Capítulo 17

Ícaro

Todo lo que sube…

VOLANDO ALTO

La presentación del Macintosh elevó a Jobs a una órbita de notoriedad todavía más alta, como quedó de manifiesto durante un viaje a Manhattan que realizó por aquella época. Asistió a la fiesta que Yoko Ono había preparado para su hijo, Sean Lennon, y le regaló al niño de nueve años un Macintosh. Al chico le encantó. Allí se encontraban los artistas Andy Warhol y Keith Haring, y ambos quedaron tan maravillados por lo que podían crear con aquella máquina que el mundo del arte contemporáneo estuvo a punto de tomar un rumbo funesto. «He dibujado un círculo», exclamó Warhol con orgullo tras utilizar el QuickDraw. Warhol insistió en que Jobs debía llevarle un ordenador a Mick Jagger. Cuando Jobs llegó al chalé de la estrella del rock junto con Bill Atkinson, Jagger se mostró perplejo. No sabía muy bien quién era Jobs. Posteriormente, este le contó a su equipo: «Creo que estaba colocado. O eso o ha sufrido daños cerebrales». A Jade, la hija de Jagger, no obstante, le encantó el ordenador desde el primer momento y comenzó a dibujar con el MacPaint, así que Jobs se lo regaló a ella en lugar de a su padre.

Compró el dúplex que le había mostrado a Sculley en las dos plantas superiores de los apartamentos San Remo de la avenida Central Park West, en Manhattan, y contrató a James Freed, del estudio de diseño de I. M. Pei, para que lo renovara, pero debido a su habitual obsesión por los detalles nunca llegó a mudarse allí (posteriormente se lo vendió al cantante Bono por 15 millones de dólares). También adquirió una antigua mansión de catorce habitaciones y de estilo colonial español situada en Woodside, en las colinas que dominan Palo Alto, construida originalmente por un magnate del cobre. A esta sí se mudó, pero nunca llegó a amueblarla.

En Apple, su estatus quedó igualmente restablecido. En lugar de buscar la forma de restringir su autoridad, Sculley le otorgó más aún. Las divisiones del Lisa y del Macintosh se fusionaron en una sola, y él quedó al mando. Volaba muy alto, y aquello no sirvió precisamente para volverlo más afable. De hecho, se produjo un memorable ejemplo de su honestidad brutal cuando se plantó frente a los grupos mezclados del Lisa y del Macintosh a fin de describir cómo iba a tener lugar la fusión. Aseguró que los responsables de grupo del Macintosh iban a pasar a los puestos de mayor responsabilidad y que la cuarta parte del personal encargado del Lisa iba a ser despedido. «Vosotros habéis fracasado —los acusó, mirando directamente a quienes habían trabajado en el Lisa—. Sois un equipo de segunda. Jugadores de segunda. Aquí hay demasiada gente que son jugadores de segunda o de tercera, así que hoy vamos a dejar que algunos de vosotros os vayáis para que tengáis la oportunidad de trabajar en alguna de nuestras compañías hermanas de este mismo valle».

A Bill Atkinson, que había trabajado tanto en el equipo del Lisa como en el del Macinotsh, le pareció que aquella no solo era una decisión insensible, sino también injusta. «Todas aquellas personas se habían esforzado muchísimo y eran ingenieros brillantes», afirmó. Sin embargo, Jobs se había aferrado a lo que él consideraba una lección fundamental aprendida tras su experiencia con el Macintosh: tienes que ser despiadado si quieres formar un equipo de jugadores de primera. «Mientras el equipo crece, resulta muy fácil admitir a unos pocos jugadores de segunda, y entonces estos atraen a otros jugadores de segunda más, y pronto tienes incluso jugadores de tercera —recordaba—. La experiencia con el Macintosh me enseñó que a los jugadores de primera les gusta jugar únicamente con otros de su misma división, lo que significa que no puedes tolerar a los de segunda».

Por el momento, Jobs y Sculley aún eran capaces de convencerse a sí mismos de la fortaleza de su amistad. Se declaraban su cariño con tanta frecuencia y efusividad que parecían enamorados de instituto ante un puesto de tarjetas de regalo. El primer aniversario de la llegada de Sculley tuvo lugar en mayo de 1984, y para celebrarlo, Jobs lo llevó a cenar a Le Mouton Noir, un sitio elegante en las colinas al sudoeste de Cupertino. Para sorpresa de Sculley, Jobs había reunido allí al consejo de administración de Apple, a los principales directivos e incluso a algunos inversores de la Costa Este. Sculley recordaba que, mientras todos lo felicitaban durante el cóctel, «Steve, radiante, se encontraba retirado en un segundo plano, asintiendo con la cabeza y mostrando una sonrisa de oreja a oreja». Jobs comenzó la cena con un brindis exageradamente efusivo. «Los dos días más felices de mi vida fueron cuando presentamos el Macintosh y cuando John Sculley accedió a unirse a Apple —afirmó—. Este ha sido el mejor año de toda mi vida, porque he aprendido muchísimas cosas de John». Entonces le regaló a Sculley un paquete lleno de recuerdos de aquel año.

Sculley, a su vez, pontificó de forma similar sobre la alegría que le había causado tener a aquel compañero durante el año anterior, y concluyó con una frase que, por motivos diferentes, a todos los presentes en la mesa les pareció memorable: «Apple tiene un líder —concluyó—: Steve y yo». Recorrió la sala con la mirada, encontró la de Jobs y observó cómo sonreía. «Era como si hubiera telepatía entre nosotros», recordaba Sculley. Sin embargo, también advirtió que Arthur Rock y algunos otros asistentes mostraban un aire burlón, quizá incluso escéptico. Les preocupaba que Jobs lo tuviera dominado por completo. Habían contratado a Sculley para que controlase a Jobs, y ahora estaba claro que era Jobs quien llevaba las riendas. «Sculley estaba tan ansioso por recibir la aprobación de Jobs que era incapaz de oponerse a él en nada», comentó posteriormente Rock.

Conseguir que Jobs estuviera contento y respetar sus expertas decisiones podría haber sido una inteligente estrategia por parte de Sculley, quien asumió, no sin razón, que aquello era preferible a la alternativa. Sin embargo, no logró darse cuenta de que Jobs no era el tipo de persona dispuesta a compartir ese control. Para él la deferencia no era algo que llegara con naturalidad, y comenzó a expresar cada vez con menos reservas cómo creía que debía dirigirse la empresa. En la reunión de 1984 en la que se iba a defender la estrategia empresarial, por ejemplo, trató de lograr que el personal de los departamentos centralizados de ventas y marketing de la compañía subastara el derecho a ofrecer sus servicios a los diferentes departamentos de productos. Nadie más se mostró a favor, pero Jobs seguía tratando de obligarlos a aceptarlo. «La gente me miraba para que asumiera el control, para que le ordenase que se sentara y se callase, pero no lo hice», recordaba Sculley. Cuando la reunión llegó a su fin, oyó que alguien susurraba: «¿Por qué Sculley no lo manda callar?».

Cuando Jobs decidió construir una fábrica de última tecnología en Fremont para producir el Macintosh, sus pasiones estéticas y su naturaleza controladora se desbocaron por completo. Quería que las máquinas estuvieran pintadas con tonos brillantes, como el logotipo de Apple, pero estuvo tanto tiempo mirando catálogos de colores que Matt Carter, el director de producción de Apple, acabó por instalarlas con sus tonos normales, grises y beis. Y cuando Jobs fue por allí a visitar la factoría, ordenó repintar las máquinas con los colores brillantes que él quería. Carter se opuso. Aquel era un equipo de precisión, y cubrir las máquinas de pintura podía causar algunos problemas. Al final resultó que tenía razón. Una de las máquinas más caras, repintada de un azul brillante, acabó por no funcionar adecuadamente, y la bautizaron como «el capricho de Steve». Al final, Carter presentó su dimisión. «Enfrentarse a él requería demasiada energía, y normalmente era por motivos tan absurdos que al final no pude más», comentó.

Jobs nombró como su sustituta a Debi Coleman, la encargada de las finanzas de Macintosh, una mujer valiente pero bondadosa que había ganado una vez el premio anual del equipo por ser la persona que mejor había sabido enfrentarse a Jobs. Sin embargo, también sabía cómo ceder a sus caprichos cuando la situación lo requería. Cuando el director artístico de Apple, Clement Mok, le informó de que Jobs quería que las paredes estuvieran pintadas de un blanco puro, ella protestó: «No se puede pintar de blanco nuclear una fábrica. Va a haber polvo y cacharros por todas partes». Mok contestó: «Ningún blanco es demasiado blanco para Steve». Al final, ella acabó por acceder a la propuesta. La planta principal de la fábrica, con sus paredes completamente blancas y máquinas de un azul, amarillo o rojo brillantes, «parecía como una exposición de Alexander Calder», comentó Coleman.

Ante la pregunta de por qué aquella preocupación obsesiva por el aspecto de la fábrica, Jobs respondió que era una forma de garantizar la pasión por la perfección:

Yo iba a la fábrica y me ponía un guante blanco para comprobar si había polvo. Lo encontraba por todas partes: en las máquinas, encima de los estantes, en el suelo. Y entonces le decía a Debi que ordenara su limpieza. Le dije que tenía que ser posible comer en el suelo mismo de la fábrica. Pues bien, aquello enfurecía completamente a Debi. Ella no entendía por qué deberías poder comer en el suelo de una fábrica, y yo no podía expresarlo con palabras por aquel entonces. Verás, me influyó mucho todo lo que vi en Japón. En parte, lo que más admiré allí —y era una parte de la que nuestra fábrica carecía— fue el espíritu de trabajo en equipo y la disciplina. Si no éramos lo suficientemente disciplinados como para que la fábrica estuviera impecable, entonces no tendríamos la disciplina suficiente para que todas aquellas máquinas funcionaran correctamente.

Una mañana de domingo, Jobs llevó a su padre a ver la fábrica. Paul Jobs siempre había sido muy exigente a la hora de asegurarse de que sus piezas de artesanía quedaban perfectas y de que las herramientas estaban ordenadas, y su hijo se enorgullecía al poder mostrarle que él también era capaz de conseguirlo. Coleman los acompañó durante la visita. «Steve se encontraba radiante —recordaría—. Estaba muy orgulloso de enseñarle a su padre su creación». Jobs le explicó cómo funcionaba todo, y su padre parecía admirar sinceramente las instalaciones. «Steve no hacía más que mirar a su padre, que lo tocaba todo y a quien le encantaba lo limpio y perfecto que parecía aquel lugar».

