El nacimiento del Mac
Dices que quieres una revolución…
EL BEBÉ DE JEF RASKIN
Jef Raskin era el tipo de persona que podía cautivar a Steve Jobs. O irritarlo. Por lo visto, logró ambas cosas. Raskin tenía un temperamento filosófico y podía mostrarse a la vez risueño y serio. Había estudiado informática, impartido clases de música y artes gráficas, dirigido una compañía de ópera de cámara y organizado un teatro subversivo. Su tesis doctoral, presentada en 1967 en la Universidad de California en San Diego, defendía que los ordenadores debían contar con interfaces gráficas en lugar de interfaces de comandos de texto. Cuando se hartó de ser profesor, alquiló un globo aerostático, sobrevoló la casa del rector y desde allí le comunicó a gritos su decisión de dimitir.
Cuando Jobs andaba buscando a alguien que escribiera un manual para el Apple II en 1976, llamó a Raskin, que tenía un pequeño gabinete de consultoría propio. Raskin llegó al garaje, vio a Wozniak trabajando como una hormiguita sobre el banco de trabajo, y Jobs le convenció de que escribiera el manual por 50 dólares. Acabaría convirtiéndose en director del departamento de publicaciones de Apple. Uno de sus sueños era construir un ordenador económico para las masas, y en 1979 convenció a Mike Markkula para que lo pusiera a cargo del diminuto proyecto semioficial y semiclandestino bautizado como «Annie». Como a Raskin le parecía que resultaba sexista poner nombres de mujer a los ordenadores, renombró el proyecto en honor a su variedad favorita de manzana, la McIntosh. Sin embargo, cambió a propósito la ortografía de la palabra para que no entrara en conflicto con el fabricante de equipos de sonido McIntosh Laboratory. El ordenador de aquel proyecto pasó a conocerse como Macintosh.
Raskin quería crear una máquina que se vendiera por 1.000 dólares y que fuera una herramienta sencilla, con la pantalla, el teclado y la unidad de procesamiento en un mismo equipo. Para mantener los costes controlados, propuso una pantalla diminuta de cinco pulgadas y un microprocesador muy barato y de poca potencia, el Motorola 6809. Raskin, que se veía a sí mismo como un filósofo, escribía sus pensamientos en un cuaderno cada vez más abultado al que llamaba El libro del Macintosh. También redactaba manifiestos de vez en cuando. Uno de ellos, titulado Ordenadores a millones, daba inicio con un deseo: «Si los ordenadores personales han de ser realmente personales, al final lo más probable será que cualquier familia elegida al azar tenga uno en casa».
A lo largo de 1979 y principios de 1980, el proyecto Macintosh llevó una existencia discreta. Cada pocos meses pendía sobre él la amenaza de la cancelación, pero Raskin siempre lograba convencer a Markkula para que se mostrara clemente. Contaban con un equipo de investigación de solo cuatro ingenieros, situado en el despacho original de Apple, junto al restaurante Good Earth, a unas calles de distancia de la nueva sede central de la compañía. La zona de trabajo estaba tan repleta de juguetes y maquetas de aviones por control remoto (la pasión de Raskin) que parecía una guardería para aficionados a la electrónica. Y de vez en cuando el trabajo se detenía para librar un combate algo desorganizado con pistolas de dardos de espuma. Como narró Andy Hertzfeld, «esto motivó que todo el mundo rodeara su área de trabajo con barricadas de cartón, para que sirvieran como refugio durante los juegos, con lo que parte de la oficina semejaba un laberinto de cartón».
La estrella del equipo era un joven ingeniero autodidacta, rubio, con rasgos angelicales y una intensa personalidad llamado Burrell Smith, que adoraba los códigos diseñados por Wozniak y trataba de alcanzar hazañas igualmente deslumbrantes. Atkinson descubrió a Smith mientras este trabajaba en el departamento de atención al cliente de Apple y, sorprendido por su habilidad para improvisar soluciones, se lo recomendó a Raskin. En años posteriores sucumbiría a la esquizofrenia, pero a principios de la década de 1980 era capaz de canalizar su frenética actividad de ingeniero en rachas de brillantez que duraban semanas enteras.
