Infancia
Abandonado y elegido
LA ADOPCIÓN
Cuando Paul Jobs se licenció en la Guardia Costera tras la Segunda Guerra Mundial, hizo una apuesta con sus compañeros de tripulación. Habían llegado a San Francisco, donde habían retirado del servicio su barco, y Paul apostó que iba a encontrar esposa en dos semanas. Era un mecánico fornido y tatuado de más de metro ochenta de estatura y tenía un cierto parecido con James Dean. Sin embargo, no fue su aspecto lo que le consiguió una cita con Clara Hagopian, la agradable hija de unos inmigrantes armenios, sino el hecho de que sus amigos y él tenían acceso a un coche, a diferencia del grupo con el que ella había planeado salir en un principio esa noche. Diez días más tarde, en marzo de 1946, Paul se prometió con Clara y ganó la apuesta. Aquel resultó ser un matrimonio feliz que duró hasta que la muerte los separó más de cuarenta años después.
Paul Reinhold Jobs se crio en una granja lechera de Germantown, Wisconsin. Aunque su padre era un alcohólico que en ocasiones mostraba arranques de violencia, Paul escondía una personalidad tranquila y amable bajo su curtido exterior. Tras abandonar los estudios en el instituto, deambuló por el Medio Oeste y trabajó como mecánico hasta que a los diecinueve años se alistó en la Guardia Costera, a pesar de que no sabía nadar. Lo asignaron al navío M. C. Meigs y pasó gran parte de la guerra trasladando tropas a Italia a las órdenes del general Patton. Su talento como operario y oficial de máquinas le valió algunas distinciones, pero de vez en cuando se metía en trifulcas de poca importancia y nunca llegó a ascender por encima del rango de marinero.
Clara había nacido en Nueva Jersey, ciudad en la que desembarcaron sus padres tras huir de los turcos en Armenia. Cuando ella era una niña se mudaron a Mission District, en San Francisco. La joven guardaba un secreto que rara vez mencionaba a nadie: había estado casada anteriormente, pero su marido había fallecido en la guerra, así que cuando conoció a Paul Jobs en aquella primera cita, estaba dispuesta a comenzar una nueva vida.
Al igual que muchos otros que vivieron la guerra, ambos habían pasado por tantas emociones que, cuando el conflicto acabó, lo único que querían era sentar cabeza, formar una familia y llevar una vida menos accidentada. Tenían poco dinero, así que se mudaron a Wisconsin y vivieron con los padres de Paul durante unos años, y después se dirigieron a Indiana, donde él consiguió trabajo como operario de máquinas para la empresa International Harvester. La pasión del hombre era trastear con coches viejos, y se sacaba algo de dinero en su tiempo libre comprándolos, restaurándolos y vendiéndolos de nuevo. Llegó un punto en el que abandonó su trabajo habitual para dedicarse a tiempo completo a la venta de coches usados.
A Clara, sin embargo, le encantaba San Francisco, y en 1952 convenció a su esposo para que se trasladaran allí de nuevo. Se mudaron a un apartamento de Sunset District con vistas al Pacífico, justo al sur del Golden Gate Park, y él consiguió trabajo como «hombre de los embargos» en una sociedad de crédito. Tenía que forzar las cerraduras de los coches cuyos dueños no hubieran devuelto sus préstamos y embargarlos. También compraba, reparaba y vendía algunos de aquellos coches, y con ello ganaba un sobresueldo.
No obstante, faltaba algo en su vida. Deseaban tener hijos, pero Clara había sufrido un embarazo ectópico —cuando el óvulo fertilizado se implanta en la trompa de Falopio en lugar de en el útero— y no podía concebirlos. Así pues, en 1955, tras nueve años de matrimonio, comenzaron a pensar en adoptar un niño.
Al igual que Paul Jobs, Joanne Schieble procedía de una familia de ascendencia alemana y se había criado en el ambiente rural de Wisconsin. Su padre, Arthur Schieble, era un emigrante instalado en las afueras de Green Bay, donde su mujer y él poseían un criadero de visones y mantenían fructíferas inversiones en otras empresas de variada índole, desde inmobiliarias hasta compañías de grabado fotográfico. Era un hombre muy estricto, especialmente en lo concerniente a las relaciones de su hija, y le desagradaba profundamente el primer novio de esta, un artista que no era católico. Por lo tanto, no fue ninguna sorpresa que amenazara con desheredar a Joanne cuando, ya como alumna de posgrado en la Universidad de Wisconsin, se enamoró de Abdulfattah John Jandali, un profesor ayudante musulmán llegado de Siria.
Jandali era el menor de nueve hermanos de una destacada familia siria. Su padre era el dueño de varias refinerías de crudo y de muchas otras empresas, con grandes extensiones de tierra en Damasco y Homs, y llegó a controlar prácticamente por completo el precio del trigo en la región. Al igual que la familia Schieble, los Jandali le daban una enorme importancia a la educación; durante varias generaciones los miembros de la familia fueron a estudiar a Estambul o a la Sorbona. A Abdulfattah Jandali lo enviaron a un internado jesuita a pesar de que era musulmán, y se licenció en la Universidad Americana de Beirut antes de llegar a la Universidad de Wisconsin como estudiante de doctorado y profesor ayudante de ciencias políticas.
En el verano de 1954, Joanne viajó a Siria con Abdulfattah. Pasaron dos meses en Homs, donde ella aprendió a cocinar platos sirios con la familia Jandali. Cuando regresaron a Wisconsin, descubrieron que la joven estaba embarazada. Ambos tenían veintitrés años, pero decidieron no casarse. El padre de Joanne estaba por aquel entonces al borde de la muerte, y había amenazado con repudiarla si se casaba con Abdulfattah. El aborto tampoco era una opción sencilla en aquella pequeña comunidad católica, así que a principios de 1955 viajó a San Francisco, donde recibió cobijo de un médico comprensivo que acogía a madres solteras, las asistía en el parto y concertaba discretamente adopciones privadas.
Joanne puso una única condición: su bebé debía ser adoptado por licenciados universitarios, así que el médico dispuso que fuera a vivir con un abogado y su esposa. Sin embargo, cuando nació un chico —el 24 de febrero de 1955—, la pareja elegida decidió que querían una niña y se echaron atrás. Así fue como el pequeño no llegó a ser el hijo de un abogado, sino de un apasionado de la mecánica que no había acabado el instituto y de su bonachona esposa, que trabajaba como contable. Paul y Clara bautizaron a su hijo con el nombre de Steven Paul Jobs.
