El iPhone
Tres productos revolucionarios en uno
UN IPOD QUE REALIZA LLAMADAS
En 2005, las ventas del iPod se habían disparado. Ese año vendió la asombrosa cifra de veinte millones de unidades, cuadruplicando la cantidad del año anterior. Aquel producto estaba siendo cada vez más importante para el balance final de la empresa, el 45% de sus ingresos en 2005, y también fomentaba la imagen moderna y actual de la compañía, gracias a lo cual incrementaba las ventas de los Macs.
Pero eso tenía preocupado a Jobs. «Siempre estaba obsesionándose acerca de qué podría desbaratar nuestra situación», recordaba Art Levinson, miembro del consejo de administración. Jobs había llegado a una conclusión: «El dispositivo que puede acabar con nosotros es el teléfono móvil». Según le explicó al consejo, el mercado de las cámaras digitales estaba viniéndose abajo ahora que los teléfonos iban equipados con ellas. Lo mismo podía ocurrirle al iPod si los fabricantes de móviles comenzaban a instalar en ellos reproductores de música. «Todo el mundo lleva un móvil encima, así que eso podría hacer que el iPod resultara innecesario».
Su primera estrategia consistió en hacer algo que, según había reconocido frente a Bill Gates, no formaba parte de su ADN: asociarse con otra compañía. Era amigo de Ed Zander, el nuevo consejero delegado de Motorola, así que comenzó a hablar con él sobre la posibilidad de crear un compañero para el popular RAZR de Motorola, que integraba un teléfono móvil y una cámara digital, de forma que contara también con un iPod. Así nació el ROKR.
Al final, aquel producto acabó por carecer del atractivo minimalismo de un iPod y de la cómoda esbeltez del RAZR. Era feo, difícil de cargar y con un límite arbitrario de cien canciones. Mostraba todos los rasgos característicos de un producto que se hubiera negociado a través de un comité, lo cual iba en contra de la forma en que a Jobs le gustaba trabajar. En lugar de contar con un hardware, un software y unos contenidos bajo el control de una misma compañía, era una mezcla de aportaciones de Motorola, Apple y la empresa de telefonía móvil Cingular. «¿Y llamas a esto el teléfono del futuro?», se burlaba Wired en su portada de noviembre de 2005.
Jobs estaba furioso. «Estoy harto de tratar con empresas estúpidas como Motorola —les dijo a Tony Fadell y a otros asistentes a las reuniones de revisión del iPod—. Hagámoslo nosotros mismos». Había advertido algo extraño acerca de los teléfonos móviles existentes en el mercado: todos eran una porquería, igual que les había ocurrido a los reproductores portátiles de música. «Todos andábamos por ahí quejándonos sobre lo mucho que detestábamos nuestros teléfonos —recordaba—. Eran demasiado complicados. Tenían aplicaciones cuyo funcionamiento nadie podía averiguar, incluida la agenda de direcciones. Era extremadamente complejo». El abogado George Riley recuerda que en algunas reuniones a las que asistía para tratar determinados temas jurídicos, Jobs, que se aburría, le cogía el teléfono móvil y comenzaba a señalar todos los motivos por los cuales era «una basura». Así pues, Jobs y su equipo comenzaron a entusiasmarse ante la posibilidad de fabricar el teléfono que ellos mismos querrían utilizar. «Esa es la mejor motivación de todas», afirmó después Jobs.
Otra motivación era el mercado potencial. En 2005 se vendieron más de 825 millones de teléfonos móviles a todo tipo de consumidores, desde estudiantes de primaria hasta ancianas. Como la mayoría de ellos eran una porquería, había espacio para un producto moderno y de calidad, igual que había ocurrido con el mercado de los reproductores portátiles de música. Al principio Jobs le asignó el proyecto al grupo de Apple que se encargaba de la estación base inalámbrica AirPort, con la teoría de que aquel también iba a ser un dispositivo inalámbrico. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que se trataba principalmente de un producto de consumo, como el iPod, así que se lo reasignó a Fadell y sus compañeros de equipo.