Jobs estaba cautivado por la visión de Raskin, pero no por su disposición a ceder en aras de mantener un bajo coste. En algún momento del otoño de 1979, Jobs le pidió que se centrara en construir lo que él llamaba una y otra vez un producto «absurdamente genial». «No te preocupes por el precio, tú detállame las funciones que tiene que tener el ordenador», le ordenó. Raskin respondió con una nota sarcástica. En ella se enumeraba todo lo que uno podría desear en un ordenador: una pantalla en color de alta resolución con espacio para 96 caracteres por línea, una impresora sin cinta que pudiera generar cualquier gráfico en color a una velocidad de una página por segundo, acceso ilimitado a la red ARPA, reconocimiento de voz y la capacidad de sintetizar música «e incluso de emular a Caruso cantando con el Coro del Tabernáculo Mormón, con reverberación variable». La nota concluía: «Comenzar por una lista de las funciones deseadas no tiene sentido. Debemos empezar fijando un precio y un conjunto de funciones, y tener controladas la tecnología actual y la de un futuro inmediato». En otras palabras, Raskin no tenía paciencia para adaptarse a la creencia de Jobs de que podías distorsionar la realidad si sentías una pasión suficientemente intensa por tu producto.
Así pues, estaban destinados a entrar en conflicto, especialmente después de que Jobs se viera apartado del proyecto Lisa en septiembre de 1980 y comenzara a buscar algún otro lugar en el que dejar su impronta. Era inevitable que su mirada acabara recayendo en el proyecto Macintosh. Los manifiestos de Raskin acerca de una máquina económica para las masas, con una interfaz gráfica sencilla y un diseño nítido, le llegaron a lo más hondo. Y también era inevitable que, en cuanto Jobs se fijara en el proyecto Macintosh, los días de Raskin pasaran a estar contados. «Steve comenzó a planear lo que él pensaba que debíamos hacer, Jef empezó a mostrarse resentido y al instante quedó claro cuál sería el resultado», recordaba Joanne Hoffman, que formaba parte del equipo del Mac.
El primer conflicto tuvo lugar acerca de la devoción de Raskin por el poco potente microprocesador Motorola 6809. Una vez más, aquel fue un enfrentamiento entre el deseo de Raskin de mantener el precio del Mac por debajo de los 1.000 dólares y la determinación de Jobs de construir una máquina «absurdamente genial». Así pues, Jobs comenzó a presionar para que el Mac se pasara a un microprocesador más potente, el Motorola 68000, que era el que utilizaba el Lisa. Justo antes de la Navidad de 1980, desafió a Burrell Smith, sin decírselo a Raskin, para que presentara un prototipo rediseñado que emplease el nuevo chip. Al igual que habría hecho su héroe, Wozniak, Smith se zambulló en la tarea día y noche y trabajó sin parar durante tres semanas, con todo tipo de impresionantes saltos cualitativos en la programación. Cuando lo logró, Jobs consiguió forzar el cambio al Motorola 68000. Raskin tuvo que disimular su disgusto y recalcular el precio del Mac.
Había en juego un factor más importante. El microprocesador barato de Raskin no habría sido capaz de gestionar los asombrosos gráficos —ventanas, menús, ratón, etcétera— que el equipo había descubierto en sus visitas al Xerox PARC. Raskin había convencido a todo el mundo para que acudiera al Xerox PARC, y le gustaba la idea de la configuración en mapa de bits y las ventanas. Sin embargo, no había quedado prendado de todos los bonitos gráficos e iconos, y detestaba por completo la idea de utilizar un ratón con puntero y botón en lugar del teclado. «Algunas de las personas del proyecto se obsesionaron por tratar de hacerlo todo con el ratón —refunfuñó después—. Otro ejemplo es la absurda aplicación de los iconos. Un icono es un símbolo igualmente incomprensible en todos los lenguajes humanos. Si el ser humano inventó los idiomas fonéticos, es por algo».
El antiguo alumno de Raskin, Bill Atkinson, se puso de parte de Jobs. Ambos querían un procesador potente que pudiera soportar mejores gráficos y el uso de un ratón. «Steve tuvo que apartar a Jef del proyecto —aseguró Atkinson—. Jef era bastante firme y testarudo, y Steve hizo bien en hacerse cargo de la situación. El mundo obtuvo un resultado mejor».
