ingeniería por el Instituto Tecnológico de California, donde había participado como quarterback en el equipo de fútbol americano. Era un hombre que ensalzaba las virtudes de la ingeniería y que miraba por encima del hombro a los que se dedicaban a los negocios, la publicidad o las ventas. Se había convertido en uno de los científicos más destacados de Lockheed, donde diseñaba sistemas de guía de misiles. «Recuerdo cómo me contaba que la ingeniería era el nivel más importante que se podía alcanzar en el mundo —contó más tarde Steve Wozniak—. Era algo que llevaba a la sociedad a un nuevo nivel».

Uno de los primeros recuerdos del joven Wozniak era el de ir a ver a su padre al trabajo un fin de semana y que le mostraran las piezas electrónicas, y cómo su padre «las ponía sobre una mesa a la que yo me sentaba para poder jugar con ellas». Observaba con fascinación cómo su padre trataba de conseguir que una línea de onda en una pantalla se quedara plana para demostrar que uno de sus diseños de circuitos funcionaba correctamente. «Para mí estaba claro que, fuera lo que fuese que estuviera haciendo mi padre, era algo bueno e importante». Woz, como ya lo llamaban incluso entonces, le preguntaba acerca de las resistencias y los transistores que había repartidos por la casa, y su padre sacaba una pizarra para ilustrar lo que hacía con ellos. «Me explicaba lo que era una resistencia remontándose hasta los átomos y los electrones. Me explicó cómo funcionaban las resistencias cuando yo estaba en el segundo curso, y no mediante ecuaciones, sino haciendo que yo mismo lo imaginara».

El padre de Woz le enseñó algo más que quedó grabado en su personalidad infantil y socialmente disfuncional: a no mentir nunca. «Mi padre creía en la honradez, en la honradez absoluta. Esa es la lección más importante que me enseñó. Nunca miento, ni siquiera ahora». (La única excepción parcial se producía cuando quería gastar una buena broma). Además, su padre lo educó en una cierta aversión por la ambición extrema, lo que distinguía a Woz de Jobs. Cuarenta años después de conocerse, Woz reflexionaba sobre sus diferencias durante una gala de estreno de un producto Apple en 2010. «Mi padre me dijo que debía intentar estar siempre en la zona media —comentó—. Yo no quería estar con la gente de alto nivel como Steve. Mi padre era ingeniero, y eso es lo que quería ser yo también. Era demasiado tímido como para plantearme siquiera el ser un líder empresarial como Steve».

En cuarto curso, Wozniak se convirtió, según sus propias palabras, en uno de los «chicos de la electrónica». Le resultaba más sencillo establecer contacto visual con un transistor que con una chica, y adoptó el aspecto macizo y cargado de espaldas de alguien que pasa la mayor parte del tiempo encorvado sobre una placa base. A la edad en la que Jobs andaba cavilando acerca de un micrófono de carbón que su padre no podía explicar, Wozniak utilizaba transistores para construir un sistema de intercomunicación provisto de amplificadores, relés, luces y timbres que conectaba los cuartos de los chicos de seis casas de su barrio. Y a la edad en la que Jobs construía aparatos con los kits de Heath, Wozniak estaba montando un transmisor y un receptor de la compañía Hallicrafters, las radios más sofisticadas del mercado, y se estaba sacando la licencia de radioaficionado con su padre.

A Woz, que pasaba mucho tiempo en casa leyendo las revistas de electrónica de su padre, le cautivaban las historias sobre nuevos ordenadores, como el potente ENIAC. Como el álgebra de Boole era algo que se le daba bien por naturaleza, le maravillaba la sencillez de estas máquinas, no su complejidad. En octavo curso, construyó una calculadora utilizando el sistema binario que contaba con cien transistores, doscientos diodos y doscientas resistencias montadas sobre diez placas base. Ganó el primer premio de un concurso local organizado por las fuerzas aéreas, a pesar de que entre sus competidores había estudiantes de último curso de secundaria.