Su primera propuesta consistió en una modificación del iPod. Trataron de utilizar la rueda como mecanismo para que el usuario se desplazara por las diferentes opciones del teléfono y para que, sin teclado alguno, tratara de pulsar los números deseados. Aquella no era una combinación natural. «Estábamos teniendo muchos problemas con la rueda, especialmente a la hora de teclear los números de teléfono —recordaba Fadell—. Era un sistema pesado y torpe». Aquello funcionaba para desplazarse por la agenda, pero resultaba horrible cuando llegaba la hora de teclear cualquier cosa. El equipo trató de convencerse de que los usuarios iban a llamar principalmente a gente que ya estuviera en su lista de contactos, pero en el fondo ya sabían que aquel sistema no iba a funcionar.
En aquel momento había en marcha un segundo proyecto en Apple: una iniciativa secreta para fabricar una tableta electrónica. En 2005, aquellas propuestas se entrecruzaron y las ideas para la tableta se filtraron en los planes del teléfono. Dicho de otra forma, la idea que dio origen al iPad se plasmó antes en el iPhone, contribuyó a su nacimiento y ayudó a darle forma.
MULTITÁCTIL
Uno de los ingenieros que estaban desarrollando una tableta en Microsoft era el marido de una amiga de Laurene y Steve Jobs, y cuando cumplió cincuenta años organizó una cena a la que los dos estaban invitados junto con Bill y Melinda Gates. Jobs asistió de mala gana. «Steve se mostró bastante cordial conmigo en la cena», recordaba Gates. Sin embargo, «no estuvo especialmente amistoso» con el hombre que celebraba su cumpleaños.
A Gates le molestaba que aquel hombre anduviera revelando constantemente información sobre la tableta que había desarrollado para Microsoft. «Era empleado nuestro y manejaba información cuya propiedad intelectual nos pertenecía», relató Gates. A Jobs también le irritó su comportamiento, que trajo consigo las consecuencias exactas temidas por Gates. Según recordaba Jobs:
Ese tío no hacía más que darme la lata con que Microsoft iba a cambiar completamente el mundo con su software para tabletas electrónicas, que iba a eliminar todos los ordenadores portátiles y que Apple debía hacerse con licencias de uso de su software de Microsoft. Pero todo el diseño de aquel dispositivo estaba mal. Tenía un puntero. En cuanto tienes un puntero, estás muerto. Aquella cena era como la décima vez que me hablaba de ello, y yo estaba tan harto que llegué a casa y me dije: «A la mierda, vamos a enseñarle lo que puede hacer de verdad una tableta».
Jobs llegó a la oficina al día siguiente, reunió a su equipo y afirmó: «Quiero fabricar una tableta, y no puede tener ni puntero ni teclado». Los usuarios debían ser capaces de teclear tocando la pantalla con los dedos. Eso implicaba que la pantalla necesitaba contar con una tecnología conocida como «multitáctil», que le otorgaba la capacidad de procesar múltiples órdenes al mismo tiempo. «¿Vosotros seríais capaces de fabricarme una pantalla multitáctil que se pueda manejar con los dedos?», preguntó. Tardaron unos seis meses, pero al final crearon un prototipo rudimentario, aunque viable. Jobs se lo entregó a otro de los diseñadores de interfaz de usuario de Apple, y este presentó al cabo de un mes la idea del desplazamiento con inercia, que le permite al usuario moverse por la pantalla y deslizar la imagen como si fuera un elemento físico. «Me quedé alucinado», recordaba Jobs.
