El iPad
La llegada de la era post-PC
DICES QUE QUIERES UNA REVOLUCIÓN
A Jobs le había irritado, allá por 2002, el ingeniero de Microsoft que insistía en hacer proselitismo acerca del software para una tableta que había desarrollado, con la cual los usuarios podían introducir información sobre la pantalla ayudados por un puntero o un lápiz. Aquel año algunos fabricantes sacaron a la venta ordenadores personales que empleaban ese software, pero ninguno dejó una marca en el universo. Jobs había estado ansioso por demostrar cómo debía hacerse correctamente aquello —¡nada de punteros!—, pero cuando vio la tecnología multitáctil que estaba desarrollando Apple, decidió emplearla en primer lugar para crear el iPhone.
La idea de la tableta, mientras tanto, seguía propagándose entre el grupo de hardware del Macintosh. «No tenemos ningún plan para crear una tableta —declaró Jobs en una entrevista con Walt Mossberg en mayo de 2003—. Al parecer la gente quiere teclados. Las tabletas parecen interesarle a la gente rica que ya tiene un montón de ordenadores y otros dispositivos». Sin embargo, al igual que su afirmación sobre su «desequilibrio hormonal», esta otra resultaba engañosa: en la mayoría de los retiros anuales de sus cien principales trabajadores, la tableta se encontraba entre los proyectos de futuro discutidos. «Presentamos aquella idea en muchos de los encuentros, porque Steve nunca abandonó su deseo de crear una tableta», recordaba Phil Schiller.
El proyecto de la tableta recibió un fuerte empujón en 2007, cuando Jobs comenzó a darles vueltas a algunas ideas para crear un netbook de bajo coste. Un lunes, durante una sesión de tormenta de ideas del equipo ejecutivo, Ive preguntó por qué hacía falta tener un teclado adosado a la pantalla. Aquello resultaba caro y aparatoso. Sugirió que se introdujera el teclado en la pantalla mediante una interfaz multitáctil. Jobs se mostró de acuerdo, así que los recursos se encauzaron a acelerar el proyecto de la tableta, más que a diseñar un netbook.
El proceso comenzó cuando Jobs e Ive se dispusieron a determinar cuál era el tamaño apropiado para la pantalla. Habían creado veinte modelos —todos ellos rectangulares con las esquinas redondeadas, por supuesto— de diferentes tamaños y proporciones. Ive los dispuso sobre una mesa en el estudio de diseño; por las tardes descubrían el velo de terciopelo que los ocultaba y jugueteaban con ellos. «Así es como establecimos cuál iba a ser el tamaño de la pantalla», afirmó Ive.
Jobs, como de costumbre, trató de llegar a la sencillez más pura que fuera posible, y para ello resultaba necesario determinar cuál era la esencia fundamental de aquel aparato. La respuesta: su pantalla. Así pues, el principio rector consistía en que todo lo que se hiciera debía estar relegado a ella. «¿Cómo podemos despejar la zona para que no haya un montón de opciones y botones y que te distraigan de la pantalla?», preguntó Ive. En cada uno de los pasos, Jobs iba ejerciendo presión para eliminar detalles y simplificar.
En un momento concreto del proceso, Jobs vio la maqueta y se dio cuenta de que no estaba satisfecho del todo. No le parecía lo suficientemente informal y agradable, no le entraban ganas de cogerla sin más y llevársela. Ive puso el dedo, por así decirlo, en la llaga: necesitaban destacar el hecho de que aquel era un objeto que se podía sujetar con una sola mano, como en respuesta a un impulso. Las aristas de la parte trasera tenían que ser un poco redondeadas para que resultara cómodo al cogerlo y levantarlo, en lugar de tener que sostenerlo con cuidado. Para ello hacía falta que los ingenieros diseñaran los puertos y botones necesarios de forma que cupiesen en un reborde sencillo y lo suficientemente fino como para que se pudiera sujetar suavemente por debajo.
Si hubiéramos prestado atención a las solicitudes de patentes estadounidenses, habríamos advertido una con el código D504889, que Apple presentó en marzo de 2004 y que se registró catorce meses más tarde. Como inventores de la patente aparecían Jobs e Ive. La solicitud incluía los bocetos de una tableta electrónica rectangular con los bordes redondeados —el aspecto exacto que acabó teniendo el iPad—, entre los que se incluía el esbozo de un hombre que sujetaba el aparato tranquilamente con la mano izquierda mientras usaba el índice derecho para tocar la pantalla.
Como los ordenadores Macintosh utilizaban ahora procesadores de Intel, el plan inicial de Jobs consistía en usar en el iPad el chip Atom de bajo voltaje que por aquel entonces desarrollaba ese proveedor. Paul Otellini, el consejero delegado de la compañía, estaba ejerciendo mucha presión para que las dos empresas trabajaran juntas en un diseño, y Jobs se sentía inclinado a confiar en él. Lo cierto era que, aunque Intel estaba creando los procesadores más rápidos del mundo, acostumbraba a fabricarlos para máquinas que se enchufaban a la red general, y por tanto no estaban pensados para ahorrar gasto de batería. Por eso, Tony Fadell defendió con insistencia que desarrollasen un sistema basado en la arquitectura de ARM, más sencilla y de menor consumo energético. Apple había sido uno de los primeros socios de ARM, y el primer iPhone contaba con chips que empleaban dicha arquitectura. Fadell recabó el apoyo de otros ingenieros, y demostró que era posible enfrentarse a Jobs y hacerle cambiar de opinión. «¡Mal, mal, mal!», gritó Fadell en una reunión en la que Jobs insistía en que la mejor opción era confiar en Intel para crear un buen chip destinado a dispositivos portátiles. Fadell llegó incluso a poner su insignia de Apple sobre la mesa y a amenazar con la dimisión.
Al final, Jobs acabó por ceder. «Te comprendo —aseguró—. No voy a enfrentarme a mis mejores trabajadores». De hecho, se pasó al extremo opuesto. Apple obtuvo licencias para emplear la arquitectura de ARM, pero también adquirió una compañía de diseño de microprocesadores que empleaba a 150 personas, situada en Palo Alto, llamada P. A. Semi, y les ordenó que crearan un sistema en un chip a medida, llamado A4, basado en la arquitectura ARM y cuya fabricación correría a cargo de Samsung, en Corea del Sur. Según recordaba Jobs:
En lo que respecta a rendimiento alto, Intel es la mejor. Fabrican el chip más rápido si no te preocupan ni la energía ni el precio. Sin embargo, solo montan el procesador en el chip, así que hacen falta otras muchas piezas. Nuestro A4 cuenta con el procesador, el sistema de gráficos, el sistema operativo del móvil y el control de memoria en un único chip. Tratamos de ayudar a Intel, pero no nos hicieron mucho caso. Llevamos años diciéndoles que sus gráficos son una porquería. Todos los trimestres concertamos una reunión en la que participo con mis tres principales expertos y Paul Otellini. Al principio hacíamos cosas maravillosas juntos. Ellos querían formar un gran proyecto conjunto para producir los chips de los futuros iPhone. Había dos razones por las que no trabajábamos con ellos. Una era que son tremendamente lentos. Son como un barco de vapor, no demasiado flexibles. Nosotros estamos acostumbrados a velocidades bastante altas. La segunda razón era que no queríamos mostrarles todo lo que teníamos, porque ellos podrían ir a vendérselo a la competencia.