Las cosas no marcharon igual de bien cuando Danielle Mitterrand, la esposa filocubana del presidente socialista francés, François Mitterrand, fue a conocer la fábrica durante una visita de Estado de su marido. Jobs recurrió a Alain Rossmann, el esposo de Joanna Hoffman, para que actuase como intérprete. Madame Mitterrand planteó muchas preguntas, a través de su propio intérprete, acerca de las condiciones de trabajo de la fábrica, mientras Jobs se empeñaba en mostrarle las avanzadas instalaciones robóticas y tecnológicas. Después de que Jobs le hablara acerca de sus modelos de producción just-in-time, ella le preguntó cómo se pagaban las horas extra. Aquello lo enfadó, así que describió cómo la automatización de los procesos servía para controlar el gasto en mano de obra, un tema que, lo sabía, no iba a agradar a su invitada. «¿Es un trabajo muy duro? —preguntó ella—. ¿Cuántos días de vacaciones tienen los trabajadores?». Jobs no pudo contenerse. «Si tanto le interesa su bienestar —le soltó a la intérprete—, dígale que puede venir a trabajar aquí cuando quiera». La intérprete palideció y no dijo nada. Tras un instante, Rossmann intervino en francés: «El señor Jobs dice que le agradece su visita y su interés por la fábrica». Ni Jobs ni Madame Mitterrand sabían qué estaba ocurriendo, pero la intérprete parecía muy aliviada.

Mientras atravesaba a toda velocidad la autopista hasta Cupertino en su Mercedes, Jobs estaba que echaba humo por la actitud de Madame Mitterrand. Hubo un momento, según recordaba un nervioso Rossmann, en que circulaba a más de 160 kilómetros por hora cuando un policía lo hizo detenerse y se dispuso a multarlo. Tras unos instantes, mientras el agente apuntaba los datos, Jobs tocó el claxon. «¿Quería algo?», preguntó el policía. Jobs contestó: «Tengo prisa». Sorprendentemente, el agente no se enfadó. Sencillamente acabó de poner la multa y advirtió a Jobs de que si volvían a pillarlo a más de 90 kilómetros por hora lo meterían en la cárcel. En cuanto el agente se fue, Jobs regresó a la carretera y volvió a acelerar hasta los 160 kilómetros por hora. «Jobs tenía la firme creencia de que las reglas normales no se le aplicaban a él», se maravillaba Rossmann.

La esposa de Rossmann, Joanna Hoffman, advirtió el mismo comportamiento cuando acompañó a Jobs a Europa unos meses después de que el Macintosh saliera al mercado. «Su comportamiento era completamente odioso y creía que podía salirse siempre con la suya», recordaba. En París, ella había organizado una cena formal con algunos desarrolladores de software franceses, pero de pronto Jobs dijo que no quería ir. En vez de eso, le cerró a Hoffman la puerta del coche en las narices y le informó de que se iba a ver a Folon, el artista francés. «Los desarrolladores se enfadaron tanto que ni siquiera quisieron estrecharnos la mano», se lamentó ella.

En Italia, a Jobs le desagradó al instante el consejero delegado de Apple en la zona, un hombre fofo y rechoncho que procedía de una empresa convencional. Jobs le dijo sin rodeos que no había quedado impresionado ni por su equipo ni por su estrategia de ventas. «No se merece poder vender el Mac», concluyó fríamente Jobs. Sin embargo, aquello no fue nada en comparación con su reacción en el restaurante que el desafortunado consejero había elegido. Jobs pidió una comida vegana, pero el camarero procedió con grandes florituras a servirle una salsa preparada con crema agria. Jobs se mostró tan desagradable que Hoffman tuvo que amenazarlo. Le susurró que si no se calmaba, iba a verterle el café hirviendo en el regazo.

Los desacuerdos más notables a los que se enfrentó Jobs en su viaje por Europa tuvieron que ver con las predicciones de ventas. Con su campo de distorsión de la realidad, Jobs siempre estaba forzando a su equipo a presentarle pronósticos más altos. Eso era lo que había hecho cuando estaba redactando el plan de negocios del primer Macintosh, y aquel recuerdo lo perseguía; ahora estaba haciendo lo mismo en Europa. Se empeñaba en amenazar a los directivos europeos con que no les asignaría ningún recurso a menos que presentaran predicciones de ventas mayores. Ellos insistían en ser realistas, y Hoffman tuvo que actuar como mediadora. «Hacia el final del viaje me temblaba todo el cuerpo de manera incontrolada», recordaba ella.

Ese fue el viaje en el que Jobs se encontró por primera vez con Jean-Louis Gassée, el consejero delegado de Apple en Francia. Gassée se encontraba entre los pocos que lograron enfrentarse con éxito a Jobs durante aquel periplo. «Maneja las verdades a su manera —señaló Gassée posteriormente—. La única forma de tratarlo es siendo el más intimidante de los dos». Cuando Jobs planteó su amenaza habitual de que reduciría los recursos asignados a Francia si él no aumentaba los pronósticos de ventas, Gassée se enfadó. «Recuerdo que lo agarré por las solapas y le ordené que dejara de insistir, y entonces él se retractó —dijo—. Yo también solía tener mucha rabia contenida por aquel entonces. Me estoy recuperando de mi adicción a comportarme como un imbécil, así que pude reconocer aquella misma actitud en Steve».

Gassée quedó impresionado, no obstante, al ver cómo Jobs podía mostrarse encantador cuando quería. Mitterrand había estado predicando su evangelio de informatique pour tous —«informática para todos»—, y varios profesores expertos en tecnología como Marvin Minsky y Nicholas Negroponte se unieron para cantar sus alabanzas desde el coro. Durante su visita, Jobs ofreció un discurso para ese grupo de expertos en el hotel Bristol y presentó una imagen de cómo Francia podía avanzar si instalaba ordenadores en todos los colegios. Al mismo tiempo, París también le sacaba su lado más romántico. Tanto Gassée como Negroponte cuentan historias de cómo Jobs quedó prendado de varias mujeres mientras se encontraba por allí.

LA CAÍDA

Tras el estallido de entusiasmo que acompañó a su presentación, las ventas del Macintosh comenzaron a disminuir de forma dramática en la segunda mitad de 1984. El problema era muy básico. Se trataba de un ordenador deslumbrante pero horriblemente lento y de poca potencia, y no había ningún malabarismo o juego de manos que pudiera disfrazar aquel hecho. Su belleza radicaba en que su interfaz de usuario parecía un soleado cuarto de juegos en lugar de una pantalla oscura y sombría con parpadeantes letras verdes y enfermizas y desabridas líneas de comandos. Sin embargo, aquella también era su mayor debilidad. La aparición de un carácter en la pantalla de un ordenador basado en texto requería menos de un byte de código, mientras que cuando el Mac dibujaba una letra, píxel a píxel, con cualquier fuente elegante que quisieras, aquello exigía una cantidad de memoria veinte o treinta veces superior. El Lisa lo arreglaba al ir equipado con más de 1.000 kilobytes de RAM, pero el Macintosh solo contaba con 128 kilobytes.

Otro problema era la falta de un disco duro interno. Jobs había acusado a Joanna Hoffman de ser una «fanática de Xerox» cuando ella propuso que incluyeran ese dispositivo de almacenamiento. En vez de eso, el Macintosh solo contaba con una disquetera. Si querías copiar datos, podías acabar con una nueva variante del codo de tenista al tener que estar metiendo y sacando disquetes continuamente de una única ranura. Además, el Macintosh carecía de ventilador, otro ejemplo de la dogmática testarudez de Jobs. En su opinión, los ventiladores les restaban calma a los ordenadores. Esto provocó que muchos componentes fallaran y le valió al Macintosh el apodo de «la tostadora beis», lo que no servía precisamente para aumentar su popularidad. Era una máquina tan atractiva que se vendió bien durante los primeros meses, pero cuando la gente fue siendo más consciente de sus limitaciones, las ventas decayeron. Tal y como se lamentó posteriormente Hoffman, «el campo de distorsión de la realidad puede servir como acicate inicial, pero después te acabas encontrando con la cruda realidad».

A finales de 1984, con las ventas del Lisa en valores casi nulos y las del Macintosh por debajo de 10.000 unidades al mes, Jobs tomó una decisión chapucera y nada típica en él, movido por la desesperación. Ordenó tomar todo el inventario de ordenadores Lisa que no se habían vendido, instalarle un programa que emulaba al Macintosh y venderlo como un producto nuevo, el «Macintosh XL». Como los ordenadores Lisa ya no se fabricaban y no iban a volverse a producir, este fue uno de los raros casos en los que Jobs sacó al mercado algo en lo que no creía. «Me puse furiosa porque el Mac XL no era real —comentó Hoffman—. Aquello solo se hacía para que pudiéramos deshacernos de los Lisa sobrantes. Se vendieron bien, y después hubo que poner fin a todo aquel horrible engaño, así que presenté mi dimisión».

Ese clima sombrío quedó de manifiesto en el anuncio creado en enero de 1985, que debía retomar el sentimiento anti-IBM de la campaña anterior sobre 1984. Desgraciadamente, había una diferencia fundamental: el primer anuncio había acabado con una nota heroica y optimista, pero el guión que Lee Clow y Jay Chiat presentaron para el nuevo anuncio, titulado «Lemmings», mostraba a unos ejecutivos con trajes negros y los ojos vendados que avanzaban por un acantilado hacia su muerte. Desde el primer momento, Jobs y Sculley se sintieron incómodos con semejante campaña. No parecía que aquello presentara una imagen positiva o gloriosa de Apple, sino que se limitaba a insultar a cualquier ejecutivo que hubiera comprado un IBM.

Jobs y Sculley pidieron que les enviaran otras ideas, pero la gente de la agencia publicitaria se resistió. «El año pasado no queríais que pusiéramos el anuncio de 1984», les recordó uno de ellos. Según Sculley, Lee Clow añadió: «Me apuesto toda mi reputación en este anuncio». Cuando llegó la versión rodada —filmada por Tony Scott, hermano de Ridley—, el concepto parecía incluso peor. Los ejecutivos que se arrojaban de forma mecánica por el acantilado iban cantando una versión fúnebre de la canción de Blancanieves «Aibó, aibó…», y la lóbrega ambientación hacía que el resultado fuera todavía más deprimente de lo que podía esperarse del guión. Tras verlo, Debi Coleman le gritó a Jobs: «No me puedo creer que vayas a poner ese anuncio y a insultar a los empresarios de todo el país». En las reuniones de marketing, ella se quedaba de pie para dejar claro cuánto lo detestaba. «Llegué a depositar una carta de dimisión en su despacho. La escribí en mi Mac. Me parecía que aquello era una afrenta a todos los ejecutivos de las empresas. Justo cuando estábamos comenzando a entrar en el mundo de la autoedición».