Los desacuerdos eran algo más que disputas filosóficas. Se convirtieron en choques entre sus personalidades. «Le gusta que la gente salte cuando él lo ordena —dijo Raskin en una ocasión—. Me parecía que no era de fiar, y que no le hacía gracia que no lo satisficieran por completo. No parece que le guste la gente que lo ve sin una aureola de admiración». Jobs tampoco valoraba demasiado a Raskin. «Jef era extremadamente pedante —afirmó—. No sabía mucho de interfaces, así que decidí reclutar a algunos miembros de su equipo que sí eran muy buenos, como Atkinson, traer a algunos de mis chicos, hacerme con el control de la situación y construir una versión más económica del Lisa en lugar de un pedazo de chatarra».
A algunos de los miembros del equipo les resultó imposible trabajar con él. «Jobs parece introducir en el proyecto la tensión, los problemas derivados de la política de empresa y los conflictos, en lugar de disfrutar de un remanso de paz ante esas distracciones —escribió un ingeniero en una nota a Raskin en diciembre de 1980—. Disfruto enormemente hablando con él y admiro sus ideas, su perspectiva pragmática y su energía, pero no creo que ofrezca el entorno relajado de apoyo y confianza que yo necesito».
Sin embargo, muchos otros advirtieron que Jobs, a pesar de los defectos de su temperamento, contaba con el carisma y la influencia empresarial que los podrían llevar a dejar una marca en el universo. Jobs le dijo a su personal que Raskin solo era un soñador, mientras que él era un hombre de acción que iba a tener el Mac acabado en cuestión de un año. Quedó claro que quería vengarse por haberse visto apartado del grupo del Lisa y que se sentía estimulado por la competición. Apostó públicamente 5.000 dólares con John Couch a que el Mac estaría listo antes que el Lisa. «Podemos fabricar un ordenador más barato y mejor que el Lisa, y podemos sacarlo antes que ellos al mercado», arengó a su equipo.
Jobs reafirmó su control sobre el grupo al cancelar un seminario que Raskin debía impartir a la hora de comer ante toda la compañía en febrero de 1981. Raskin acudió a la sala de conferencias de todas formas y descubrió que había allí unas cien personas esperando para escucharlo. Jobs no se había molestado en notificarle a nadie más su orden de cancelación, así que Raskin siguió adelante y dio su charla. Aquel incidente llevó a Raskin a enviarle una virulenta nota a Mike Scott, de nuevo ante la difícil tesitura de ser un presidente que trataba de manejar al temperamental cofundador de la compañía y a uno de sus principales accionistas. El texto se titulaba «Trabajar para/con Steve Jobs», y en él Raskin afirmaba:
Es un directivo horrible. […] Siempre me gustó Steve, pero he descubierto que resulta imposible trabajar con él. […] Jobs falta con regularidad a sus citas. Esto es algo tan conocido que ya es casi un chiste común entre los trabajadores. […] Actúa sin pensar y con criterios erróneos. […] No reconoce los méritos de aquellos que lo merecen. […] Muy a menudo, cuando le presentan una nueva idea, la ataca de inmediato y asegura que es inútil o incluso estúpida, que ha sido una pérdida de tiempo trabajar en ella. Esto, por sí mismo, ya es muestra de una mala gestión, pero si la idea es buena, no tarda en hablarle a todo el mundo de ella como si hubiera sido suya. […] Interrumpe a los demás y no escucha.
Esa tarde, Scott llamó a Jobs y a Raskin para que se enfrentaran ante Markkula. Jobs comenzó a llorar. Raskin y él solo se pusieron de acuerdo en una cosa: ninguno de ellos podía trabajar para el otro. En el proyecto de Lisa, Scott se había puesto de parte de Couch. En esta ocasión, decidió que lo mejor era dejar que ganara Jobs. Al fin y al cabo, el Mac era un proyecto de desarrollo menor situado en un edificio lejano que podía mantener a Jobs ocupado y alejado de la sede principal. A Raskin le pidieron que se tomara una temporada de permiso. «Querían contentarme y darme algo que hacer, lo cual me parecía bien —recordaba Jobs—. Para mí era como regresar al garaje. Tenía mi propio equipo con gente variopinta y estaba al mando».