En opinión de Otellini, lo más lógico habría sido utilizar chips de Intel. El problema, según él, fue que Apple e Intel no lograron ponerse de acuerdo con respecto al precio. «Aquello no salió adelante debido principalmente a una razón económica», declaró. Este era también otro ejemplo del deseo de Jobs, o incluso de su obsesión, por controlar todos los detalles de un producto, desde el silicio hasta la estructura.
ENERO DE 2010: LA PRESENTACIÓN
El entusiasmo habitual que Jobs lograba despertar en los estrenos de sus productos palidecía en comparación con el frenesí desatado antes de la presentación del iPad el 27 de enero de 2010 en San Francisco. El semanario The Economist lo sacó en portada cubierto por una túnica y con una aureola de santo, sujetando en la mano lo que la publicación llamaba «El Libro de Jobs», en referencia al Libro de Job bíblico. Y el Wall Street Journal realizó afirmaciones en el mismo tono exaltado: «La última vez que se generó tanto entusiasmo en torno a una tabla era porque tenía unos cuantos mandamientos escritos en ella».
Como si quisiera resaltar la naturaleza histórica de aquella presentación, Jobs invitó de nuevo a muchos de sus viejos compañeros de los primeros días de Apple. También resultó conmovedora la presencia de James Eason, que había llevado a cabo su trasplante de hígado el año anterior, y de Jeffrey Norton, que había operado a Jobs del páncreas en 2004. Se encontraban entre el público, sentados en la misma fila que su esposa, su hijo y Mona Simpson.
Jobs llevó a cabo su excelente labor poniendo en contexto al nuevo aparato, como ya había hecho con el iPhone tres años antes. En esta ocasión presentó una pantalla que mostraba un iPhone y un ordenador portátil con un signo de interrogación entre ambos. «La pregunta es: “¿Queda sitio para algo en medio?”», planteó. Ese «algo» tendría que servirnos para navegar por la web, gestionar el correo electrónico, fotos, vídeo, música, juegos y eBooks. Y clavó una estaca en el corazón mismo del concepto del netbook. «¡Los netbook no son mejores en nada! —afirmó. Los asistentes invitados y los empleados de la empresa comenzaron a vitorear—. Pero tenemos algo que sí lo es. Lo llamamos “iPad”».
Para subrayar el espíritu informal del iPad, Jobs se dirigió a un cómodo sofá de cuero situado junto a una mesita (de hecho, y siguiendo los gustos de Jobs, se trataba de un sofá de Le Corbusier y una mesa de Eero Saarinen). Cogió uno de aquellos aparatos. «Es mucho más íntimo que un ordenador portátil», señaló entusiasmado. A continuación entró en la web del New York Times, envió un correo electrónico a Scott Forstall y Phil Schiller («¡Guau! Estamos presentando el iPad»), hojeó un álbum de fotos, utilizó un calendario, amplió el zoom sobre la torre Eiffel con Google Maps, vio algunos vídeos (uno de Star Trek y un fragmento de Up, de Pixar), presentó la librería de iBooks y puso una canción («Like a Rolling Stone», de Bob Dylan, que ya había utilizado en la presentación del iPhone). «¿No os parece asombroso?», preguntó.
Con su última diapositiva, Jobs resaltó uno de los temas habituales en su vida, que quedaba ejemplificado en el iPad: una señal de tráfico que mostraba el cruce entre la calle de la Tecnología y la calle de las Humanidades. «El motivo por el que Apple puede crear productos como el iPad es que siempre hemos tratado de situarnos en la intersección entre la tecnología y las humanidades», concluyó. El iPad era la reencarnación digital del Catálogo de toda la Tierra, aquel lugar donde la creatividad se encontraba con las herramientas necesarias para la vida.
Por una vez, la reacción inicial no fue un coro de aleluyas. El iPad todavía no estaba a la venta (llegaría a las tiendas en abril), y algunos de los espectadores que vieron la demostración llevada a cabo por Jobs no acabaron muy seguros de lo que era aquello. ¿Un iPhone dopado con esteroides? «No había quedado tan decepcionado desde que Snooki se lio con La Situación»,[10] escribió en Newsweek Daniel Lyons (que también trabajaba como el falso Steve Jobs en una parodia de internet). Gizmodo publicó el artículo de uno de sus colaboradores titulado «Ocho cosas espantosas acerca del iPad» (no es multitarea, no tiene cámara de fotos, no acepta animaciones en Flash…). Incluso su nombre fue motivo de mofa en la blogosfera, puesto que la coincidencia con la palabra inglesa para «compresa» («pad») dio origen a sarcásticos comentarios sobre productos de higiene femenina y compresas de talla extragrande. La etiqueta «#iTampon» alcanzó el tercer puesto como trending topic en Twitter ese mismo día.
También llegó el imprescindible rechazo de Bill Gates. «Sigo creyendo que una mezcla de voz, lápiz y un teclado de verdad (o, en otras palabras, un netbook) acabará por ser la principal tendencia —le dijo a Brent Schlender—. La verdad es que en esta ocasión no me he quedado con la misma sensación que en el caso del iPhone, cuando me dije: “Oh, Dios mío, Microsoft no ha apuntado lo suficientemente alto”. Es un buen lector, pero no hay nada en el iPad que me haga decirme: “Vaya, ojalá lo hubiera hecho Microsoft”». Siguió insistiendo en que el enfoque de Microsoft, con un puntero, acabaría por imponerse. «Llevo muchos años prediciendo la llegada de una tableta con puntero —me contó—. Al final acabaré teniendo razón o acabaré muerto».
La noche siguiente a la presentación, Jobs se encontraba molesto y deprimido. Cuando nos reunimos para cenar en su cocina, andaba dando vueltas en torno a la mesa cargando correos electrónicos y páginas web en su iPhone.
