Capítulo 5

El Apple I

Enciende, arranca, desconecta…

MÁQUINAS DE AMANTE BELLEZA

Varias corrientes culturales confluyeron en San Francisco y Silicon Valley durante el final de la década de 1960. Estaba la revolución tecnológica iniciada con el crecimiento de las compañías contratistas del ejército, que pronto incluyó empresas de electrónica, fabricantes de microchips, diseñadores de videojuegos y compañías de ordenadores. Había una subcultura hacker —llena de radioaficionados, piratas telefónicos, ciberpunks, gente aficionada a la tecnología y gente obsesionada con ella— que incluía a ingenieros ajenos al patrón de Hewlett-Packard y sus hijos, y que tampoco encajaban en el ambiente de las urbanizaciones. Había grupos cuasiacadémicos que estudiaban los efectos del LSD, y entre cuyos participantes se encontraban Doug Engelbart, del centro de investigación de Palo Alto (el Augmentation Research Center), que después ayudó a desarrollar el ratón informático y las interfaces gráficas, y Ken Kesey, que disfrutaba de la droga con espectáculos de luz y sonido en los que se escuchaba a un grupo local más tarde conocido como los Grateful Dead. Había un movimiento hippy, nacido de la generación beat del área de la bahía de San Francisco, y también rebeldes activistas políticos, surgidos del movimiento Libertad de Expresión de Berkeley. Mezclados con todos ellos existieron varios movimientos de realización personal que buscaban el camino de la iluminación, grupos de pensamiento zen e hindú, de meditación y de yoga, de gritos primales y de privación del sueño, seguidores del Instituto Esalen y de Werner Erhard.

Steve Jobs representaba esta fusión entre el flower power y el poder de los procesadores, entre la iluminación y la tecnología. Meditaba por las mañanas, asistía como oyente a clases de física en Stanford, trabajaba por las noches en Atari y soñaba con crear su propia empresa. «Allí estaba ocurriendo algo —dijo una vez, tras reflexionar sobre aquella época y aquel lugar—. De allí venían la mejor música —los Grateful Dead, Jefferson Airplane, Joan Baez, Janis Joplin— y también los circuitos integrados y cosas como el Whole Earth Catalog [“Catálogo de toda la Tierra”] de Stewart Brand».

En un primer momento, los tecnólogos y los hippies no conectaron muy bien. Muchos miembros de la contracultura hippy veían a los ordenadores como una herramienta amenazadora y orwelliana, privativa del Pentágono y de las estructuras de poder. En El mito de la máquina, el historiador Lewis Mumford alertaba de que los ordenadores estaban arrebatándonos la libertad y destruyendo «valores enriquecedores». Una advertencia impresa en las fichas perforadas de aquella época —«No doblar, perforar o mutilar»— se convirtió en un lema de la izquierda pacifista no exento de ironía.

Sin embargo, a principios de la década de 1970 estaba comenzando a gestarse un cambio en las mentalidades. «La informática pasó de verse relegada como herramienta de control burocrático a adoptarse como símbolo de la expresión individual y la liberación», escribió John Markoff en su estudio sobre la convergencia de la contracultura y la industria informática titulado What the Dormouse Said («Lo que dijo el lirón»). Aquel era un espíritu al que Richard Brautigan dotó de lirismo en su poema de 1967 «Todos protegidos por máquinas de amante belleza». La fusión entre el mundo cibernético y la psicodelia quedó certificada cuando Timothy Leary afirmó que los ordenadores personales se habían convertido en el nuevo LSD y revisó su famoso mantra para proclamar: «Enciende, arranca, desconecta». El músico Bono, que después entabló amistad con Jobs, a menudo hablaba con él acerca de por qué aquellos que se encontraban inmersos en la contracultura de rebeldía, drogas y rock del área de la bahía de San Francisco habían acabado por crear la industria de los ordenadores personales. «Los inventores del siglo XXI eran un grupo de hippies con sandalias que fumaban hierba y venían de la Costa Oeste, como Steve. Ellos veían las cosas de forma diferente —afirmó—. Los sistemas jerárquicos de la Costa Este, de Inglaterra, Alemania o Japón no favorecen este tipo de pensamiento. Los años sesenta crearon una mentalidad anárquica que resulta fantástica para imaginar un mundo que todavía no existe».