Woz se volvió más solitario cuando los chicos de su edad comenzaron a ir a fiestas y a salir con chicas, empresas que le parecían mucho más complejas que el diseño de circuitos. «Tras una época en la que yo era popular y todos montábamos en bici y esas cosas, de pronto me vi socialmente excluido —recordaba—. Parecía que nadie me dirigiera la palabra durante siglos». Encontró una vía de escape a su situación a través de bromas infantiles. En el último curso del instituto construyó un metrónomo electrónico —uno de esos aparatos que marcan el ritmo en las clases de música— y se dio cuenta de que sonaba como una bomba, así que retiró las etiquetas de unas grandes baterías, las unió con cinta aislante y las metió en una de las taquillas del colegio. Lo preparó todo para que el metrónomo comenzara a marcar un ritmo mayor al abrir la taquilla. Más tarde, ese mismo día, lo hicieron presentarse en el despacho del director. Él creía que era porque había vuelto a ganar el primer premio de matemáticas del instituto, pero en vez de eso se encontró con la policía. Cuando encontraron el aparato habían llamado al director, el señor Bryld, y este lo había agarrado, había corrido valientemente hasta el campo de fútbol con la falsa bomba apretada contra el pecho, y había arrancado los cables. Woz trató de contener la risa, pero no lo consiguió. Lo enviaron al centro de detención de menores, donde pasó la noche. Al joven le pareció una experiencia memorable. Les enseñó a los demás presos cómo retirar los cables que conectaban los ventiladores del techo y conectarlos a las barras de la celda para que dieran calambre al tocarlas.

Los calambres eran como una medalla de honor para Woz. Se enorgullecía de ser un ingeniero de hardware, lo que significaba que los chispazos inesperados resultaban algo rutinario. Una vez preparó un juego de ruleta en el que cuatro personas debían colocar el pulgar sobre una ranura; cuando la bola se detenía, uno de ellos recibía un calambre. «Los que trabajaban con hardware jugaban a esto, pero los que desarrollan software son unos cobardicas», señalaba.

En su último año consiguió un trabajo de media jornada en Sylvania, una compañía de electrónica, y allí tuvo la oportunidad de trabajar en un ordenador por primera vez. Aprendió a programar en FORTRAN con un libro y leyó los manuales de la mayoría de los sistemas de la época, comenzando por el PDP-8, de la compañía Digital Equipment. A continuación estudió las especificaciones técnicas de los últimos microchips del mercado y trató de rediseñar los ordenadores con aquellos componentes más novedosos. El desafío que se planteaba era reproducir el mismo diseño con la menor cantidad de piezas posible. «Lo hacía todo yo solo en mi cuarto, con la puerta cerrada», recordó. Todas las noches trataba de mejorar el diseño de la noche anterior. Para cuando acabó el instituto, ya era un maestro. «En ese momento estaba montando ordenadores con la mitad de chips que los que utilizaba la empresa en sus diseños, pero solo sobre el papel». Nunca se lo contó a sus amigos. Al fin y al cabo, la mayoría de los chicos de diecisiete años tenían otras formas de pasar el rato.

El fin de semana del día de Acción de Gracias de su último año de instituto, visitó la Universidad de Colorado. Estaba cerrada por vacaciones, pero encontró a un estudiante de ingeniería que lo llevó a dar una vuelta por los laboratorios. Wozniak le rogó a su padre que le permitiera ir a estudiar allí, a pesar de que la matrícula para estudiantes que vinieran de otro estado no era algo que pudieran permitirse con facilidad. Llegaron a un acuerdo: podría ir allí a estudiar durante un año, pero después se pasaría a la Universidad Comunitaria de De Anza, en California. Al final se vio obligado a cumplir con su parte del trato. Tras llegar a Colorado en el otoño de 1969, pasó tanto tiempo gastando bromas (tales como imprimir cientos de páginas que rezaban «Me cago en Nixon») que suspendió un par de asignaturas y lo pusieron en un régimen de vigilancia académica. Además, creó un programa para calcular números de Fibonacci que consumía tanto tiempo de uso de los ordenadores que la universidad lo amenazó con cobrarle los costes. En lugar de contarles todo aquello a sus padres, optó por cambiarse a De Anza.

