Capítulo 12

El diseño

Los auténticos artistas simplifican

UNA ESTÉTICA BAUHAUS

A diferencia de la mayoría de los chicos que se criaron en las casas de Eichler, Jobs sabía lo que eran y por qué eran tan buenas. Le gustaba la noción de un estilo moderno, diáfano y sencillo producido en serie. También le encantaba cómo su padre describía los detalles del diseño de diferentes coches. Así pues, desde sus comienzos en Apple, siempre creyó que un buen diseño industrial —un logotipo sencillo y lleno de color, una carcasa elegante para el Apple II— distinguirían a su compañía y harían diferentes a sus productos.

El primer despacho de la empresa, una vez que salieron del garaje familiar, estaba situado en un pequeño edificio que compartían con una oficina de ventas de Sony. Esta compañía era célebre por su imagen de marca y sus memorables diseños de productos, así que Jobs se pasaba por allí para estudiar su material de marketing. «Entraba con su aspecto desaliñado y rebuscaba entre los folletos de los productos para señalar algunas características de los diseños —comentó Dan’l Lewin, que trabajaba allí—. De vez en cuando nos preguntaba: “¿Puedo llevarme este folleto?”». Para 1980, Jobs ya había contratado a Lewin.

Su afición por la imagen oscura e industrial de Sony fue menguando cuando comenzó a asistir, desde junio de 1981, a la Conferencia Internacional de Diseño de Aspen. La reunión de ese año se centraba en el estilo italiano, y contaba con el arquitecto y diseñador Mario Bellini, el cineasta Bernardo Bertolucci, el proyectista de coches Sergio Pininfarina y la política y heredera de Fiat, Susanna Agnelli. «Había llegado a adorar a los diseñadores italianos, igual que el chico de la película El relevo adora a los ciclistas italianos —recordaba Jobs—, así que para mí eran una increíble fuente de inspiración».

En Aspen entró en contacto con la filosofía de diseño claro y funcional del movimiento Bauhaus, personificado por Herbert Bayer en los edificios, apartamentos, tipos de letra sin remates y muebles del campus del Instituto Aspen. Al igual que sus mentores Walter Gropius y Ludwig Mies van der Rohe, Bayer creía que no debía existir distinción alguna entre las bellas artes y el diseño industrial aplicado. El moderno Estilo Internacional que defendían en la escuela Bauhaus mostraba que el diseño debía ser sencillo pero con un espíritu expresivo. En él se destacaban la racionalidad y la funcionalidad por medio de líneas y formas muy nítidas. Entre las máximas predicadas por Mies y Gropius se encontraban «Dios está en los detalles» y «Menos es más». Como en el caso de las casas de Eichler, la sensibilidad artística se combinaba con la capacidad para producir sus creaciones en serie.

Jobs habló públicamente de su apego por el movimiento de la Bauhaus en una charla impartida en la conferencia de diseño de Aspen del año 1983, cuyo tema principal era: «El futuro ya no es lo que era». En su discurso bajo la gran carpa del campus, Jobs predijo el declive del estilo de Sony en favor de la sencillez de la escuela Bauhaus. «La tendencia actual del diseño industrial sigue el aspecto de la alta tecnología de Sony, que consiste en el uso de grises metalizados que a veces pueden ir pintados de negro o combinados con experimentos extraños —afirmó—. Eso es fácil de hacer, pero no es un estilo genial». Propuso una alternativa, surgida del estilo Bauhaus, que se mantenía más fiel a la función y naturaleza de los productos. «Lo que vamos a hacer es crear productos de alta tecnología y darles una presentación diáfana para que todo el mundo sepa que son de alta tecnología. Los meteremos en un paquete de pequeño tamaño, y podemos hacer que sean bonitos y blancos, igual que hace Braun con sus electrodomésticos».

