El centro digital
Desde iTunes hasta el iPod
UNIENDO LOS PUNTOS
Una vez al año, Jobs se llevaba a un retiro a sus empleados más valiosos, a los que llamaba «el top 100», elegidos de acuerdo con un sencillo criterio: era la gente a la que te llevarías si solo pudieras quedarte con cien personas en una barca salvavidas para tu siguiente compañía. Al final de esos retiros, Jobs se plantaba frente a una pizarra (siempre le han gustado las pizarras: le daban un control completo de la situación y le ayudaban a centrar los temas) y preguntaba: «¿Cuáles son las próximas diez cosas que deberíamos hacer?». La gente iba discutiendo para conseguir que sus sugerencias entraran en la lista, y Jobs las escribía. Luego tachaba aquellas que le parecían una tontería. Tras muchas disputas, el grupo se quedaba con una relación de diez. Entonces Jobs tachaba las siete últimas y anunciaba: «Solo podemos hacer tres».
En 2001, Apple había renovado su oferta de ordenadores personales. Había llegado la hora de pensar diferente. Aquel año, nuevas posibilidades encabezaban la lista de la pizarra. Por aquellos días, una especie de velo mortuorio había caído sobre el reino digital. La burbuja de las empresas punto com había estallado, y el índice Nasdaq se había hundido más de un 50% desde su momento cumbre. Solo tres compañías tecnológicas contrataron anuncios publicitarios en la final de la Super Bowl de enero de 2001, comparadas con las diecisiete del año anterior. Sin embargo, la sensación de depresión llegó más allá. Durante los veinticinco años transcurridos desde que Jobs y Wozniak fundaron Apple, el ordenador personal había sido el elemento central de la revolución digital. Ahora, los expertos predecían que su función clave estaba llegando a su fin. Aquel producto había «madurado hasta convertirse en algo aburrido», escribió Walt Mossberg, del Wall Street Journal. Y Jeff Weitzen, el consejero delegado de Gateway, proclamó: «Está claro que nos estamos apartando del ordenador personal como elemento principal».
Fue entonces cuando Jobs lanzó una nueva y extraordinaria estrategia que transformó a Apple y, con ella, a toda la industria tecnológica. El ordenador personal, en lugar de pasar a un segundo plano, iba a convertirse en un «centro digital» que coordinara diversos dispositivos, desde reproductores de música hasta cámaras de vídeo y fotográficas. Sería posible conectar y sincronizar todos aquellos aparatos con el ordenador para que gestionase la música, las fotografías, los vídeos, la información y todos los aspectos de lo que Jobs denominaba «un estilo de vida digital». Apple ya no iba a ser simplemente una empresa informática —de hecho, la palabra «Computers» pasó a desaparecer de su nombre—, pero el Macintosh se vería reforzado durante al menos otra década al convertirse en el núcleo de una sorprendente gama de nuevos dispositivos, como el iPod, el iPhone y el iPad.
Cuando tenía treinta años, Jobs había utilizado una metáfora sobre los álbumes de música. Se preguntaba por qué las personas de más de treinta años desarrollaban rígidas pautas de pensamiento y tendían a ser menos innovadoras. «La gente se atasca en esas pautas, como en los surcos de un disco de vinilo, y nunca logra salir de ellas —afirmó—. Obviamente, hay gente con una curiosidad innata, que son durante toda su vida como niños pequeños maravillados ante la vida, pero resultan poco comunes». A sus cuarenta y cinco años, Jobs estaba a punto de salir de su surco.
Diferentes razones explican por qué fue capaz, más que ningún otro, de visualizar y hacer posible esta nueva era de la revolución digital. En primer lugar, seguía estando en la intersección entre las humanidades y la tecnología. Le encantaban la música, la pintura o las películas, pero también los ordenadores. La esencia del centro digital es precisamente que enlaza nuestra afición por las artes creativas con unos aparatos de gran calidad. Jobs comenzó a mostrar una sencilla diapositiva al final de muchas de sus presentaciones de productos: una señal de tráfico que mostraba la intersección de la calle de las «Humanidades» y la de la «Tecnología». Allí es donde él residía, y por eso fue capaz de concebir la idea del centro digital desde su inicio. Pero, además, Jobs, como gran perfeccionista, se sentía obligado a integrar todos los aspectos de un producto, desde el hardware hasta el software, pasando por los contenidos y el marketing. En el campo de los ordenadores personales aquella estrategia no había resultado frente a la de Microsoft-IBM, por la cual el hardware de una compañía se podía combinar con el software de otra y viceversa. Sin embargo, en el caso de los productos ligados al centro digital, sí habría una ventaja para marcas como Apple, que integraran el ordenador con los dispositivos electrónicos y el software. Aquello significaba que el contenido de un aparato móvil podía controlarse a la perfección desde un ordenador del mismo fabricante.
Otro de los motivos que contribuyeron al éxito de la estrategia fue el instinto natural de Jobs para la sencillez. Antes de 2001, otras empresas habían fabricado reproductores portátiles de música, software de edición de vídeo u otros productos que formaban parte del llamado «estilo de vida digital». Sin embargo, eran dispositivos complejos, con interfaces de usuario más intimidantes que las de un aparato de vídeo. No eran como el iPod o como el programa iTunes.
Y por último, pero no menos importante en esta nueva filosofía, Jobs estaba dispuesto, según una de sus expresiones favoritas, a «apostarse el todo por el todo» con un nuevo enfoque. El estallido de la burbuja informática había llevado a otras empresas tecnológicas a reducir el gasto en nuevos productos. «Cuando todos los demás estaban recortando presupuestos, decidimos que nosotros íbamos a invertir a lo largo de aquella etapa de depresión —recordaba—. Íbamos a gastar dinero en investigación y desarrollo y a inventar productos nuevos para que, cuando la recesión tecnológica llegara a su fin, estuviéramos por delante de la competencia». Aquel fue el origen de la mayor década de innovación constante que se recuerda en una empresa en los últimos tiempos.