No obstante, Jobs y Sculley cedieron a las súplicas de la agencia y emitieron el anuncio durante la Super Bowl. Los dos acudieron juntos a ver el partido en el estadio de Stanford, con la esposa de Sculley, Leezy (que no podía soportar a Jobs), y la briosa nueva novia de Jobs, Tina Redse. Cuando emitieron el anuncio hacia el final del último cuarto del partido, que estaba resultando aburridísimo, los aficionados lo vieron en la gran pantalla del estadio y no mostraron una gran reacción. Por todo el país, la respuesta fue en su mayor parte negativa. «El anuncio insultaba a las personas a las que Apple trataba de atraer», le dijo a Fortune el presidente de una empresa de investigación de mercados. El director de marketing de Apple sugirió posteriormente que la compañía debía comprar un espacio publicitario en el Wall Street Journal para disculparse. Jay Chiat aseguró que si Apple hacía aquello, entonces su agencia compraría el espacio de la página siguiente para disculparse por la disculpa.

La incomodidad de Jobs, tanto con el anuncio como por la situación de Apple en general, quedó de manifiesto cuando viajó a Nueva York en enero con el propósito de realizar otra ronda de entrevistas individuales para la prensa. Como en la ocasión anterior, Andy Cunningham, de la compañía de Regis McKenna, se encargaba de los pormenores y la logística en el hotel Carlyle. Cuando llegó Jobs, decidió que debían reamueblar completamente su suite, a pesar de que eran las diez de la noche y de que las entrevistas debían comenzar a la mañana siguiente. El piano no estaba en el lugar correcto y las fresas no eran de la variedad adecuada, pero el mayor problema era que no le gustaban las flores. Quería calas. «Nos enzarzamos en una gran discusión acerca de qué era una cala —comentó Cunningham—. Yo ya sabía lo que eran, porque son las que se utilizaron en mi boda, pero él insistía en que quería unas flores diferentes, parecidas a los lirios, y me acusaba de ser una “estúpida” por no saber cómo era realmente una cala». Así pues, Cunningham salió del hotel y, como aquello era Nueva York, a medianoche fue capaz de encontrar un lugar donde pudo comprar las flores que él quería. Para cuando por fin consiguieron recolocar toda la habitación, Jobs comenzó a meterse con la ropa que ella llevaba. «Ese traje es horroroso», le soltó. Cunningham sabía que había ocasiones en las que Jobs se veía inundado por una especie de cólera difusa, así que trató de calmarlo. «Mira, ya sé que estás enfadado, y sé cómo te sientes», le dijo. «No tienes ni puta idea de cómo me siento —replicó él—, ni puta idea de lo que supone ser yo».

TREINTA AÑOS

Cumplir treinta años es un hito para la mayoría de la gente, especialmente para los miembros de aquella generación que había proclamado que no había que fiarse nunca de nadie mayor de esa edad. Para celebrar su trigésimo aniversario, en febrero de 1985, Jobs organizó una espléndida fiesta formal, pero también algo lúdica —corbata negra y zapatillas de deporte—, para un millar de personas en el salón de baile del hotel St. Francis de San Francisco. La invitación rezaba: «Hay un viejo dicho hindú que afirma: “En los primeros treinta años de tu vida, tú defines tus hábitos. Durante los últimos treinta, tus hábitos te definen a ti”. Ven a festejar los míos».

En una mesa se sentaban los magnates del software, entre los que se encontraban Bill Gates y Mitch Kapor. Otra contaba con viejos amigos como Elizabeth Holmes, que trajo consigo a una mujer vestida con un esmoquin. Andy Hertzfeld y Burrell Smith habían alquilado la ropa y calzaban unas flexibles zapatillas de deporte, lo cual dio lugar a un momento inolvidable cuando se pusieron a bailar los valses de Strauss que interpretaba la Orquesta Sinfónica de San Francisco.

Ella Fitzgerald ofreció un espectáculo, puesto que Bob Dylan había rechazado la oferta. Cantó temas salidos principalmente de su repertorio habitual, aunque adaptó alguna letra como la de «La chica de Ipanema» para que hablara de un chico de Cupertino. Preguntó si había alguna petición, y Jobs realizó algunas. Al final, concluyó con una pausada interpretación del «Cumpleaños feliz».

Sculley subió al escenario para proponer un brindis por «el visionario tecnológico más destacado». Wozniak también apareció para entregarle a Jobs una copia enmarcada del folleto del Zaltair de la Feria de Ordenadores de la Costa Oeste de 1977, en la que habían presentado el Apple II. Don Valentine se maravilló por los cambios ocurridos desde aquella época. «Había pasado de ser una especie de Ho Chi Minh que te aconsejaba no fiarte de nadie de más de treinta años a ser el tipo de persona que se prepara una fabulosa fiesta de cumpleaños con Ella Fitzgerald», comentó.

Mucha gente había elegido regalos especiales para una persona a la que no resultaba fácil comprarle nada. Debi Coleman, por ejemplo, encontró una primera edición de El último magnate, de F. Scott Fitzgerald. Sin embargo, Jobs, en una maniobra extraña, aunque no impropia de su carácter, dejó todos los regalos en una habitación del hotel y no se llevó ninguno a casa. Wozniak y algunos de los veteranos de Apple, a quienes no les gustaba el queso de cabra y la mousse de salmón que se estaban sirviendo, se reunieron tras la fiesta y se fueron a cenar a un restaurante de la cadena Denny’s.

«No es normal ver un artista de treinta o cuarenta años capaz de crear algo que sea realmente increíble —le comentó Jobs, nostálgico, al escritor David Sheff, que publicó una entrevista larga e íntima con él en Playboy el mes en que cumplió treinta años—. Obviamente, hay gente con una curiosidad innata, que durante toda su existencia son como niños pequeños maravillados ante la vida, pero resultan poco comunes». La entrevista se centraba en varios aspectos, pero sus reflexiones más conmovedoras tenían que ver con el hecho de envejecer y enfrentarse al futuro:

Las ideas forman una especie de andamiaje en tu mente. Es como la pauta de un diseño químico. En la mayoría de los casos, la gente se atasca en esas pautas, como en los surcos de un disco de vinilo, y nunca logra salir de ellas.

Siempre me mantendré en contacto con Apple. Espero que, a lo largo de mi vida, el hilo conductor de mi existencia y el de Apple se entrelacen como en un tapiz. Puede que haya algunos años en los que no esté allí, pero siempre acabaré regresando. Y puede que sea eso precisamente lo que quiera hacer. Lo más importante que hay que recordar sobre mí es que todavía soy un estudiante, todavía estoy en el campo de entrenamiento.

Si quieres vivir de forma creativa, como un artista, no debes mirar demasiado hacia atrás. Tienes que estar dispuesto a recoger todo lo que eres y todo lo que has hecho y arrojarlo por la ventana.

Cuanto más se esfuerza el mundo exterior por fijar una imagen de quién eres, más difícil resulta seguir siendo un artista, y por esa razón muchas veces los artistas tienen que decir: «Adiós, tengo que irme. Me estoy volviendo loco y tengo que salir de aquí». Y entonces se van a hibernar a algún otro sitio. A lo mejor después resurgen levemente cambiados.

Con cada una de estas declaraciones, Jobs parecía estar teniendo una premonición acerca de que su destino iba a cambiar pronto. Era posible que el hilo de su vida se entrelazara con el de Apple. Quizás había llegado la hora de arrojar parte de su identidad por la ventana. Quizás era el momento de decir: «Adiós, tengo que irme» y después resurgir con ideas diferentes.

ÉXODO

Andy Hertzfeld se había tomado un período de permiso después de que el Macintosh saliera al mercado en 1984. Necesitaba recuperar energías y alejarse de su supervisor, Bob Belleville, que no le caía bien. Un día se enteró de que Jobs había repartido primas de hasta 50.000 dólares a ingenieros del equipo del Macintosh que habían estado ganando un sueldo menor que el de sus compañeros del equipo del Lisa, así que fue a ver a Jobs para pedir la suya. Jobs respondió que Belleville había decidido no repartir las primas entre aquellas personas que estuvieran de permiso. Hertzfeld se enteró después de que en realidad había sido Jobs quien había tomado aquella decisión, así que volvió a reunirse con él. Al principio Jobs trató de escabullirse con evasivas, y entonces dijo: «Bueno, supongamos que lo que dices es cierto. ¿Cómo cambiaría eso la situación?». Hertzfeld respondió que si estaba reteniendo la prima para asegurarse de que él iba a regresar a Apple, entonces no pensaba regresar, por una cuestión de principios. Jobs transigió, pero aquello dejó a Hertzfeld con una mala sensación.

Cuando su período de permiso llegaba a su fin, Hertzfeld concertó una cita con Jobs para cenar, y ambos fueron caminando desde su despacho hasta un restaurante italiano situado a unas manzanas de distancia. «Tengo muchas ganas de volver —le confesó Andy—, pero la situación está muy revuelta ahora mismo —Jobs parecía un tanto molesto y distraído, pero Hertzfeld siguió adelante—. El equipo de software está completamente desmoralizado y apenas han hecho nada en los últimos meses, y Burrell está tan frustrado que no creo que aguante hasta final de año».

En ese momento, Jobs lo interrumpió. «¡No tienes ni idea de lo que estás diciendo! —gritó—. El equipo del Macintosh está haciendo un gran trabajo, y yo estoy pasando los mejores momentos de mi vida ahora mismo. Lo que pasa es que estás completamente desconectado del resto». Su mirada era fulminante, pero también trataba de parecer divertido por la evaluación de Hertzfeld.

«Si de verdad crees eso, no creo que haya ninguna manera de hacer que yo vuelva —replicó Hertzfeld, sombrío—. El equipo del Mac al que yo quiero regresar ya ni siquiera existe».

«El equipo del Mac tenía que madurar, y tú también —respondió Jobs—. Quiero que vuelvas, pero si tú no quieres, es cosa tuya. Tampoco es que seas tan imprescindible como crees».

Y así fue, Hertzfeld no regresó.

A principios de 1985, Burrell Smith también estaba preparando su marcha. Le preocupaba que pudiera resultarle difícil irse si Jobs trataba de convencerlo para que se quedase. Por lo general, el campo de distorsión de la realidad le resultaba demasiado fuerte como para resistirlo, así que planeó con Hertzfeld distintos métodos que pudiera emplear para liberarse de él. «¡Ya lo tengo! —le comunicó un día a Hertzfeld—. Conozco la forma perfecta de presentar mi dimisión que anulará el campo de distorsión de la realidad. Voy a entrar en el despacho de Steve, me bajaré los pantalones y mearé sobre su mesa. ¿Qué podría decir él ante eso? Seguro que funciona». Las apuestas en el equipo del Mac eran que ni siquiera el atrevido Burrell Smith tendría agallas para hacer algo así. Cuando finalmente decidió que había llegado la hora, en torno a la fecha de la descomunal fiesta de cumpleaños de Jobs, concertó con él una cita para verlo. Al entrar le sorprendió encontrarse a Jobs con una sonrisa de oreja a oreja. «¿Vas a hacerlo? ¿De verdad vas a hacerlo?», le preguntó. Se había enterado de su plan.