He recibido unos ochocientos mensajes de correo electrónico en las últimas veinticuatro horas. La mayoría de ellos son quejas. ¡No hay cable USB! No hay esto, no hay aquello. Algunos me dicen cosas como: «¡Capullo! ¿Cómo has podido hacer algo así?». Normalmente no contesto a nadie, pero hoy he respondido: «Tus padres estarían muy orgullosos al ver la persona en la que te has convertido». Y a algunos no les gusta el nombre de iPad, o cosas por el estilo. Hoy me he quedado un poco deprimido. Estas cosas te echan un poco para atrás.
Sí que agradeció una llamada de felicitación que recibió ese día del jefe de gabinete de la Casa Blanca, Rahm Emanuel. Sin embargo, también señaló en la cena que el presidente Obama no lo había llamado desde que ocupara su cargo en Washington D. C.
Las críticas del público amainaron cuando el iPad salió a la venta en abril y la gente pudo hacerse con uno. Tanto Time como Newsweek lo sacaron en portada. «Lo más difícil de escribir acerca de los productos de Apple es que vienen envueltos en un montón de bombo publicitario —escribió Lev Grossman en Time—. El otro problema a la hora de escribir acerca de los productos de Apple es que en ocasiones todo ese bombo resulta ser cierto». Su principal crítica, bastante importante, era que «aunque resulta un dispositivo estupendo para consumir contenidos, no se esfuerza demasiado por facilitar su creación». Los ordenadores, especialmente el Macintosh, se habían convertido en herramientas que le permitían a la gente crear música, vídeos, páginas webs y blogs que podían subirse a internet para que todo el mundo los viera. «El iPad traslada el énfasis de la creación de contenidos a su mera absorción y manipulación. Te transforma, te convierte en el consumidor pasivo de las obras de arte de otras personas». Era una crítica que Jobs se tomó muy a pecho. Se propuso asegurarse de que la siguiente versión del iPad pusiera el acento en facilitar la creación artística por parte del usuario.
La portada de Newsweek rezaba: «¿Qué tiene de genial el iPad? Todo». Daniel Lyons, que lo había fusilado con su comentario sobre Snooki durante la presentación, revisó sus opiniones. «Lo primero que me vino a la cabeza cuando vi a Jobs haciendo su demostración fue que no me parecía para tanto —escribió—. Tenía la pinta de una versión más grande del iPod touch, ¿verdad? Entonces tuve la oportunidad de utilizar un iPad y de pronto pensé: “Yo quiero uno”». Lyons, como muchos otros, se había dado cuenta de que aquel era el proyecto estrella de Jobs, que representaba todo lo defendido por él. «Tiene una capacidad inquietante para crear dispositivos que no sabíamos que necesitábamos, pero sin los que, de pronto, ya no puedo vivir —escribió—. Un sistema cerrado puede ser la única forma de ofrecer el tipo de experiencia tecnozen que le ha dado a Apple su fama».
La mayor parte de las discusiones sobre el iPad se centraban en el tema de si su integración completa era una idea brillante o la causa de su futura condenación. Google estaba comenzando a desempeñar una función similar a la de Microsoft en la década de los ochenta, al ofrecer una plataforma para dispositivos móviles, Android, que era abierta y por tanto podían utilizar todos los fabricantes de hardware. Fortune organizó un debate sobre el asunto en sus páginas. «No hay excusas para cerrarse», escribió Michael Copeland. Sin embargo, su colega Jon Fortt le replicó: «Los sistemas cerrados tienen mala reputación, pero funcionan fantásticamente bien y los usuarios se benefician de ello. Probablemente no haya nadie en el mundo de la tecnología que lo haya demostrado más fehacientemente que Steve Jobs. Al unir el hardware, el software y los servicios y controlarlos muy de cerca, Apple consigue todo el tiempo adelantarse a sus rivales y presentar productos con un acabado muy cuidado». Ambos coincidieron en que el iPad iba a representar la prueba más clara al respecto desde la creación del primer Macintosh. «Apple ha llevado su reputación de obsesos por el control a un nuevo nivel con el chip A4 que utiliza el aparato —escribió Fortt—. Ahora Cupertino tiene la última palabra sobre el silicio, el dispositivo, el sistema operativo, las aplicaciones y el sistema de pago».
Jobs acudió a la tienda Apple de Palo Alto poco antes del mediodía del 5 de abril, fecha en la que salió a la venta el iPad. Daniel Kottke —su alma gemela durante sus días de consumo de LSD en Reed y en su primera época de Apple, que ya no le guardaba rencor por no haber recibido opciones de compra de acciones como fundador de la empresa— se aseguró de estar allí. «Habían pasado quince años y quería verlo otra vez —relató Kottke—. Lo agarré y le dije que iba a utilizar el iPad para las letras de mis canciones. Él estaba de muy buen humor y mantuvimos una agradable charla después de tantos años». Powell y su hija menor, Eve, los miraban desde una esquina de la tienda.
Wozniak, que durante mucho tiempo había defendido un hardware y un software lo más abiertos posible, siguió matizando aquella opinión. Como en muchas otras ocasiones, se quedó despierto toda la noche junto a los demás entusiastas que hacían cola esperando la apertura de la tienda. Esta vez se encontraba en el centro comercial Valley Fair de San José, a bordo de un patinete Segway. Un periodista le preguntó acerca del carácter cerrado del ecosistema de Apple. «Apple te mete en su parque para jugar y te mantiene allí, pero eso tiene algunas ventajas —contestó—. A mí me gustan los sistemas abiertos, pero eso es porque yo soy un hacker. A la mayoría de la gente le gustan las cosas fáciles de usar. La genialidad de Steve reside en que sabe cómo hacer que las cosas resulten sencillas, y para eso a veces es necesario controlarlo todo».
La pregunta «¿qué llevas en el iPad?» sustituyó al «¿qué llevas en el iPod?». Incluso los miembros del gabinete del presidente Obama, que habían adoptado el iPad como símbolo de modernidad tecnológica, participaban en aquel juego. El asesor económico Larry Summers tenía la aplicación de información financiera de Bloomberg, el Scrabble y Los documentos federalistas. El jefe de gabinete, Rahm Emanuel, tenía un montón de periódicos, el asesor de comunicaciones Bill Burton tenía la revista Vanity Fair y una temporada completa de la serie de televisión Perdidos, y el director político, David Axelrod, contaba con información sobre las grandes ligas de béisbol y con la cadena de radio NPR.