Sin embargo, seguía existiendo el problema de la condición de Joanne de que los nuevos padres de su bebé fueran obligatoriamente licenciados universitarios. Cuando descubrió que su hijo había ido a parar a una pareja que ni siquiera había acabado la secundaria, se negó a firmar los documentos de la adopción. El pulso se prolongó durante semanas, incluso una vez que el pequeño Steve se hubo instalado en casa de los Jobs. Finalmente, Joanne cedió tras conseguir que la pareja prometiera —firmaron incluso un acuerdo— que iban a crear un fondo para que el chico pudiera ir a la universidad.
Había otro motivo por el que Joanne se mostraba reticente a la hora de firmar los documentos de la adopción. Su padre estaba a punto de morir, y ella pensaba casarse con Jandali poco después. Mantenía la esperanza —como luego le contó a algunos miembros de su familia, en ocasiones entre lágrimas al recordarlo— de que, una vez que se hubieran casado, podría recuperar a su bebé.
Al final, Arthur Schieble falleció en agosto de 1955, unas pocas semanas después de que la adopción tuviera lugar. Justo después de las Navidades de ese año, Joanne y Abdulfattah Jandali contrajeron matrimonio en la iglesia católica de San Felipe Apóstol de Green Bay. El recién casado se doctoró en política internacional al año siguiente, y la pareja tuvo otro bebé, una niña llamada Mona. Después de divorciarse de Jandali en 1962, Joanne se embarcó en una vida nómada y fantasiosa que su hija —quien llegó a convertirse en la gran novelista Mona Simpson— plasmó en su conmovedora novela A cualquier otro lugar. Sin embargo, como la adopción de Steve había sido privada y confidencial, tuvieron que pasar veinte años hasta que ambos llegaran a conocerse.
Steve Jobs supo que era adoptado desde una edad muy temprana. «Mis padres fueron muy abiertos conmigo al respecto», relató. Tenía el claro recuerdo de estar sentado en el jardín de su casa, con seis o siete años, y de contárselo a la chica que vivía en la casa de enfrente. «¿Entonces eso significa que tus padres de verdad no te querían?», preguntó la chica. «¡Ooooh! Se me llenó de truenos la cabeza —cuenta Jobs—. Recuerdo que entré corriendo y llorando en casa. Y mis padres me dijeron: “No, tienes que entenderlo”. Estaban muy serios, y me miraron fijamente a los ojos. Añadieron: “Te elegimos a ti en concreto”. Los dos lo dijeron y me lo repitieron lentamente. Y pusieron gran énfasis en cada una de las palabras de esa frase».
Abandonado. Elegido. Especial. Estos conceptos pasaron a formar parte de la identidad de Jobs y de la forma en que se veía a sí mismo. Sus amigos más cercanos creen que el hecho de saber que lo abandonaron al nacer dejó en él algunas cicatrices. «Creo que su deseo de controlar por completo todo lo que hace deriva directamente de su personalidad y del hecho de que fuera abandonado al nacer —afirma Del Yocam, un viejo amigo suyo—. Quiere controlar su entorno, y entiende sus productos como una extensión de sí mismo». Greg Calhoun, que entabló amistad con Jobs justo después de la universidad, veía otra consecuencia más: «Steve me hablaba mucho de que lo habían abandonado y del dolor que aquello le causó —señala—. Lo hizo ser más independiente. Seguía un compás diferente al de los demás, y eso se debía a que se encontraba en un mundo diferente de aquel en el que había nacido».
Más adelante, cuando tenía exactamente la misma edad (veintitrés) que su padre biológico cuando este lo dio en adopción, Jobs fue padre de una niña a la que también abandonó (aunque acabó asumiendo sus responsabilidades para con ella). Chrisann Brennan, la madre de esa niña, afirma que el haber sido dado en adopción dejó a Jobs «lleno de cristales rotos», y eso ayuda a explicar en parte su propio comportamiento. «Los que han sido abandonados acaban abandonando a otros», apunta. Andy Hertzfeld, que trabajó codo con codo junto a Jobs en Apple a principios de la década de 1980, se encuentra entre las pocas personas que siguieron guardando una estrecha relación tanto con Brennan como con Jobs. «La cuestión fundamental sobre Steve es la de por qué en ocasiones no puede controlarse y se vuelve tan calculadoramente cruel y dañino con algunas personas —cuenta—. Eso se remonta a cuando lo abandonaron al nacer. El auténtico problema latente es el tema del abandono en la vida de Steve».
Jobs rechazaba este argumento. «Hay quien opina que, por haber sido abandonado, me esforzaba mucho por tener éxito y así hacer que mis padres desearan que volviera con ellos, o alguna tontería parecida, pero eso es ridículo —insistía—. Tal vez saber que fui adoptado me hiciera ser más independiente, pero nunca me he sentido abandonado. Siempre he pensado que era especial. Mis padres me hicieron sentirme especial». En etapas posteriores le irritaba que la gente se refiriese a Paul y Clara Jobs como sus padres «adoptivos» o que insinuara que no eran sus «auténticos» padres. «Eran mis padres al mil por cien», afirmaba. Cuando hablaba de sus padres biológicos, por otra parte, su tono era más seco: «Fueron mi banco de óvulos y esperma, y esta no es una afirmación dura. Simplemente las cosas fueron así, un banco de esperma y nada más».
SILICON VALLEY
La infancia que Paul y Clara Jobs ofrecieron a su nuevo hijo fue, en muchos aspectos, un estereotipo de finales de la década de 1950. Cuando Steve tenía dos años adoptaron a una niña llamada Patty, y tres años después se mudaron a una urbanización de las afueras. La sociedad de crédito en la que Paul trabajaba como agente de embargos, CIT, lo había trasladado a su sede de Palo Alto, pero no podía permitirse vivir en aquella zona, así que acabaron en una parcela de Mountain View, una población más económica justo al sur de aquella.
Allí, Paul Jobs trató de transmitirle a su hijo su amor por la mecánica y los coches. «Steve, esta será a partir de ahora tu mesa de trabajo», anunció mientras marcaba una sección de la mesa del garaje. Jobs recordaba cómo le impresionó la atención que dedicaba su padre a la artesanía. «Pensaba que la intuición de mi padre con el diseño era muy buena —afirmó— porque sabía cómo construir cualquier cosa. Si necesitábamos una vitrina, él la construía. Cuando montó nuestra valla, me entregó un martillo para que yo pudiera trabajar con él».