Tras un agradable año en De Anza, Wozniak se tomó un descanso para ganar algo de dinero. Encontró trabajo en una compañía que fabricaba ordenadores para el departamento de tráfico, y uno de sus compañeros le hizo una oferta maravillosa: le entregaría algunos chips sueltos para que pudiera construir uno de los ordenadores que había estado bosquejando sobre el papel. Wozniak decidió utilizar tan pocos chips como le fuera posible, como reto personal y porque no quería aprovecharse demasiado de la generosidad de su compañero.

Gran parte del trabajo se llevó a cabo en el garaje de un amigo que vivía justo a la vuelta de la esquina, Bill Fernandez, que todavía era estudiante del instituto Homestead. Para refrescarse tras sus esfuerzos, bebían grandes cantidades de un refresco de soda con sabor a vainilla llamado Cragmont Cream Soda, y después iban en bici hasta el supermercado de Sunnyvale para devolver las botellas, recuperar el depósito y comprar más bebida. «Así es como empezamos a referirnos al proyecto como el Ordenador de la Cream Soda», relató Wozniak. Se trataba básicamente de una calculadora capaz de multiplicar números que se introducían mediante un conjunto de interruptores y que mostraba los resultados en código binario con un sistema de lucecitas.

Cuando estuvo acabada, Fernandez le dijo a Wozniak que había alguien en el instituto Homestead a quien debía conocer. «Se llama Steve. Le gusta gastar bromas, como a ti, y también le gusta construir aparatos electrónicos, como a ti». Puede que aquella fuera la reunión más importante en un garaje de Silicon Valley desde que Hewlett fue a visitar a Packard treinta y dos años antes. «Steve y yo nos sentamos en la acera frente a la casa de Bill durante una eternidad, y estuvimos compartiendo historias, sobre todo acerca de las bromas que habíamos gastado y también sobre el tipo de diseños de electrónica que habíamos hecho —recordaba Wozniak—. Teníamos muchísimo en común. Normalmente, a mí me costaba una barbaridad explicarle a la gente la clase de diseños con los que trabajaba, pero Steve lo captó enseguida. Y me gustaba. Era delgado y nervudo, y rebosaba energía». Jobs también estaba impresionado. «Woz era la primera persona a la que conocía que sabía más de electrónica que yo —declaró una vez, exagerando su propia experiencia—. Me cayó bien al instante. Yo era algo maduro para mi edad y él algo inmaduro para la suya, así que el resultado era equilibrado. Woz era muy brillante, pero emocionalmente tenía mi misma edad».

Además de su interés por los ordenadores, compartían una pasión por la música. «Aquella era una época increíble para la música —comentó Jobs—. Era como vivir en la época en la que vivían Beethoven y Mozart. De verdad. Cuando la gente eche la vista atrás, lo interpretará así. Y Woz y yo estábamos muy metidos en ella». Concretamente, Wozniak le descubrió a Jobs las maravillas de Bob Dylan. «Localizamos a un tío de Santa Cruz llamado Stephen Pickering que publicaba una especie de boletín sobre Dylan —explicó Jobs—. Dylan grababa en cinta todos sus conciertos, y algunas de las personas que lo rodeaban no eran demasiado escrupulosas, porque al poco tiempo había grabaciones de sus conciertos por todas partes, copias pirata de todos. Y ese chico las tenía todas».

Darles caza a las cintas de Dylan pronto se convirtió en una empresa conjunta. «Los dos recorríamos a pie todo San José y Berkeley preguntando por las cintas pirata de Dylan para coleccionarlas —confesó Wozniak—. Comprábamos folletos con las letras de Dylan y nos quedábamos despiertos hasta altas horas mientras las interpretábamos. Las palabras de Dylan hacían resonar en nosotros acordes de pensamiento creativo». Jobs añadió: «Tenía más de cien horas, incluidos todos los conciertos de la gira de 1965 y 1966», en la que se pasó a los instrumentos eléctricos. Los dos compraron reproductores de casetes de TEAC de última generación. «Yo utilizaba el mío a baja velocidad para grabar muchos conciertos en una única cinta», comentó Wozniak. La obsesión de Jobs no le iba a la zaga. «En lugar de grandes altavoces me compré un par de cascos increíbles, y me limitaba a tumbarme en la cama y a escuchar aquello durante horas».