FIREWIRE
La visión de Jobs consistente en un ordenador como centro digital se remonta hasta una tecnología llamada FireWire, que Apple había desarrollado a principios de la década de los noventa. Se trataba de una conexión de alta velocidad que permitía transferir archivos digitales, como los vídeos, de un dispositivo a otro. Los fabricantes japoneses de cámaras de vídeo adoptaron aquel sistema, y Jobs decidió incluirlo en las versiones actualizadas del iMac que salieron a la venta en octubre de 1999. Entonces empezó a darse cuenta de que FireWire podría formar parte de un sistema que permitiera copiar los archivos de vídeo desde las cámaras al ordenador, para su edición y organización posteriores.
Para que aquello funcionara, el iMac necesitaba contar con un gran software de edición de vídeo, así que Jobs fue a visitar a sus viejos amigos de Adobe —la compañía de gráficos digitales que él había ayudado a levantar— y les pidió que crearan una nueva versión para Mac del Adobe Premiere, un programa popular en los ordenadores con Windows. Los ejecutivos de Adobe sorprendieron a Jobs al rechazar de plano su propuesta, con el argumento de que el Macintosh no tenía usuarios suficientes como para que aquello mereciera la pena. Jobs, sintiéndose traicionado, se puso furioso. «Yo puse a Adobe en el mapa y ellos me jodieron», explicó posteriormente. Adobe empeoró aún más la situación cuando se negó también a programar algunas otras aplicaciones muy extendidas, como el Photoshop, para el Mac OS X, a pesar de que el Macintosh sí era muy utilizado entre los diseñadores y otros usuarios creativos que necesitaban aquel software.
Jobs nunca perdonó a Adobe, y diez años más tarde se enzarzó en una guerra pública con esta empresa al no permitir que el Adobe Flash fuera compatible con el iPad. Lo que le había pasado fue una valiosa lección que reforzó su deseo de obtener un control absoluto de todos los elementos clave de su sistema. «Mi primera conclusión cuando Adobe nos jodió en 1999 era que no debíamos meternos en ningún proyecto en el que no controlásemos tanto el hardware como el software, o en caso contrario aquello sería una carnicería», afirmó.
Así pues, a partir de 1999 Apple comenzó a producir aplicaciones para el Mac dirigidas a gente que se encontraba en esa intersección a medio camino del arte y la tecnología. Entre dichos programas se encontraban Final Cut Pro, para edición de vídeo digital; iMovie, que era una versión más sencilla, para el gran público; iDVD, para grabar vídeos o música en un disco; iPhoto, para competir con el Adobe Photoshop; GarageBand, para crear y remezclar música; iTunes, para gestionar canciones, y la tienda iTunes, para comprar canciones.
La idea del centro digital pronto comenzó a gestarse. «La primera vez que lo entendí fue con la cámara de vídeo —comentó Jobs—. Utilizar iMovie hace que tu cámara sea diez veces más valiosa». En lugar de acumular cientos de horas de secuencias sin tratar que nunca llegarías a ver enteras, puedes editarlas en tu ordenador, añadir elegantes fundidos, música y créditos, y el productor ejecutivo eres tú mismo. Aquel programa le permitía a la gente ser creativa, expresarse y crear algo con un componente afectivo. «En aquel momento me di cuenta de que el ordenador personal iba a convertirse en algo más».
Jobs tuvo otra revelación: un ordenador que fuera centro digital haría posibles aparatos portátiles más sencillos. Una gran parte de las funciones que aquellos dispositivos trataban de ofrecer, como la edición de vídeo o de imágenes, obtenían pobres resultados, porque se llevaban a cabo en pantallas pequeñas y no podían albergar fácilmente menús con numerosas opciones. Los ordenadores podían hacerse cargo de aquellas tareas de forma mucho más sencilla.
Ah, y una cosa más… Lo que Jobs fue también capaz de ver era que el proceso funcionaba mejor cuando todos los elementos —el dispositivo electrónico, el ordenador, el software, las aplicaciones, el FireWire— se hallaban firmemente integrados. «Aquello me hizo creer con mayor firmeza en la idea de las soluciones integradas de principio a fin», recordaba.
La belleza de aquella revelación residía en que solo había una compañía en posición de ofrecer aquel conjunto integral. Microsoft escribía software, Dell y Compaq fabricaban hardware, Sony producía muchos aparatos digitales, y Adobe desarrollaba numerosas aplicaciones, pero solo Apple se ocupaba de todas aquellas cosas. «Somos la única empresa que cuenta con todo el paquete: el hardware, el software y el sistema operativo —le explicó a Time—. Podemos asumir la responsabilidad completa de la experiencia del usuario. Podemos lograr lo que otros no pueden».