Cincuenta años después, la valla todavía rodea el patio trasero y lateral de esa casa de Mountain View. Mientras Jobs me la enseñaba, orgulloso, acariciaba las tablas de la cerca y recordaba una lección que su padre le dejó profundamente grabada. Según su padre, era importante darles un buen acabado a las partes traseras de los armarios y las vallas, aunque fueran a quedar ocultas. «Le encantaba hacer bien las cosas. Se preocupaba incluso por las partes que no se podían ver».
Su padre siguió restaurando y vendiendo coches usados, y decoraba el garaje con fotos de sus favoritos. Le señalaba a su hijo los detalles del diseño: las líneas, las entradas de aire, el cromado, la tapicería de los asientos. Todos los días, después del trabajo, se ponía un peto y se retiraba al garaje, a menudo con Steve tras él. «Pensaba que podía entretenerlo con algunas tareas mecánicas, pero lo cierto es que nunca le interesó especialmente mancharse las manos —recordó Paul años después—. Nunca le preocuparon demasiado los artilugios mecánicos».
Trastear bajo el capó nunca resultó demasiado atractivo para Jobs. «No me apasionaba arreglar coches, pero me encantaba pasar tiempo con mi padre». Incluso cuando se fue volviendo más consciente de que había sido adoptado, la relación con su padre se fue estrechando. Un día, cuando tenía unos ocho años, Jobs descubrió una fotografía de su padre de cuando pertenecía a la Guardia Costera. «Está en la sala de máquinas, con la camisa quitada, y se parece a James Dean. Aquel fue uno de esos momentos alucinantes para un niño. ¡Guau! Así que mis padres fueron en algún momento muy jóvenes y muy guapos».
A través de los coches, el padre de Steve lo expuso por primera vez a la electrónica. «No tenía un vasto conocimiento de electrónica, pero la encontraba a menudo en los automóviles y en algunos de los objetos que reparaba. Me enseñó los principios básicos y aquello me interesó mucho». Los viajes en busca de piezas sueltas eran todavía más interesantes. «Todos los fines de semana hacíamos un viaje al depósito de chatarra. Buscábamos dinamos, carburadores, todo tipo de componentes». Recordaba ver cómo su padre negociaba ante el mostrador. «Se le daba bien regatear, porque sabía mejor que los dependientes del depósito lo que debían de costar aquellas piezas». Aquello sirvió para cumplir la promesa que sus padres habían hecho cuando lo adoptaron. «El fondo para la universidad existía porque mi padre pagaba 50 dólares por un Ford Falcon o algún otro coche desvencijado que no funcionara, trabajaba en él durante algunas semanas y lo revendía por 250 dólares. Y porque no se lo decía a los de Hacienda».
La casa de los Jobs, en el número 286 de Diablo Avenue, al igual que las demás del mismo vecindario, fue construida por el promotor inmobiliario Joseph Eichler, cuya compañía edificó más de 11.000 casas en distintas urbanizaciones californianas entre 1950 y 1974. Eichler, inspirado por la visión de Frank Lloyd Wright de crear viviendas modernas y sencillas para el ciudadano estadounidense de a pie, construía casas económicas que contaban con paredes de cristal del suelo al techo, espacios muy diáfanos, con columnas y vigas a la vista, suelos de bloques de hormigón y montones de puertas correderas de cristal. «Eichler hizo algo genial —comentaba Jobs en uno de nuestros paseos por el barrio—. Sus casas eran elegantes, baratas y buenas. Les ofrecían un diseño limpio y un estilo sencillo a personas de pocos recursos. Tenían algunos detalles impresionantes, como la calefacción radial. Cuando éramos pequeños había moqueta y el suelo siempre estaba caliente».
Jobs afirmó que su contacto con las casas de Eichler despertó su pasión por crear productos con un diseño limpio para el gran público. «Me encanta poder introducir un diseño realmente bueno y unas funciones sencillas en algo que no sea muy caro —comentó mientras señalaba la limpia elegancia de las casas de Eichler—. Aquella fue la visión original para Apple. Eso es lo que intentamos hacer con el primer Mac. Eso es lo que hicimos con el iPod».
En la casa situada frente a la de la familia Jobs vivía un hombre que se había hecho rico como agente inmobiliario. «No era demasiado brillante —recordaba Jobs—, pero parecía estar amasando una fortuna, así que mi padre pensó: “Yo también puedo hacer eso”. Recuerdo que se esforzó muchísimo. Asistió a clases nocturnas, aprobó el examen para obtener la licencia y se metió en el mundo inmobiliario. Entonces, el mercado se desplomó». Como resultado, la familia pasó por algunos apuros económicos durante aproximadamente un año, mientras Steve estudiaba primaria. Su madre encontró trabajo como contable para Varian Associates, una empresa que fabricaba instrumentos científicos, y suscribieron una segunda hipoteca sobre la casa. Un día, la profesora de cuarto curso le preguntó: «¿Qué es lo que no entiendes sobre el universo?», y Jobs contestó: «No entiendo por qué de pronto mi padre no tiene nada de dinero». Sin embargo, se enorgullecía mucho de que su padre nunca adoptara una actitud servil o el estilo afectado que podrían haberle hecho obtener más ventas. «Para vender casas necesitabas hacerle la pelota a la gente, algo que no se le daba bien, no formaba parte de su naturaleza. Yo lo admiraba por eso». Paul Jobs volvió a su trabajo como mecánico.
Su padre era tranquilo y amable, rasgos que posteriormente Jobs alabó más que imitó. También era un hombre decidido.
En la casa de al lado vivía un ingeniero que trabajaba con paneles fotovoltaicos en Westinghouse. Era un hombre soltero, tipo beatnik. Tenía una novia que me cuidaba a veces, porque mis padres trabajaban, así que iba allí después de clase durante un par de horas. Él se emborrachaba y le pegó un par de veces. Ella llegó una noche a casa, completamente aterrorizada, y él vino detrás, borracho, y mi padre se plantó en la entrada y le hizo marcharse. Le dijo que su novia estaba allí pero que él no podía entrar. Ni se movió de la puerta. Nos gusta pensar que en los cincuenta todo era idílico, pero ese tío era uno de esos ingenieros que estaba arruinando su propia vida.