Jobs había formado un club en el instituto Homestead para organizar espectáculos de luz y música, y también para gastar bromas (una vez pegaron el asiento de un retrete pintado de dorado sobre una maceta). Se llamaba Club Buck Fry debido a un juego de palabras con el nombre del director del instituto. Aunque ya se habían graduado, Wozniak y su amigo Allen Baum se unieron a Jobs, al final de su penúltimo año de instituto, para preparar un acto de despedida a los alumnos de último curso que acababan la secundaria. Mientras me mostraba el campus de Homestead, cuatro décadas más tarde, Jobs se detuvo en el escenario de la aventura y señaló: «¿Ves ese balcón? Allí es donde gastamos la broma de la pancarta que selló nuestra amistad». En el patio trasero de Baum, extendieron una gran sábana que él había teñido con los colores blanco y verde del instituto y pintaron una enorme mano con el dedo corazón extendido, en una clásica peineta. La adorable madre judía de Baum incluso los ayudó a dibujarla y les mostró cómo añadirle sombreados para hacer que pareciera más auténtica. «Ya sé lo que es eso», se reía ella. Diseñaron un sistema de cuerdas y poleas para que pudiera desplegarse teatralmente justo cuando la promoción de graduados desfilase ante el balcón, y lo firmaron con grandes letras, «SWAB JOB», las iniciales de Wozniak y Baum combinadas con parte del apellido de Jobs. La travesura pasó a formar parte de la historia del instituto, y le valió a Jobs una nueva expulsión.

Otra de las bromas incluía un aparato de bolsillo construido por Wozniak que podía emitir señales de televisión. Lo llevaba a una sala donde hubiera un grupo de personas viendo la tele, como por ejemplo una residencia de estudiantes, y apretaba el botón discretamente para que la pantalla se llenara de interferencias. Cuando alguien se levantaba y le daba un golpe al televisor, Wozniak soltaba el botón y la imagen volvía a aparecer nítida. Una vez que tenía a los desprevenidos espectadores saltando arriba y abajo a su antojo, les ponía las cosas algo más difíciles. Mantenía las interferencias en la imagen hasta que alguien tocaba la antena. Al final, acababa por hacerles pensar que tenían que sujetar la antena mientras se apoyaban en un único pie o tocaban la parte superior del televisor. Años más tarde, en una conferencia inaugural en la que estaba teniendo algunos problemas para que funcionara un vídeo, Jobs se apartó del guión y contó la diversión que aquel artilugio les había proporcionado. «Woz lo llevaba en el bolsillo y entrábamos en un colegio mayor […] donde un grupo de chicos estaba, por ejemplo, viendo Star Trek, y les fastidiaba la señal. Alguien se acercaba para arreglar el televisor, y, justo cuando levantaban un pie del suelo, la volvía a poner bien —contorsionándose sobre el escenario hasta quedar hecho un ocho, Jobs concluyó su relato ante las carcajadas del público—, y en menos de cinco minutos conseguía que alguien acabara en esta postura».

LA CAJA AZUL

La combinación definitiva de trastadas y electrónica —y la aventura que ayudó a crear Apple— se puso en marcha una tarde de domingo, cuando Wozniak leyó un artículo en Esquire que su madre le había dejado sobre la mesa de la cocina. Era septiembre de 1971, y él estaba a punto de marcharse al día siguiente para Berkeley, su tercera universidad. La historia, de Ron Rosenbaum, titulada «Secretos de la cajita azul», describía cómo los piratas informáticos y telefónicos habían encontrado la forma de realizar llamadas gratuitas de larga distancia reproduciendo los tonos que desviaban las señales a través de la red telefónica. «A mitad del artículo, tuve que llamar a mi mejor amigo, Steve Jobs, y leerle trozos de aquel largo texto», recordaba Wozniak. Sabía que Jobs, quien por aquel entonces comenzaba su último año de instituto, era una de las pocas personas que podía compartir su entusiasmo.