Smith se quedó mirando a Jobs. «¿Voy a tener que hacerlo? Lo haré si es necesario». Jobs le lanzó una mirada y Smith pensó que no era necesario, así que presentó su dimisión de una forma menos dramática y salió de allí en términos amistosos.

A Smith lo siguió rápidamente otro de los grandes ingenieros del Macintosh, Bruce Horn. Cuando entró para despedirse, Jobs lo acusó: «Todos los fallos que tiene el Mac son culpa tuya». Horn contestó: «Bueno, Steve, en realidad hay muchas cosas del Mac que están bien y que son culpa mía, y tuve que luchar como un loco para conseguir que se incluyeran». «Tienes razón —reconoció Jobs—. Te doy 15.000 acciones si te quedas». Cuando Horn rechazó la oferta, Jobs le mostró su lado más amable. «Bueno, dame un abrazo», le dijo. Y eso hizo.

Sin embargo, la noticia más sorprendente de aquel mes fue la salida de Apple, una vez más, de su cofundador, Steve Wozniak. Quizá por sus personalidades diferentes —Wozniak todavía era un soñador con alma de niño y Jobs, más brusco y radical que nunca—, los dos nunca llegaron a protagonizar un enfrentamiento serio. Sin embargo, no estaban de acuerdo en las bases mismas de la gestión y las estrategias de Apple. Wozniak se encontraba por aquel entonces trabajando discretamente como ingeniero de nivel medio en el grupo del Apple II, donde actuaba como símbolo de las raíces de la compañía y se mantenía tan alejado de los puestos de dirección y de las políticas empresariales como podía. Sentía, con razón, que Jobs no apreciaba el Apple II, a pesar de seguir siendo la gallina de los huevos de oro de la empresa, responsable del 70% de las ventas navideñas en 1984. «El resto de la compañía trataba a la gente del grupo del Apple II como si no tuvieran ninguna importancia —declaró posteriormente—, a pesar del hecho de que el Apple II había sido, sin duda, el producto más vendido durante mucho tiempo, y siguió siéndolo en los años venideros». Aquello lo llevó incluso a hacer algo nada propio de su carácter: agarró un día el teléfono y llamó a Sculley para reprocharle que dedicase tanta atención a Jobs y al equipo del Macintosh.

Frustrado, Wozniak decidió marcharse con discreción para fundar una nueva compañía que iba a fabricar un mando a distancia universal inventado por él. Serviría para controlar el televisor, el equipo de música y otros aparatos electrónicos con un sencillo conjunto de botones que se podrían programar con facilidad. Le comunicó sus intenciones al jefe de ingeniería de la división del Apple II, pero no pensaba que fuera lo suficientemente importante como para saltarse la línea de mando e informar a Jobs o a Markkula, así que Jobs se enteró de ello cuando la noticia apareció en el Wall Street Journal. Wozniak, con su naturaleza siempre dispuesta, había contestado abiertamente a las preguntas del entrevistador cuando este lo llamó. Declaró que, efectivamente, sentía que Apple había estado tratando con poca deferencia al grupo encargado del Apple II. «La dirección de la empresa ha sido terriblemente mala durante cinco años», afirmó.

Menos de dos semanas más tarde, Wozniak y Jobs viajaron juntos hasta la Casa Blanca, donde Ronald Reagan les hizo entrega de la primera Medalla Nacional de la Tecnología. Reagan citó las palabras pronunciadas por el presidente Rutherford Hayes cuando le enseñaron por primera vez un teléfono: «Un invento increíble, pero ¿quién podría querer utilizar uno?». Después bromeó: «En aquel momento pensé que a lo mejor se equivocaba». Debido a la violenta situación que rodeaba a la salida de Wozniak, Apple no organizó una cena de celebración después del acto, y ni Sculley ni ninguno de los principales ejecutivos acudieron a Washington. Así pues, los dos galardonados se fueron después a dar un paseo y comieron en un puesto de bocadillos. Charlaron amigablemente, según recuerda Wozniak, y evitaron cualquier discusión acerca de sus desacuerdos.

Wozniak quería una despedida amistosa. Ese era su estilo, así que accedió a permanecer como empleado a tiempo parcial para Apple con un salario anual de 20.000 dólares, y a representar a la compañía en las presentaciones y ferias comerciales. Aquella podría haber sido una elegante manera de irse distanciando, pero Jobs no parecía dispuesto a dejar estar la situación. Un sábado, unas semanas después de que visitaran Washington juntos, Jobs se dirigió a los nuevos estudios en Palo Alto de Helmut Esslinger, cuya compañía, frogdesign, se había trasladado allí para gestionar el trabajo que llevaban a cabo para Apple. Allí se encontró con algunos bocetos que la empresa había preparado para el nuevo mando a distancia de Wozniak y montó en cólera. Apple incluía una cláusula en su contrato que le otorgaba el derecho de prohibirle a frogdesign que trabajara en otros proyectos relacionados con la informática, y Jobs decidió hacer uso de ella. «Les informé —recordaba Jobs— de que trabajar con Wozniak era inaceptable para nosotros».

Cuando el Wall Street Journal se enteró de lo sucedido, se puso en contacto con Wozniak, quien, como de costumbre, se mostró abierto y sincero. Declaró que Jobs lo estaba castigando. «Steve Jobs me odia, probablemente por las cosas que he dicho acerca de Apple», informó al periodista. Aquella jugarreta de Jobs era bastante mezquina, pero también estaba causada en parte por el hecho de que él entendía, de formas que otros no podían ver, que el aspecto y el estilo de un producto servían para crear su imagen de marca. Un aparato que llevara el nombre de Wozniak y que utilizara el mismo lenguaje de diseño que los productos de Apple podía confundirse con algo que hubiera producido la propia Apple. «No es nada personal —le dijo Jobs al periodista, y le explicó que quería asegurarse de que el mando a distancia de Wozniak no iba a parecerse a ningún producto de Apple—. No queremos que nuestros códigos de diseño aparezcan en otros productos. Woz tiene que buscar sus propios recursos. No puede aprovechar los de Apple, ni nosotros podemos darle un trato de favor».

Jobs se ofreció a pagar de su bolsillo el trabajo que frogdesign ya había hecho para Wozniak, pero, aun así, los ejecutivos de la agencia estaban desconcertados. Cuando Jobs les ordenó que le enviaran los dibujos que habían hecho para Wozniak o que los destruyeran, ellos se negaron. Jobs tuvo que enviarles una carta en la que declaraba que invocaba el derecho contractual adquirido por Apple. Herbert Pfeifer, director de diseño de la empresa, se arriesgó a ser víctima de la ira de Jobs al rechazar públicamente su afirmación de que la disputa con Wozniak no era personal. «Es una lucha de poder —informó Pfeifer al Wall Street Journal—. Tienen problemas personales entre ellos».

Hertzfeld se puso furioso cuando se enteró de lo que había hecho Jobs. Vivía a unas doce manzanas de distancia de él, y Jobs a veces pasaba a visitarlo durante sus paseos, incluso después de que Hertzfeld se marchara de Apple. «Me enfadé tanto con la historia del mando a distancia de Wozniak que la siguiente vez que Steve vino a verme no lo dejé entrar en casa —recordaba—. Él sabía que se había equivocado, pero trató de racionalizarlo, y puede que en su mundo de realidad distorsionada fuera capaz de hacerlo». Wozniak, que siempre había sido un buenazo, incluso cuando estaba enfadado, encontró otra empresa de diseño y accedió incluso a permanecer en la nómina de Apple como portavoz.

PRIMAVERA DE 1985: EL ENFRENTAMIENTO

Hay muchas razones que explican el choque entre Jobs y Sculley en la primavera de 1985. Algunas son simples desacuerdos empresariales, como el intento de Sculley de maximizar los beneficios subiendo el precio del Macintosh cuando Jobs quería que fuera más asequible. Otros motivos, rebuscadamente psicológicos, radicaban en el extraño y tórrido encaprichamiento que ambos sentían el uno por el otro. Sculley había buscado con denuedo el afecto de Jobs, y este, a su vez, había estado tratando de encontrar una figura paterna y un mentor, y cuando el ardor comenzó a disiparse quedaron secuelas emocionales. Sin embargo, en su núcleo mismo, la creciente brecha entre ambos tenía dos causas fundamentales, cada una debida a uno de ellos.

Para Jobs, el problema era que su compañero nunca llegó a apasionarse por los productos. Nunca hizo el esfuerzo necesario o mostró la capacidad para comprender los detalles más concretos de lo que se estaba produciendo en Apple. Bien al contrario, Sculley, que había pasado su carrera vendiendo refrescos y aperitivos cuyas recetas le resultaban completamente irrelevantes, creía que la pasión de Jobs por los detalles del diseño y las nimiedades técnicas resultaba obsesiva y contraproducente. No estaba en su naturaleza entusiasmarse por los productos, y ese era uno de los peores pecados que Jobs pudiera imaginar. «Traté de educarlo acerca de los detalles de la ingeniería —recordaba posteriormente Jobs—, pero él no tenía ni idea de cómo se creaban los productos, y tras hablar de ello durante un tiempo siempre acabábamos discutiendo. Sin embargo, aprendí que mi perspectiva era la correcta. Los productos lo son todo». Al final llegó a pensar que Sculley no tenía ni idea de aquel mundo, y su desprecio se vio exacerbado por la necesidad de Sculley de obtener su afecto y por sus absurdas ideas acerca de que ambos eran muy parecidos.

Para Sculley, el problema era que Jobs, que ya no trataba de cortejarlo o de manipularlo, se mostraba con frecuencia insoportable, grosero, egoísta y desagradable con las demás personas. En opinión de Sculley, que era el pulido resultado de internados y reuniones de ventas, el zafio comportamiento de Jobs resultaba tan despreciable como para Jobs su falta de pasión por los detalles. Sculley era un hombre amable, atento y educado hasta la médula. Jobs no. En una ocasión, planearon reunirse con el vicepresidente de Xerox, Bill Glavin, y Sculley le suplicó a Jobs que se comportara. Sin embargo, en cuanto se sentaron a la mesa, Jobs le soltó a Glavin: «No tenéis ni idea de lo que estáis haciendo», y la reunión se canceló al instante. «Lo siento, pero no pude contenerme», se disculpó Jobs ante Sculley. Aquel fue uno de muchos ejemplos. Tal y como señaló posteriormente Al Alcorn, de Atari, «Sculley trataba de mantener a la gente contenta, se preocupaba por las relaciones. A Steve todo aquello le importaba una mierda. Sin embargo, sí se preocupaba por los productos hasta un extremo inalcanzable para Sculley, y podía evitar que hubiera demasiados capullos trabajando en Apple porque insultaba a todo aquel que no fuera un jugador de primera línea».