La primera incursión de Apple en su estrategia del centro digital fue el vídeo. Con FireWire podías transferir tus vídeos al Mac, y con iMovie podías editarlo para crear una obra maestra. ¿Y luego qué? Querrás grabar algún DVD para que tú y tus amigos podáis verlo en un televisor. «Pasamos mucho tiempo trabajando con los fabricantes de grabadoras para que crearan una unidad destinada al gran público que permitiera la grabación de un DVD —comentó Jobs—. Fuimos los primeros en producir algo así». Como de costumbre, Jobs se centraba en lograr que el producto fuera lo más sencillo posible para el usuario, la clave de su éxito. Mike Evangelist, que trabajó en diseño de software en Apple, recordaba como le presentó a Jobs una primera visión de la interfaz. Tras echarles un vistazo a un puñado de imágenes, Jobs se levantó de un salto, cogió un rotulador y dibujó un sencillo rectángulo en una pizarra. «Aquí está la nueva aplicación —anunció—. Tiene una ventana. Se arrastra el vídeo a la ventana. A continuación se pulsa el botón que dice: “Grabar”. Ya está. Eso es lo que vamos a hacer». Evangelist estaba anonadado, pero aquel fue el camino que llevó a la sencillez del programa iDVD. Jobs llegó incluso a colaborar en el diseño del icono del botón «Grabar».
Jobs sabía que la fotografía digital era un campo a punto de florecer, así que Apple desarrolló también la forma de hacer que el ordenador se convirtiera en el organizador de las imágenes personales. Sin embargo, durante el primer año al menos, dejó de lado una oportunidad fabulosa: Hewlett-Packard y otros fabricantes estaban creando una unidad capaz de grabar discos de música, pero Jobs insistía en que Apple debía centrarse en los formatos de vídeo y no en los de audio. Además, su gran insistencia en que el iMac se deshiciera de la bandeja de los discos compactos y empleara un sistema más elegante, con ranura, implicaba ser incompatible con las novedosas grabadoras de CD, creadas en un primer momento para el formato de bandeja. «Perdimos el tren en aquella ocasión —recordaba—, así que necesitábamos alcanzar al resto a toda velocidad».
El sello de una compañía innovadora no solo radica en ser la primera presentando nuevas ideas. También tiene que saber cómo dar un salto cualitativo cuando se encuentra en una posición de desventaja.
ITUNES
A Jobs no le hizo falta mucho tiempo para darse cuenta de que la música iba a representar una parte inmensa del negocio. La gente pasaba música a sus ordenadores desde los discos, o se la descargaba a través de los servicios de intercambio de archivos, como Napster. Para el año 2000, la estaban grabando en discos vírgenes con un total frenesí. Ese año, el número de discos compactos vírgenes vendidos en Estados Unidos fue de 320 millones. Solo había 281 millones de personas en el país. Eso significaba que había gente muy metida en el tema de la grabación de discos, y Apple no estaba ofreciéndoles ningún servicio. «Me sentí como un estúpido —le dijo Jobs a Fortune—. Pensé que habíamos perdido aquel tren. Tuvimos que esforzarnos mucho para ponernos al día».
Jobs añadió una grabadora de CD al iMac, pero aquello no era suficiente. Su objetivo era lograr que fuera sencillo pasar la música desde un disco al ordenador para grabar las mezclas deseadas. Otras empresas ya estaban creando programas para llevar a cabo estas funciones, pero eran pesadas y complejas. Uno de los talentos de Jobs había sido siempre un buen ojo para detectar sectores del mercado llenos de productos mediocres. Les echó un vistazo a las aplicaciones disponibles en aquel momento, entre las que se encontraban Real Jukebox, Windows Media Player y otra que Hewlett-Packard incluía con su grabadora de CD, y llegó a una conclusión. «Eran tan complicadas que solo un genio sería capaz de manejar la mitad de sus funciones», afirmó.
En aquel momento entró en escena Bill Kincaid. Este antiguo ingeniero de software de Apple iba conduciendo hacia una pista de carreras en Willows, en California, para participar en la competición con su deportivo Formula Ford, y mientras (de forma algo incongruente) escuchaba la National Public Radio. Era un reportaje sobre un reproductor de música portátil llamado Rio que empleaba un formato digital llamado MP3. Le llamó la atención una frase del periodista en la que decía algo así como: «Que los usuarios de Mac no se emocionen, porque no va a ser compatible con sus ordenadores». Kincaid se dijo: «¡Ja! ¡Yo puedo arreglar eso!».
Kincaid llamó a sus amigos Jeff Robbin y Dave Heller, también antiguos ingenieros de software de Apple, para que lo ayudaran a escribir un programa para Mac con el que poder gestionar la música de los reproductores Rio. El producto que crearon, conocido como SoundJam, les ofrecía a los usuarios del Mac una interfaz para el Rio, una ventana en la que organizar las canciones que hubiera en el ordenador y algunas pequeñas animaciones de luz psicodélicas que se activaban cuando sonaba la música. En julio del año 2000, cuando Jobs estaba presionando a su equipo para que crearan software de reproducción y grabación de música, Apple compró SoundJam y volvió a acoger a sus fundadores bajo el ala de la compañía. (Los tres se quedaron en la empresa, y Robbin siguió dirigiendo al equipo de desarrollo de software de música durante la siguiente década. Jobs lo consideraba un trabajador tan valioso que una vez le permitió a un periodista de Time reunirse con él, pero con la promesa de que no iba a publicar su apellido).
Jobs trabajó personalmente junto a ellos para convertir SoundJam en un producto de Apple. Al principio estaba plagado de todo tipo de funciones, y en consecuencia contaba con un montón de complejas pantallas. Jobs los forzó a simplificarlo y hacer que fuera más divertido. En lugar de una interfaz que te obligara a especificar si buscabas un artista, canción o disco, Jobs insistió en que dejaran un sencillo recuadro en el que se pudiera escribir cualquier cosa que se quisiera. Y, a instancias de iMovie, el equipo incorporó una elegante estética de metal pulido y también un nombre: lo llamaron iTunes.
