El iMac
Hola (de nuevo)
REGRESO AL FUTURO
El primer gran éxito de diseño surgido a partir de la colaboración entre Jobs e Ive fue el iMac, un ordenador de sobremesa dirigido al mercado general que se presentó en mayo de 1998. Jobs había impuesto algunos requisitos. Debía ser un producto integral, con el teclado, el monitor y la torre combinados en una sencilla unidad que pudiera comenzarse a utilizar en cuanto saliera de la caja. Tenía que aportar un diseño distintivo que supusiera una declaración de la imagen de la marca, y debía venderse por unos 1.200 dólares (por aquel entonces Apple no tenía ningún ordenador en el mercado que costara menos de 2.000 dólares). «Nos ordenó que volviéramos a las raíces del Macintosh original de 1984, un producto integrado de cara al consumidor —recordaba Schiller—. Aquello significaba que los procesos de diseño e ingeniería debían ir de la mano».
El plan inicial era construir un «ordenador en red», un concepto propuesto por Larry Ellison, de Oracle, consistente en un terminal económico sin disco duro que se empleara principalmente para conectarse a internet y a otras redes. Sin embargo, el director financiero, Fred Anderson, encabezó la iniciativa para hacer que el producto fuera más robusto, añadiéndole una unidad de disco para que pudiera convertirse en un ordenador de escritorio de pleno derecho destinado al uso doméstico. Jobs acabó por acceder a aquella petición.
Jon Rubinstein, que se encontraba a cargo del hardware, adaptó el microprocesador y las entrañas del Power Mac G3, el ordenador profesional de gama alta de Apple, para su uso en la nueva máquina que se estaba proyectando. El ordenador iba a contar con un disco duro y una bandeja para los discos compactos, pero, en una maniobra bastante audaz, Jobs y Rubinstein decidieron no incluir la acostumbrada disquetera. Jobs citó a la estrella del hockey Wayne Gretzky y su máxima de «patinar hacia el lugar a donde va a ir el disco, no hacia el lugar donde ya ha estado». Iba un poco adelantado a su tiempo, pero al final todos los ordenadores acabaron por eliminar las disqueteras.
Ive y su ayudante principal, Danny Coster, comenzaron a esbozar algunos diseños futuristas. Jobs rechazó categóricamente la decena de maquetas de espuma plástica que produjeron en un principio, aunque Ive sabía cómo guiarlo con tacto. Reconoció que ninguno de ellos era del todo bueno, pero señaló uno que parecía prometedor. Era un modelo curvo y de aspecto travieso que no parecía un bloque inmóvil clavado a la mesa. «Da la impresión de acabar de aparecer en tu escritorio o de estar a punto de bajarse de un salto para ir a algún otro lugar», le dijo a Jobs.
En la siguiente presentación, Ive había refinado aquel divertido modelo. En esta ocasión, Jobs, con su visión binaria del mundo, aseguró que le encantaba. Cogió el prototipo de espuma y comenzó a llevarlo consigo a la sede central para mostrárselo a miembros del consejo de administración y a colaboradores de confianza. Apple exaltaba en sus anuncios las virtudes de pensar diferente. Aun así, hasta entonces no habían propuesto nada demasiado diferente de los ordenadores existentes. Ahora Jobs tenía por fin algo nuevo.
La cubierta de plástico que Ive y Coster propusieron era de un azul aguamarina que después se rebautizó como azul bondi, por el color del agua en una playa australiana, y era translúcido para que pudiera verse el interior de la máquina desde fuera. «Estábamos tratando de transmitir la idea de que el ordenador es un elemento que puede cambiar según tus necesidades y ser como un camaleón —comentó Ive—. Por eso nos gustó la idea de que fuera translúcido. Se podía hacer con colores sólidos, pero así parece más dinámico y ofrece un aspecto más atrevido».