El consejo de administración estaba cada vez más preocupado por aquella agitación, y a principios de 1985, Arthur Rock y algunos otros consejeros descontentos les soltaron un severo sermón a ambos. Le recordaron a Sculley que se suponía que él dirigía la compañía: debía empezar a hacerlo con mayor autoridad y menos ansias por hacerse amiguito de Jobs. Y a Jobs le indicaron que debía estar arreglando el desbarajuste del equipo del Macintosh en lugar de decirles a otros grupos cómo hacer su trabajo. Jobs se retiró entonces a su despacho y escribió en su Macintosh: «No criticaré al resto de la organización. No criticaré al resto de la organización…».

A medida que el Macintosh seguía defraudando las expectativas —las ventas en marzo de 1985 solo representaron el 10% de lo previsto— Jobs se encerraba a rumiar su enfado en su despacho o deambulaba por las diferentes habitaciones echándole la culpa a todo el mundo por los problemas del ordenador. Sus cambios de humor empeoraron, así como el trato abusivo que dispensaba a quienes le rodeaban. Los encargados de puestos intermedios comenzaron a rebelarse contra él. Mike Murray, jefe de marketing, concertó una reunión privada con Sculley durante un congreso sobre informática. Mientras se dirigían a la habitación de hotel de Sculley, Jobs los vio y les preguntó si podía acompañarlos. Murray le contestó que no. A continuación le contó a Sculley que Jobs estaba sembrando el caos y que había que apartarlo de la dirección del grupo del Macintosh. Sculley le contestó que todavía no estaba preparado para mantener un enfrentamiento así con Jobs. Posteriormente, Murray le envió una nota directamente a Jobs en la que criticaba la forma en que trataba a sus compañeros y lo acusaba de «dirigir al grupo mediante la difamación de sus miembros».

A lo largo de las siguientes semanas, pareció que había surgido una solución a toda aquella agitación. Jobs quedó fascinado por una tecnología de pantallas planas que se había desarrollado en una empresa situada cerca de Palo Alto llamada Woodside Design, cuyo director era un excéntrico ingeniero llamado Steve Kitchen. También había quedado impresionado por otra joven compañía que había fabricado una pantalla táctil controlable con el dedo, de forma que no hacía falta ratón. Puede que aquellos dos descubrimientos sirviesen para forjar la visión de Jobs de crear un «Mac en un libro». Durante uno de sus paseos con Kitchen, Jobs observó un edificio situado en el cercano Menlo Park y aseguró que deberían abrir allí un taller para trabajar en aquellas ideas. Podría llamarse AppleLabs y Jobs podría ser su director. De esta forma volvería a disfrutar de la emoción de contar con un pequeño equipo y desarrollar un gran producto nuevo.

Sculley quedó encantado con la idea. Aquello resolvería la mayor parte de sus diferencias de gestión con Jobs, lo devolvería a la tarea que mejor se le daba y haría que dejase de alterar la actividad en Cupertino con su presencia. También tenía a un candidato para sustituir a Jobs como director del equipo del Macintosh: Jean-Louis Gassée, el jefe de Apple en Francia que lo había recibido durante su visita. Gassée voló a Cupertino y aseguró que aceptaría el trabajo si le garantizaban que iba a dirigir la división, en lugar de trabajar a las órdenes de Jobs. Uno de los miembros del consejo, Phil Schlein, de los supermercados Macy’s, trató de convencer a Jobs de que estaría más a gusto pensando en nuevos productos e inspirando a un equipo pequeño y apasionado.

Sin embargo, tras reflexionar sobre ello, Jobs decidió que ese no era el camino que quería tomar. Rechazó la propuesta de cederle el control a Gassée, quien, con gran sentido común, regresó a París para evitar un choque a todas luces inevitable. Durante el resto de la primavera, Jobs se mostró vacilante. En ocasiones quería reafirmarse como gerente empresarial, e incluso redactó una nota en la que proponía el ahorro de gastos mediante la eliminación de las bebidas gratis y de los vuelos en primera clase, y otras veces parecía estar de acuerdo con quienes lo animaban a marcharse para dirigir un nuevo grupo de investigación y desarrollo en AppleLabs.

En marzo, Murray se desahogó con otra nota en la que escribió: «No difundir», pero que les entregó a múltiples compañeros. «En mis tres años en Apple, nunca había observado tanta confusión, miedo y falta de coordinación como en los últimos noventa días —comenzaba—. Nuestros trabajadores nos perciben como un barco sin timón que se dirige a un olvido neblinoso». Murray había estado jugando a dos bandas, y en ocasiones conspiraba con Jobs para minar la autoridad de Sculley. Sin embargo, en esa nota le echaba toda la culpa a Steve. «Ya sea como causa del mal funcionamiento de la empresa o debido a él, Steve Jobs controla ahora ámbitos de poder aparentemente intocables».

A finales de ese mes, Sculley reunió por fin el valor suficiente para decirle a Jobs que debía dejar de dirigir la división del Macintosh. Llegó una tarde al despacho de este y llevó consigo al director de recursos humanos, Jay Elliot, para que la confrontación resultase más formal. «No hay nadie que admire tu brillantez y tu visión más que yo —comenzó Sculley. Ya había pronunciado aquellos halagos antes, pero en esa ocasión estaba claro que iba a llegar un “pero” brutal para matizar la idea, y así fue—. Sin embargo, esta situación no va a funcionar», afirmó. Los halagos salpicados de «peros» siguieron su curso. «Hemos entablado una gran amistad entre tú y yo —continuó, engañándose hasta cierto punto a sí mismo—, pero he perdido la confianza en tu capacidad para dirigir al equipo del Macintosh». También le reprochó a Jobs que lo fuera poniendo verde llamándolo «capullo» a sus espaldas.

Jobs, que pareció asombrado, contestó con la extraña petición de que Sculley debía ayudarlo más y ofrecerle más consejos. «Tienes que pasar más tiempo conmigo», aseguró, y entonces contraatacó. Le reprochó que no sabía nada sobre ordenadores, que estaba haciendo un trabajo terrible dirigiendo la compañía y que había estado defraudándolo desde que puso el pie en Apple. A lo cual siguió la tercera reacción de Jobs: se puso a llorar. Sculley se quedó allí sentado, mordiéndose las uñas.

«Voy a llevar este asunto ante el consejo —dijo Sculley—. Voy a recomendar que te aparten de tu puesto como director del equipo del Macintosh. Quiero que lo sepas». Le pidió a Jobs que no se resistiera y que accediera a trabajar en el desarrollo de nuevas tecnologías y productos.

Jobs se levantó de un salto de su asiento y clavó su intensa mirada en Sculley. «No creo que vayas a hacerlo —lo desafió—. Si lo haces, destruirás la compañía».

A lo largo de las siguientes semanas, el comportamiento de Jobs resultó muy errático. En cierto momento hablaba de irse a dirigir AppleLabs y al siguiente estaba recabando apoyos para conseguir deponer a Sculley. Trataba de acercarse a él para después criticarlo a sus espaldas, en ocasiones a lo largo de una misma jornada. Una noche, a las nueve, llamó al consejero general de Apple, Al Eisenstat, para decirle que estaba perdiendo su confianza en Sculley y que necesitaba su ayuda para convencer al consejo. A las once de esa misma noche, despertó por teléfono a Sculley para decirle: «Eres fantástico y solo quiero que sepas que me encanta trabajar contigo».

En la reunión del consejo celebrada el 11 de abril, Sculley hizo pública oficialmente su intención de pedirle a Jobs que se retirase como director del grupo del Macintosh y se centrara en el desarrollo de nuevos productos. Arthur Rock, el miembro más irascible e independiente del consejo, tomó la palabra a continuación. Estaba harto de ellos dos; de Sculley por no tener las agallas necesarias para hacerse con el control de la situación durante el último año, y de Jobs por «comportarse como un malcriado caprichoso». El consejo necesitaba zanjar aquella disputa, y para ello iba a reunirse en privado con cada uno de ellos.

Sculley salió de la sala para que Jobs pudiera presentarse el primero. Este insistió en que Sculley era el problema. No comprendía los ordenadores. La respuesta de Rock fue reprender a Jobs. Con su atronadora voz, aseguró que Jobs había estado comportándose como un idiota durante un año y que no tenía ningún derecho a estar dirigiendo a todo un grupo. Incluso el mayor apoyo de Jobs en el consejo, Phil Schlein, de la cadena de supermercados Macy’s, trató de convencerlo para que se retirase con elegancia a dirigir un laboratorio de investigación para la compañía.

Cuando llegó el turno de Sculley para reunirse en privado con los miembros del consejo, les presentó un ultimátum. «Podéis respaldarme, y entonces aceptaré toda la responsabilidad de la dirección de esta empresa, o podemos no hacer nada, y entonces vais a tener que buscar un nuevo consejero delegado», afirmó. Añadió que si le otorgaban la autoridad necesaria no realizaría cambios bruscos, sino que iría acostumbrando a Jobs a su nueva función a lo largo de los siguientes meses. El consejo decidió de forma unánime respaldar a Sculley. Recibió la autorización para apartar a Jobs de su cargo cuando decidiera que había llegado el momento adecuado. Mientras Jobs esperaba junto a la puerta de la sala de juntas, plenamente consciente de que iba a perder en aquel enfrentamiento, vio a Del Yocam, un viejo compañero suyo, y se puso a llorar.

Después de que el consejo tomara su decisión, Sculley trató de mostrarse conciliador. Jobs le pidió que la transición fuera lenta, a lo largo de los siguientes meses, y Sculley accedió. Más tarde, esa misma noche, la secretaria de Sculley, Nanette Buckhout, llamó a Jobs para comprobar qué tal estaba. Permanecía en su despacho en estado de shock. Sculley ya se había marchado y Jobs fue a hablar con Buckhout. Una vez más, mostró una actitud cambiante respecto a Sculley. «¿Por qué me ha hecho John algo así? —preguntó—. Me ha traicionado». Y luego cambió de postura. Comentó que quizá debería tomarse un tiempo de descanso para tratar de reparar su relación con Sculley. «La amistad de John es más importante que cualquier otra cosa, y creo que a lo mejor eso es lo que debería hacer, concentrarme en nuestra amistad».