Jobs presentó iTunes en la conferencia Macworld de enero de 2001 como parte de la estrategia del centro digital. Anunció que sería gratuito para todos los usuarios de Mac. «Uníos a la revolución musical con iTunes y haced que vuestros aparatos de música se vuelvan diez veces más valiosos», concluyó entre grandes aplausos. Su posterior eslogan publicitario lo dejaba claro: «Copia. Mezcla. Graba».
Esa tarde, Jobs tenía una cita con John Markoff, del New York Times. La entrevista no estaba yendo bien, pero al final Jobs se sentó ante su Mac y le mostró el iTunes. «Me recuerda a mi juventud», señaló mientras los diseños psicodélicos danzaban por la pantalla. Aquello lo llevó a recordar las ocasiones en que había consumido ácido. Le dijo a Markoff que tomar LSD era una de las dos o tres cosas más importantes que había hecho en su vida. Quienes nunca hubieran probado el ácido serían incapaces de entenderlo del todo.
EL IPOD
El siguiente paso en la estrategia del centro digital era crear un reproductor de música portátil. Jobs se dio cuenta de que Apple tenía la oportunidad de diseñar un aparato que se combinara con el software de iTunes, permitiendo su simplificación. Las tareas complejas podrían llevarse a cabo en el ordenador, y las sencillas en el dispositivo portátil. Así nació el iPod, el aparato que, a lo largo de los siguientes diez años, transformó Apple para que pasara de ser un fabricante de ordenadores a convertirse en la compañía tecnológica más valiosa del mundo.
Jobs sentía una pasión especial por aquel proyecto porque adoraba la música. Los reproductores de música que había en el mercado, según les dijo a sus colegas, «eran una auténtica porquería». Phil Schiller, Jon Rubinstein y el resto del equipo se mostraron de acuerdo. Mientras creaban iTunes, todos ellos pasaron mucho tiempo jugueteando con el Rio y otros reproductores, criticándolos alegremente. «Nos distribuíamos por la sala con aquellos aparatos y comentábamos lo malos que eran —recordaba Schiller—. Tenían capacidad para unas dieciséis canciones, y era imposible averiguar cómo utilizarlos».
Jobs comenzó a presionar en el otoño de 2000 para que crearan un reproductor de música portátil, pero Rubinstein respondió que los componentes necesarios todavía no estaban disponibles. Le pidió a Jobs que esperase. Pasados unos meses, Rubinstein fue capaz de hacerse con una pequeña pantalla LCD apta para sus propósitos y con una batería recargable de polímero de litio. Sin embargo, el mayor reto radicaba en encontrar una unidad de disco lo bastante pequeña, pero con memoria suficiente, para crear un gran reproductor de música. Entonces, en febrero de 2001, el ingeniero realizó uno de sus habituales viajes a Japón para visitar a proveedores de Apple.
Al final de una reunión rutinaria con la gente de Toshiba, los ingenieros mencionaron un nuevo producto que estaban desarrollando en los laboratorios y que estaría listo en junio. Era un diminuto disco de 4,5 centímetros (el tamaño de dos monedas de dos euros) con una capacidad de 5 gigabytes (suficiente para unas mil canciones). Pero no estaban muy seguros de qué hacer con él. Cuando los ingenieros de Toshiba se lo mostraron a Rubinstein, él supo inmediatamente para qué podía utilizarse. ¡Mil canciones en el bolsillo! Perfecto. Pero mantuvo una cara de póker. Jobs también estaba en Japón, pronunciando el discurso inaugural de la conferencia Macworld de Tokio. Se encontraron esa noche en el hotel Okura, donde se alojaba este. «Ya sé cómo vamos a hacerlo —le informó Rubinstein—. Todo lo que necesito es un cheque de diez millones de dólares». Jobs lo autorizó de inmediato, así que Rubinstein comenzó a negociar con Toshiba para hacerse con los derechos de uso exclusivo de todos los discos duros que pudiera producir y comenzó a buscar a alguien que pudiera dirigir el equipo de desarrollo.
Tony Fadell era un programador desenvuelto y emprendedor de estética ciberpunk y atractiva sonrisa que había fundado tres empresas mientras estudiaba en la Universidad de Michigan. Antiguo empleado de General Magic, una compañía que fabricaba aparatos electrónicos portátiles (donde conoció a los refugiados de Apple Andy Hertzfeld y Bill Atkinson), después pasó una incómoda temporada en Philips Electronics, donde su pelo corto y decolorado y su estilo rebelde no casaban bien con la sobria estética del lugar. Había desarrollado algunas ideas para crear un reproductor de música digital mejor que los existentes, pero no había conseguido vendérselas a Real Networks, Sony o Philips. Un día se encontraba en Vail, Colorado, esquiando con un tío suyo, y su móvil comenzó a sonar mientras iba montado en el telesilla. Era Rubinstein, que le informó de que Apple estaba buscando a alguien que pudiera trabajar en un «pequeño aparato electrónico». Fadell, a quien no le faltaba precisamente confianza en sí mismo, aseguró ser un experto en la fabricación de tales dispositivos. Rubinstein lo invitó a Cupertino.
Fadell pensó que lo estaban contratando para trabajar en un asistente digital personal, algún tipo de sucesor del Newton. Sin embargo, cuando se reunió con Rubinstein, la conversación derivó rápidamente al iTunes, que llevaba tres meses en el mercado. «Hemos estado tratando de conectar los reproductores de MP3 existentes al iTunes y ha resultado horrible, absolutamente horrible —le confió Rubinstein—. Creemos que deberíamos crear nuestro propio modelo».