Jony Ive guardaba un recuerdo diferente sobre el desarrollo de esa novedosa tecnología. Según su versión, su equipo de diseño ya había estado trabajando en un sistema de navegación multitáctil destinado al trackpad del ordenador portátil MacBook Pro, y por entonces experimentaban con la forma de trasladar dicha capacidad a la pantalla de un ordenador. Utilizaron un proyector para mostrar sobre una pared el aspecto que iba a tener. «Esto va a cambiarlo todo», le dijo Ive a su equipo, pero se tomó sus precauciones y no se lo enseñó a Jobs de inmediato, especialmente porque su equipo había estado trabajando en aquel proyecto en su tiempo libre y no quería echar por tierra su entusiasmo. «Como Steve ofrece sus opiniones al instante, no suelo enseñarle las cosas cuando hay más gente delante —recordaba Ive—. Podía soltarte algo como “Esto es una mierda” y rechazar la idea. Yo opino que las ideas son algo muy frágil, así que hay que tener cuidado con ellas cuando se encuentran en su fase de desarrollo. Me di cuenta de que si Jobs hubiera mandado al garete este proyecto habría sido muy triste, porque yo sabía que resultaba muy importante».
Ive preparó la demostración en su sala de reuniones y se la presentó a Jobs en privado, consciente de que era menos probable recibir un juicio apresurado si no había público. Afortunadamente, la idea le encantó. «Esto es el futuro», exclamó con regocijo.
Aquella era, de hecho, una idea tan buena que Jobs se dio cuenta de que podría resolver su problema para crear una interfaz destinada al teléfono móvil que estaban diseñando. Aquel proyecto era mucho más importante, así que interrumpió momentáneamente el desarrollo de la tableta mientras la interfaz multitáctil se adaptaba para una pantalla del tamaño de un teléfono. «Si funcionaba en un teléfono —recordaba—, sabía que podríamos volver a ello y aplicarlo a la tableta».
Jobs convocó a Fadell, Rubinstein y Schiller para que asistieran a una reunión secreta en la sala de conferencias del estudio de diseño, donde Ive ofreció una demostración de la pantalla multitáctil. «¡Guau!», se sorprendió Fadell. A todo el mundo le encantó, pero no estaban seguros de que aquello pudiera funcionar en un teléfono móvil. Decidieron proseguir por dos vías: «P1» era el código que recibió el teléfono que estaban desarrollando con una rueda como la del iPod, y «P2» era la nueva alternativa que empleaba una pantalla multitáctil.
Había una pequeña compañía en Delaware, llamada FingerWorks, que ya se estaba produciendo una línea de trackpads multitáctiles para ordenadores portátiles. La empresa, fundada por dos profesores de la Universidad de Delaware, John Elias y Wayne Westerman, había desarrollado también algunas tabletas con tecnología multitáctil y registrado patentes sobre la forma de traducir varios gestos de los dedos, como los pellizcos o los deslizamientos, y convertirlos en funciones prácticas. A principios de 2005, Apple adquirió discretamente aquella empresa, todas sus patentes y los servicios de sus dos fundadores. FingerWorks dejó de venderles sus productos a otras empresas y comenzó a registrar sus nuevas patentes a nombre de Apple.
Después de seis meses de trabajo con el teléfono P1 de rueda pulsable y el P2 con tecnología multitáctil, Jobs convocó a su círculo más cercano en su sala de conferencias para tomar una decisión. Fadell se había estado esforzando mucho en desarrollar el modelo con rueda, pero reconoció que no habían resuelto el problema de encontrar una forma sencilla de marcar los números para las llamadas. La opción multitáctil resultaba más arriesgada, porque no estaban seguros de que pudiera implementarse adecuadamente, pero también era una alternativa más prometedora y emocionante. «Todos sabemos que esta es la versión que queremos crear —afirmó Jobs señalando la pantalla táctil—, así que hagamos que funcione». Aquel era uno de esos momentos en los que, según su expresión, «se jugaban la compañía», con un gran riesgo y una gran recompensa si tenían éxito.
Un par de miembros del equipo defendieron la opción de contar también con un teclado, en vista de la popularidad de la BlackBerry, pero Jobs vetó aquella idea. Un teclado físico ocuparía espacio de la pantalla, y no sería tan flexible o adaptable como el teclado de una pantalla táctil. «Un teclado de hardware parece una solución sencilla, pero limita las opciones —afirmó—. Piensa en todas las innovaciones que podríamos adaptar si incluyéramos el teclado en la pantalla mediante software. Apostemos por esa idea, y entonces encontraremos la forma de hacer que funcione». El resultado fue un aparato que muestra un teclado numérico cuando quieres teclear un número de teléfono, un teclado alfabético si quieres escribir y todos los botones que puedas necesitar para cualquier actividad concreta. Y entonces todos ellos desaparecen mientras estás viendo un vídeo. Al hacer que el software sustituya al hardware, la interfaz se volvía más fluida y flexible.