Puso énfasis en varias ocasiones en que los productos de Apple debían tener un aspecto nítido y sencillo. «Queremos que sean brillantes y puros y que no oculten el hecho de que son de alta tecnología, en lugar de darles un aspecto industrial basado en el negro, negro, negro y negro, como Sony —proclamó—. Este va a ser nuestro enfoque: un producto muy sencillo en el que de verdad estemos tratando de alcanzar una calidad digna de un museo de arte contemporáneo. La forma en que dirigimos nuestra empresa, el diseño de los productos, la publicidad, todo se reduce a lo mismo: vamos a hacerlo sencillo. Muy sencillo». El mantra de Apple siguió siendo aquel que figuraba en su primer folleto: «La sencillez es la máxima sofisticación».

Jobs sentía que uno de los elementos clave de la sencillez en el diseño era conseguir que los productos fueran intuitivamente fáciles de utilizar. Ambas características no siempre van de la mano. En ocasiones un diseño puede ser tan sencillo y elegante que el usuario lo encuentra intimidante o difícil de utilizar. «El factor principal de nuestro diseño es que tenemos que tratar de hacer que las cosas resulten obvias de forma intuitiva —expuso Jobs ante la multitud de expertos en diseño. Para ilustrarlo, alabó la metáfora del escritorio que estaba creando para el Macintosh—. La gente sabe de forma intuitiva cómo manejarse en un escritorio. Si entras en un despacho, verás que sobre la mesa hay varios papeles. El que está arriba del todo es el más importante. La gente sabe cómo asignar prioridades a sus tareas. Parte de la razón por la que basamos nuestros ordenadores en metáforas como la del escritorio es que así podemos aprovechar la experiencia que la gente ya tiene».

Una oradora que intervino a la misma hora que Jobs ese miércoles por la tarde, aunque en una sala de menor tamaño, era Maya Lin, de veintitrés años, catapultada a la fama el noviembre anterior cuando se inauguró su Monumento a los Veteranos de Vietnam en Washington, D. C. Ambos entablaron una gran amistad, y Jobs la invitó a visitar Apple. Como Jobs se mostraba tímido en presencia de alguien como Lin, recabó la ayuda de Debi Coleman para que le enseñara las instalaciones. «Fui a trabajar con Steve una semana —recordaba Lin—. Le pregunté: “¿Por qué los ordenadores parecen televisores aparatosos? ¿Por qué no fabricáis algo más fino? ¿Por qué no un ordenador portátil y plano?”». Jobs respondió que ese era su objetivo final, en cuanto la tecnología lo permitiera.

A Jobs le parecía que por aquella época no había demasiados movimientos interesantes en el campo del diseño industrial. Tenía una lámpara de Richard Sapper, a quien admiraba, y también le gustaban los muebles de Charles y Ray Eames y los productos que Dieter Rams había diseñado para Braun. Sin embargo, no había figuras imponentes que surgieran en el campo del diseño industrial con la fuerza con la que lo habían hecho Raymond Loewy y Herbert Bayer. «No había demasiadas novedades en el mundo del diseño industrial, especialmente en Silicon Valley, y Steve estaba más que dispuesto a cambiar aquella situación —afirmó Lin—. Su sensibilidad para el diseño es elegante sin resultar chillona, y también es algo juguetona. Adoptó el minimalismo, que le venía de su devoción por el zen y la sencillez, pero evitó que aquello convirtiera sus productos en algo frío. Seguían siendo divertidos. Se apasiona y se toma extremadamente en serio el diseño, pero al mismo tiempo le da un aire lúdico».

Mientras la sensibilidad diseñadora de Jobs evolucionaba, se sentía particularmente atraído por el estilo japonés y comenzó a pasar más tiempo con sus estrellas, como Issey Miyake e I. M. Pei. Su formación budista supuso una gran influencia para él. «Siempre he pensado que el budismo, y el budismo zen japonés en particular, tiene una estética magnífica —señaló—. Lo más sublime que jamás he visto son los jardines que rodean Kioto. Me conmueve profundamente todo lo que esa cultura ha creado, y eso proviene directamente del budismo zen».