Fadell estaba encantado. «Me apasionaba la música, había intentado hacer algo así en RealNetworks, y estuve tratando de venderle el proyecto de un reproductor MP3 a la compañía Palm». Accedió a entrar en el equipo, al menos como asesor. Pasadas unas semanas, Rubinstein insistió ya en que si iba a dirigir el equipo tendría que convertirse en un empleado de Apple a tiempo completo. Sin embargo, Fadell se resistía. Le gustaba su libertad. Rubinstein se enfadó enormemente ante lo que consideraba excusas por parte de Fadell. «Esta es una de esas decisiones que te cambian la vida —le dijo—. Nunca lo lamentarás». Hasta que decidió forzar la decisión de Fadell. Reunió en una habitación a la veintena aproximada de personas que habían sido asignadas al proyecto. Cuando Fadell entró en la sala, Rubinstein le dijo: «Tony, no vamos a llevar a cabo el proyecto a menos que firmes un contrato a tiempo completo. ¿Estás dentro o fuera? Tienes que decidirlo ahora mismo».
Fadell miró a los ojos a Rubinstein, se giró hacia el resto de los presentes y preguntó: «¿Es habitual en Apple que la gente se vea coaccionada para firmar los contratos?». Se detuvo un instante, accedió a trabajar a tiempo completo para la empresa y estrechó a regañadientes la mano de Rubinstein. «Aquello dejó una sensación muy inquietante entre Jon y yo durante muchos años», recordaba Fadell. Rubinstein estaba de acuerdo: «No creo que llegara nunca a perdonarme por aquello».
Fadell y Rubinstein estaban destinados a chocar, porque ambos se consideraban los padres del iPod. Tal y como lo veía Rubinstein, Jobs le había asignado aquella misión hacía meses, y él había encontrado la unidad de disco de Toshiba y elegido la pantalla, la batería y otros elementos fundamentales. Entonces había traído a Fadell para que juntara todas las piezas. Junto con algunos otros, igualmente resentidos por el protagonismo adquirido por Fadell, comenzó a referirse a él como «Tony el inútil». Sin embargo, desde el punto de vista de Fadell, antes de llegar a la empresa, él ya había trazado los planes para crear un gran reproductor de MP3, había estado tratando de venderles la idea a otras compañías y después accedió a fabricarlo en Apple. El debate sobre quién merecía un mayor crédito por la creación del iPod, o quién debería obtener el título de padre del invento, se libró durante años en entrevistas, artículos, páginas web e incluso entradas de Wikipedia.
Sin embargo, durante los meses siguientes, todos estuvieron demasiado ocupados como para pelear. Jobs quería que el iPod saliera a la venta aquellas Navidades, lo que significaba que tenía que estar listo para su presentación en octubre. Se pusieron a buscar otras empresas que estuvieran diseñando reproductores de MP3 que pudieran servir como base para el trabajo de Apple y se decidieron por una pequeña llamada PortalPlayer. Fadell le dijo a aquel equipo: «Este es el proyecto que va a remodelar a Apple, y de aquí a diez años seremos una compañía de música, no de ordenadores». Los convenció para que firmaran un acuerdo en exclusiva, y su grupo comenzó a modificar los defectos de PortalPlayer, tales como sus complejas interfaces, la escasa autonomía de la batería y la incapacidad de desplegar una lista de más de diez canciones.
«¡ESO ES!»
Hay algunas reuniones que pasan a la historia, tanto porque marcan un hito como demostrar la forma en que trabaja un líder. Este es el caso de la reunión que tuvo lugar en la sala de conferencias de la cuarta planta en abril de 2001, cuando Jobs decidió cuáles iban a ser las bases del iPod. Allí, reunidos para escuchar las propuestas de Fadell a Jobs, se encontraban Rubinstein, Schiller, Ive, Jeff Robbin y el director de marketing, Stan Ng.
Fadell había coincidido con Jobs en una fiesta de cumpleaños en casa de Andy Hertzfeld un año antes y había oído numerosas historias sobre él, muchas de ellas estremecedoras. Sin embargo, como en realidad no lo conocía, se encontraba comprensiblemente intimidado. «Cuando entró en la sala de reuniones me incorporé y pensé: “¡Guau, ahí está Steve!”. Yo estaba completamente en guardia, porque había oído lo brutal que podía ser».
La reunión comenzó con una presentación del mercado potencial y de lo que estaban haciendo otras marcas. Jobs, como de costumbre, no mostró ninguna paciencia. «No le prestaba atención a ninguna serie de diapositivas durante más de un minuto», comentó Fadell. Cuando apareció una imagen en la que se mostraban otros posibles competidores del mercado, Jobs hizo un gesto con la mano para quitarle importancia. «No te preocupes por Sony —aseguró—. Nosotros sabemos lo que estamos haciendo y ellos no». Después de aquello, dejaron de pasar diapositivas y Jobs se dedicó a acribillar al grupo a preguntas. Fadell aprendió una lección: «Steve prefiere la pasión del momento y discutir en persona las cosas. Una vez me dijo: “Si necesitas diapositivas, eso demuestra que no sabes de qué estás hablando”».
En vez de eso, a Jobs le gustaba que le mostraran objetos que él pudiera tocar, inspeccionar y sopesar. Por tanto, Fadell llevó tres maquetas diferentes a la sala de reuniones, y Rubinstein le había dado instrucciones sobre cómo mostrarlas por orden para que su opción preferida se convirtiera en el plato fuerte. Así pues, escondieron el prototipo de su alternativa favorita bajo un bol de madera en el centro de la mesa.
Fadell comenzó su exposición sacando de una caja las diferentes piezas que se iban a utilizar y colocándolas sobre la mesa. Allí estaban el disco duro de 4,5 centímetros, la pantalla LCD, las placas base y las baterías, todas ellas etiquetadas con su precio y su peso. A medida que las iba presentando, discutieron sobre cómo los precios o los tamaños podrían reducirse a lo largo del año siguiente. Algunos de los componentes podían unirse, como piezas de Lego, para mostrar las diferentes opciones.