Uno de los héroes del texto era John Draper, un pirata conocido como Captain Crunch, porque había descubierto que el sonido emitido por el silbato que venía con las cajas de cereales del mismo nombre era exactamente el sonido de 2.600 hercios que se utilizaba para redirigir las llamadas a través de la red telefónica. Aquello podía engañar al sistema para efectuar conferencias de larga distancia sin costes adicionales. El artículo revelaba la posibilidad de encontrar otros tonos, que servían como señales de monofrecuencia dentro de la banda para redirigir llamadas, en un ejemplar del Bell System Technical Journal, hasta el punto de que la compañía telefónica comenzó a exigir la retirada de dichos ejemplares de los estantes de las bibliotecas.

En cuanto Jobs recibió la llamada de Wozniak esa tarde de domingo, supo que tenían que hacerse inmediatamente con un ejemplar de la revista. «Woz me recogió unos minutos después, y nos dirigimos a la biblioteca del Centro de Aceleración Lineal de Stanford, para ver si podíamos encontrarlo», me contó Jobs. Era domingo y la biblioteca estaba cerrada, pero sabían cómo colarse por una puerta que normalmente no estaba cerrada con llave. «Recuerdo que nos pusimos a rebuscar frenéticamente por las estanterías, y que fue Woz el que finalmente encontró la revista. Nos quedamos pensando: “¡Joder!”. La abrimos y allí estaban todas las frecuencias. Seguimos repitiéndonos: “Pues es verdad, joder, es verdad”. Allí estaba todo: los tonos, las frecuencias…».

Wozniak se dirigió a la tienda de electrónica de Sunnyvale antes de que cerrara esa tarde y compró las piezas necesarias para fabricar un generador analógico de tonos. Jobs ya había construido un frecuencímetro cuando formaba parte del Club de Exploradores de Hewlett-Packard, así que lo utilizaron para calibrar los tonos deseados. Y, mediante un teléfono, podían reproducir y grabar los sonidos especificados en el artículo. A medianoche estaban listos para ponerlo a prueba. Desgraciadamente, los osciladores que utilizaron no eran lo bastante estables como para simular los sonidos exactos que engañaran a la compañía telefónica. «Comprobamos la inestabilidad de la señal con el frecuencímetro de Steve —señaló Wozniak—, y no podíamos hacerlo funcionar. Yo tenía que irme a Berkeley a la mañana siguiente, así que decidimos que trataría de construir una versión digital cuando llegase allí».

Nadie había hecho nunca una versión digital de una caja azul, pero Woz estaba listo para el reto. Gracias a unos diodos y transistores comprados en una tienda de electrónica RadioShack, y con la ayuda de un estudiante de música de su residencia que tenía buen oído, consiguió construirla antes del día de Acción de Gracias. «Nunca he diseñado un circuito del que estuviera más orgulloso —declararía más tarde—. Todavía me parece que fue algo increíble».

Una noche, Wozniak condujo desde Berkeley hasta la casa de Jobs para probarlo. Trataron de llamar al tío de Wozniak en Los Ángeles, pero se equivocaron de número. No importaba. El aparato había funcionado. «¡Hola! ¡Le estamos llamando gratis! ¡Le estamos llamando gratis!», vociferaba Wozniak. La persona al otro lado de la línea estaba confusa y enfadada. Jobs se unió a la conversación: «¡Estamos llamando desde California! ¡Desde California! Con una caja azul». Es probable que aquello dejara al hombre todavía más desconcertado, puesto que él también se encontraba en California.

Al principio, utilizaban la caja azul para divertirse y gastar bromas. La más famosa fue aquella en que llamaron al Vaticano y Wozniak fingió ser Henry Kissinger, que quería hablar con el Papa. «Nos encontrrramos en una cumbrrre en Moscú, y querrremos hablarrr con el Papa», recuerda Woz que dijeron. Le contestaron que eran las cinco y media de la mañana y que el Papa estaba dormido. Cuando volvieron a llamar, le pasaron con un obispo que debía actuar como intérprete, pero nunca consiguieron que el Papa se pusiera al aparato. «Se dieron cuenta de que Woz no era Henry Kissinger —comentó Jobs—. Estábamos en una cabina pública».