Jobs invirtió unas horas todos los días a lo largo de seis meses para ayudar a refinar la presentación de la pantalla. «Es la diversión más compleja de la que he disfrutado nunca —recordaba—. Era como ser uno más durante los ensayos para grabar el disco de Sgt. Pepper». Muchas de las características que hoy parecen sencillas fueron el resultado de varias tormentas de ideas del equipo creativo. Por ejemplo, a los miembros del grupo les preocupaba cómo lograr que el aparato no se pusiera a reproducir música o a realizar una llamada de forma accidental cuando se encontraba metido en un bolsillo. Jobs sentía una aversión congénita hacia los interruptores de encendido y apagado, a los que consideraba «inelegantes». La solución fue la opción de «Deslizar para desbloquear», una función sencilla y divertida que activa el dispositivo cuando se ha quedado en reposo. Otro gran avance fue el sensor que detecta si te has puesto el teléfono contra la oreja, para que esta no active por accidente alguna función. Y, por supuesto, los iconos aparecían con la forma favorita de Jobs, la primitiva que ordenó diseñar a Bill Atkinson para el software del primer Macintosh: rectángulos con las esquinas redondeadas.
Durante una sesión tras otra, con Jobs inmerso en todos los detalles, los miembros del equipo fueron descubriendo formas de simplificar lo que otros teléfonos habían complicado. Añadieron una gran barra para que el usuario pudiera poner en espera una llamada o para realizar teleconferencias, encontraron una manera sencilla de navegar a través del correo electrónico y crearon iconos que se pudieran desplazar horizontalmente para acceder a diferentes aplicaciones. Todas resultaban más sencillas porque podían utilizarse de forma gráfica en la pantalla, en lugar de mediante un teclado integrado en el hardware.
CRISTAL GORILA
Jobs se encaprichaba con ciertos materiales de la misma forma que lo hacía con determinados alimentos. Cuando regresó a Apple en 1997 y comenzó a trabajar en el iMac, se había entusiasmado con todo lo que se podía hacer con el plástico translúcido y de colores. La siguiente fase fue el metal. Ive y él sustituyeron el PowerBook G3, curvo y plástico, por el elegante acabado de titanio del PowerBook G4, que se rediseñó dos años más tarde en aluminio, como si quisieran demostrar lo mucho que les gustaban los diferentes metales. A continuación produjeron un iMac y un iPod nano en aluminio anodizado, es decir, que habían bañado en ácido el metal y lo habían electrificado para que la superficie se oxidara. A Jobs le dijeron que no podrían producirlo en las cantidades necesarias, así que ordenó que se construyera una fábrica en China para que se encargaran de ello. Ive fue allí, en plena epidemia de gripe aviar, para supervisar el proceso. «Me quedé tres meses en una residencia de estudiantes para trabajar en aquel proyecto —recordaba—. Ruby y los demás afirmaron que iba a ser imposible, pero quería hacerlo porque Steve y yo opinábamos que el aluminio anodizado dotaría a los productos de una gran integridad».
A continuación llegó el turno del cristal. «Después de trabajar con el metal, miré a Jony y le dije que debíamos dominar el cristal», comentó Jobs. Para las tiendas de Apple habían creado inmensos ventanales y escaleras de cristal. En el iPhone, el plan original era incluir, como en el iPod, una pantalla plástica. Sin embargo, Jobs decidió que sería mucho mejor —que el aspecto sería mucho más elegante y sólido— si las pantallas fueran de cristal, así que se puso manos a la obra para encontrar una variedad que fuera a la vez fuerte y resistente a los arañazos.