COMO UN PORSCHE

La visión de Jef Raskin del Macintosh era la de una especie de maletín abultado que pudiera cerrarse al plegar el teclado sobre la pantalla. Cuando Jobs se encargó del proyecto, decidió sacrificar la portabilidad en aras de un diseño distintivo que no ocupara demasiado espacio sobre un escritorio. Dejó caer un listín telefónico sobre una mesa y afirmó, para espanto de los ingenieros, que el ordenador no debía ocupar una superficie mayor que aquella. Así pues, el jefe del equipo de diseñadores, Jerry Manock, y Terry Oyama, un diseñador de gran talento al que había contratado, comenzaron a trabajar con diferentes ideas en las cuales la pantalla se encontraba encima de la torre del ordenador, con un teclado que podía separarse del conjunto.

Un día de marzo de 1981, Andy Hertzfeld regresó a su despacho después de cenar y se encontró a Jobs inclinado sobre el prototipo de Mac, enzarzado en una intensa discusión con el director de servicios creativos, James Ferris. «Necesitamos darle un aire clásico que no pase de moda, como el del Volkswagen Escarabajo», afirmó Jobs. Había aprendido de su padre a apreciar el contorno de los coches clásicos. «No, eso no puede ser —contestó Ferris—. Las líneas deben ser voluptuosas, como las de un Ferrari». «No, un Ferrari no, eso tampoco puede ser —replicó Jobs—. ¡Debería ser más como un Porsche!».

No es de extrañar que por aquella época Jobs condujera un Porsche 928. (Posteriormente Ferris pasó a trabajar en Porsche como director publicitario). Durante un fin de semana en que Bill Atkinson fue a verlo, Jobs lo sacó al jardín para que admirase el Porsche. «El buen arte se aparta de la moda, no la sigue», le dijo a Atkinson. También admiraba el diseño de los Mercedes. «Con los años han suavizado las líneas, pero les han dado más contraste a los detalles —comentó un día mientras caminaba por el aparcamiento—. Eso es lo que tenemos que hacer con el Macintosh».

Oyama preparó un diseño preliminar y mandó construir un modelo en yeso. El equipo del Mac se reunió para la presentación y expresó sus ideas al respecto. A Hertzfeld le pareció «mono». Otros también parecían satisfechos. Entonces Jobs dejó escapar un torrente de virulentas críticas. «Es demasiado cuadrado, tiene que tener más curvas. El radio del primer achaflanado tiene que ser más grande, y no me gusta el tamaño de ese bisel». Con sus nuevos conocimientos de la jerga del diseño industrial, se refería a los bordes angulares o curvos que conectaban dos caras del ordenador. Pero a continuación acabó con un rotundo cumplido: «Es un comienzo», sentenció.

Aproximadamente cada mes, Manock y Oyama regresaban para presentar una nueva versión, basada en las críticas previas de Jobs. La tela que cubría el último modelo de yeso se retiraba con gran teatralidad, con todos los modelos previos alineados junto a él. Aquello no solo servía para apreciar la evolución, sino que evitaba que Jobs insistiera en que habían pasado por alto alguna de sus sugerencias o críticas. «Para cuando íbamos por el cuarto modelo, yo apenas podía distinguirlo del tercero —reconoció Hertzfeld—. Sin embargo, Steve siempre se mostraba crítico y decidido, y aseguraba que le encantaba o le repugnaba algún detalle que yo apenas podía percibir».