Entonces tuvo lugar un hito importante, que estableció una pauta en su relación: a Jobs se le ocurrió que las cajas azules podían ser algo más que una mera afición. Podían construirlas y venderlas. «Junté el resto de los componentes, como las cubiertas, las baterías y los teclados, y discurrí acerca del precio que podíamos fijar», afirmó Jobs, profetizando las funciones que iba a desempeñar cuando fundaran Apple. El producto acabado tenía el tamaño aproximado de dos barajas de naipes. Las piezas costaban unos 40 dólares, y Jobs decidió que debían venderlo por 150.

A semejanza de otros piratas telefónicos como Captain Crunch, ambos adoptaron nombres falsos. Wozniak se convirtió en Berkeley Blue, y Jobs era Oaf Tobark. Los dos iban por los colegios mayores buscando a gente que pudiera estar interesada, y entonces hacían una demostración y conectaban la caja azul a un teléfono y un altavoz. Ante la mirada de los clientes potenciales, llamaban a lugares como el Ritz de Londres o a un servicio automático de chistes grabados en Australia. «Fabricamos unas cien cajas azules y las vendimos casi todas», recordaba Jobs.

La diversión y los beneficios llegaron a su fin en una pizzería de Sunnyvale. Jobs y Wozniak estaban a punto de dirigirse a Berkeley con una caja azul que acababan de terminar. Jobs necesitaba el dinero y estaba ansioso por vender, así que le enseñó el aparato a unos hombres sentados en la mesa de al lado. Parecían interesados, así que Jobs se acercó a una cabina telefónica y les demostró su funcionamiento con una llamada a Chicago. Los posibles clientes dijeron que tenían que ir al coche a por dinero. «Así que Woz y yo fuimos hasta el coche, yo con la caja azul en la mano, y el tío entra, mete la mano bajo el asiento y saca una pistola —narró Jobs. Nunca antes había estado tan cerca de una pistola, y se quedó aterrorizado—. Y va y me apunta con el arma al estómago y me dice: “Dámela, colega”. Traté de pensar rápido. Tenía la puerta del coche justo ahí, y me dije que tal vez pudiera cerrársela sobre las piernas y salir corriendo, pero había grandes probabilidades de que me disparara, así que se la entregué lentamente y con mucho cuidado». Aquel fue un robo extraño. El tipo que se llevó la caja azul le dio a Jobs un número de teléfono y le dijo que si funcionaba trataría de pagársela más tarde. Cuando Jobs llamó a aquel número, consiguió contactar con el hombre, que no había logrado averiguar cómo funcionaba el aparato. Entonces Jobs, siempre tan oportuno, lo convenció para que se reuniera con Wozniak y con él en algún lugar público. Sin embargo, al final acabaron por echarse atrás y decidieron no celebrar otra reunión con el pistolero, aún a costa de perder la posibilidad de recuperar sus 150 dólares.

Aquel lance allanó el camino para la que sería su mayor aventura juntos. «Si no hubiera sido por las cajas azules, Apple no habría existido —reflexionó Jobs más tarde—. Estoy absolutamente convencido de ello. Woz y yo aprendimos a trabajar juntos, y adquirimos la seguridad de que podíamos resolver problemas técnicos y llegar a inventar productos». Habían creado un artilugio con una pequeña placa base que podía controlar una infraestructura de miles de millones de dólares. «Ni te imaginas lo confiados que nos sentíamos después de aquello». Woz llegó a la misma conclusión: «Probablemente venderlos fuera una mala decisión, pero nos dio una idea de lo que podríamos hacer a partir de mis habilidades como ingeniero y su visión comercial», afirmó. La aventura de la caja azul estableció la pauta de la asociación que estaba a punto de nacer. Wozniak sería el mago amable que desarrollaba los grandes inventos y que se habría contentado con regalarlos, y Jobs descubriría la forma de facilitar el uso del producto, empaquetarlo, comercializarlo y ganar algunos dólares en el proceso.