Lo que diferenciaba a aquel barrio de las miles de urbanizaciones con árboles altos y delgados que poblaban Estados Unidos era que incluso los más tarambanas tendían a ser ingenieros. «Cuando nos mudamos aquí, en todas estas esquinas había huertos de ciruelos y albaricoqueros —recordaba Jobs—, pero el lugar estaba comenzando a crecer gracias a las inversiones militares». Jobs se empapó de la historia del valle y desarrolló el deseo de desempeñar su propia función en él. Edwind Land, de Polaroid, le contó más tarde cómo Eisenhower le había pedido que lo ayudara a construir las cámaras de los aviones espía U-2 para ver hasta qué punto era real la amenaza soviética. Los carretes de película se guardaban en botes y se llevaban al Centro de Investigación Ames, de la NASA, en Sunnyvale, cerca de donde vivía Jobs. «Vi por primera vez un terminal informático cuando mi padre me llevó al centro Ames —dijo—. Me enamoré por completo».
Otros contratistas de defensa fueron brotando por la zona durante la década de 1950. El Departamento de Misiles y Espacio de la Lockheed Company, que construía misiles balísticos para lanzar desde submarinos, se fundó en 1956 junto al centro de la NASA. Cuando Jobs se mudó a aquella zona cuatro años más tarde, ya empleaba a 20.000 personas. A unos pocos cientos de metros de distancia, Westinghouse construyó instalaciones que producían tubos y transformadores eléctricos para los sistemas de misiles. «Teníamos un montón de empresas de armamento militar de vanguardia —recordaba—. Era muy misterioso, todo de alta tecnología, y hacía que vivir allí fuera muy emocionante».
Tras la aparición de las compañías de defensa, en la zona surgió una floreciente economía basada en la tecnología. Sus raíces se remontaban a 1938, cuando Dave Packard y su nueva esposa se mudaron a una casa en Palo Alto que contaba con una cabaña donde su amigo Bill Hewlett se instaló poco después. La casa tenía un garaje —un apéndice que resultó ser a la vez útil y simbólico en el valle— en el que anduvieron trasteando hasta crear su primer producto, un oscilador de audiofrecuencia. Ya en la década de 1950, Hewlett-Packard era una empresa que crecía rápidamente y que fabricaba material técnico.
Afortunadamente, había un lugar cercano para aquellos emprendedores a los que sus garajes se les habían quedado pequeños. En una decisión que ayudó a que la zona se convirtiera en la cuna de la revolución tecnológica, el decano de Ingeniería de la Universidad de Stanford, Frederick Terman, creó un parque industrial de casi trescientas hectáreas en terrenos universitarios, para que empresas privadas pudieran comercializar las ideas de los estudiantes. Su primer arrendatario fue Varian Associates, la empresa en la que trabajaba Clara Jobs. «Terman tuvo aquella gran idea, que contribuyó más que ninguna otra a favorecer el crecimiento de la industria tecnológica en aquel lugar», afirmó Jobs. Cuando Steve Jobs tenía diez años, Hewlett-Packard contaba con 9.000 empleados, y era la empresa sólida y respetable en la que todo ingeniero que buscara una estabilidad económica quería trabajar.
El avance tecnológico más importante para el crecimiento de la zona fue, por supuesto, el de los semiconductores. William Shockley, que había sido uno de los inventores del transistor en Bell Labs, en el estado de Nueva Jersey, se mudó a Mountain View y, en 1956, fundó una compañía que construía transistores de silicio, en lugar de utilizar el germanio, un material más caro, que se empleaba habitualmente hasta entonces. Sin embargo, la carrera de Shockley se fue volviendo cada vez más errática, y abandonó el proyecto de los transistores de silicio, lo que llevó a ocho de sus ingenieros —principalmente a Robert Noyce y Gordon Moore— a escindirse para formar Fairchild Semiconductor. Aquella empresa creció hasta contar con 12.000 empleados pero se fragmentó en 1968, cuando Noyce perdió una batalla para convertirse en consejero delegado, tras la cual se llevó consigo a Gordon Moore y fundó una compañía que pasó a conocerse como Integrated Electronics Corporation, que ellos abreviaron elegantemente como Intel. Su tercer empleado era Andrew Grove, que hizo crecer la empresa en la década de 1980 al dejar de centrarla en los chips de memoria y pasarse a los microprocesadores. En pocos años, había más de cincuenta empresas en la zona dedicadas a la producción de semiconductores.
El crecimiento exponencial de esta industria guardaba relación directa con el célebre descubrimiento de Moore, que en 1965 dibujó un gráfico de la velocidad de los circuitos integrados, basado en la cantidad de transistores que podían colocarse en un chip, y que mostraba cómo dicha velocidad se duplicaba cada dos años aproximadamente, en una tendencia que parecía que iba a mantenerse. Esta ley se vio reafirmada en 1971, cuando Intel fue capaz de grabar una unidad completa de procesamiento central en un único chip —el Intel 4004—, al que bautizaron como «microprocesador». La Ley de Moore se ha mantenido vigente en líneas generales hasta nuestros días, y su fidedigna predicción sobre precios y capacidades permitió a dos generaciones de jóvenes emprendedores, entre las que se incluyen Steve Jobs y Bill Gates, realizar proyecciones de costes para sus productos de vanguardia.
La industria de los chips le dio un nuevo nombre a la región cuando Don Hoefler, columnista del semanario especializado Electronic News, comenzó una serie de artículos en enero de 1971 titulados «Silicon Valley USA». El valle de Santa Clara, de unos sesenta kilómetros, que se extiende desde el sur de San Francisco hasta San José a través de Palo Alto, tiene su arteria comercial principal en el Camino Real. Este conectaba originalmente las veintiuna misiones religiosas californianas, y ahora es una avenida bulliciosa que une empresas nuevas y establecidas. Todas juntas representan un tercio de las inversiones anuales de capital riesgo de todo Estados Unidos. «Durante mi infancia, me inspiró la historia de aquel lugar —aseguró Jobs—. Eso me hizo querer formar parte de él».
Al igual que la mayoría de los niños, Jobs se vio arrastrado por las pasiones de los adultos que lo rodeaban. «Casi todos los padres del barrio se dedicaban a cosas fascinantes, como los paneles fotovoltaicos, las baterías o los radares —recordaba—. Yo crecí asombrado con todo aquello, y le preguntaba a todo el mundo por esos temas». El vecino más importante de todos, Larry Lang, vivía siete casas más abajo. «Él era para mí el modelo de todo lo que debía ser un ingeniero de Hewlett-Packard: un gran radioaficionado, apasionado hasta la médula por la electrónica. Me traía cachivaches para que jugara con ellos». Mientras nos acercábamos a la vieja casa de Lang, Jobs señaló la entrada. «Cogió un micrófono de carbón, unas baterías y un altavoz y los colocó ahí. Me hizo hablarle al micrófono y el sonido salía amplificado por el altavoz». El padre de Jobs le había enseñado que los micrófonos siempre necesitaban un amplificador electrónico. «Así que me fui corriendo a casa y le dije a mi padre que se había equivocado».