Puede que la expulsión de Raskin parezca injusta, pero al final acabó siendo buena para el Macintosh. Raskin quería una aplicación con poca memoria, un procesador anémico, una cinta de casete, ningún ratón y unos gráficos mínimos. A diferencia de Jobs, quizá hubiera sido capaz de mantener ajustados los precios hasta unos 1.000 dólares, y aquello podría haber ayudado a Apple a ganar algo de cuota de mercado. Sin embargo, no podría haber logrado lo que hizo Jobs, que fue crear y comercializar una máquina que transformó el mundo de los ordenadores personales. De hecho, podemos ver adónde lleva ese otro camino que no tomaron. Raskin fue contratado por Canon para construir la máquina que él quería. «Fue el Canon Cat, y resultó un fracaso absoluto —comentó Atkinson—. Nadie lo quería. Cuando Steve convirtió el Mac en una versión compacta del Lisa, lo transformó en una plataforma informática, más que un electrodoméstico casero».[2]
LAS TORRES TEXACO
Unos días después de que se marchara Raskin, Jobs apareció por el cubículo de Andy Hertzfeld, un joven ingeniero del equipo del Apple II con rasgos angelicales y una actitud angelical, un poco como su colega Burrell Smith. Hertzfeld recordaba que la mayoría de sus colegas temían a Jobs «por sus arranques de cólera y su tendencia a decirle a todo el mundo exactamente lo que pensaba, lo que en muchos casos no era demasiado positivo». Sin embargo, a Hertzfeld le entusiasmaba aquel hombre. «¿Eres bueno? —preguntó Jobs nada más entrar—. Solo queremos a los mejores en el Mac, y no estoy seguro de si eres lo suficientemente bueno». Hertzfeld sabía cómo debía contestar. «Le dije que sí, que pensaba que era lo bastante bueno».
Jobs se marchó y Hertzfeld volvió a su trabajo. Esa misma tarde, lo sorprendió mirando por encima de la pared de su cubículo. «Te traigo buenas noticias —anunció—. Ahora trabajas en el equipo del Mac. Ven conmigo».
Hertzfeld respondió que necesitaba un par de días más para acabar el producto en el que estaba trabajando para el Apple II. «¿Qué es más importante que trabajar en el Macintosh?», quiso saber Jobs. Hertzfeld le explicó que necesitaba darle forma a su programa de DOS para el Apple II antes de podérselo pasar a alguien más. «¡Estás perdiendo el tiempo con eso! —contestó Jobs—. ¿A quién le importa el Apple II? El Apple II estará muerto en unos años. ¡El Macintosh es el futuro de Apple, y vas a ponerte con ello ahora mismo!». Y acto seguido, Jobs desenchufó el cable de su Apple II, lo que hizo que el código en el que estaba trabajando se desvaneciera. «Ven conmigo —ordenó—. Voy a llevarte a tu nuevo despacho». Jobs se llevó a Hertzfeld, con ordenador y todo, en su Mercedes plateado hasta las oficinas de Macintosh. «Aquí está tu nuevo despacho —anunció, dejándolo caer en un hueco junto a Burrell Smith—. ¡Bienvenido al equipo del Mac!». Cuando Hertzfeld abrió el primer cajón, descubrió que la mesa había sido la de Raskin. De hecho, Raskin se había marchado tan apresuradamente que algunos de los cajones todavía estaban llenos de sus trastos, incluidos sus aviones de juguete.
En la primavera de 1981, el criterio principal de Jobs a la hora de reclutar a gente para a formar parte de su alegre banda de piratas era el de asegurarse que sintieran una auténtica pasión por el producto. En ocasiones llevaba un candidato a una sala donde había un prototipo del Mac cubierto por una tela, lo descubría con teatralidad y observaba la escena. «Si se les iluminaban los ojos, si se lanzaban derechos a por el ratón y comenzaban a moverlo y a pulsarlo, Steve sonreía y los reclutaba —recordaba Andrea Cunningham—. Quería que todos gritaran sorprendidos ante el Mac».