Jobs quedó conmovido con una historia que me reenvió, publicada por Michael Noer en forbes.com. Noer estaba leyendo una novela de ciencia ficción en su iPad mientras se encontraba en una granja lechera de una zona rural al norte de Bogotá, cuando un niño pobre de seis años que limpiaba los establos se le acercó. Picado por la curiosidad, Noer le entregó el aparato. Sin ninguna instrucción y sin haber visto nunca antes un ordenador, el chico comenzó a utilizarlo de forma intuitiva. Comenzó a deslizarse por la pantalla, a abrir aplicaciones y a jugar al millón. «Steve Jobs ha diseñado un potente ordenador que un niño analfabeto de seis años puede utilizar sin formación previa —escribió Noer—. Si eso no es magia, entonces no sé qué puede serlo».
En menos de un mes, Apple vendió un millón de iPads. Eso supone la mitad del tiempo que necesitó el iPod para llegar a esa cifra. En marzo de 2011, nueve meses después de su comercialización, se habían vendido quince millones de unidades. Según algunas estimaciones, se convirtió en la salida al mercado de un producto de consumo de mayor éxito de la historia.
PUBLICIDAD
Jobs no estaba satisfecho con los anuncios originales del iPad. Como de costumbre, se involucró de lleno en el proceso de marketing y trabajó junto con James Vincent y Duncan Milner en la agencia publicitaria (ahora llamada TBWA/Media Arts Lab), con Lee Clow aconsejándoles desde su puesto, ya con un pie en la jubilación. El primer anuncio que produjeron era una agradable escena en la que un chico con vaqueros desteñidos y una sudadera se reclinaba en una silla, consultaba su correo electrónico, miraba un álbum de fotos, el New York Times, libros y un vídeo en un iPad que se había colocado en el regazo. No había palabras, solo la melodía de fondo de «There Goes My Love» compuesta por The Blue Van. «Después de dar su aprobación, Steve pensó que no le gustaba nada —recordaba Vincent—. Pensaba que parecía el anuncio de una tienda de decoración». Según me contó después Jobs:
Había resultado sencillo explicar qué era un iPod —mil canciones en tu bolsillo—, y eso nos permitió pasar rápidamente a los anuncios con las famosas siluetas. Sin embargo, era más difícil explicar en qué consistía un iPad. No queríamos que pareciera un ordenador, y tampoco deseábamos ofrecer una imagen tan blanda como para que la gente lo confundiera con un televisor efectista. La primera tanda de anuncios que produjimos puso de manifiesto que no teníamos ni idea de lo que estábamos haciendo. Presentaban un ambiente como de terciopelo y suaves zapatos de piel sedosa.
James Vincent llevaba meses sin disfrutar de unas vacaciones, así que cuando el iPad salió por fin a la venta y comenzaron a emitirse los anuncios, se encontraba con su familia en Palm Springs, con ocasión del Festival de Música de Coachella, donde participaban algunos de sus grupos favoritos, como Muse, Faith No More y Devo. Poco después de llegar, Jobs lo llamó. «Tus anuncios son un asco —afirmó—. El iPad está revolucionando el mundo y necesitamos algo grande. Lo que me has dado es una mierdecilla». «Pero bueno, ¿qué querías? —replicó Vincent—. Tú no has sido capaz de decirme lo que quieres». «No lo sé. Tienes que traerme algo nuevo. Nada de lo que me has presentado se acerca siquiera a lo que quiero».
Vincent se quejó, y entonces Jobs montó en cólera. «Comenzó a chillarme, sin más», recordaba el creativo. Este también podía cambiar rápidamente de humor, así que la retahíla de gritos fue en aumento: «Tienes que decirme lo que quieres», vociferó. Ante lo cual Jobs le espetó: «Tienes que enseñarme tus propuestas, y yo lo sabré cuando lo vea». «Ah, claro, déjame que escriba eso en el informe para mis creativos: “Lo sabré cuando lo vea”». Vincent se enfadó tanto que estampó el puño contra la pared de la casa que había alquilado y dejó una gran marca en ella. Cuando por fin salió y se reunió con su familia, que lo esperaba junto a la piscina, todos lo miraron nerviosos. «¿Estás bien?», preguntó finalmente su esposa.
Vincent y su equipo tardaron dos semanas en crear distintas opciones nuevas, y él les pidió que las presentaran en casa de Jobs en lugar de en su despacho, con la esperanza de que aquel entorno resultara más relajado. Mientras repartían los guiones gráficos por la mesa de centro situada en el salón, Milner y él le ofrecieron doce alternativas. Una resultaba inspiradora y conmovedora. Otra probaba con el humor, y en ella Michael Cera, el actor cómico, paseaba por una casa de mentira y realizaba algunos comentarios graciosos sobre la forma en que la gente podría utilizar los iPads. Otras opciones mostraban el iPad junto a diferentes famosos, o lo resaltaban contra un fondo blanco, o lo hacían ser el protagonista de una pequeña comedia de situación. Otros pasaban directamente a una demostración del producto.
Tras reflexionar sobre las diferentes opciones, Jobs se dio cuenta de lo que quería. No era humor, ni famosos, ni una demostración. «Tiene que dejar claro su mensaje —decidió—. Tiene que ser como un manifiesto. Esto es algo grande». Había anunciado que el iPad iba a cambiar el mundo, y quería una campaña que resaltara aquella aseveración. Señaló que otras marcas iban a sacar al mercado copias de su tableta en cuestión de un año, y quería que la gente recordara que el iPad era el producto auténtico. «Necesitamos anuncios que se planten con firmeza y expliquen lo que hemos hecho».
De pronto se levantó de su silla, con un aspecto algo débil, pero sonriente. «Ahora tengo que irme a recibir un masaje —anunció—. Poneos a trabajar».
Así pues, Vincent y Milner, junto con el redactor publicitario Eric Grunbaum, comenzaron a forjar lo que denominaron «El Manifiesto». Tendría un pulso rápido, con imágenes vibrantes y un ritmo muy marcado, e iba a anunciar que el iPad era revolucionario. La música que eligieron era el potente estribillo de Karen O en la canción de los Yeah Yeah Yeahs «Gold Lion». Mientras se mostraba cómo el iPad llevaba a cabo su magia, una voz de tono firme aseguraba: «El iPad es fino. El iPad es hermoso. […] Es tremendamente potente. Es mágico. […] Es vídeo, son fotos. Son más libros que los que podrías leer en toda tu vida. Es una revolución, y acaba de empezar».
Una vez que los anuncios del «manifiesto» se hubieron emitido en antena, el equipo probó de nuevo con una opción más suave, en el estilo de los documentales sobre vidas cotidianas que realizaba la joven cineasta Jessica Sanders. A Jobs le gustaron… durante un tiempo. Después se volvió contra ellos por la misma razón que había reaccionado contra los primeros anuncios, que le recordaban a una tienda de decoración. «Maldita sea —gritó—. Parecen un anuncio de Visa, son el típico producto de una agencia publicitaria».