Tanto de forma metafórica como en la realidad, la translucidez conectaba los mecanismos interiores del ordenador con el diseño exterior. Jobs siempre había insistido en que las filas de chips de las placas de circuitos tuvieran un buen aspecto, aunque nunca iban a llegar a verse. Ahora sí podrían ser admiradas. La carcasa revelaría el cuidado que se había puesto en crear todos los componentes del ordenador y ensamblarlos juntos. El lúdico diseño transmitiría una idea de sencillez, a la vez que revelaba la profundidad que trae consigo la auténtica simplicidad.
Sin embargo, la aparente simplicidad de la propia carcasa plástica encerraba una gran complejidad. Ive y su equipo trabajaron junto con los fabricantes coreanos de Apple para perfeccionar el proceso de producción de las carcasas, y acudieron incluso a una fábrica de gominolas para estudiar cómo conseguir que los colores translúcidos resultaran atractivos. El coste de cada carcasa era de más de 60 dólares, el triple de lo habitual. En otras empresas probablemente hubieran sido necesarios estudios y presentaciones que probaran si las cubiertas translúcidas incrementarían las ventas lo suficiente como para justificar el gasto extra. Jobs no pidió ningún análisis de ese tipo.
Para coronar el diseño había un asa situada en la parte superior del iMac. Era un elemento más lúdico y semiótico que funcional. Lo cierto es que se trataba de un ordenador de sobremesa, y por tanto no habría mucha gente que fuera a dedicarse a transportarlo. Sin embargo, tal y como explicó Ive:
Por aquel entonces la gente no se sentía cómoda ante la tecnología. Si algo te asusta, entonces no quieres tocarlo. Yo veía que a mi madre le daba miedo tocar esos aparatos, así que pensé que si le poníamos un asa, haríamos que la relación fuera posible. Sería accesible. Sería intuitivo. Te da permiso para tocarlo. Transmite una idea de deferencia hacia ti. Desgraciadamente, producir un asa empotrada cuesta mucho dinero. En la antigua Apple, yo habría perdido aquella discusión. Lo que resulta genial de Steve es que lo vio y dijo: «¡Eso es genial!». No le tuve que explicar todo mi razonamiento, lo captó de forma intuitiva. Sabía que aquello formaba parte de la cercanía del iMac y de su naturaleza lúdica.
Jobs tuvo que contener las objeciones planteadas por los ingenieros de montaje, apoyados por Rubinstein, que tendían a plantear los inconvenientes económicos cuando se enfrentaban a los deseos estéticos y los variados caprichos de diseño de Ive. «Cuando se lo llevamos a los ingenieros —comentó Jobs— ellos plantearon treinta y ocho razones por las que no podían fabricarlo, y yo les dije: “No, no, tenemos que hacerlo”. Ellos replicaron: “Pero ¿por qué?”. Y contesté: “Porque yo soy el consejero delegado y creo que puede hacerse”, así que acabaron por hacerlo a regañadientes».
Jobs les pidió a Lee Clow, Ken Segall y otros miembros de la agencia publicitaria TBWA\Chiat\Day que cogieran un vuelo para ir a ver en qué estaban trabajando. Los llevó al estudio de diseño de acceso restringido y desveló con gesto teatral el diseño translúcido con forma de lágrima de Ive, que parecía como salido de Los Supersónicos, la futurista serie de dibujos animados de los ochenta. Durante un instante parecieron desconcertados. «Estábamos atónitos, pero no podíamos dar una opinión sincera —recordaba Segall—. En realidad estábamos pensando: “Madre mía, ¿sabe esta gente lo que están haciendo?”. Era demasiado radical». Jobs les pidió que propusieran algunos nombres. Segall respondió con cinco opciones, y una de ellas era «iMac». A Jobs no le gustó ninguna de ellas al principio, así que Segall propuso una nueva lista una semana después, pero agregó que la agencia seguía prefiriendo «iMac». Jobs respondió: «Esta semana no lo detesto, pero sigue sin gustarme». Probó a serigrafiarlo en algunos prototipos y fue haciéndose a la idea de que le gustaba el nombre. Y así es como aquel ordenador se convirtió en el iMac.