Bruce Horn era uno de los programadores del Xerox PARC. Cuando algunos de sus amigos, como Larry Tesler, decidieron unirse al grupo del Macintosh, Horn se planteó la posibilidad de marcharse también. Sin embargo, había recibido una buena oferta con una bonificación inicial de 15.000 dólares para entrar a trabajar en otra empresa. Jobs lo llamó un viernes por la noche. «Tienes que venir a Apple mañana por la mañana —le soltó—. Tengo un montón de cosas que enseñarte». Horn lo hizo, y Jobs lo cautivó. «Steve tenía una enorme pasión por construir un artilugio increíble que pudiera cambiar el mundo —recordaba Horn—. Solo con la pura fuerza de su personalidad me hizo cambiar de opinión». Jobs le mostró a Horn los detalles de cómo se moldearía el plástico y se ensamblaría en ángulos perfectos, y el buen aspecto que tendría el teclado integrado. «Quería que viera que todo aquel asunto ya estaba en marcha y que estaba bien pensado de principio a fin. “Vaya —me dije—, no veo ese tipo de pasión todos los días”. Así que me uní a ellos».
Jobs trató incluso de recuperar a Wozniak. «Me molestaba el hecho de que él no hubiera estado trabajando demasiado, pero entonces pensé: “Qué demonios, yo no estaría aquí sin su genio”», contaba Jobs tiempo después. Sin embargo, a poco de haber empezado a interesar a Wozniak en el Mac, este estrelló su nuevo Beechcraft monomotor durante un despegue cerca de Santa Cruz. Sobrevivió por poco y acabó con amnesia parcial. Jobs pasó mucho tiempo con él en el hospital, pero cuando Wozniak se recuperó, pensó que había llegado la hora de tomarse un respiro y apartarse de Apple. Diez años después de abandonar los estudios en Berkeley, decidió regresar allí para acabar la licenciatura, y se matriculó con el nombre de Rocky Raccoon Clark.
Para que el proyecto fuera realmente suyo, Jobs decidió que su nombre en clave ya no debía ser el de la manzana favorita de Raskin. En varias entrevistas, Jobs se había estado refiriendo a los ordenadores como una bicicleta para la mente: la capacidad de los humanos para crear la bicicleta les permitía moverse con mayor eficacia que un cóndor, y, de igual modo, la capacidad de crear ordenadores iba a multiplicar la eficacia de sus mentes. Así pues, un día Jobs decretó que en adelante el Macintosh pasaría a ser conocido como «la Bicicleta». Aquello no fue demasiado bien recibido. «Burrell y yo pensamos que aquella era la idea más tonta que jamás habíamos oído, y sencillamente nos negamos a utilizar el nuevo nombre», recordaba Hertzfeld. En menos de un mes, la propuesta quedó desestimada.
A principios de 1981, el equipo del Mac había crecido hasta unas veinte personas, y Jobs pensó que debían tener unas oficinas mayores, así que trasladó a todo el mundo a la segunda planta de un edificio con planchas de madera marrón de dos alturas, a unas tres calles de distancia de la sede central de Apple. Estaba cerca de una gasolinera de Texaco, y por lo tanto pasó a ser conocido como «las Torres Texaco». Recurrieron a Daniel Kottke, aún resentido por las pocas opciones sobre acciones recibidas, para que montara algunos prototipos del ordenador. Bud Tribble, el principal desarrollador de software, creó una pantalla de arranque en la que aparecía un simpático «¡hola!». Jobs sentía que la oficina debía estar más animada, así que le ordenó a su gente que fuera a comprar un equipo de música. «Burrell y yo corrimos inmediatamente a comprar un radiocasete plateado, antes de que pudiera cambiar de opinión», recordaba Hertzfeld.
El triunfo de Jobs pronto fue total. Unas semanas después de vencer en su lucha de poder con Raskin por hacerse con el control de la división del Mac, ayudó a expulsar a Mike Scott de su puesto de presidente de Apple. Scotty se había vuelto cada vez más impredecible. Podía mostrarse intimidante y comprensivo según el caso. Acabó por perder la mayor parte del apoyo de los empleados cuando los sorprendió con una ronda de despidos perpetrados con una crueldad nada común en él. Además, había comenzado a sufrir toda una serie de afecciones, desde infecciones oculares hasta narcolepsia. Así que, mientras Scott se encontraba de vacaciones en Hawai, Markkula llamó a todos los directivos de alto nivel para preguntar si debían sustituirlo por otra persona. La mayoría de ellos, incluidos Jobs y John Couch, dijeron que sí. Por tanto, Markkula asumió el cargo de forma provisional y mostró una actitud bastante pasiva. Jobs descubrió que ahora tenía carta blanca para hacer lo que quisiera con el grupo del Mac.