Había estado pidiendo anuncios que resultaran nuevos y diferentes, pero al final acabó por darse cuenta de que no quería apartarse de lo que él entendía como la voz de Apple. Para él, esa voz contaba con un conjunto de cualidades distintivas: sencilla, directa, nítida. «Probamos la alternativa de las vidas cotidianas, y parecía que a Jobs le estaba gustando, pero de pronto dijo que la detestaba, que no representaba a la compañía —recordaba Lee Clow—. Nos dijo que regresáramos a la voz de Apple. Es una voz muy sencilla y sincera». Así pues, volvieron al fondo blanco con un primer plano del aparato en el que se presentaba todo lo que era el iPad y lo que podía hacer.
APLICACIONES
Los anuncios del iPad no se centraban en el dispositivo, sino en lo que se podía hacer con él. De hecho, su éxito no se debió únicamente a la belleza de su hardware, sino a sus aplicaciones, conocidas como «apps», que te permitían dedicarte a todo tipo de actividades estupendas. Había miles de ellas —y pronto serían cientos de miles—, que podían descargarse de forma gratuita o por unos pocos dólares. Con solo deslizar un dedo podías lanzar pájaros enfurruñados, controlar tus acciones en la Bolsa, ver películas, leer libros y revistas, enterarte de las últimas noticias, jugar y perder el tiempo a lo grande. Una vez más, la integración del hardware, el software y la tienda que vendía las aplicaciones facilitó el resultado. Sin embargo, las aplicaciones también permitían que la plataforma gozara de un cierto carácter abierto, aunque de forma muy controlada, para los desarrolladores externos que querían crear software y contenidos para el iPad. Abierto, claro está, como si fuera un jardín comunitario: atentamente cuidado y vigilado.
El fenómeno de las aplicaciones había comenzado con el iPhone. Cuando éste salió a la venta a principios de 2007, no había aplicaciones disponibles creadas por desarrolladores externos. Al principio Jobs se resistió a dejarles entrar. No quería que unos extraños creasen aplicaciones que pudieran estropear el iPhone, infectarlo con un virus o mancillar su integridad.
Art Levinson, miembro del consejo, se encontraba entre los partidarios de dejar paso a las aplicaciones para el iPhone. «Lo llamé una docena de veces para defender el potencial de las aplicaciones», recordaba. Si Apple no permitía e incluso fomentaba su creación, lo haría otro fabricante de smartphones, y eso les ofrecería una ventaja competitiva. Phil Schiller, jefe de marketing de Apple, se mostró de acuerdo. «No podía concebir que hubiéramos creado algo tan potente como el iPhone sin estar animando a los desarrolladores a crear montones de aplicaciones —recordaba—. Yo sabía que a los usuarios les encantarían». Desde fuera, el inversionista en capital de riesgo John Doerr señaló que permitir la llegada de las aplicaciones daría origen a todo un campo de nuevos emprendedores que crearían nuevos servicios.
Al principio, Jobs trató de acallar la discusión, en parte porque creía que su equipo no contaba con la capacidad suficiente como para enfrentarse a las dificultades que entrañaría supervisar a los desarrolladores externos de aplicaciones. Quería que se centraran. «No quería hablar de ello», comentó Schiller. Pero en cuanto el iPhone se puso a la venta, pareció dispuesto a prestar atención al debate. «Cada vez que surgía el tema en la conversación, Steve se mostraba un poco más abierto», señaló Levinson. Se celebraron discusiones informales al respecto en cuatro reuniones del consejo.
Jobs pronto descubrió que había una manera de obtener lo mejor de ambos mundos. Iba a permitir que terceras personas creasen aplicaciones, pero tendrían que cumplir con estrictos estándares, someterse a las pruebas y a la aprobación de Apple, y venderse únicamente a través de la tienda iTunes. Aquella era una forma de aprovechar las ventajas de animar a miles de desarrolladores de software y a la vez mantener un control suficiente como para proteger la integridad del iPhone y la sencillez de la experiencia del consumidor. «Era una solución absolutamente mágica que dio exactamente en el clavo —comentó Levinson—. Nos permitió acceder a los beneficios de un sistema abierto a la vez que manteníamos un control integral sobre el producto».
La tienda de aplicaciones para el iPhone, llamada App Store, abrió sus puertas en iTunes en julio de 2008. Nueve meses más tarde se registró la descarga número mil millones. Y para cuando el iPad salió a la venta en abril de 2010, había 185.000 aplicaciones disponibles para el teléfono de Apple. Muchas podían utilizarse también en el iPad, aunque no aprovechaban el mayor tamaño de la pantalla. Sin embargo, en menos de cinco meses, los desarrolladores habían creado 25.000 nuevas aplicaciones con una configuración específica para el iPad. En junio de 2011 ya se ofrecían 425.000 aplicaciones disponibles para ambos aparatos, y se habían registrado más de 14.000 millones de descargas.
La App Store creó una nueva industria de la noche a la mañana. Lo mismo en los colegios mayores y los garajes que en las principales compañías de contenidos digitales, los emprendedores inventaban nuevas aplicaciones. La empresa de inversión en capital riesgo de John Doerr creó un «iFondo» de 200 millones de dólares para financiar las mejores ideas. Las revistas y periódicos que habían estado ofreciendo sus contenidos de forma gratuita vieron aquí una última oportunidad de cerrar por fin la caja de Pandora que había supuesto aquel cuestionable modelo de negocio digital. Las editoriales más innovadoras crearon nuevas revistas, libros y materiales de aprendizaje exclusivamente para el iPad. Por ejemplo, la prestigiosa editorial Callaway, que había dado a luz libros como Sex, de Madonna, o Miss Spider’s Tea Party, de David Kirk, decidió quemar las naves y abandonar el mundo del libro impreso para centrarse en la publicación de obras como aplicaciones interactivas. En junio de 2011, Apple había pagado 2.500 millones de dólares a los desarrolladores de aplicaciones.