«No, necesita un amplificador», repitió su padre. Y cuando Steve le aseguró que no era cierto, su padre le dijo que estaba loco. «No puede funcionar sin un amplificador. Tiene que haber algún truco».
«Yo seguí diciéndole a mi padre que no, que tenía que ir a verlo, y cuando por fin vino conmigo y lo vio, exclamó: “Esto era lo que me faltaba por ver”».
Jobs recordaba este incidente con claridad porque fue la primera ocasión en que se dio cuenta de que su padre no lo sabía todo. En ese momento, empezó a descubrir algo todavía más desconcertante: era más listo que sus padres. Siempre había admirado la competencia y el sentido común de su padre. «No era un hombre cultivado, pero siempre había pensado que era tremendamente listo. No leía demasiado, pero podía hacer un montón de cosas. Podía arreglar casi cualquier artilugio mecánico». Sin embargo, según Jobs, el episodio del micrófono de carbón desencadenó un proceso que alteró su impresión anterior al ser consciente de que era más inteligente y rápido que sus padres. «Aquel fue un momento decisivo que se me quedó grabado en la mente. Cuando me di cuenta de que era más listo que mis padres, me sentí enormemente avergonzado por pensar algo así. Nunca olvidaré aquel momento». Este descubrimiento, según relató posteriormente a sus amigos, junto con el hecho de ser adoptado, le hizo sentirse algo apartado —desapegado y separado— de su familia y del mundo.
Poco después tomó conciencia de un nuevo hecho. No solo había descubierto que era más brillante que sus padres. También se dio cuenta de que ellos lo sabían. Paul y Clara Jobs eran unos padres cariñosos, y estaban dispuestos a adaptar su vida a aquella situación en la que se encontraban, con un hijo muy inteligente. Y también testarudo. Estaban dispuestos a tomarse muchas molestias para complacerlo, para tratarlo como a alguien especial, y pronto el propio Steve se dio cuenta de ello. «Mis padres me entendían. Sintieron una gran responsabilidad cuando advirtieron que yo era especial. Encontraron la forma de seguir alimentándome y de llevarme a colegios mejores. Estaban dispuestos a adaptarse a mis necesidades».
Así pues, Steve no solo creció con la sensación de haber sido abandonado en el pasado, sino también con la idea de que era especial. Para él, aquello fue lo más importante en la formación de su personalidad.
EL COLEGIO
Antes incluso de empezar la primaria, su madre le había enseñado a leer. Aquello, sin embargo, le trajo algunos problemas. «Me aburría bastante durante los primeros años de colegio, así que me entretenía metiéndome en líos». Pronto quedó claro que Jobs, tanto por su disposición como por su educación, no iba a aceptar figuras paternas. «Me encontré allí con un tipo de autoridad diferente de cualquiera que hubiera visto antes, y aquello no me gustaba. Lo cierto es que casi acaban conmigo. Estuvieron a punto de hacerme perder todo atisbo de curiosidad».
Su colegio, la escuela primaria Monta Loma, consistía en una serie de edificios bajos construidos en la década de 1950 que se encontraban a cuatro manzanas de su casa. De joven, contrarrestaba el aburrimiento gastando bromas. «Tenía un buen amigo llamado Rick Ferrentino, y nos metíamos en toda clase de líos —recordaba—. Como cuando dibujamos cartelitos que anunciaban que iba a ser el “Día de llevar tu mascota a clase”. Fue una locura, con los perros persiguiendo a los gatos por todas partes y los profesores fuera de sus casillas». En otra ocasión, convencieron a los otros chicos para que les contaran cuáles eran los números de la combinación de los candados de sus bicicletas. «Entonces salimos y cambiamos todas las cerraduras, y nadie podía sacar su bici. Estuvieron allí hasta bien entrada la noche, hasta que consiguieron aclararse». Ya cuando estaba en el tercer curso, las bromas se volvieron algo más peligrosas. «Una vez colocamos un petardo bajo la silla de nuestra profesora, la señora Thurman. Le provocamos un tic nervioso».
No es sorprendente, pues, que lo mandaran expulsado a casa dos o tres veces antes de acabar el tercer curso. Para entonces, no obstante, su padre había comenzado a tratarlo como a un chico especial, y con su estilo tranquilo pero firme dejó claro que esperaba que el colegio hiciera lo mismo. «Verán, no es culpa suya —le defendió Paul Jobs ante los profesores, según relató su hijo—. Si no pueden mantener su interés, la culpa es de ustedes». Jobs no recordaba que sus padres lo castigaran nunca por las transgresiones cometidas en el colegio. «El padre de mi padre era un alcohólico que lo golpeaba con un cinturón, pero yo ni siquiera estoy seguro de que me dieran un azote alguna vez». Y añadió que sus padres «sabían que la culpa era del colegio por tratar de hacer que memorizara datos estúpidos en lugar de estimularme». Para entonces ya estaba comenzando a mostrar esa mezcla de sensibilidad e insensibilidad, de irritabilidad e indiferencia, que iba a marcarlo durante el resto de su vida.
Cuando llegó el momento de pasar a cuarto curso, la escuela decidió que lo mejor era separar a Jobs y a Ferrentino y ponerlos en clases diferentes. La profesora de la clase más avanzada era una mujer muy resuelta llamada Imogene Hill, conocida como Teddy, y se convirtió, en palabras de Jobs, en «uno de los santos de mi vida». Tras observarlo durante un par de semanas, decidió que la mejor manera de tratar con él era sobornarlo. «Un día, después de clase, me entregó un cuaderno con problemas de matemáticas y me dijo que quería que me lo llevara a casa y los resolviera. Yo pensé: “¿Estás loca?”, y entonces ella sacó una de esas piruletas gigantescas que parecían ocupar un planeta entero. Me dijo que cuando lo hubiera acabado, si tenía bien casi todas las respuestas, me daría aquella piruleta y cinco dólares. Y yo le devolví el cuaderno a los dos días». Tras unos meses, ya no necesitaba los sobornos. «Solo quería aprender y agradarle».
Hill le correspondía con el material necesario para pasatiempos tales como pulir una lente y fabricar una cámara de fotos. «Aprendí de ella más que de ningún otro profesor, y si no hubiera sido por esa mujer, estoy seguro de que habría acabado en prisión». Aquello volvió a reforzar en él la idea de que era especial. «En clase, yo era el único del que se preocupaba. Ella vio algo en mí».