Entonces Fadell comenzó a descubrir las maquetas, hechas de espuma de poliestireno y con plomos de pesca en su interior para que tuvieran el peso adecuado. La primera contaba con una ranura en la que podía insertarse una tarjeta de memoria con música. Jobs rechazó la propuesta por considerar que era demasiado complicada. La segunda contaba con una memoria RAM dinámica, que era barata, pero ello implicaba que todas las canciones se perderían al agotarse las baterías. A Jobs no le gustó. A continuación, Fadell montó algunos de los componentes juntos para mostrar cómo quedaría un dispositivo con el disco duro de 4,5 centímetros. Jobs parecía intrigado, así que Fadell llegó al momento culminante de su exposición al levantar el bol y mostrar una maqueta completamente acabada de aquella alternativa. «Yo contaba con poder jugar un poco más con las piezas montables, pero Steve se decidió por la opción del disco duro tal y como la habíamos modelado —recordaba Fadell. Estaba bastante sorprendido—. Yo estaba acostumbrado a trabajar en Philips, donde una decisión como esta requeriría una reunión tras otra, con un montón de presentaciones PowerPoint y de estudios adicionales».
A continuación llegó el turno de Phil Schiller. «¿Puedo exponer ya mi idea?», preguntó. Salió de la sala y volvió con un puñado de modelos de iPod, todos ellos con el mismo dispositivo en la parte frontal: la rueda pulsable que pronto se haría muy famosa. «Había estado pensando en cómo navegar a través de la lista de reproducción —recordaba—. No puedes estar apretando un botón cientos de veces. ¿A que sería genial si pudieras usar una rueda?». Al girar la rueda con el pulgar podías desplazarte por las canciones. Cuanto más tiempo estuvieras girándola, más rápido te desplazabas, y así podías controlar fácilmente cientos de temas. Jobs gritó: «¡Eso es!», y puso a Fadell y a los ingenieros a trabajar en ello.
Una vez que el proyecto recibió luz verde, Jobs se involucró en él a diario. Su exigencia principal era: «¡Simplificad!». Revisaba cada pantalla de la interfaz de usuario y realizaba un examen estricto: si quería acceder a una canción o a una función, debía ser capaz de llegar a ella en tres pulsaciones, y su uso debía ser intuitivo. Si no podía averiguar cómo llegar a una opción o si requería más de tres pulsaciones, su reacción era brutal. «En ocasiones estábamos rompiéndonos la cabeza ante algún problema con la interfaz de usuario y pensábamos que habíamos considerado todas las opciones, y entonces él decía: “¿Habéis pensado en esto?” —comentó Fadell—. Y entonces todos decíamos: “¡Hostias!”. Él redefinía el problema o el enfoque que debíamos darle y nuestro pequeño contratiempo desaparecía».
Todas las noches, Jobs se encontraba pegado al teléfono con nuevas ideas. Fadell y los otros, incluido Rubinstein, colaboraban para cubrirle las espaldas al joven programador cuando Jobs le proponía una idea a alguno de ellos. Se llamaban los unos a los otros, explicaban la última sugerencia de Jobs y conspiraban para lograr que adoptara la postura que ellos querían, cosa que funcionaba aproximadamente la mitad de las veces. «Todos nos enterábamos rápidamente de la idea más reciente de Steve, y todos tratábamos de ir por delante de ella —comentó Fadell—. Cada día aparecía alguna, ya fuera sobre un interruptor, sobre el color de un botón o sobre una estrategia de precios. Ante el estilo de Jobs, necesitas trabajar codo con codo con tus compañeros, hace falta que todos se cubran las espaldas».
Una de las ideas clave de Jobs fue que había que lograr que todas las funciones posibles se llevaran a cabo mediante iTunes en el ordenador, y no en el iPod. Tal y como él señaló posteriormente:
Para hacer que el iPod fuera realmente fácil de utilizar —y tuve que ponerme muy insistente para lograrlo—, necesitábamos limitar las funciones que el dispositivo podía realizar. En vez de eso, agregamos aquellas funciones al programa iTunes del ordenador. Por ejemplo, dispusimos que no se pudieran crear listas de reproducción en el iPod. Se podían crear listas en iTunes y después podían pasarse al aparato. Aquella fue una decisión controvertida. Sin embargo, lo que hacía que el Rio y otros aparatos fueran tan inútiles era que resultaban complicados. Tenían que permitir opciones como la de la creación de listas de reproducción porque no estaban integrados con el software del ordenador donde organizabas tu música. Nosotros, al ser los dueños del software de iTunes y del dispositivo físico del iPod, podíamos hacer que el ordenador y aquel aparato funcionasen de forma conjunta, y aquello nos permitía que las funciones más complejas se asignaran al dispositivo correcto.
La simplificación más zen de todas fue la orden de Jobs, que sorprendió a sus colegas, de que el iPod no contara con un botón de encendido y apagado. Aquello se aplicó a la mayoría de los aparatos de Apple. No había necesidad de incluirlo. Era un elemento discordante, tanto desde el punto de vista estético como teológico. Los aparatos de Apple quedaban en estado de reposo si no se estaban utilizando y se reactivaban al pulsar cualquier botón, pero no había ninguna necesidad de añadir un interruptor que al pulsarse dijera: «Has acabado, adiós».