A medida que se iba aproximando la fecha límite para la finalización del iMac, el legendario carácter de Jobs reapareció con fuerza, especialmente cuando tuvo que enfrentarse a problemas de producción. Durante una de las reuniones de revisión de productos, se dio cuenta de que el proceso avanzaba demasiado lento. «Se embarcó en una de sus demostraciones de increíble cólera, y su furia era absolutamente pura», recordaba Ive. Fue rodeando la mesa y encarándose con todos los presentes, empezando por Rubinstein. «¡Sabéis que estamos intentando salvar la empresa —gritó— y vosotros lo estáis jodiendo!».
Igual que el equipo del Macintosh original, los trabajadores del iMac llegaron a duras penas a terminarlo justo a tiempo para el gran acto de presentación, aunque no antes de que Jobs sufriera un último estallido de cólera. Cuando llegó la hora de ensayar la presentación, Rubinstein improvisó dos prototipos que funcionaban. Ni Jobs ni nadie más había visto antes el producto final, y cuando lo miró sobre el escenario vio un botón en la parte frontal, bajo la pantalla. Lo apretó y se abrió la bandeja para el CD. «¿Qué coño es esto?», preguntó con poca cortesía. «Ninguno de nosotros dijo nada —recordaba Schiller— porque era obvio que él sabía que era la bandeja para el CD», así que Jobs siguió despotricando. Insistía en que debía ser una simple ranura, como esas tan elegantes que ya podían verse en los coches de lujo. Estaba tan furioso que echó a Schiller, quien fue a llamar a Rubinstein para que se dirigiera al auditorio. «Steve, esta es exactamente la unidad de disco que te mostré cuando estuvimos hablando de los componentes», le explicó. «No, nunca hubo una bandeja, solo una ranura», insistió Jobs. Rubinstein no cedió en su postura y la furia de Jobs no remitió. «Casi me pongo a llorar, porque ya era demasiado tarde para hacer nada al respecto», recordaba Jobs después.
Suspendieron el ensayo, y durante un rato pareció que Jobs fuera a cancelar toda la presentación del producto. «Ruby me miró como para preguntarme: “¿Soy yo el que está loco?” —comentó Schiller—. Aquella era mi primera presentación de un producto con Steve y mi descubrimiento de su filosofía de “si no está perfecto, no lo vamos a presentar”». Al final, accedieron a sustituir la bandeja por una ranura para la siguiente versión del iMac. «Solo seguiré adelante con la presentación si me prometéis que vamos a pasar a la ranura tan pronto como sea posible», les advirtió Jobs con lágrimas en los ojos.
También había un problema con el vídeo que se pensaba proyectar. En él aparecía Jony Ive describiendo su filosofía del diseño y preguntando: «¿Qué ordenador tendrían los Supersónicos? Esto era el futuro ayer mismo». En ese momento se veía un fragmento de dos segundos del programa de dibujos en el que aparecía la madre, Ultra Sónico, mirando una pantalla de vídeo, seguido por otra secuencia de dos segundos en la que los Supersónicos se ríen junto a un árbol de Navidad. Durante el ensayo, un asistente de producción le dijo a Jobs que iban a tener que retirar aquellas imágenes porque Hanna-Barbera no les había dado permiso para utilizarlas. «Déjalas», le espetó Jobs. El asistente le explicó que había leyes que lo prohibían. «No me importa —dijo Jobs—. Vamos a usar esas imágenes». Las secuencias se quedaron en el vídeo.