La inteligencia no era lo único que la profesora había advertido. Años más tarde, le gustaba mostrar con orgullo una foto de aquella clase el «Día de Hawai». Jobs se había presentado sin la camisa hawaiana que habían propuesto, pero en la foto sale en primera fila, en el centro, con una puesta. Había utilizado toda su labia para convencer a otro chico de que se la dejara.
Hacia el final del cuarto curso, la señora Hill hizo que sometieran a Jobs a unas pruebas. «Obtuve una puntuación de alumno de segundo curso de secundaria», recordaba. Ahora que había quedado claro, no solo para él y sus padres, sino también para sus profesores, que estaba especialmente dotado, la escuela planteó la increíble propuesta de que le permitieran saltarse dos cursos y pasarlo directamente del final del cuarto curso al comienzo del séptimo. Aquella era la forma más sencilla de mantenerlo estimulado y ofrecerle un desafío. Sus padres, sin embargo, eligieron la opción más sensata de hacer que se saltara un único curso.
La transición fue desgarradora. Jobs era un chico solitario y con pocas aptitudes sociales y se encontró rodeado de chicos un año mayores que él. Y, peor aún, la clase de sexto se encontraba en un colegio diferente: el Crittenden Middle. Solo estaba a ocho manzanas de la escuela primaria Monta Loma, pero en muchos sentidos se encontraba a un mundo de distancia, en un barrio lleno de bandas formadas por minorías étnicas. «Las peleas eran algo habitual, y también los robos en los baños —según escribió Michael S. Malone, periodista de Silicon Valley—. Las navajas se llevaban habitualmente a clase como signo de virilidad». En la época en que Jobs llegó allí, un grupo de estudiantes ingresó en prisión por una violación en grupo, y el autobús de una escuela vecina quedó destruido después de que su equipo venciera al de Crittenden en un torneo de lucha libre.
Jobs fue víctima de acoso en varias ocasiones, y a mediados del séptimo curso le dio un ultimátum a sus padres: «Insistí en que me cambiaran de colegio». En términos económicos, aquello suponía una dura exigencia. Sus padres apenas lograban llegar a fin de mes. Sin embargo, a esas alturas no había casi ninguna duda de que acabarían por someterse a su voluntad. «Cuando se resistieron, les dije simplemente que dejaría de ir a clase si tenía que regresar a Crittenden, así que se pusieron a buscar dónde estaban los mejores colegios, reunieron hasta el último centavo y compraron una casa por 21.000 dólares en un barrio mejor».
Solo se mudaban cinco kilómetros al sur, a un antiguo huerto de albaricoqueros en el sur de Los Altos que se había convertido en una urbanización de chalés idénticos. Su casa, en el 2.066 de Crist Drive, era una construcción de una planta con tres dormitorios y un garaje —detalle de primordial importancia— con una puerta corredera que daba a la calle. Allí, Paul Jobs podía juguetear con los coches y su hijo, con los circuitos electrónicos. El otro dato relevante es que se encontraba, aunque por los pelos, en el interior de la línea que delimitaba el distrito escolar de Cupertino-Sunnyvale, uno de los mejores y más seguros de todo el valle. «Cuando me mudé aquí, todas estas esquinas todavía eran huertos —señaló Jobs mientras caminábamos frente a su antigua casa—. El hombre que vivía justo ahí me enseñó cómo ser un buen horticultor orgánico y cómo preparar abono. Todo lo cultivaba a la perfección. Nunca antes había probado una comida tan buena. En ese momento comencé a apreciar las verduras y las frutas orgánicas».
Aunque no eran practicantes fervorosos, los padres de Jobs querían que recibiera una educación religiosa, así que lo llevaban a la iglesia luterana casi todos los domingos. Aquello terminó a los trece años. La familia recibía la revista Life, y en julio de 1968 se publicó una estremecedora portada en la que se mostraba a un par de niños famélicos de Biafra. Jobs llevó el ejemplar a la escuela dominical y le planteó una pregunta al pastor de la iglesia. «Si levanto un dedo, ¿sabrá Dios cuál voy a levantar incluso antes de que lo haga?». El pastor contestó: «Sí, Dios lo sabe todo». Entonces Jobs sacó la portada de Life y preguntó: «Bueno, ¿entonces sabe Dios lo que les ocurre y lo que les va a pasar a estos niños?». «Steve, ya sé que no lo entiendes, pero sí, Dios también lo sabe».
Entonces Jobs dijo que no quería tener nada que ver con la adoración de un Dios así, y nunca más volvió a la iglesia. Sin embargo, sí que pasó años estudiando y tratando de poner en práctica los principios del budismo zen. Al reflexionar, años más tarde, sobre sus ideas espirituales, afirmó que pensaba que la religión era mejor cuanto más énfasis ponía en las experiencias espirituales en lugar de en los dogmas. «El cristianismo pierde toda su gracia cuando se basa demasiado en la fe, en lugar de hacerlo en llevar una vida como la de Jesús o en ver el mundo como él lo veía —me decía—. Creo que las distintas religiones son puertas diferentes para una misma casa. A veces creo que la casa existe, y otras veces que no. Ese es el gran misterio».
Por aquel entonces, el padre de Jobs trabajaba en Spectra-Physics, una compañía de la cercana Santa Clara que fabricaba láseres para productos electrónicos y médicos. Como operario de máquinas, le correspondía la tarea de elaborar los prototipos de los productos que los ingenieros diseñaban. Su hijo estaba hechizado ante la necesidad de lograr un resultado perfecto. «Los láseres exigen una alineación muy precisa —señaló Jobs—. Los que eran realmente sofisticados, para aviones o aparatos médicos, requerían unos detalles muy precisos. A mi padre le decían algo parecido a: “Esto es lo que queremos, y queremos que se haga en una única pieza de metal para que todos los coeficientes de expansión sean iguales”, y él tenía que ingeniárselas para hacerlo». La mayoría de las piezas tenían que construirse desde cero, lo que significaba que Paul Jobs debía fabricar herramientas y moldes a medida. Su hijo estaba fascinado, pero rara vez lo acompañaba al taller. «Habría sido divertido que me enseñara a utilizar un molino y un torno, pero desgraciadamente nunca fui allí, porque estaba más interesado en la electrónica».