De pronto, todo parecía haber encajado en su lugar. Un chip capaz de almacenar mil canciones. Una interfaz y una rueda de navegación que te permitían desplazarte a través de todas aquellas melodías. Una conexión FireWire que te permitiera transferir mil canciones en menos de diez minutos, y una batería que resistiese aquellas mil canciones. «De pronto todos nos estábamos mirando los unos a los otros y comentando: “Esto va a ser genial” —recordaba Jobs—. Sabíamos lo genial que era porque sabíamos lo mucho que queríamos tener uno para nosotros. Y el concepto tenía una hermosa sencillez: “mil canciones en tu bolsillo”». Uno de los redactores publicitarios sugirió que lo llamaran «Vaina» («Pod»). Fue Jobs quien, inspirándose en el nombre del iMac y de iTunes, lo cambió para convertirlo en «iPod».
¿De dónde iban a salir aquellas mil canciones? Jobs sabía que algunas serían copias de discos comprados legalmente, lo que estaba bien, pero muchas también podían proceder de descargas ilegales. Desde un punto de vista empresarial algo burdo, Jobs podría haberse beneficiado al fomentar las descargas ilegales; aquello les permitiría a los usuarios llenar de música sus iPod a un coste menor. Además, su herencia contracultural lo hacía sentir poca simpatía por las compañías discográficas. Sin embargo, creía en la protección de la propiedad intelectual y en el hecho de que los artistas debían ser capaces de ganar dinero con aquello que producían. Por eso, hacia el final del proceso de desarrollo decidió que solo permitiría las transferencias en un sentido. La gente podría trasladar canciones de su ordenador a su iPod, pero no podrían sacar las canciones del iPod para almacenarlas en un ordenador. Aquello evitaría que alguien pudiera llenar un iPod de música y después permitir que decenas de amigos copiaran las canciones contenidas en él. También decidió que en el envoltorio de plástico claro del iPod iría inscrito un mensaje sencillo: «No robes música».
LA BLANCURA DE LA BALLENA
Jony Ive había estado jugueteando con la maqueta de espuma del iPod, tratando de decidir qué aspecto debía tener el producto acabado, cuando se le ocurrió una idea una mañana, mientras conducía desde su casa de San Francisco hasta Cupertino. Le dijo al copiloto que la parte frontal debía ser de un blanco puro y estar perfectamente conectada con una parte trasera de acero inoxidable pulido. «La mayoría de los productos de consumo de pequeño tamaño parecen de usar y tirar —comentó Ive—. No tienen ningún peso cultural asociado a ellos. Lo que más me enorgullece del iPod es que hay algo en él que da una sensación de importancia, no de que sea un producto desechable».
El blanco no iba a ser simplemente blanco, sino un blanco puro. «No solo el aparato en sí, sino también los auriculares y los cables, e incluso el cargador de la batería —recordaba—. Todo de un blanco puro». Había quienes seguían defendiendo que los auriculares, por supuesto, debían ser negros, como todos los auriculares. «Pero Steve lo entendió al instante y apoyó que fueran blancos —señaló Ive—. Aquello lo dotaría de una cierta pureza». El flujo sinuoso de los cables blancos de los auriculares ayudó a convertir al iPod en un icono. Tal y como lo describe el propio Ive:
Le daba un aspecto muy relevante y nada desechable, pero sin dejar de tener un aire muy tranquilo y contenido. No era como un perro que agitara el rabo delante de tu cara. Era un objeto comedido, pero también tenía algo de locura, con esos auriculares largos y sueltos. Por eso me gusta el blanco. El blanco no es simplemente un color neutro. Es un tono muy puro y tranquilo. Es atrevido y llamativo, pero también discreto al mismo tiempo.
El equipo de publicitarios de Lee Clow en la agencia TBWA\ Chiat\Day quería destacar la naturaleza icónica del iPod y su blancura, en lugar de crear anuncios más tradicionales para presentar el producto que mostraran las características del dispositivo. James Vincent, un joven inglés desgarbado que había tocado en un grupo y trabajado como pinchadiscos, se había unido recientemente a la agencia, y parecía tener un don natural para ayudar a dirigir la publicidad de Apple hacia los amantes de la música nacidos en los ochenta, en lugar de a los rebeldes miembros de la generación del baby boom. Con la ayuda de la directora artística Susan Alinsangan, crearon distintos anuncios y carteles para el iPod, y presentaron sus diferentes opciones sobre la mesa de la sala de reuniones de Jobs para que él las inspeccionara.
En el extremo derecho situaron las alternativas más tradicionales, que presentaban directamente fotografías del iPod sobre fondo blanco. En el extremo izquierdo colocaron las opciones más gráficas y simbólicas, que mostraban simplemente la silueta de alguien que bailaba mientras escuchaba un iPod, con los auriculares blancos ondeando al son de la melodía. «Aquello reflejaba una relación personal, emocional e intensa con la música», declaró Vincent. Le sugirió a Duncan Milner, el director creativo, que todos se mantuvieran firmes en el extremo izquierdo para ver si podían hacer que Jobs gravitara hacia allí. Cuando entró en la sala, se fue directamente a la derecha y se puso a contemplar las nítidas fotografías del producto. «Esto tiene un aspecto estupendo —señaló—. Hablemos de estas». Vincent, Milner y Clow no se movieron del otro extremo. Al final, Jobs levantó la vista, echó un vistazo a aquellas opciones y dijo: «Oh, supongo que a vosotros os gustan estas otras —dijo mientras negaba con la cabeza—. No muestran el producto. No dicen lo que es». Vincent propuso que utilizaran las imágenes icónicas y añadieran el eslogan: «1.000 canciones en tu bolsillo». Aquello lo diría todo. Jobs volvió a mirar el extremo derecho de la mesa, y acabó por mostrarse de acuerdo. Como era de esperar, pronto se puso a anunciar por ahí que había sido idea suya elegir los anuncios más vanguardistas. «Algunos escépticos de por allí se preguntaban: “¿Cómo va esto a conseguir vender un iPod?” —recordaba Jobs—. Fue entonces cuando me vino muy bien ser el consejero delegado, porque así pude sacar adelante aquella idea».