TRAMANDO UN GOLPE

A Jobs no se le daba bien aceptar un «no» por respuesta. Acudió al despacho de Sculley a principios de mayo de 1985 y le pidió que le diera algo más de tiempo para probar que era capaz de dirigir al grupo del Macintosh. Prometió demostrar que podía controlar las actividades del equipo. Sculley no se echó atrás. A continuación, Jobs lo intentó con un desafío directo: le pidió a Sculley que dimitiera. «Creo que has perdido completamente el norte —le dijo Jobs—. Estuviste fantástico el primer año, y todo iba de maravilla, pero algo te ocurrió». Sculley, normalmente un hombre tranquilo, se defendió con brío, y señaló que Jobs había sido incapaz de conseguir que se terminara el software para el Macintosh, de proponer nuevos modelos o de lograr nuevos clientes. La reunión degeneró en una pelea a gritos sobre quién de los dos era el peor directivo. Después de que Jobs saliera de allí hecho una furia, Sculley se apartó de la pared de cristal de su despacho, donde los demás habían estado contemplando la reunión, y se echó a llorar.

La situación llegó a un punto crítico el martes, 14 de mayo, cuando el equipo del Macintosh realizó su presentación con los datos del último trimestre ante Sculley y otros responsables de Apple. Jobs, que todavía no había cedido el control del grupo, se mostró desafiante cuando llegó a la sala de juntas junto con sus hombres. Sculley y él comenzaron a discutir sobre cuál era la misión del equipo del Macintosh. Jobs dijo que era la de vender más ordenadores Macintosh, y Sculley afirmó que era servir a los intereses de la compañía Apple en su conjunto. Como de costumbre, había poca cooperación entre los diferentes equipos, y los hombres del Macintosh estaban planeando utilizar nuevas unidades de disco diferentes de las que estaba desarrollando el equipo del Apple II. El debate, según las actas, se prolongó durante toda una hora.

A continuación, Jobs describió los proyectos que estaban en marcha: un Mac más potente, que iba a ocupar el puesto del Lisa, ya cancelado, y un software llamado FileServer, que les permitiría a los usuarios del Macintosh compartir sus archivos en red. Sin embargo, Sculley oyó por primera vez en ese momento que los proyectos iban a retrasarse, y a continuación ofreció una fría crítica de las maniobras de marketing de Murray, de las fechas límite de producción que Bob Belleville no había cumplido y de la gestión general de Jobs. A pesar de todo ello, Jobs acabó la reunión con una súplica dirigida a Sculley, frente a todos los allí presentes, para que le diera una oportunidad más de demostrar que podía dirigir un equipo. Sculley se negó.

Esa noche, Jobs se llevó al equipo del Macintosh a cenar al restaurante Nina’s Café, en Woodside. Jean-Louis Gassée se encontraba en la ciudad, porque Sculley quería que se preparase para hacerse cargo del equipo del Macintosh, y Jobs lo invitó a que se uniera a ellos. Bob Belleville propuso un brindis «por todos los que de verdad comprendemos cómo funciona el mundo según Steve Jobs». Esa frase —«el mundo según Steve»— ya había sido utilizada con tono displicente por otros miembros de Apple que menospreciaban la alteración de la realidad que él creaba. Cuando todos los demás se habían marchado, Belleville se sentó junto a Jobs en su Mercedes y le suplicó que organizara una batalla a muerte contra Sculley.

Jobs tenía una bien ganada reputación de manipulador, y de hecho podía embelesar y engatusar a los demás con todo descaro si se lo proponía. Sin embargo, no se le daba demasiado bien ser calculador o intrigante, a pesar de lo que algunos pensaban, y tampoco tenía la paciencia o la disposición necesarias para congraciarse con los demás. «Steve nunca se embarcó en maniobras políticas de empresa. Aquello no estaba ni en sus genes ni en su actitud», señaló Jay Elliot. Además, tenía demasiada arrogancia innata como para hacerles la pelota a los demás. Por ejemplo, cuando trató de recabar el apoyo de Del Yocam no pudo contenerse, asegurando que sabía más sobre cómo ser director de operaciones que el propio Yocam.

Meses antes, Apple había conseguido los derechos para exportar ordenadores a China, así que Jobs había sido invitado para que firmara un acuerdo en el Gran Salón del Pueblo durante el puente del Día de los Caídos. Él se lo había comunicado a Sculley, que decidió que quería ser él quien fuera, y aquello le pareció bien a Jobs. Jobs planeaba aprovechar la ausencia de Sculley para llevar a cabo su golpe. A lo largo de la semana anterior al Día de los Caídos, celebrado el último lunes de mayo, se fue a pasear con mucha gente para compartir sus planes. «Voy a organizar un golpe mientras John está en China», le confió a Mike Murray.

1985: SIETE DÍAS DE MAYO

Jueves, 23 de mayo: en su reunión habitual de los jueves con los principales responsables del equipo del Macintosh, Jobs le habló a su círculo más íntimo acerca de su plan para derrocar a Sculley, y dibujó un gráfico sobre cómo iba a reorganizar la empresa. También le confió sus intenciones al director de recursos humanos, Jay Elliot, que le dijo sin rodeos que el plan no iba a funcionar. Elliot había estado hablando con algunos miembros del consejo para pedirles que se pusieran de parte de Jobs, pero había descubierto que la mayor parte de ellos apoyaban a Sculley, así como la mayoría de los miembros de mayor rango de Apple. Aun así, Jobs siguió adelante. Incluso le reveló sus planes a Gassée durante un paseo por el aparcamiento, a pesar del hecho de que aquel hombre había venido desde París para ocupar su puesto. «Cometí el error de contárselo a Gassée», reconoció Jobs años más tarde con el gesto torcido.

Esa tarde, el consejero general de Apple, Al Eisenstat, celebró una pequeña barbacoa en su casa para Sculley, Gassée y sus esposas. Cuando Gassée le contó a Eisenstat lo que Jobs tramaba, este le recomendó que informara a Sculley. «Steve estaba tratando de organizar una conspiración y dar un golpe para deshacerse de John —recordaba Gassée—. En el estudio de la casa de Al Eisenstat, coloqué el dedo índice suavemente sobre el esternón de John y le dije: “Si te vas mañana a China, podrían destituirte. Steve está planeando deshacerse de ti”».

Viernes, 24 de mayo: Sculley canceló el viaje y decidió enfrentarse con Jobs en la reunión de directivos de Apple del viernes por la mañana. Jobs llegó tarde y vio que su asiento habitual, junto a Sculley, que presidía la mesa, estaba ocupado. Optó por sentarse en el extremo opuesto. Iba vestido con un traje a medida de WilkesBashford y tenía un aspecto saludable. Sculley estaba pálido. Anunció que iba a prescindir del orden del día para tratar del asunto que ocupaba la mente de todos. «Se me ha hecho saber que te gustaría expulsarme de la compañía —afirmó, mirando directamente a Jobs—. Me gustaría preguntarte si es eso cierto».

Jobs no esperaba aquello, pero nunca le dio vergüenza hacer uso de una brutal honestidad. Los ojos se le entrecerraron y, sin pestañear, fijó su mirada en Sculley. «Creo que eres malo para Apple, y creo que eres la persona equivocada para dirigir la compañía —replicó calmado y con un tono cortante—. Creo que deberías abandonar esta empresa. No sabes cómo manejarla y nunca lo has sabido». Acusó a Sculley de no comprender el proceso de desarrollo de los productos, y a continuación añadió un ataque centrado en sí mismo. «Te quería aquí para que me ayudaras a crecer y has resultado inútil a la hora de ayudarme».

Mientras el resto de la sala aguardaba inmóvil, Sculley acabó por perder los estribos. Un tartamudeo de infancia que no había sufrido durante veinte años comenzó a reaparecer. «No confío en ti, y no toleraré la falta de confianza», balbuceó. Cuando Jobs aseguró que él sería un mejor consejero delegado de Apple que Sculley, este optó por jugarse el todo por el todo. Decidió realizar una encuesta al respecto entre los allí presentes. «Recurrió a una maniobra muy inteligente —recordaría Jobs, aún resentido por aquello, treinta y cinco años más tarde—. Estábamos en la reunión de ejecutivos y él preguntó: “Steve o yo, ¿por quién votáis?”. Lo planteó de tal forma que solo un idiota hubiera votado por mí».

Entonces, los inmóviles espectadores comenzaron a revolverse. El primero en intervenir fue Del Yocam. Aseguró que adoraba a Jobs, que quería que siguiera desempeñando alguna función en la empresa, pero reunió el valor para concluir, ante la mirada impasible de Jobs, que «respetaba» a Sculley y que lo apoyaba como director de la compañía. Eisenstat se encaró directamente con Jobs y dijo algo muy parecido: le gustaba Jobs pero su apoyo era para Sculley. Regis McKenna, que se sentaba junto a los directivos en calidad de consultor externo, fue más directo. Miró a Jobs y le espetó que todavía no estaba listo para dirigir la empresa, algo que ya le había comentado en otras ocasiones. Otros miembros del consejo también se pusieron de parte de Sculley. Para Bill Campbell aquello resultó especialmente duro. Le había cogido cariño a Jobs, y Sculley no le caía especialmente bien. La voz le tembló un poco mientras le aseguraba a Jobs lo mucho que lo apreciaba. A pesar de que había decidido respaldar a Sculley, les rogó a ambos que buscaran una solución y encontraran un puesto que Jobs pudiera desempeñar en la compañía. «No puedes dejar que Steve se marche de esta empresa», le dijo a Sculley.

Jobs parecía destrozado. «Supongo que ahora ya sé cuál es la situación», dijo, y entonces salió corriendo de la sala. Nadie lo siguió.

Regresó a su despacho, reunió a sus antiguos partidarios del equipo del Macintosh y se echó a llorar. Les comunicó que iba a tener que irse de Apple. Cuando se marchaba de la habitación, Debi Coleman lo retuvo. Ella y los otros allí presentes le suplicaron que se calmara y no actuara con precipitación. Le pidieron que se tomara el fin de semana para reflexionar. Tal vez hubiera una forma de evitar que la empresa se desintegrase.

Por su parte, Sculley quedó destrozado por su propia victoria. Como un guerrero herido, se retiró al despacho de Al Eisenstat y le pidió al consejero de la compañía que fueran a dar una vuelta. Cuando entraron en el Porsche de Eisenstat, Sculley se lamentó: «No sé si puedo seguir adelante con todo esto». Cuando Eisenstat le preguntó a qué se refería, respondió: «Creo que voy a dimitir».

«No puedes —repuso Eisenstat—. Apple se vendrá abajo».

«Voy a dimitir —repitió Sculley—. No creo que sea la persona adecuada para la compañía. ¿Puedes llamar al consejo para avisarlos?». «De acuerdo —replicó Eisenstat—, pero creo que haces esto para evadirte. Tienes que enfrentarte a él».

A continuación, llevó a Sculley a su casa.

Leezy, la esposa de Sculley, se sorprendió al verlo regresar en mitad de la mañana. «He fracasado», dijo con tristeza. Ella era una mujer psicológicamente voluble a la que nunca le había caído bien Jobs ni valoraba el embelesamiento que su esposo sentía hacia él, así que, cuando se enteró de lo que había ocurrido, subió corriendo al coche y condujo a toda velocidad hasta el despacho de Jobs. Cuando le informaron de que se había ido al restaurante Good Earth, se fue a buscarlo y se encaró con él mientras salía de allí con Debi Coleman y otros partidarios del equipo del Macintosh.