El iPad y otros dispositivos digitales basados en las aplicaciones trajeron consigo un cambio fundamental en el mundo digital. Al principio, allá por la década de los ochenta, entrar en línea implicaba normalmente llamar a un servicio como AOL, CompuServe o Prodigy, que ofrecía acceso a un jardín comunitario atentamente cuidado y vigilado lleno de contenidos, con algunas puertas de salida que permitían a los usuarios más valientes acceder a internet en su totalidad. La segunda fase, iniciada a principios de la década de los noventa, fue la llegada de los navegadores. Estos le permitían a todo el mundo moverse con libertad por internet gracias a los protocolos de transferencia de hipertexto de la World Wide Web, que interconectaba miles de millones de páginas. Aparecieron entonces motores de búsqueda como Yahoo y Google para que la gente pudiera encontrar fácilmente los sitios web que les interesaban. La creación del iPad planteó un nuevo modelo. Las aplicaciones se parecían a los jardines vallados de épocas pasadas. Los creadores podían ofrecerles más funciones a los usuarios que las descargaban, pero el ascenso del número de aplicaciones llevaba implícito el sacrificio de la naturaleza abierta e interconectada de la red. No resultaban tan fáciles de conectar o de buscar. Dado que el iPad permitía a la vez el uso de aplicaciones y la navegación por la red, no suponía una declaración de guerra al modelo de la web, pero sí que ofrecía una clara alternativa, tanto para los consumidores como para los creadores de contenidos.
EDICIÓN Y PERIODISMO
Con el iPod, Jobs había transformado el negocio de la música. Con el iPad y la App Store, comenzó a transformar todos los medios de comunicación, desde la edición y el periodismo hasta la televisión y las películas.
Los libros eran uno de los objetivos más obvios, puesto que el Kindle de Amazon ya había demostrado el apetito existente por los libros electrónicos. Así pues, Apple creó una tienda iBooks, que vendía libros electrónicos de la misma forma que la tienda iTunes vendía canciones. Existía, no obstante, una diferencia en el modelo de negocio. En la tienda iTunes, Jobs había insistido en que todas las canciones se vendieran por un precio asequible, que al principio era de 99 centavos de dólar. Jeff Bezos, de Amazon, había tratado de adoptar una postura similar con los eBooks, e insistió en venderlos por un máximo de 9,99 dólares. Jobs intervino y les ofreció a las editoriales lo que les había negado a las compañías discográficas: podrían fijar el precio que quisieran por las obras incorporadas a la tienda de iBooks y Apple se quedaría con el 30%. Al principio, aquello llevó a que los precios fueran más altos que en Amazon. ¿Por qué iba la gente a querer pagar más en Apple? «Ese no será el caso —respondió Jobs cuando Walt Mossberg le planteó la pregunta en el acto de presentación del iPad—. El precio acabará siendo el mismo». Tenía razón.
El día después de la presentación del iPad, Jobs me describió su opinión sobre los libros:
Amazon metió la pata. Pagó el precio al por mayor de algunos libros, pero comenzó a venderlos por debajo de su coste, a 9,99 dólares. A las editoriales no les hizo ninguna gracia: creían que aquello daría al traste con sus ventas de ejemplares en tapa dura que costaban 28 dólares. Así pues, antes incluso de que Apple entrara en escena, algunas editoriales estaban comenzando a retener sus libros y a no entregárselos a Amazon. Nosotros les dijimos a las editoriales: «Vale, vamos a seguir un modelo de agencia, con royalties: vosotros fijáis el precio y nosotros nos quedamos con un 30%. Sí, el cliente paga un poco más, pero así es como lo queréis vosotros». Sin embargo, también les pedimos una garantía de que si alguien vendía los libros a un precio menor que el nuestro, en ese caso nosotros también podríamos venderlos por aquella cantidad. Entonces las editoriales fueron a ver a Amazon y le dijeron: «O firmáis un contrato de agencia o no os entregamos los libros».
Jobs reconoció que estaba tratando de quedarse con lo mejor de cada campo en lo relativo a la música y los libros. Se había negado a ofrecer el modelo de royalties a las discográficas y permitirles así que fijaran sus propios precios. ¿Por qué? Porque no le hacía falta. Pero con los libros sí. «No éramos los primeros en llegar al negocio editorial —explicó—. En vista de la situación existente, lo mejor para nosotros era realizar aquella maniobra de aikido y conseguir el modelo de royalties. Y lo logramos».
Justo después del acto de presentación del iPad, Jobs viajó a Nueva York en febrero de 2010 para reunirse con algunos ejecutivos del mundo del periodismo. En dos días se encontró con Rupert Murdoch, con su hijo James y con la dirección del Wall Street Journal; con Arthur Sulzberger Jr. y los principales ejecutivos del New York Times, y con la directiva de Time, Fortune y otras revistas del grupo Time Inc. «Me encantaría colaborar con el periodismo de calidad —afirmó después—. No podemos depender de los blogueros para acceder a las noticias. Necesitamos un periodismo real y una supervisión editorial ahora más que nunca, así que sería estupendo encontrar la forma de ayudar a la gente a crear productos digitales en los que de verdad puedan ganar dinero». Como había conseguido que la gente pagara por la música, esperaba poder hacer lo mismo con el periodismo.
Los editores, sin embargo, parecían recelar de la mano tendida de Jobs. Aquello suponía que tendrían que entregarle un 30% de sus ingresos a Apple, pero, lo que era más importante: temían que, con el sistema de Jobs, ya no fueran a mantener una relación directa con sus suscriptores; no contarían con sus direcciones de correo electrónico ni con sus números de tarjeta de crédito para poder enviarles facturas, comunicarse con ellos y tratar de venderles nuevos productos. En vez de eso, Apple controlaría a los clientes, enviaría las facturas y se haría con sus datos para sus propios registros. Además, debido a su política de confidencialidad, Apple no iba a compartir aquella información a menos que un cliente les diera permiso explícitamente para ello.
Jobs estaba especialmente interesado en llegar a un acuerdo con el New York Times, en su opinión un gran periódico que corría el riesgo de languidecer por no haber sabido cómo obtener beneficios de sus contenidos digitales. «Tengo decidido que uno de mis proyectos personales para este año sea tratar de ayudar al Times, lo quieran ellos o no —me comentó a principios de 2010—. Creo que es importante para Estados Unidos que el periódico salga adelante».
Durante su viaje a Nueva York, Jobs cenó con cincuenta de los principales ejecutivos del New York Times en un salón privado situado en la bodega de Pranna, un restaurante asiático (pidió un batido de mango y un sencillo plato de pasta vegana, ninguno de los cuales se encontraba en el menú). A continuación les presentó el iPad y les explicó lo importante que era fijar un precio asequible para el contenido digital que pudieran aceptar los consumidores. Dibujó un gráfico con los posibles precios y el volumen de ventas. ¿Cuántos lectores tendrían si el Times fuera gratuito? Ellos ya tenían la respuesta a aquel dato, representado en un extremo del gráfico, porque estaban ofreciendo el contenido de forma gratuita en internet y ya contaban con unos veinte millones de visitantes habituales. ¿Y si la revista fuera muy cara? También manejaban datos al respecto; los suscriptores de la versión impresa pagaban más de 300 dólares al año y había aproximadamente un millón. «Deberíais buscar un término medio, que supone en torno a 10 millones de suscriptores digitales —propuso—, y eso implica que vuestro sistema de suscripción debería ser muy barato y muy sencillo, de un solo clic y cinco dólares al mes como mucho».