Lee Clow estaba preparando una serie de anuncios de prensa llenos de color, y cuando le envió a Jobs las pruebas de imprenta recibió una llamada telefónica enfurecida. Jobs insistía en que el azul del anuncio era distinto del de la fotografía del iMac que habían elegido. «No tenéis ni idea de lo que hacéis —gritó Jobs—. Voy a pedirle a otro que haga los anuncios porque esto es una mierda». Clow se mantuvo en sus trece. Le dijo que comparara las imágenes. Jobs, que no estaba en su despacho, insistió en que tenía razón y siguió gritando. Finalmente, Clow consiguió que se sentara con las fotografías originales. «Al final le demostré que aquel era el mismo azul». Años más tarde, al hilo de una discusión sobre Steve Jobs publicada en la web Gawker, apareció la siguiente historia contada por alguien que había trabajado en el supermercado Whole Foods de Palo Alto, a unas manzanas de distancia de la casa de Jobs: «Estaba recogiendo los carritos una tarde cuando vi un Mercedes plateado aparcado en una plaza para discapacitados. Steve Jobs estaba dentro gritándole al teléfono de su coche. Eso fue justo antes de que se presentara el primer iMac, y estoy bastante seguro de que le oí gritar: “¡Tiene que ser más azul, joder!”».
Como siempre, Jobs demostró una actitud obsesiva durante la preparación de la teatral presentación. Tras haber detenido un ensayo debido a su enfado por la bandeja para los discos, prolongó los demás para asegurarse de que el espectáculo sería grandioso. Repasó en repetidas ocasiones el momento culminante en el que iba a cruzar el escenario y proclamar: «Saludad al nuevo iMac». Quería que la iluminación fuera perfecta para que la carcasa translúcida de la nueva máquina resaltase con fuerza. Sin embargo, después de unos cuantos intentos todavía no estaba satisfecho, lo que recordaba a su obsesión con la iluminación del escenario de la que Sculley había sido testigo en la presentación del primer Macintosh en 1984. Jobs ordenó que las luces fueran más brillantes y se encendieran antes, pero aquello todavía no le convencía, así que bajó del escenario y recorrió el pasillo del patio de butacas hasta acomodarse en un asiento central con las piernas apoyadas sobre el respaldo de la butaca que tenía delante. «Vamos a seguir probando hasta que lo consigamos, ¿de acuerdo?», dijo. Realizaron otra prueba. «No, no —se quejaba Jobs—. Esto no funciona». En la siguiente ocasión las luces eran lo suficientemente brillantes, pero se encendían demasiado tarde. «Me estoy cansando de pedíroslo», gruñó. Al final, el iMac brilló con la intensidad justa. «¡Ahí! ¡Justo ahí! ¡Eso es genial!», gritó.
Un año antes, Jobs había destituido del consejo de administración a Mark Markkula, su antiguo mentor y compañero. Sin embargo, estaba tan orgulloso de lo que había conseguido con el nuevo iMac, y tan sensible por su conexión con el primer Macintosh, que invitó a Markkula a ir a Cupertino para un preestreno privado. Markkula estaba impresionado. Su única objeción era con respecto al nuevo ratón diseñado por Ive. Markkula opinaba que se parecía a un disco de hockey y que la gente lo odiaría. Jobs no estaba de acuerdo, pero al final Markkula resultó tener razón. Por lo demás, la máquina acabó siendo, al igual que su predecesora, absurdamente genial.
6 DE MAYO DE 1998: LA PRESENTACIÓN
Con la presentación del primer Macintosh en 1984, Jobs había creado un nuevo género teatral: el estreno de un producto como un acontecimiento histórico culminado por una epifanía en la que los cielos se abren, una luz desciende de las alturas, los ángeles cantan y un coro de fieles elegidos canta el aleluya. Para la gran presentación del producto que, según Jobs esperaba, salvaría a Apple y volvería a transformar el mundo de los ordenadores personales, eligió el simbólico auditorio Flint de la Universidad Comunitaria De Anza, en Cupertino, el mismo que había utilizado en 1984. Iba a hacer todo lo posible por despejar las dudas, animar a sus tropas, recabar el apoyo de la comunidad de desarrolladores y arrancar la campaña de marketing de la nueva máquina. Sin embargo, también lo hacía porque le gustaba aquel papel de empresario teatral. Organizar un gran espectáculo reavivaba sus pasiones con la misma intensidad que crear un gran producto.