El lugar lógico en el que buscar era Asia, donde se producía el cristal para las tiendas de Apple. Sin embargo, John Seeley Brown, un amigo de Jobs que formaba parte del consejo de la empresa Corning Glass, situada en el estado de Nueva York, le comentó que debía hablar con el consejero delegado de su compañía, un tipo joven y dinámico llamado Wendell Weeks. Así pues, Jobs llamó a la centralita principal de Corning, dijo cómo se llamaba y pidió que lo pasaran con Weeks. Lo atendió un ayudante, que se ofreció a transmitir el mensaje. «No, soy Steve Jobs —replicó—. Pásame con él». El asistente se negó. Jobs llamó a Brown y se quejó de que lo habían sometido a «las sandeces típicas de la Costa Este». Cuando Weeks se enteró, llamó a la centralita principal de Apple y pidió hablar con Jobs. Le indicaron que debía enviar su solicitud por escrito a través de un fax. Cuando le contaron a Jobs lo que había sucedido, decidió que Weeks le caía bien y lo invitó a Cupertino.
Jobs describió el tipo de cristal que Apple quería para el iPhone, y Weeks le informó de que Corning había desarrollado un proceso de intercambio químico en los años sesenta que los había llevado a crear lo que ellos denominaban «cristal gorila». Era increíblemente fuerte, pero nunca llegaron a encontrar un mercado para él, así que Corning dejó de producirlo. Jobs dijo dudar de que fuera suficientemente bueno, y comenzó a explicarle a Weeks cómo se fabricaba el cristal. Aquello pareció divertir a Weeks, que en realidad sabía más que Jobs sobre el tema. «¿Quieres callarte —lo interrumpió— y dejarme que te enseñe algo de ciencia?». Jobs quedó desconcertado y se calló. Su interlocutor se acercó a la pizarra y le dio una clase rápida sobre la química necesaria, que incluía un proceso de intercambio de iones que creaba una capa de compresión sobre la superficie del cristal. Ese dato hizo que Jobs cambiara de opinión. Convencido, aseguró que quería todo el cristal de ese tipo que Corning pudiera producir en seis meses. «No tenemos la capacidad necesaria —replicóWeeks—. Ninguna de nuestras plantas produce ya ese cristal».
«No te preocupes», respondió Jobs. Aquello sorprendió a Weeks, que era un hombre confiado y jovial, pero que no estaba acostumbrado al campo de distorsión de la realidad de Jobs. Trató de explicarle que una falsa confianza no lo ayudaría a superar los desafíos de ingeniería, pero aquella era una premisa que Jobs ya había demostrado en repetidas ocasiones no estar dispuesto a aceptar. Se quedó mirando fijamente a Weeks sin pestañear. «Sí que puedes hacerlo —afirmó—. Hazte a la idea. Puedes hacerlo».
Cuando Weeks narró aquella historia, negaba con la cabeza en actitud perpleja. «Lo hicimos en menos de seis meses —comentó—. Creamos un cristal que no se había fabricado nunca». La fábrica de Corning en Harrisburg, Kentucky, que había estado encargándose de las pantallas de cristal líquido, pasó prácticamente de la noche a la mañana a producir cristal gorila a tiempo completo. «Pusimos a trabajar a nuestros mejores científicos e ingenieros y logramos llevarlo a cabo». En su espacioso despacho, Weeks solo tiene expuesto un recuerdo enmarcado. Es un mensaje que Jobs le envió el día en que el iPhone salió al mercado. «No podríamos haberlo hecho sin ti».