Un fin de semana, Jobs se dirigió al centro comercial Macy’s de Palo Alto y se dispuso a estudiar los aparatos de cocina, especialmente el robot de la marca Cuisinart. Ese lunes llegó dando saltos de emoción a la oficina del Mac, le pidió al equipo de diseño que fuera a comprar uno y realizó toda una serie de nuevas sugerencias basadas en sus líneas, curvas y biseles. Entonces Oyama presentó un nuevo diseño más similar al de un utensilio de cocina, pero incluso Jobs reconoció que no era lo que estaba buscando. Aquello retrasó el progreso una semana, pero al final Jobs acabó por aceptar una propuesta para la carcasa del Mac.

Siguió insistiendo en que la máquina tuviera un aspecto agradable. Como consecuencia, evolucionaba continuamente para parecerse cada vez más a un rostro humano. Al colocar la disquetera bajo la pantalla, el conjunto era más alto y estrecho que la mayoría de los ordenadores, de forma que evocaba una cara. El hueco junto a la base recordaba a un suave mentón, y Jobs afinó la franja de plástico de la parte superior para evitar la frente de cromañón que había hecho del Lisa algo poco atractivo. La patente para el diseño de la carcasa de Apple se emitió a nombre de Steve Jobs, Jerry Manock y Terry Oyama. «Aunque Steve no había dibujado ninguna de las líneas, sus ideas y su inspiración hicieron del diseño lo que es —declararía Oyama posteriormente—. Para ser sincero, no teníamos ni idea de qué quería decir que un ordenador fuera “agradable” hasta que Steve nos lo dijo».

Jobs estaba igualmente obsesionado por el aspecto de lo que iba a aparecer en pantalla. Un día, Bill Atkinson entró en las Torres Texaco muy emocionado. Acababa de hallar un algoritmo estupendo con el cual podían dibujarse sin esfuerzo círculos y óvalos sobre la pantalla. Los cálculos matemáticos necesarios para trazar círculos normalmente requerían el uso de raíces cuadradas, algo que no podía hacer el microprocesador 68000. Sin embargo, Atkinson encontró otra vía, basándose en el hecho de que la suma de una serie de números impares consecutivos da como resultado una serie de cuadrados perfectos (por ejemplo: 1 + 3 = 4, 1 + 3 + 5 = 9, etcétera). Hertzfeld recuerda que cuando Atkinson mostró la versión de prueba todo el mundo quedó impresionado menos Jobs. «Bueno, los círculos y los óvalos están bien —dijo—, pero ¿qué hay de los rectángulos con los bordes redondeados?».

«No creo que nos hagan falta», respondió Atkinson, que pasó a explicarle que aquello sería casi imposible de hacer. «Yo quería que las pautas de los gráficos fueran sencillas, y limitarlas a las primitivas geométricas que de verdad son necesarias», recordaba.

«¡Los rectángulos con bordes redondeados están por todas partes! —gritó Jobs, levantándose de un salto y con tono más vehemente—. ¡Échale un vistazo a esta habitación!». Señaló la pizarra, la superficie de la mesa y otros objetos que eran rectangulares pero tenían los bordes curvados. «¡Y mira fuera, hay todavía más, prácticamente en cualquier sitio al que mires!». Arrastró a Atkinson a dar un paseo, y fue señalando las ventanas de los coches, los carteles publicitarios y las señales de tráfico. «En menos de tres calles habíamos encontrado diecisiete ejemplos —afirmó Jobs—. Comencé a señalarlos uno por uno hasta que quedó completamente convencido».

«Cuando por fin llegó hasta un cartel de “Prohibido aparcar” le dije: “Vale, tú ganas, me rindo. ¡Necesitamos agregar el rectángulo de esquinas redondeadas como una primitiva más!”». Según Hertzfeld, «Bill regresó a las Torres Texaco la tarde siguiente, con una gran sonrisa en el rostro. Su versión de prueba ahora podía dibujar rectángulos con hermosos bordes redondeados a una velocidad de vértigo». Los cuadros de diálogo y las ventanas del Lisa y del Mac, y de casi todos los ordenadores posteriores, acabaron por tener las esquinas redondeadas.