Haciendo gala de su lado sentimental, comenzó con un gentil reconocimiento a tres personas a las que había invitado a sentarse en primera fila. Se había distanciado de los tres, pero ahora quería que volvieran a reunirse. «Comencé esta compañía con Steve Wozniak en el garaje de mi padre, y Steve está aquí hoy —anunció, señalándolo y despertando una salva de aplausos—. Se nos unió Mike Markkula y poco después nuestro primer presidente, Mike Scott —continuó—. Ambos se encuentran hoy entre el público, y ninguno de nosotros estaría aquí sin ellos tres». Se le empañaron los ojos durante un momento mientras volvían a crecer las ovaciones. Entre los asistentes también se encontraban Andy Hertzfeld y gran parte del equipo original del Mac. Jobs les sonrió. Sentía que estaba a punto de hacer que se sintieran orgullosos.
Tras mostrar el gráfico de la nueva estrategia de productos de Apple y pasar algunas diapositivas sobre el rendimiento del nuevo ordenador, estaba listo para destapar a su bebé. «Este es el aspecto que tienen hoy los ordenadores —afirmó mientras en la gran pantalla que había tras él se proyectaba la imagen de un grupo de torres grises y cuadriculadas y un monitor—, y me gustaría permitirme el privilegio de mostraros qué aspecto van a tener de ahora en adelante». Retiró la tela que había en una mesa en el centro del escenario para revelar el nuevo iMac, que relucía y centelleaba mientras las luces subían de intensidad en el momento justo. Apretó el ratón, como había hecho en el estreno del primer Macintosh, y la pantalla brilló con imágenes que pasaban a toda velocidad y mostraban todas las cosas maravillosas que podía hacer el ordenador. Al final, la palabra «hola» apareció con el mismo tipo de letra juguetón que había adornado el de 1984, en esta ocasión sobre las palabras «de nuevo» entre paréntesis. «Hola (de nuevo)». Se oyó un aplauso atronador. Jobs dio un paso atrás y se quedó contemplando con orgullo su nuevo Macintosh. «Parece como venido de otro planeta —comentó mientras el público reía—. Un buen planeta. Un planeta con mejores diseñadores que este».
Una vez más, Jobs había creado un producto nuevo y con una gran carga simbólica, el precursor de un nuevo milenio. Aquella máquina cumplía la premisa de «pensar diferente». En lugar de cajas beis y pantallas con un montón de cables y un abultado manual de instrucciones, aquí había un aparato simpático y atrevido, suave al tacto y tan agradable a la vista como un día de primavera. Podías agarrar su linda y pequeña asa, levantarlo para sacarlo de su elegante caja blanca y enchufarlo directamente a la pared. Las personas a las que les asustaban los ordenadores ahora querían uno, y querían ponerlo en una habitación donde otras personas pudieran admirarlo, y puede incluso que envidiarlo. «Una muestra de hardware que mezcla el brillo de la ciencia ficción con la fantasía kitsch de la sombrilla de un cóctel —escribió Steven Levy en Newsweek—. No solo es el ordenador con mejor aspecto que se ha presentado en años, sino también una orgullosa declaración de que la empresa más soñadora de Silicon Valley ya no es una sonámbula». Forbes la denominó «un éxito que marcará un cambio en la industria», y John Sculley salió de su exilio posteriormente para deshacerse en elogios: «Ha aplicado la misma estrategia sencilla que tantos éxitos le otorgó a Apple hace quince años: crear grandes productos y promocionarlos con un marketing fantástico».