Cuando uno de los ejecutivos responsables de la distribución del Times insistió en que el periódico necesitaba la dirección de correo electrónico y los datos de la tarjeta de crédito de todos sus suscriptores, incluso si se apuntaban a través de la App Store, Jobs contestó que Apple no les iba a facilitar aquella información. «Bueno, podéis pedírsela a ellos, pero si no os la dan de forma voluntaria, no me echéis a mí la culpa —añadió—. Si no os gusta, no utilicéis nuestros servicios. Yo no soy el que os ha metido en este lío. Vosotros sois los que os habéis pasado los últimos cinco años regalando vuestro periódico por internet sin anotar los datos de la tarjeta de crédito de nadie».
Jobs también se reunió en privado con Arthur Sulzberger Jr. «Es un buen tipo, y está muy orgulloso del nuevo edificio del periódico, como es natural —comentó Jobs después—. Estuve hablando con él sobre lo que pensaba que debía hacer, pero después no ocurrió nada». Hizo falta que pasara todo un año, pero en abril de 2011 el New York Times comenzó a cobrar por el acceso a su edición digital y a vender algunas suscripciones a través de Apple, adaptándose a las condiciones fijadas por Jobs. Sin embargo, decidieron cobrar aproximadamente cuatro veces más que la tarifa mensual de 5 dólares propuesta por éste.
En el edificio de Time-Life, el editor de Time, Rick Stengel, actuó como anfitrión. A Jobs le gustaba Stengel, que había asignado a un equipo de gran talento dirigido por Josh Quittner la creación de una buena versión semanal de la revista para iPad. Sin embargo, le molestó encontrarse allí a Andy Serwer, de Fortune. Se levantó y le dijo a Serwer lo enfadado que seguía por el artículo publicado por su revista dos años antes en el que se revelaban detalles sobre su salud y los problemas con las opciones de compra de acciones. «Te dedicaste a darme patadas cuando estaba fuera de combate», lo acusó.
El mayor problema en Time Inc. era el mismo que el del New York Times: la empresa editora de la revista no quería que fuera Apple quien se hiciera con los datos de los suscriptores y evitara una relación de facturación directa con ellos. Time Inc. quería crear aplicaciones que dirigieran a los lectores a su propio sitio web para que estos pudieran comprar allí la suscripción. Apple se negó. Cuando Time y otras revistas enviaron aplicaciones con dicha función, se les denegó el derecho a formar parte de la App Store.
Jobs trató de negociar personalmente con el consejero delegado de Time Warner, Jeff Bewkes, un hombre pragmático, sensato y de trato agradable al que le gustaban las cosas claras. Ya habían mantenido contacto algunos años antes acerca de los derechos de vídeo para el iPod touch. Aunque Jobs no había logrado convencerlo para llegar a un acuerdo en el que le concediera los derechos en exclusiva de las películas de la HBO poco después de su estreno, admiraba el estilo directo y decidido de Bewkes. Por su parte, Bewkes respetaba la capacidad de Jobs para ser a la vez un gran estratega y un maestro de los aspectos más nimios. «Steve puede pasar rápidamente de los principios más globales a los pequeños detalles», afirmó.
Cuando Jobs llamó a Bewkes para llegar a un acuerdo acerca de la venta de las revistas del grupo Time Inc. en el iPad, comenzó advirtiéndole de que el negocio de la prensa impresa «es un asco», que «en realidad nadie quiere tus revistas» y que Apple les estaba ofreciendo una gran oportunidad para vender suscripciones digitales, pero «tus chicos no lo entienden». Bewkes no estaba de acuerdo con ninguna de aquellas afirmaciones. Le aseguró estar encantado ante la idea de que Apple vendiera suscripciones digitales para Time Inc. El porcentaje del 30% que se llevaba Apple no era el problema.
«Te lo digo sin rodeos: si vendes una suscripción de nuestras revistas, puedes quedarte con el 30%», insistió Bewkes. «Bueno, eso ya es más de lo que he conseguido con los demás», replicó Jobs. «Solo tengo una pregunta —continuó Bewkes—. Si vendes una suscripción a mi revista y yo te doy el 30%, ¿quién tiene la suscripción, tú o yo?».
«No puedo entregarte los datos de los suscriptores a causa de la política de confidencialidad de Apple», contestó Jobs.
«Bueno, entonces tendremos que pensar en otra solución, porque no quiero que todos mis suscriptores se conviertan en tus suscriptores para que luego los incluyas en la base de datos de la App Store —señaló Bewkes—. Y lo siguiente que harás, una vez que tengas el monopolio, es venir a decirme que mi revista no debería costar cuatro dólares por ejemplar sino uno solo. Si alguien se suscribe a nuestra revista, necesitamos saber quién es, necesitamos ser capaces de crear comunidades en internet para esas personas, y necesitamos tener el derecho a ofrecerles directamente la posibilidad de renovar su suscripción».
Jobs lo tuvo más fácil con Rupert Murdoch, cuya compañía, News Corporation, era la dueña del Wall Street Journal, el New York Post, varios periódicos repartidos por todo el mundo, los estudios de la Fox y el canal de noticias Fox News. Cuando Jobs se reunió con Murdoch y su equipo, ellos también defendieron que debían compartir los datos de los suscriptores que llegaran a través de la App Store. Sin embargo, cuando Jobs se negó ocurrió algo interesante: Murdoch no tiene fama de dejarse amilanar fácilmente, pero sabía que no contaba con ningún argumento que le otorgara ventaja en aquel asunto, así que aceptó los términos de Jobs. «Habríamos preferido contar con los datos de los suscriptores, y ejercimos presión para que así fuera —recordaba Murdoch—. Pero Steve no estaba dispuesto a llegar a un acuerdo con aquellas condiciones, así que yo dije: “De acuerdo, hagámoslo”. No veíamos ningún motivo para seguir insistiendo. Él no iba a ceder, y yo no habría cedido si hubiera estado en su posición, así que simplemente le dije que sí».
Murdoch llegó incluso a crear un periódico que solo se ofrecía en formato digital, The Daily, diseñado específicamente para el iPad. Se iba a vender en la App Store según las condiciones fijadas por Jobs, por 99 centavos de dólar a la semana. El propio Murdoch llevó un equipo a Cupertino para presentar el diseño que habían propuesto. Como de costumbre, a Jobs le pareció horrible. «¿Nos dejarías que nuestros diseñadores os echaran una mano?», preguntó. Murdoch aceptó. «Los diseñadores de Apple realizaron un intento —recordaba Murdoch—, y luego nuestros chicos realizaron otro, y diez días más tarde regresamos y mostramos ambas propuestas, y al final le gustó más la versión de nuestro equipo. Aquello nos sorprendió».