En la asignatura de caligrafía a la que había asistido en Reed, Jobs había aprendido a adorar los tipos de letra en todas sus variantes, con y sin remates, con espaciado proporcional y diferentes interlineados. «Cuando estábamos diseñando el primer ordenador Macintosh, recordé todo aquello», afirmó, refiriéndose a aquellas clases. Como el Mac tenía una configuración en mapa de bits, era posible diseñar un conjunto interminable de fuentes, desde las más elegantes a las más alocadas, y que aparecieran píxel por píxel en la pantalla.

Para diseñar estas fuentes, Hertzfeld recurrió a una amiga del instituto que vivía a las afueras de Filadelfia, Susan Kare. Bautizaron las fuentes con los nombres de las paradas del viejo tren de cercanías de la línea principal de Filadelfia: Overbrook, Merion, Ardmore y Rosemont. A Jobs le fascinó todo el proceso. Después, una tarde, se pasó a verlos y comenzó a criticar los nombres de las fuentes. Eran «puebluchos de los que nadie ha oído hablar —se quejó—. ¡Deberían tener los nombres de ciudades de fama mundial!». Y por eso, según Kare, ahora hay fuentes con nombres de ciudades importantes: Chicago, New York, Geneva, London, San Francisco, Toronto, Venice.

Markkula y algunos otros trabajadores nunca llegaron a apreciar la obsesión de Jobs por la tipografía. «Tenía un notable conocimiento acerca de las fuentes, y seguía insistiendo en que las nuestras fueran las mejores —recordaba Markkula—. Yo le repetía: “¿Fuentes? ¿De verdad no tenemos cosas más importantes que hacer?”». De hecho, la maravillosa variedad de las fuentes del Macintosh, en combinación con las impresoras láser y las grandes capacidades gráficas de esos ordenadores, sirvieron para crear la industria de la autoedición y supusieron una gran ayuda para el balance económico de Apple. También sirvió para que todo tipo de personas corrientes, desde los chicos que trabajaban en los periódicos de los institutos hasta las madres que redactaban los boletines de la AMPA, pudieran gozar de la extravagante alegría que produce saber más acerca de las fuentes tipográficas, un mundo hasta entonces reservado a impresores, editores canosos y otros tantos infelices con las manos manchadas de tinta.

Kare desarrolló asimismo los iconos —como la papelera a la que iban a parar los archivos eliminados— que sirvieron para definir las interfaces gráficas. Jobs y ella congeniaron de inmediato porque compartían un instinto de búsqueda de la sencillez junto con el deseo de hacer que el Mac tuviera un aire de fantasía. «Normalmente se pasaba por aquí al final de la jornada —recordaba—. Siempre quería saber qué novedades había, y siempre ha tenido buen gusto y un buen ojo para los detalles visuales». En ocasiones, Jobs también iba a verla los domingos por la mañana, así que Kare se aseguró de trabajar en esos días para poderle mostrar las nuevas opciones que había diseñado. De vez en cuando, se encontraba con algún problema. Él rechazó una de sus propuestas, un icono en forma de conejo para subir la velocidad de los dobles clics en un ratón, con el argumento de que aquella criatura peluda le parecía «muy gay».

Jobs le dedicó una atención similar a las barras de menú que se situaban en la parte superior de las ventanas, los cuadros y los documentos. Hizo que Atkinson y Kare las repitieran una y otra vez mientras él le daba vueltas y más vueltas al aspecto que debían tener. A Jobs no le gustaban las barras del Lisa, porque eran demasiado negras y toscas. Quería que las del Mac resultaran más suaves, con un fondo de rayas. «Tuvimos que presentar unos veinte diseños diferentes antes de que se quedara satisfecho», comentó Atkinson. Hubo un momento en que Kare y Atkinson se quejaron de que les estaba haciendo emplear demasiado tiempo en aquellos detalles ínfimos de la barra del menú cuando tenían cosas más importantes que hacer. Jobs se puso hecho una furia. «¿Podéis imaginaros cómo sería ver esto todos los días? —gritó—. No es un detalle ínfimo, es algo que tenemos que hacer bien».