«Steve, ¿puedo hablar contigo? —quiso saber. Él se quedó boquiabierto—. ¿Tienes idea del privilegio que supone llegar siquiera a conocer a alguien tan bueno como John Sculley? —prosiguió. Él evitó su mirada—. ¿No vas ni a mirarme a los ojos cuando te hablo? —preguntó. Sin embargo, cuando Jobs lo hizo, con su mirada impasible y ensayada, ella dio un paso atrás—. No importa, no hace falta que me mires —afirmó—. Cuando miro a los ojos de la mayoría de la gente, veo un alma. Cuando miro a los tuyos veo un pozo sin fondo, un hueco vacío, una zona muerta». Tras esto, se marchó.

Sábado, 25 de mayo: Mike Murray acudió a la casa de Jobs en Woodside para ofrecerle algunos consejos. Le pidió que considerase la posibilidad de aceptar su función como un visionario de los nuevos productos, que fundara AppleLabs y se apartara de la sede central de la empresa. Jobs parecía dispuesto a reflexionar sobre aquello, pero primero tenía que arreglar su relación con Sculley, así que cogió el teléfono y sorprendió a su rival con una oferta de paz. Jobs le preguntó si podían reunirse la tarde siguiente y dar un paseo por las colinas que rodean la Universidad de Stanford. Ya habían caminado por allí en el pasado, en épocas más felices, y quizá con un paseo por la zona podrían arreglar las cosas.

Jobs no sabía que Sculley le había contado a Eisenstat que quería dimitir, pero para entonces ya no tenía importancia. Sculley lo había consultado con la almohada y había cambiado de opinión. Había decidido quedarse, y a pesar del encontronazo del día anterior, todavía deseaba caerle bien a Jobs, así que accedió a encontrarse con él la tarde siguiente.

Si Jobs estaba preparándose para una reconciliación, desde luego no lo demostró con la elección de la película que quería ver con Murray aquella noche. Eligió Patton, la historia épica de un general nunca dispuesto a rendirse. Sin embargo, le había prestado su copia del vídeo a su padre, que en una ocasión había trasladado tropas para ese mismo general, así que condujo a la casa de su infancia junto con Murray para recuperarla. Sus padres no estaban allí y él no tenía llave. Rodearon la vivienda hasta la parte trasera, buscaron puertas o ventanas abiertas y al final se dieron por vencidos. En el videoclub no tenían ninguna copia de Patton disponible, así que al final tuvo que contentarse con la película El riesgo de la traición.

Domingo, 26 de mayo: tal y como habían planeado, Jobs y Sculley se reunieron en la parte trasera del campus de Stanford el domingo por la tarde y estuvieron caminando durante varias horas entre las onduladas colinas y los pastos para caballos. Jobs reiteró su ruego de conservar un puesto desde el que tuviera poder de decisión operativo en Apple. En esta ocasión, Sculley se mantuvo firme y le repitió una y otra vez que no era posible. Le rogó que aceptara la función de ser un visionario de nuevos productos con un laboratorio independiente para él solo, pero Jobs rechazó la propuesta porque, según él, aquello lo relegaría al papel de una mera figura decorativa. En un gesto que desafiaba cualquier conexión con la realidad y que habría resultado sorprendente en cualquiera que no fuera Jobs, este contraatacó con la propuesta de que Sculley le cediera a él todo el control de la compañía. «¿Por qué no te conviertes en el presidente del consejo y yo paso a ser presidente de la empresa y consejero delegado?», preguntó. A Sculley le sorprendió que planteara aquello con toda seriedad.

«Steve, eso no tiene ningún sentido», repuso Sculley. Entonces Jobs propuso que dividieran los deberes de la dirección de la compañía, con él en el apartado de los productos y Sculley en las áreas de marketing y gestión. El consejo no solo le había dado ánimos a Sculley, le había ordenado que pusiera a Jobs en su sitio. «Solo una persona puede dirigir la compañía —contestó—. Yo cuento con el apoyo necesario y tú no». Al final, se estrecharon la mano y Jobs accedió de nuevo a pensar en aceptar su papel como desarrollador de nuevos productos.

En el camino de vuelta, Jobs hizo una parada en casa de Mike Markkula. No estaba allí, así que le dejó un mensaje en el que lo invitaba a cenar al día siguiente. También iba a invitar al núcleo duro de sus partidarios del equipo del Macintosh. Esperaba que juntos pudieran persuadir a Markkula de lo absurdo de apoyar a Sculley.

Lunes, 27 de mayo: el Día de los Caídos resultó cálido y soleado. Los fieles del equipo del Macintosh —Debi Coleman, Mike Murray, Susan Barnes y Bob Belleville— llegaron a la casa de Jobs en Woodside una hora antes de la cena para preparar su estrategia. Reunidos en el patio mientras se ponía el sol, Coleman le dijo a Jobs, igual que había hecho Murray, que debía aceptar la oferta de Sculley de convertirse en un visionario y crear AppleLabs. De todos los miembros del círculo íntimo de Jobs, Coleman era la más dispuesta a mostrarse realista. En el nuevo plan organizativo, Sculley la había ascendido para que dirigiera el departamento de producción, porque sabía que su lealtad era para con Apple y no solamente hacia Jobs. Algunos de los otros se mostraban más duros. Querían pedirle a Markkula que apoyara un proyecto de reorganización según el cual Jobs quedaría al mando, o al menos tendría el control operativo del departamento de productos.

Cuando apareció Markkula, accedió a escuchar las propuestas con una condición: Jobs tenía que permanecer en silencio. «Lo cierto es que quise escuchar las ideas del equipo del Macintosh, no ver como Jobs los reclutaba para una rebelión», recordaba. Cuando comenzó a hacer frío, accedieron al interior de la mansión, apenas amueblada, y se sentaron en torno a la chimenea. El cocinero de Jobs preparó una pizza vegetariana con trigo integral, que se sirvió sobre una mesa de cartón. Markkula, por su parte, picoteó de una pequeña caja de madera llena de cerezas de la zona que Jobs tenía guardada. En lugar de dejar que aquello se convirtiera en una sesión de quejas, Markkula les hizo concentrarse en aspectos muy específicos de la gestión, como cuál había sido el problema a la hora de producir el programa FileServer y por qué el sistema de distribución del Macintosh no había respondido adecuadamente al cambio de la demanda. Cuando acabaron, Markkula aseguró sin rodeos que no iba a apoyar a Jobs. «Yo dije que no iba a respaldar su plan, y esa era mi última palabra —recordaba—. Sculley era el jefe. Ellos estaban enfadados y alterados y querían montar una revolución, pero no es así como se hacen las cosas».

Mientras tanto, Sculley también pasaba el día en busca de consejo. ¿Debía ceder a las peticiones de Jobs? Casi todas las personas a las que había consultado afirmaron que era una locura pensar siquiera en ello. Incluso el hecho de plantear esas preguntas ya lo hacía parecer vacilante y tristemente ansioso por recuperar el afecto de Jobs. «Tienes nuestro apoyo —le recordó uno de los directivos—, pero confiamos en que demuestres un liderazgo fuerte. No puedes dejar que Steve vuelva a un puesto con control operativo».

Martes, 28 de mayo: envalentonado por sus partidarios y con su ira reavivada tras enterarse por Markkula de que Steve había pasado la noche anterior tratando de derrocarlo, Sculley entró en el despacho de Jobs el martes por la mañana para enfrentarse a él. Dijo que ya había hablado con los miembros del consejo y que contaba con su apoyo. Quería que Jobs se fuera. Entonces condujo hasta la casa de Markkula, donde le mostró una presentación de sus planes de reorganización. Markkula planteó algunas preguntas muy concretas y al final le dio su bendición a Sculley. Cuando este regresó a su despacho, llamó a los demás miembros del consejo para comprobar que seguía contando con su apoyo. Así era.

En ese momento llamó a Jobs para asegurarse de que él lo había entendido. El consejo había dado su aprobación final a sus planes de reorganización, que iban a tener lugar esa semana. Gassée iba a hacerse con el control de su amado Macintosh y de otros productos, y no había ningún otro departamento para que Jobs lo dirigiera. Sculley todavía trataba de mostrarse algo conciliador. Le dijo a Jobs que podía quedarse con el título de presidente del consejo y pensar en nuevos productos, pero sin responsabilidades operativas. Sin embargo, a esas alturas ya ni siquiera se consideraba la posibilidad de comenzar un proyecto como AppleLabs.

Al final, Jobs acabó por aceptarlo. Se dio cuenta de que no había forma de recurrir la decisión, no había manera de distorsionar la realidad. Rompió a llorar y comenzó a realizar llamadas de teléfono: a Bill Campbell, a Jay Elliot, a Mike Murray y otros. Joyce, la esposa de Murray, estaba manteniendo una conversación telefónica con el extranjero cuando llamó Jobs; la operadora la interrumpió y dijo que era una emergencia. Joyce respondió a la operadora que más valía que fuera importante. «Lo es», oyó decirle a Jobs. Cuando Murray se puso al aparato, Jobs estaba llorando. «Todo se ha acabado», dijo, y entonces colgó.

A Murray le preocupaba que el abatimiento llevara a Jobs a cometer alguna locura, así que lo llamó por teléfono. Al no obtener respuesta, condujo hasta Woodside. Cuando llamó a la puerta nadie contestó, así que se dirigió a la parte trasera, subió algunos escalones exteriores y echó un vistazo a su habitación. Allí estaba Jobs, tumbado en un colchón de su cuarto sin amueblar. Jobs dejó pasar a Murray y estuvieron hablando casi hasta el amanecer.

Miércoles, 29 de mayo: Jobs consiguió por fin la cinta de Patton y la vio el miércoles por la noche, pero Murray le previno para que no preparase otra batalla. En vez de eso, le pidió que fuera el viernes a escuchar el anuncio de Sculley sobre el nuevo plan de reorganización. No le quedaba más remedio que actuar como un buen soldado en lugar de como un comandante rebelde.

DEAMBULANDO POR EL MUNDO

Jobs se sentó en silencio en la última fila del auditorio para ver cómo Sculley les explicaba a las tropas el nuevo plan de batalla. Hubo muchas miradas de reojo, pero pocos lo saludaron y nadie se acercó para ofrecer una muestra pública de afecto. Se quedó mirando fijamente y sin pestañear a Sculley, quien años después todavía recordaba «la mirada de desprecio de Steve». «Es implacable —comentó—, como unos rayos X que te penetran hasta los huesos, hasta el punto en el que te sientes desvalido, frágil y mortal». Durante un instante, mientras se encontraba en el escenario y fingía no darse cuenta de la presencia de Jobs, Sculley recordó un agradable viaje que habían realizado un año antes a Cambridge, en Massachusetts, para visitar al héroe de Jobs, Edwin Land. Aquel hombre había sido destronado de Polaroid, la empresa que creara años antes, y Jobs le había comentado a Sculley con disgusto: «Todo lo que hizo fue perder unos cuantos cochinos millones y le arrebataron su propia compañía». Ahora, Sculley pensó que era él quien le estaba arrebatando a Jobs su empresa.