The Daily —que no formaba parte ni de la prensa amarilla ni de la prensa seria, sino que era un producto a medio camino, como el USAToday— no tuvo mucho éxito. Sin embargo, aquello sirvió para forjar una relación entre la extraña pareja conformada por Jobs y Murdoch. Cuando Murdoch le pidió que interviniese en su retiro anual para directivos de la News Corporation, celebrado en junio de 2010, Jobs realizó una excepción a su regla de no aparecer en tales actos. James Murdoch llevó a cabo la entrevista tras la cena, que se extendió durante casi dos horas. «Se mostró muy franco y muy crítico con la forma en que los periódicos se enfrentaban a la tecnología —recordaba Murdoch—. Nos dijo que iba a resultarnos difícil encontrar una buena solución porque estábamos en Nueva York, y cualquiera que fuera mínimamente bueno en el campo de la tecnología trabajaba en Silicon Valley». Aquello no le sentó demasiado bien a Gordon McLeod, presidente de la red digital del Wall Street Journal, que se opuso a aquel planteamiento. Al final, McLeod se acercó a Jobs y le dijo: «Gracias, ha sido una velada maravillosa, pero probablemente acabas de hacerme perder mi trabajo». Murdoch se reía un poco cuando me describía aquella escena. «Al final resultó ser cierto», comentó. McLeod fue despedido tres meses después.
A cambio de hablar en aquel retiro, Jobs consiguió que Murdoch escuchara lo que él tenía que decir sobre la cadena Fox News, que, según su opinión, era destructiva, dañina para el país y una mancha en la reputación de Murdoch. «Estás metiendo la pata con Fox News —le dijo Jobs durante la cena—. La balanza no se mueve hoy entre los liberales y los conservadores, se mueve entre lo constructivo y lo destructivo, y tú te has asociado con la gente destructiva. Fox se ha convertido en una fuerza increíblemente demoledora para nuestra sociedad. Podrías hacerlo mejor, y este acabará siendo tu legado si no andas con cuidado». Jobs añadió que, en su opinión, a Murdoch no le gustaban en realidad los extremos a los que había llegado la Fox. «Rupert es un constructor, no un aniquilador —comentó—. Me he reunido en varias ocasiones con James, y creo que él está de acuerdo conmigo. Es la impresión que me da».
Murdoch aseguró posteriormente estar acostumbrado a oír a gente como Jobs quejarse de la Fox. «Él tiene una visión de izquierdas sobre este asunto», señaló. Jobs le pidió que ordenara a sus compañeros la grabación semanal de los programas de Sean Hannity y Glenn Beck —le parecían más destructivos que Bill O’Reilly—, y Murdoch accedió. Jobs me contó después que iba a pedirle al equipo del comentarista satírico Jon Stewart que prepararan una grabación similar para Murdoch. «Me encantaría verla —afirmó él—, pero no me ha dicho nada al respecto».
Murdoch y Jobs se entendieron tan bien que el magnate fue a cenar a su casa de Palo Alto dos veces más durante el año siguiente. Jobs comentó en broma que tenía que esconder los cuchillos de carne en esas ocasiones, porque temía que su mujer destripara a su invitado en cuanto este entrara por la puerta. Por su parte, Murdoch fue el presunto autor de una gran frase sobre los platos orgánicos y veganos que se solían servir en esa casa: «Comer en casa de Steve es una gran experiencia, siempre y cuando salgas de allí antes de que cierren los restaurantes». Lamentablemente, le pregunté a Murdoch si alguna vez había dicho algo así, y él lo negó.
Una de las visitas tuvo lugar a principios de 2011. Murdoch tenía que pasar por Palo Alto el 24 de febrero, así que le envió un mensaje a Jobs para decírselo. No sabía que ese día Jobs cumplía cincuenta y seis años, y él no se lo mencionó cuando le contestó para invitarlo a cenar. «Era mi forma de asegurarme de que Laurene no vetaba aquel plan —bromeó Jobs—. Era mi cumpleaños, así que ella tenía que dejarme invitar a Rupert». Erin y Eve se encontraban allí, y Reed llegó desde Stanford hacia el final de la cena. Jobs les mostró los diseños del barco que estaba planeando construirse, y Murdoch opinó que el interior era bonito pero que parecía «algo soso» por fuera. «Desde luego, el hecho de que hablara tanto sobre la construcción del barco demostraba que mantenía un gran optimismo sobre su salud», comentó después Murdoch.
Durante la cena, hablaron sobre la importancia de dotar a una compañía con una cultura emprendedora y ágil. Según Murdoch, Sony no lo había conseguido. Jobs estaba de acuerdo. «Yo solía creer que las empresas muy grandes no podían contar con una cultura corporativa clara —comentó Jobs—, pero ahora creo que sí puede hacerse. Murdoch lo ha hecho, y creo que yo lo he conseguido con Apple».
La mayor parte de la conversación durante la cena giró en torno a temas educativos. Murdoch acababa de contratar a Joel Klein, el antiguo concejal de Educación de Nueva York, para que encabezara un departamento de contenidos educativos digitales. El magnate recordaba que Jobs se mostraba algo desdeñoso ante la idea de que la tecnología podía transformar la formación. Sin embargo, Jobs coincidía con Murdoch en que el negocio de los libros de texto impresos iba a ser sustituido por los materiales educativos digitales.
De hecho, Jobs se había fijado los libros de texto como el siguiente campo que quería transformar. Creía que esa industria, a pesar de generar 8.000 millones de dólares al año, estaba a punto de quedar arrasada por la revolución digital. También le sorprendió el hecho de que muchas escuelas, por motivos de seguridad, no tuvieran taquillas, así que los chicos tenían que arrastrar pesadas mochilas de acá para allá. «El iPad podría resolver eso», señaló. Su idea era contratar a grandes autores de libros de texto para crear versiones digitales de los mismos y convertirlos en un elemento más del iPad. Además, celebró reuniones con las principales editoriales educativas estadounidenses, como Pearson Education, para tratar de llegar a acuerdos de colaboración con Apple. «El proceso que los diferentes estados del país emplean para certificar los libros de texto está corrompido —aseguró—, pero si podemos hacer que sean gratuitos y que vengan incluidos en el iPad, entonces no necesitarán ningún certificado. La lamentable situación económica de los estados va a seguir igual de mal otros diez años. Así podremos darles a los gobiernos la oportunidad de saltarse todo el proceso y ahorrar mucho dinero».