Chris Espinosa encontró una forma de satisfacer las exigencias de diseño de Jobs y su tendencia a ser obsesivamente controlador. Jobs había convencido a Espinosa, uno de los jóvenes acólitos de Wozniak en sus días del garaje, para que dejara los estudios en Berkeley, con el argumento de que siempre tendría la oportunidad de continuar con ellos, pero solo una de trabajar en el Mac. Decidió por su cuenta diseñar una calculadora para el ordenador. «Todos nos reunimos para mirar cuando Chris le mostró la calculadora a Steve y contuvo la respiración, a la espera de su reacción», recordaba Hertzfeld.

«Bueno, es un comienzo —afirmó Jobs—, pero básicamente es un asco. El color de fondo es demasiado oscuro, algunas líneas no tienen el grosor adecuado y los botones son demasiado grandes». Espinosa siguió refinando el modelo en respuesta a los comentarios de Jobs, día tras día, pero con cada nueva versión llegaban nuevas críticas, así que al final, una tarde en la que Jobs fue a verlo, Espinosa presentó una solución muy inspirada: el «Set de Construcción de Steve Jobs para Crear su Propia Calculadora». Aquello le permitía al usuario alterar y personalizar el aspecto de la calculadora cambiando el grosor de las líneas, el tamaño de los botones, el sombreado, el fondo y otros detalles. En lugar de echarse a reír, Jobs se sumergió en ello y comenzó a modificar el aspecto de la aplicación para que se adaptara a sus gustos. Tras cerca de diez minutos consiguió la presentación deseada. No es de extrañar que su diseño fuera el que acabó incluido en el Mac y que permaneciera como el estándar durante quince años.

Aunque estaba principalmente centrado en el Macintosh, Jobs quería crear un lenguaje de diseño coherente para todos los productos de Apple. Así pues, con la ayuda de Jerry Manock y de un grupo informal bautizado como el Gremio de Diseñadores de Apple, organizó un concurso para elegir un diseñador de talla mundial que representase para Apple lo que Dieter Rams suponía para Braun. El proyecto recibió el nombre en clave de Blancanieves, no por ninguna preferencia especial por el personaje sino porque los productos que se diseñaron tenían el nombre en clave de cada uno de los siete enanitos. El ganador fue Hartmut Esslinger, un diseñador alemán que fue el responsable del diseño de los televisores Trinitron de Sony. Jobs voló hasta la región de Baviera, en la Selva Negra, para conocerlo, y quedó impresionado no solo por la pasión de Esslinger por su trabajo, sino también por su enérgica forma de conducir su Mercedes a más de 160 kilómetros por hora.

Aunque era alemán, Esslinger propuso crear un «gen genuinamente americano para el ADN de Apple», el cual le aportaría un aspecto «globalmente californiano», inspirado por «Hollywood y la música, un poco de rebeldía y un atractivo sexual natural». Se guiaba por el principio de que «la forma sigue a la emoción», un juego de palabras con la conocida expresión de que la forma sigue a la función. Desarrolló cuarenta modelos de productos para ilustrar su concepto, y cuando Jobs los vio exclamó: «¡Sí, esto es!». La estética del proyecto Blancanieves, que fue inmediatamente adoptada para el Apple IIc, contaba con carcasas blancas, curvas cerradas y líneas con delgadas ranuras para la ventilación y la decoración. Jobs le ofreció a Esslinger un contrato con la condición de que se mudara a California. Se estrecharon la mano y, según las nada modestas palabras de Esslinger, «aquel apretón de manos dio origen a una de las colaboraciones más decisivas en la historia del diseño industrial». La compañía de Esslinger, frogdesign,[3] se estrenó en Palo Alto a mediados de 1983 con un contrato de trabajo con Apple por 1,2 millones de dólares al año, y desde entonces todos los productos de Apple han incluido una orgullosa afirmación: «Diseñado en California».