Weeks acabó entablando amistad con Jony Ive, que iba a visitarlo a veces a su casa de vacaciones junto a un lago en el estado de Nueva York. «Puedo entregarle a Jony tipos diferentes de cristal y él es capaz de notar por el tacto que son distintos —señaló Weeks—. Solo el director de investigación de mi empresa puede hacer algo así. Steve adora o detesta enseguida las cosas que le enseñas, pero Jony juega con ellas, reflexiona y se pregunta cuáles son sus matices y sus posibilidades». En 2010, Ive llevó a los miembros principales de su equipo a Corning para que fabricaran cristal bajo las órdenes de los capataces de la empresa. La compañía estaba trabajando ese año en un cristal muchísimo más fuerte, cuyo nombre en clave era «cristal Godzilla», y esperaban ser capaces algún día de poder crear cristales y cerámicas lo suficientemente duros como para que se pudieran utilizar en un iPhone que no necesitara un reborde metálico. «Jobs y Apple nos hicieron mejorar —afirmó Weeks—. Todos somos unos fanáticos de los productos que fabricamos».
EL DISEÑO
En muchos de sus grandes proyectos, como la primera entrega de Toy Story y las tiendas Apple, Jobs solía detener todo el proceso cuando estaba a punto de acabar y decidía introducir algunas modificaciones importantes. Aquello ocurrió también con el diseño del iPhone. El proyecto original contaba con la pantalla de cristal insertada en una cubierta de aluminio. Un lunes por la mañana, Jobs fue a ver a Ive. «Anoche no dormí nada —afirmó— porque me di cuenta de que no me entusiasma esta idea». Aquel era el producto más importante que creaba desde el primer Macintosh, y su aspecto no acababa de convencerlo. Ive, para su propia consternación, se dio cuenta al instante de que Jobs tenía razón. «Recuerdo que me sentí absolutamente avergonzado ante el hecho de que él hubiera tenido que señalarme algo así».
El problema era que el iPhone debía estar completamente centrado en la pantalla, pero en aquel diseño la cubierta competía con ella en lugar de quedar relegada a un puesto secundario. Todo el aparato parecía demasiado masculino, pragmático y eficaz. «Chicos, sé que os habéis estado matando con este diseño durante los últimos nueve meses, pero vamos a cambiarlo —le anunció Jobs al equipo de Ive—. Todos vamos a tener que trabajar por las noches y durante los fines de semana, y si queréis podemos repartir algunas pistolas para que podáis matarnos ahora». En lugar de oponerse, el equipo accedió a los cambios. «Fue uno de los momentos en que más orgulloso me sentí en Apple», recordaba Jobs.
El nuevo diseño acabó consistiendo en un fino bisel de acero inoxidable que permitía que la pantalla de cristal gorila llegara justo hasta el borde. Cada pieza del teléfono parecía rendirse ante la pantalla. El nuevo aspecto era austero pero también cordial. Podías acariciarlo. Aquello suponía que tenían que rehacer las placas base, la antena y la disposición del procesador en el interior, pero Jobs ordenó que se realizaran todos aquellos cambios. «Puede que otras compañías lo hubieran comercializado sin más —comentó Fadell—, pero nosotros pulsamos la tecla de reinicio y volvimos a empezar desde el principio».
Un aspecto del diseño que no solo reflejaba el perfeccionismo de Jobs, sino también su obsesión por el control, era que el aparato se encontraba fijamente sellado. La cubierta no podía abrirse, ni siquiera para cambiar la batería. Igual que con el primer Macintosh de 1984, Jobs no quería que la gente anduviera trasteando en su interior. De hecho, cuando Apple descubrió en 2011 que algunas tiendas de reparación ajenas a su compañía estaban abriendo el iPhone 4, sustituyó los diminutos tornillos por otros de estrella con cinco puntas que no podían retirarse con ninguno de los destornilladores disponibles en el mercado. Al no contar con una batería reemplazable, era posible hacer que el iPhone fuera mucho más fino. Para Jobs, un producto más fino siempre era mejor. «Él siempre ha defendido que la delgadez es bella —comentó Tim Cook—. Puedes verlo en toda su obra. Tenemos el portátil más fino, el smartphone más fino, y también hemos hecho que el iPad sea cada vez más fino».