Solo se oyeron quejas de un rincón muy familiar. Mientras el iMac recibía halagos, Bill Gates aseguró en una reunión de analistas financieros que estaban visitando Microsoft que aquella sería una moda pasajera. «Lo único que Apple está ofreciendo ahora mismo es una innovación cromática —afirmó Gates mientras señalaba a un ordenador equipado con Windows al que, para bromear, había pintado de rojo—. No creo que nos lleve mucho tiempo alcanzarles en ese campo». Jobs se puso furioso, y le dijo a un periodista que Gates, el hombre al que había condenado en público por carecer del más mínimo gusto, no tenía ni idea de por qué el iMac era mucho más atractivo que otros ordenadores. «Nuestros competidores no parecen darse cuenta y creen que es una cuestión de moda, creen que solo tiene que ver con el aspecto superficial —comentó—. Ellos piensan que dándole un poco de color a una chatarra de ordenador también tendrán uno como este».
El iMac salió a la venta en agosto de 1998 por 1.299 dólares. Se vendieron 278.000 unidades en las seis primeras semanas, y a finales de año ya se había dado salida a 800.000, convirtiéndose así en el ordenador que más rápido se había vendido en la historia de Apple. Cabe destacar que el 32% de las ventas fueron para gente que compraba un ordenador por primera vez, y que otro 12% correspondió a usuarios que antes tenían ordenadores con Windows.
Ive no tardó en proponer para los iMacs cuatro nuevos colores de atractivo aspecto, además del azul bondi. Era obvio que ofrecer el mismo ordenador en cinco colores diferentes supondría un enorme desafío para los procesos de producción, inventariado y distribución. En la mayoría de las compañías, incluyendo incluso a la antigua Apple, habrían celebrado reuniones para hablar de los costes y los beneficios. Sin embargo, cuando Jobs vio los nuevos colores se entusiasmó por completo y convocó a otros ejecutivos al estudio de diseño. «¡Vamos a sacarlo con todo tipo de colores!», les contó con entusiasmo. Cuando se marcharon, Ive miró atónito a su equipo. «En la mayoría de las empresas esa decisión habría llevado meses —recordaba Ive—. Steve lo dejó fijado en media hora».
Había otra modificación importante que Jobs quería para el iMac: deshacerse de esa detestable bandeja para los discos. «Vi una unidad de disco con ranura en un equipo de música de Sony de altísima gama —declaró—, así que me fui a ver a los fabricantes del sistema y conseguí que crearan una unidad de disco con ranura para la nueva versión del iMac que sacamos nueve meses después». Rubinstein trató de convencerlo para que no aplicase aquel cambio. Predijo que acabarían llegando nuevas unidades capaces de grabar música en los discos compactos en lugar de limitarse a leerlos, y que estarían disponibles con bandeja antes de que se fabricaran con el sistema de ranura. «Si te pasas a las ranuras, siempre irás atrasado con la tecnología», defendía Rubinstein.
«No me importa, esto es lo que quiero», replicó Jobs. Estaban comiendo en un bar de sushi en San Francisco, y Jobs insistió en que prosiguieran con la conversación dando un paseo. «Quiero que instales la unidad de disco con ranura para mí como favor personal», le pidió Jobs. Rubinstein accedió, por supuesto, pero al final resultó estar en lo cierto. Panasonic sacó al mercado una unidad de disco que podía leer y escribir datos y grabar música, y que primero estuvo disponible para aquellos ordenadores que contaban con el clásico modelo con bandeja. Los efectos de esta decisión tuvieron interesantes consecuencias a lo largo de los años siguientes: aquello hizo que Apple fuera algo lenta a la hora de satisfacer las necesidades de los usuarios que querían grabar y copiar su propia música, pero eso obligó a la compañía a ser más imaginativa y atrevida en un intento por encontrar la forma de adelantarse a la competencia cuando Jobs se dio cuenta al fin de que debía entrar en el mercado de la música.