De su padre, Jobs había aprendido que el sello de cualquier artesano apasionado consiste en asegurarse de que incluso las partes que van a quedar ocultas están acabadas con gusto. Una de las aplicaciones más extremas —y reveladoras— de esa filosofía llegó cuando inspeccionó el circuito impreso sobre el que irían colocados los chips y demás componentes en el interior del Macintosh. Ningún consumidor iba a verlo nunca, pero Jobs comenzó a criticarlo desde un punto de vista estético. «Esta parte es preciosa —opinó—, pero fíjate en todos esos chips de memoria. Esto es muy feo, las líneas están demasiado juntas».

Uno de los nuevos ingenieros lo interrumpió y le preguntó qué importancia tenía aquello. «Lo único que importa es si funciona bien. Nadie va a ver la placa base».

Jobs reaccionó como de costumbre: «Quiero que sea tan hermoso como se pueda, incluso si va a ir dentro de la caja. Un gran carpintero no utiliza madera mala para la parte trasera de una vitrina, aunque nadie vaya a verla». En una entrevista realizada unos años más tarde, después de que el Macintosh saliera a la venta, Jobs volvió a repetir aquella lección aprendida de su padre: «Cuando eres carpintero y estás fabricando un hermoso arcón, no utilizas un trozo de contrachapado en la parte de atrás, aunque vaya a estar colocado contra la pared y nadie lo vea nunca. Tú sí que sabes que está ahí, así que utilizas una buena pieza de madera para la parte trasera. Para poder dormir bien por las noches, la estética y la calidad tienen que mantenerse durante todo el proceso».

De Mike Markkula aprendió un corolario a la lección de su padre sobre cuidar de la belleza de lo oculto: también era importante que el empaquetado y la presentación resultaran bonitos. La gente sí que juzga los libros por su portada, así que para la caja y el empaquetado del Macintosh, Jobs eligió un diseño a todo color y siguió tratando de mejorarlo. «Hizo que los encargados del embalaje lo rehicieran todo cincuenta veces —recordaba Alain Rossmann, un miembro del equipo del Mac que acabó casándose con Joanna Hoffman—. Iba a terminar en la basura en cuanto el comprador lo abriera, pero él estaba obsesionado con el aspecto que tendría». Para Rossmann, aquello mostraba una cierta falta de equilibrio: estaban gastando dinero en un embalaje caro mientras trataban de ahorrar en los chips de memoria. Sin embargo, para Jobs cada detalle resultaba esencial a la hora de hacer que el Macintosh no solo fuera impresionante, sino que también lo pareciera.

Cuando el diseño quedó finalmente decidido, Jobs reunió a todo el equipo del Macintosh para una ceremonia. «Los verdaderos artistas firman su obra», afirmó, y entonces sacó un cuaderno y un bolígrafo de la marca Sharpie e hizo que todos ellos estamparan su firma. Las firmas quedaron grabadas en el interior de cada Macintosh. Nadie las vería nunca, a excepción de algún técnico de reparación ocasional, pero cada miembro del equipo sabía que su firma estaba ahí dentro, de la misma manera que sabían que la placa base había sido dispuesta con toda la elegancia posible. Jobs fue llamándolos uno a uno por su nombre. Burrell Smith fue el primero. Jobs esperó hasta el último, hasta que los otros cuarenta y cinco miembros hubieron firmado. Encontró un hueco justo en el centro de la hoja y escribió su nombre en letras minúsculas con una gran floritura final. Entonces propuso un brindis con champán. «Gracias a momentos como este, consiguió que viéramos nuestro trabajo como una forma de arte», dijo Atkinson.