Un verano, Paul Jobs se llevó a Steve a Wisconsin para que visitara la granja lechera de la familia. La vida rural no le atraía nada, pero hay una imagen que se le quedó grabada. Allí vio cómo nacía una ternerilla, y quedó sorprendido cuando aquel animal diminuto se levantó en cuestión de minutos y comenzó a caminar. «No era nada que hubiera aprendido, sino que lo tenía incorporado por instinto —narró—. Un bebé humano no podría hacer algo así. Me pareció algo extraordinario, aunque nadie más lo vio de aquella manera». Lo expresó en términos de hardware y software: «Era como si hubiese algo en el cuerpo y en el cerebro del animal diseñado para trabajar conjuntamente de forma instantánea en lugar de aprendida».
En el noveno curso, Jobs pasó a estudiar en el instituto Homestead, que contaba con un inmenso campus de bloques de dos pisos de hormigón, por aquel entonces pintados de rosa. Estudiaban allí dos mil alumnos. «Fue diseñado por un célebre arquitecto de cárceles —recordaba Jobs—. Querían que fuera indestructible». Jobs había desarrollado una afición por pasear, y todos los días recorría a pie las quince manzanas que lo separaban de la escuela.
Tenía pocos amigos de su misma edad, pero llegó a conocer a algunos estudiantes mayores que él que se encontraban inmersos en la contracultura de finales de la década de 1960. Aquella era una época en que el mundo de los hippies y de los geeks estaba comenzando a solaparse en algunos puntos. «Mis amigos eran los chicos más listos —afirmó—. A mí me interesaban las matemáticas, y la ciencia y la electrónica. A ellos también, y además el LSD y todo el movimiento contracultural».
Por aquel entonces, sus bromas solían incluir elementos de electrónica. En cierta ocasión instaló altavoces por toda la casa. Sin embargo, como los altavoces también pueden utilizarse como micrófonos, construyó una sala de control en su armario donde podía escuchar lo que ocurría en otras habitaciones. Una noche, mientras tenía puestos los auriculares y estaba escuchando lo que ocurría en el dormitorio de sus padres, su padre lo pilló, se enfadó y le exigió que desmantelara el sistema. Pasó muchas tardes en el garaje de Larry Lang, el ingeniero que vivía en la calle de su antigua casa. Lang acabó por regalarle a Jobs el micrófono de carbón que tanto lo fascinaba, y le mostró el mundo de los kits de la compañía Heath, unos lotes de piezas para montar y construir radios artesanales y otros aparatos electrónicos que por aquella época causaban furor entre los soldadores. «Todas las piezas de los kits de Heath venían con un código de colores, pero el manual también te explicaba la teoría de cómo funcionaba todo —apuntó Jobs—. Te hacía darte cuenta de que podías construir y comprender cualquier cosa. Una vez que montabas un par de radios, veías un televisor en el catálogo y decías: “Seguro que también puedo construir algo así”, aunque no supieras cómo. Yo tuve mucha suerte, porque, cuando era niño, tanto mi padre como aquellos juegos de montaje me hicieron creer que podía construir cualquier cosa».
Lang también lo introdujo en el Club de Exploradores de Hewlett-Packard, una reunión semanal de unos quince estudiantes en la cafetería de la compañía los martes por la noche. «Traían a un ingeniero de uno de los laboratorios para que nos hablara sobre el campo en el que estuviera trabajando —recordaba Jobs—. Mi padre me llevaba allí en coche. Aquello era el paraíso. Hewlett-Packard era una pionera en los diodos de emisión de luz, y allí hablábamos acerca de lo que se podía hacer con ellos». Como su padre ahora trabajaba para una compañía de láseres, aquel tema le interesaba especialmente. Una noche, arrinconó a uno de los ingenieros de láser de Hewlett-Packard tras una de las charlas y consiguió que lo llevara a dar una vuelta por el laboratorio de holografía. Sin embargo, el recuerdo más duradero se originó cuando vio todos los ordenadores de pequeño tamaño que estaba desarrollando la compañía. «Allí es donde vi por primera vez un ordenador de sobremesa. Se llamaba 9100A y no era más que una calculadora con pretensiones, pero también el primer ordenador de sobremesa auténtico. Resultaba inmenso, puede que pesara casi veinte kilos, pero era una belleza y me enamoró».
A los chicos del Club de Exploradores se les animaba a diseñar proyectos, y Jobs decidió construir un frecuencímetro, que mide el número de pulsos por segundo de una señal electrónica. Necesitaba algunas piezas que fabricaban en Hewlett-Packard, así que agarró el teléfono y llamó al consejero delegado. «Por aquel entonces, la gente no retiraba sus números del listín, así que busqué a Bill Hewlett, de Palo Alto, y lo llamé a su casa. Contestó y estuvimos charlando durante unos veinte minutos. Me consiguió las piezas, pero también me consiguió un trabajo en la planta en la que fabricaban frecuencímetros». Jobs trabajó allí el verano siguiente a su primer año en el instituto Homestead. «Mi padre me llevaba en coche por las mañanas y pasaba a recogerme por las tardes».
Su trabajo consistía principalmente en «limitarme a colocar tuercas y tornillos en aparatos» en una línea de montaje. Entre sus compañeros de cadena había cierto resentimiento hacia aquel chiquillo prepotente que había conseguido el puesto tras llamar al consejero delegado. «Recuerdo que le contaba a uno de los supervisores: “Me encanta esto, me encanta”, y después le pregunté qué le gustaba más a él. Y su respuesta fue: “A mí, follar, follar”». A Jobs le resultó más sencillo congraciarse con los ingenieros que trabajaban un piso por encima del suyo. «Servían café y rosquillas todas las mañanas a las diez, así que yo subía una planta y pasaba el rato con ellos».
A Jobs le gustaba trabajar. También repartía periódicos —su padre lo llevaba en coche cuando llovía—, y durante su segundo año de instituto pasó los fines de semana y el verano como empleado de almacén en una lóbrega tienda de electrónica, Haltek. Aquello era para la electrónica lo mismo que los depósitos de chatarra de su padre para las piezas de coche: un paraíso de los buscadores de tesoros que se extendía por toda una manzana con componentes nuevos, usados, rescatados y sobrantes apretujados en una maraña de estantes, amontonados sin clasificar en cubos y apilados en un patio exterior. «En la parte trasera, junto a la bahía, había una zona vallada con materiales como, por ejemplo, partes del interior de submarinos Polaris que habían sido desmantelados para venderlos por piezas —comentó—. Todos los controles y los botones estaban allí mismo. Eran de tonos militares, verdes y grises, pero tenían un montón de interruptores y bombillas de color ámbar y rojo. Había algunos de esos grandes y viejos interruptores de palanca que producían una sensación increíble al activarlos, como si fueras a hacer estallar todo Chicago».