Sin embargo, prosiguió con su presentación y siguió haciendo caso omiso de Jobs. Cuando pasó al esquema organizativo, presentó a Gassée como el nuevo director del grupo combinado del Macintosh y el Apple II. En el esquema había un pequeño recuadro con el título «presidente» del que no salía ninguna línea a otros puestos, ni a Sculley ni a nadie más. Sculley señaló brevemente que en aquel puesto Jobs desempeñaría la función de «visionario global». Sin embargo, siguió sin hacer referencia a la presencia de Jobs en la sala. Se oyeron algunos aplausos forzados.

Hertzfeld se enteró de las noticias a través de un amigo y, en una de sus pocas visitas desde su dimisión, regresó a la sede central de Apple. Quería lamentarse junto con los miembros de su viejo grupo que todavía quedaban por allí. «Para mí todavía resultaba inconcebible que el consejo pudiera echar a Steve, claramente el alma de la compañía, por difícil que pudiera llegar a resultar tratar con él —recordaría—. Unos cuantos miembros del grupo del Apple II a quienes les molestaba la actitud de superioridad de Steve parecían eufóricos, y algunos otros veían aquella reorganización como una oportunidad para progresar en sus carreras, pero la mayoría de los empleados de Apple se mostraban sombríos, deprimidos e inseguros acerca de lo que les deparaba el futuro». Por un instante, Hertzfeld pensó que Jobs podría haber accedido a crear AppleLabs. Fantaseó con que entonces él volvería para trabajar bajo sus órdenes. Sin embargo, aquello nunca sucedió.

Jobs se quedó en casa durante los días siguientes, con las persianas bajadas, el contestador automático encendido y las únicas visitas de su novia, Tina Redse. Durante horas y horas, se quedó allí escuchando sus cintas de Bob Dylan, especialmente «The Times They Are A-Changin’». Había recitado la segunda estrofa el día en que presentó el Macintosh ante los accionistas de Apple, dieciséis meses antes. Aquella cita tenía un buen final: «Porque el que ahora pierde / ganará después…».

Un escuadrón de rescate de su antigua banda del Macintosh llegó para disipar aquel ambiente sombrío el domingo por la noche, encabezado por Andy Hertzfeld y Bill Atkinson. Jobs tardó un rato en abrirles la puerta, y a continuación los llevó a un cuarto junto a la cocina que era una de las pocas estancias amuebladas de la casa. Con la ayuda de Redse, les sirvió un poco de comida vegetariana que había pedido por teléfono. «Bueno, ¿entonces qué ha pasado? —preguntó Hertzfeld—. ¿Es tan malo como parece?».

«No, es peor. —Jobs hizo una mueca—. Es mucho peor de lo que puedas imaginarte». Culpó a Sculley por haberlo traicionado y afirmó que Apple no iba a ser capaz de funcionar sin él. Se quejó de que sus atributos como presidente eran completamente ceremoniales. Lo habían expulsado de su despacho en el Bandley 3 para trasladarlo a un edificio pequeño y casi vacío al que él llamaba «Siberia». Hertzfeld cambió de tema para centrarse en tiempos más felices, y todos comenzaron a recordar con nostalgia el pasado.

Dylan había publicado a principios de aquella semana un nuevo álbum, Empire Burlesque, y Hertzfeld llevó una copia que escucharon en el tocadiscos de alta tecnología de Jobs. La canción más destacada, «When the Night Comes Falling from the Sky», con su mensaje apocalíptico, parecía apropiada para la velada, pero a Jobs no le gustó. Le parecía que sonaba casi como a música de discoteca, y aseguró con tono sombrío que Dylan había ido decayendo desde Blood on the Tracks, así que Hertzfeld movió la aguja hasta la última canción del disco, «Dark Eyes», que era un tema acústico sencillo en el que Dylan cantaba únicamente con una guitarra y una armónica. Era una canción triste y lenta, y Hertzfeld esperaba que le recordara a Jobs los primeros temas del cantante que tanto adoraba. Sin embargo, a Jobs tampoco le gustó, y ya no tenía ganas de escuchar el resto del álbum.

La exagerada reacción de Jobs resultaba comprensible. Sculley había sido en una ocasión como un padre para él, igual que Mike Markkula y Arthur Rock. En el transcurso de la semana, los tres lo habían abandonado. «Aquello trajo de vuelta ese sentimiento tan enraizado de que lo abandonaron cuando era pequeño —comentó su amigo y abogado George Riley—. Forma parte intrínseca de su propia mitología, y define quién es ante sí mismo». Cuando se vio rechazado por aquellas figuras paternas, tales como Markkula y Rock, volvió a sentirse abandonado. «Me sentí como si me hubieran dado un puñetazo, como si me hubiera quedado sin aliento y no pudiera respirar», recordaba Jobs años después.

Perder el apoyo de Arthur Rock resultó especialmente doloroso. «Arthur había sido como un padre para mí —comentaría Jobs más tarde—. Me tomó bajo su ala». Rock le había enseñado el mundo de la ópera, y su esposa y él lo habían acogido en San Francisco y en Aspen. Jobs, que nunca fue muy dado a hacer regalos, le llevaba algún detalle a Rock de vez en cuando, como por ejemplo un walkman de Sony al volver de Japón. «Recuerdo que un día iba por San Francisco y le dije: “Dios mío, qué feo es ese edificio del Bank of America”, y Rock me contestó: “No, es uno de los mejores edificios que hay”, y a continuación me enseñó por qué; él tenía razón, por supuesto». Incluso pasados varios años, los ojos de Jobs se llenaban de lágrimas al recordar la historia. «Prefirió a Sculley antes que a mí. Aquello me dejó completamente helado. Nunca pensé que fuera a abandonarme».

Lo peor de todo era que ahora su adorada compañía se encontraba en manos de un hombre al que consideraba un capullo. «El consejo pensaba que yo no podía dirigir una empresa, y estaban en su derecho de tomar aquella decisión —afirmó—. Pero cometieron un error. Deberían haber separado la elección de qué hacer conmigo y qué hacer con Sculley. Deberían haber despedido a Sculley, incluso si no creían que yo estuviera preparado para dirigir Apple». E incluso cuando su melancolía se fue atenuando lentamente, su enfado con Sculley —su sensación de haber sido traicionado— se acrecentó, algo que sus amigos mutuos trataron de suavizar. Una tarde del verano de 1985, Bob Metcalfe, que había coinventado la Ethernet mientras se encontraba en el Xerox PARC, los invitó a los dos a su nueva casa en Woodside. «Fue un terrible error —recordaba—. John y Steve se quedaron en extremos opuestos de la casa, no se dirigieron la palabra y yo me di cuenta de que no podía hacer nada para arreglarlo. Steve, que puede ser un gran pensador, también es capaz de comportarse como un auténtico cretino con los demás».

La situación empeoró cuando Sculley le comentó a un grupo de analistas que consideraba a Jobs irrelevante para la compañía, a pesar de su cargo de presidente. «Desde el punto de vista del control operacional, no hay sitio ni ahora ni en el futuro para Steve Jobs —aseguró—. No sé qué piensa hacer». Aquella rotunda afirmación conmocionó al grupo, y un grito ahogado de asombro recorrió la sala.

Jobs pensó que marcharse a Europa podría ser de ayuda, así que en junio se dirigió a París, donde habló en un acto organizado por Apple y acudió a una cena en honor del vicepresidente estadounidense, George H. W. Bush. Desde allí se fue a Italia, donde su novia de aquel momento y él atravesaron las colinas de la Toscana y Jobs compró una bicicleta para poder pasar algo de tiempo montando a solas. En Florencia, Jobs se empapó de la arquitectura de la ciudad y la textura de los materiales de construcción. Quedó particularmente impresionado por las losas del suelo, que provenían de la cantera Il Casone, situada junto a la localidad toscana de Firenzuola. Eran de un gris azulado muy relajante, intenso pero agradable. Veinte años después, decidiría que el suelo de la mayoría de las principales tiendas de Apple usara aquella arenisca de la cantera Il Casone.

El Apple II estaba a punto de salir al mercado en Rusia, así que Jobs se dirigió a Moscú, donde se encontró con Al Eisenstat. Allí se enfrentaron con algunos problemas para obtener la aprobación de Washington sobre ciertas licencias de exportación que necesitaban, así que visitaron al agregado comercial de la embajada estadounidense en Moscú, Mike Merwin. Este les advirtió de que existían leyes estrictas que prohibían compartir tecnología con los soviéticos. Jobs estaba molesto. En la reunión de París, el vicepresidente Bush lo había animado a introducir ordenadores en Rusia para «fomentar una revolución desde abajo». Mientras cenaban en un restaurante georgiano especializado en shish kebabs, Jobs prosiguió con su perorata. «¿Cómo puede sugerir que esto viola las leyes estadounidenses cuando es algo que favorece tan claramente nuestros intereses?», le preguntó a Merwin. «Si ponemos los Mac en manos de los rusos, podrían imprimir todos sus periódicos», contestó este.

Jobs también mostró su lado más batallador en Moscú cuando insistió en hablar de Trotsky, el carismático revolucionario que había perdido el favor de Stalin y a quien este había mandado asesinar. En un momento dado, un agente de la KGB que le había sido asignado le sugirió moderar su fervor. «No debe hablar de Trotsky —le indicó—. Nuestros historiadores han estudiado la situación y ya no creemos que sea un gran hombre». Aquello empeoró las cosas. Cuando llegaron a la Universidad Estatal de Moscú para dirigirse a los estudiantes de informática, Jobs comenzó su discurso con una alabanza a Trotsky. Era un revolucionario con el que Jobs podía identificarse.

Jobs y Eisenstat asistieron a la fiesta de celebración del 4 de Julio en la embajada estadounidense, y en su carta de agradecimiento al embajador, Arthur Hartman, Eisenstat advirtió de que Jobs planeaba proseguir las operaciones de Apple en Rusia con mayor vigor al año siguiente. «Estamos planeando la posibilidad de regresar a Moscú en septiembre». Por un instante, pareció que las esperanzas de Sculley de que Jobs se convirtiera en un «visionario global» para la compañía fueran a hacerse realidad. Sin embargo, aquello no fue posible. Septiembre lo aguardaba con acontecimientos muy diferentes.