Jobs se daba cuenta de que había otra ventaja más en el hecho de que Apple contara con un sistema integrado de ordenador, software y aparato reproductor de música. Aquello significaba que las ventas del iPod ayudarían a mejorar las ventas del iMac. Aquello, a su vez, significaba que podrían coger los 75 millones de dólares que Apple estaba invirtiendo en la publicidad del iMac y transferirlos a anuncios para el iPod, de forma que obtendría un resultado doble por su dinero. Un resultado triple, en realidad, porque los anuncios añadirían una capa de lustre y juventud a toda la marca Apple. Según él mismo recordaba:
Se me ocurrió la loca idea de que podíamos vender la misma cantidad de Macs al darle publicidad al iPod. Además, el iPod ayudaría a presentar a Apple como una marca juvenil e innovadora. Así pues, traspasé los 75 millones de dólares de publicidad al iPod, a pesar de que la categoría del producto no justificaba ni la centésima parte de aquel gasto. Aquello significaba que íbamos a dominar por completo el mercado de los reproductores de música. Superábamos la inversión de todos nuestros competidores en unas cien veces.
Los anuncios de televisión mostraban aquellas icónicas siluetas mientras bailaban al son de las canciones elegidas por Jobs, Clow y Vincent. «Seleccionar la música se convirtió en nuestra diversión principal durante las reuniones semanales de marketing —señaló Clow—. Poníamos algún fragmento atractivo, Steve decía: “Lo odio” y entonces James tenía que convencerlo para que le diera una oportunidad». Los anuncios ayudaron a popularizar muchos grupos nuevos, entre los que destacan los Black Eyed Peas; la versión con su canción «Hey Mama» es un clásico del género de las siluetas. Cuando un nuevo anuncio iba a entrar en la fase de producción, Jobs a menudo pensaba en echarse atrás, llamaba a Vincent y le pedía que lo retirara con argumentos como «suena demasiado pop» o «suena un poco frívolo», e insistía: «Cancélalo». Aquello enervaba a James, que trataba de convencerlo para que cambiara de parecer. «Espera un momento, el anuncio va a ser genial», defendía. Al final, Jobs siempre cedía, el anuncio acababa llegando a las pantallas y el resultado era que le encantaba.
Jobs presentó el iPod el 23 de octubre de 2001 en uno de sus característicos actos de presentación. «Una pista: no es un Mac», rezaban las invitaciones. Cuando llegó la hora de mostrar el producto, después de describir sus capacidades técnicas, Jobs no realizó su truco habitual de acercarse a una mesa y retirar una tela de terciopelo. En vez de eso, anunció: «Resulta que tengo uno justo aquí, en mi bolsillo». Se echó una mano a los vaqueros y sacó aquel aparato de un blanco brillante. «Este increíble y pequeño dispositivo contiene mil canciones, y cabe en un bolsillo». Volvió a guardarlo y salió del escenario en medio de los aplausos.
Al principio existió un cierto escepticismo entre los expertos en tecnología, especialmente con respecto a su precio de 399 dólares. En el mundo de la blogosfera se bromeaba con que «iPod» se correspondía a las siglas en inglés de «el precio lo han puesto unos idiotas». Sin embargo, los consumidores lo convirtieron en poco tiempo en un éxito. Más aún, el iPod se convirtió en la esencia de todo aquello en lo que Apple estaba destinado a convertirse: poesía conectada con ingeniería, arte y creatividad cruzadas con tecnología, y todo con un diseño atrevido y sencillo. Su facilidad de uso se debía a que era un sistema integrado de principio a fin: el ordenador, el FireWire, el reproductor de música, el software y el gestor de contenidos. Cuando sacabas un iPod de su caja, era tan hermoso que parecía brillar, hasta el punto de que los demás reproductores de música parecían haber sido diseñados y fabricados en Uzbekistán.
Desde el primer Mac, nunca una visión tan clara de un producto había propulsado tanto a una compañía hacia el futuro. «Si alguien se ha llegado a preguntar por la razón de la existencia de Apple en este mundo, le puedo presentar este aparato como un buen ejemplo», le dijo Jobs a Steve Levy, de Newsweek, en aquel momento. Wozniak, que durante mucho tiempo se había mostrado escéptico con respecto a los sistemas integrados, comenzó a revisar su propia filosofía. «Vaya, tiene sentido que sea Apple la que haya inventado algo así —comentó entusiasmado tras la presentación del iPod—. Al fin y al cabo, durante toda su historia, Apple se ha ocupado tanto del hardware como del software, y el resultado es que de esta manera ambos elementos se combinan mejor».
El día en que Levy asistió al preestreno del iPod para la prensa, tenía prevista posteriormente una cena con Bill Gates, así que se lo mostró. «¿Lo habías visto ya?», le preguntó Levy. Según él mismo relató, «la reacción de Gates fue como la de esas películas de ciencia ficción en las que un alienígena, al verse enfrentado a un objeto nuevo para él, crea una especie de túnel de fuerza entre sí mismo y el objeto, tratando de absorber directamente en su cerebro toda la información posible sobre él». Gates jugueteó con la ruedecita y apretó todas las combinaciones de botones posibles mientras su mirada se mantenía fija en la pantalla. «Tiene una pinta estupenda —dijo al fin. Entonces se calló durante un instante y pareció desconcertado—. ¿Solo sirve para el Macintosh?», preguntó.