En los mostradores de madera de la entrada, cargados con catálogos embutidos en carpetas desvencijadas, la gente regateaba el precio de interruptores, resistencias, condensadores y, en ocasiones, los chips de memoria más avanzados. Su padre solía hacerlo con los componentes de los coches, y obtenía buenos resultados porque conocía el valor de las piezas mejor que los propios dependientes. Jobs imitó su ejemplo. Desarrolló un vasto conocimiento sobre componentes electrónicos que se complementó con su afición a regatear y así ganarse un dinero. El joven iba a mercadillos de material electrónico, tales como la feria de intercambio de San José, regateaba para hacerse con una placa base usada que contuviera algunos chips o componentes valiosos, y después se los vendía a su supervisor en Haltek.
Jobs consiguió su primer coche, con la ayuda de su padre, a la edad de quince años. Era un Nash Metropolitan bicolor que su padre había equipado con un motor de MG. A Jobs no le gustaba demasiado, pero no quería decírselo a su padre, ni perder la oportunidad de tener su propio coche. «Al volver la vista atrás, puede que un Nash Metropolitan parezca el coche más enrollado posible —declararía posteriormente—, pero en aquel momento era el cacharro menos elegante del mundo. Aun así, se trataba de un coche, y eso era genial». En cuestión de un año había ahorrado suficiente con sus distintos trabajos como para poder pasarse a un Fiat 850 cupé rojo con motor Abarth. «Mi padre me ayudó a montarlo y a revisarlo. La satisfacción de recibir un salario y ahorrar para conseguir un objetivo fueron muy emocionantes».
Ese mismo verano, entre su segundo y tercer años de instituto en Homestead, Jobs comenzó a fumar marihuana. «Me coloqué por primera vez ese verano. Tenía quince años, y desde entonces comencé a consumir hierba con regularidad». En una ocasión su padre encontró algo de droga en el Fiat de su hijo. «¿Qué es esto?», preguntó. Jobs contestó con frialdad: «Es marihuana». Fue una de las pocas ocasiones en toda su vida en que tuvo que afrontar el enfado de su padre. «Aquella fue la única bronca de verdad que tuve con mi padre», declararía. Pero Paul volvió a someterse a su voluntad. «Quería que le prometiera que no iba a fumar hierba nunca más, pero yo no estaba dispuesto a hacerlo». De hecho, en su cuarto y último año también tonteó con el LSD y el hachís, además de explorar los alucinógenos efectos de la privación de sueño. «Estaba empezando a colocarme con más frecuencia. También probábamos el ácido de vez en cuando, normalmente en descampados o en el coche».
Durante aquellos dos últimos años de instituto también floreció intelectualmente y se encontró en el cruce de caminos, tal y como él había comenzado a verlo, entre quienes se encontraban obsesivamente inmersos en el mundo de la electrónica y los que se dedicaban a la literatura o a tareas más creativas. «Comencé a escuchar mucha más música y empecé a leer más cosas que no tuvieran que ver con la ciencia y la tecnología (Shakespeare, Platón). Me encantaba El rey Lear». Otras obras favoritas suyas eran Moby Dick y los poemas de Dylan Thomas. Le pregunté por qué se sentía atraído por el rey Lear y el capitán Ahab, dos de los personajes más obstinados y tenaces de la literatura, pero él no pareció entender la conexión que yo estaba planteando, así que lo dejé estar. «Cuando me encontraba en el último año del instituto tenía un curso genial de literatura inglesa avanzada. El profesor era un señor que se parecía a Ernest Hemingway. Nos llevó a algunos de nosotros a practicar el senderismo por la nieve en Yosemite».
Una de las clases a las que asistía Jobs pasó a convertirse en parte de la tradición de Silicon Valley: el curso de electrónica impartido por John McCollum, un ex piloto de la marina que poseía el encanto de un hombre del espectáculo a la hora de despertar el interés de sus alumnos con trucos tales como prender fuego con una bobina de Tesla. Su pequeño almacén, cuya llave les prestaba a sus estudiantes favoritos, estaba abarrotado de transistores y otras piezas que había ido acumulando. Tenía una habilidad impresionante para explicar las teorías electrónicas, asociarlas a aplicaciones prácticas, tales como la forma de conectar resistencias y condensadores en serie y en paralelo, y después utilizar esa información para construir amplificadores y radios.
La clase de McCollum se impartía en un edificio similar a una cabaña situado en un extremo del campus, junto al aparcamiento. «Aquí estaba —comentó Jobs mientras miraba por la ventana—, y aquí, en la puerta de al lado, es donde solía estar la clase de mecánica del automóvil». La yuxtaposición subraya el cambio de intereses con respecto a la generación de su padre. «El señor McCollum pensaba que la clase de electrónica era la nueva versión de la mecánica del automóvil».
McCollum creía en la disciplina militar y en el respeto a la autoridad. Jobs no. Su aversión a la autoridad era algo que ya ni siquiera trataba de ocultar, y mostraba una actitud que combinaba una intensidad áspera y extraña con una rebeldía distante. «Normalmente se quedaba en un rincón haciendo cosas por su cuenta, y lo cierto es que no quería mezclarse mucho conmigo ni con nadie más de la clase», señaló más tarde McCollum. El profesor nunca le confió una llave del almacén. Un día, Jobs necesitó una pieza que no tenían allí en aquel momento, así que llamó a cobro revertido al fabricante, Burroughs, de Detroit, y le informó de que estaba diseñando un producto nuevo y de que quería probar aquella pieza. Le llegó por correo aéreo unos días más tarde. Cuando McCollum le preguntó cómo lo había conseguido, Jobs detalló, con orgullo desafiante, los pormenores de la llamada a cobro revertido y de la historia que había inventado. «Yo me puse furioso —afirmó McCollum—. No quería que mis alumnos se comportaran así». La respuesta de Jobs fue: «Yo no tengo dinero para hacer la llamada, pero ellos tienen un montón».
Jobs solo asistió durante un año a las clases de McCollum, en lugar de durante los tres que se ofrecían. Para uno de sus proyectos construyó un aparato con una célula fotovoltaica que activaba un circuito cuando se exponía a la luz, nada de particular para cualquier estudiante de ciencias en sus años de instituto. Le interesaba mucho más jugar con rayos láser, algo que había aprendido de su padre. Junto con algunos amigos, creó espectáculos de música y sonido destinados a fiestas, con rayos láser que rebotaban en espejos colocados sobre los altavoces de su equipo de música.