LA PRESENTACIÓN
Cuando llegó la hora de presentar el iPhone, Jobs decidió, como de costumbre, concederle a una revista un avance especial en exclusiva. Llamó a John Huey, el redactor jefe de Time Inc., y comenzó con su típica hipérbole. «Esto es lo mejor que hemos hecho nunca», aseguró. Quería darle la exclusiva a Time, «pero no hay nadie lo suficientemente listo en Time como para escribirla, así que voy a pasárselo a otro». Huey le presentó a Lev Grossman, un escritor culto y sensato de Time. En su artículo, Grossman señaló correctamente que el iPhone en realidad no había inventado muchas características nuevas, sino que había hecho que fueran mucho más fáciles de utilizar. «Pero eso es importante. Cuando nuestras herramientas no funcionan, tendemos a culparnos a nosotros mismos por ser demasiado estúpidos, por no haber leído las instrucciones o por tener los dedos demasiado gordos… Cuando se rompen nuestras herramientas, nosotros nos sentimos rotos, y cuando alguien arregla una, nos sentimos un poco más completos».
Para la presentación en la conferencia Macworld de San Francisco celebrada en enero de 2007, Jobs invitó de nuevo a Andy Hertzfeld, a Bill Atkinson, a Steve Wozniak y al equipo encargado del Macintosh de 1984, igual que había hecho cuando lanzó el iMac. En una carrera llena de brillantes presentaciones de productos, puede que esta fuera la mejor de todas. «Muy de vez en cuando aparece un producto revolucionario que lo cambia todo», comenzó. Hizo referencia a dos ejemplos anteriores: el primer Macintosh, que «cambió toda la industria informática», y el primer iPod, que «cambió toda la industria de la música». A continuación procedió a definir cuidadosamente el producto que estaba a punto de presentar. «Hoy vamos a mostraros tres productos revolucionarios de este tipo. El primero es un iPod de pantalla panorámica con control táctil. El segundo es un teléfono móvil revolucionario. Y el tercero es un aparato de comunicaciones por internet de última tecnología». Repitió la lista para darle mayor énfasis, y entonces preguntó: «¿Lo entendéis? No se trata de tres dispositivos independientes. Son un único aparato, y lo vamos a llamar “iPhone”».
Cuando el iPhone salió a la venta cinco meses más tarde, a finales de junio de 2007, Jobs y su esposa dieron un paseo hasta la tienda Apple de Palo Alto para participar de todo aquel entusiasmo. Como solía pasar el día en que se sacaban al mercado nuevos productos, ya había algunos admiradores esperando con expectación su llegada. Lo recibieron como si hubiera llegado el mismísimo Moisés para comprar la Biblia. Entre sus fieles se encontraban Hertzfeld y Atkinson. «Bill hizo cola toda la noche», comentó Hertzfeld. Jobs agitó los brazos y se echó a reír. «¡Pero si le mandé uno!», respondió él. Hertzfeld replicó: «Pues necesita seis».
El iPhone quedó inmediatamente bautizado como «el teléfono de Jesucristo» por los escritores de blogs. Sin embargo, los competidores de Apple subrayaron que, con su precio de 500 dólares, resultaba demasiado caro como para tener éxito. «Es el teléfono más caro del mundo —afirmó Steve Ballmer, de Microsoft, en una entrevista a la cadena CNBC—, y no resulta atractivo para los clientes empresariales porque no tiene teclado». Una vez más, Microsoft había subestimado el producto de Jobs. A finales de 2010, Apple había vendido 90 millones de unidades, y el iPhone recaudó más de la mitad de los ingresos totales generados en el mercado global de los teléfonos móviles.
«Steve entiende lo que es el deseo», señaló Alan Kay, el pionero del Xerox PARC que había proyectado la tableta electrónica Dynabook cuarenta años antes. A Kay se le daba bien realizar evaluaciones proféticas, así que Jobs le preguntó por su opinión sobre el iPhone. «Si consigues que la pantalla tenga cinco por ocho pulgadas, dominarás el mundo», afirmó Kay. Lo que no sabía es que el diseño del iPhone tuvo su comienzo y su evolución posterior en los planes para una tableta que iba a satisfacer —y, de hecho, a exceder— la visión que había tenido para el Dynabook.