Una de las personas que animaron a los miembros de la contracultura a unirse en una causa común con los hackers fue Stewart Brand. Este ingenioso visionario creador de diversión y nuevas ideas durante décadas, así como participante en Palo Alto de uno de los estudios sobre el LSD de principios de los años sesenta, se unió a su compañero Ken Kesey para organizar el Trips Festival, un evento musical que exaltaba las drogas psicodélicas. Brand, que aparece en la primera escena de Gaseosa de ácido eléctrico, de Tom Wolfe, colaboró con Doug Engelbart para crear una impactante presentación a base de luz y sonido llamada «La madre de todas las demostraciones», sobre nuevas tecnologías. «La mayor parte de nuestra generación despreciaba los ordenadores por considerarlos la representación del control centralizado —señalaría Brand después—. Sin embargo, un pequeño grupo (al que después denominaron hackers) aceptó los ordenadores y se dispuso a transformarlos en herramientas de liberación. Aquel resultó ser el auténtico camino hacia el futuro».

Brand regentaba una tienda llamada La Tienda-Camión de Toda la Tierra, originariamente un camión errante que vendía herramientas interesantes y materiales educativos. Luego, en 1968, decidió ampliar sus miras con el Catálogo de toda la Tierra. En su primera portada figuraba la célebre fotografía del planeta Tierra tomada desde el espacio, con el subtítulo Accede a las herramientas. La filosofía subyacente era que la tecnología podía ser nuestra amiga. Como Brand escribió en la primera página de su primera edición: «Se está desarrollando un mundo de poder íntimo y personal, el poder del individuo para llevar a cabo su propia educación, para encontrar su propia inspiración, para forjar su propio entorno y para compartir su aventura con todo aquel que esté interesado. El Catálogo de toda la Tierra busca y promueve las herramientas que contribuyen a este proceso». Buckminster Fuller siguió por este camino con un poema que comenzaba así: «Veo a Dios en los instrumentos y mecanismos que no fallan…».

Jobs se aficionó al Catálogo. Le impresionó especialmente su última entrega, publicada en 1971, cuando él todavía estaba en el instituto, y la llevó consigo a la universidad y a su estancia en el huerto de manzanos. «En la contraportada de su último número aparecía una fotografía de una carretera rural a primera hora de la mañana, una de esas que podrías encontrarte haciendo autoestop si eras algo aventurero. Bajo la imagen había unas palabras: “Permanece hambriento. Sigue siendo un insensato”». Brand ve a Jobs como una de las representaciones más puras de la mezcla cultural que el Catálogo trataba de promover. «Steve se encuentra exactamente en el cruce entre la contracultura y la tecnología —afirmó—. Aprendió lo que significaba poner las herramientas al servicio de los seres humanos».

El Catálogo de Brand se publicó con la ayuda del Instituto Portola, una fundación dedicada al campo, por entonces incipiente, de la educación informática. La fundación también ayudó a crear la People’s Computer Company, que no era en realidad una compañía, sino un periódico y una organización con el lema «El poder de los ordenadores para el pueblo». A veces se organizaban cenas los miércoles en las que cada invitado llevaba un plato, y dos de los asistentes habituales —Gordon French y Fred Moore— decidieron crear un club más formal en el que pudieran compartir las últimas novedades sobre productos electrónicos de consumo.

Su plan cobró impulso con la llegada del número de enero de 1975 de la revista Popular Mechanics, que mostraba en cubierta el primer kit para un ordenador personal, el Altair. El Altair no era gran cosa —sencillamente, un montón de componentes al precio de 495 dólares que había que soldar en una placa base y que no hacía demasiadas cosas—, pero para los aficionados a la electrónica y los hackers anunciaba la llegada de una nueva era. Bill Gates y Paul Allen leyeron la revista y comenzaron a trabajar en una versión de BASIC para el Altair. Aquello también llamó la atención de Jobs y de Wozniak, y cuando llegó un ejemplar para la prensa a la People’s Computer Company, se convirtió en el elemento central de la primera reunión del club que French y Moore habían decidido crear.

EL HOMEBREW COMPUTER CLUB

El grupo pasó a ser conocido como el Homebrew Computer Club («Club del Ordenador Casero»), y representaba la fusión que el Catálogo defendía entre la contracultura y la tecnología. Aquello fue para la época de los ordenadores personales algo parecido a lo que el café Turk’s Head representó para la época del doctor Johnson en Inglaterra, un lugar de intercambio y difusión de ideas. Moore redactó el panfleto de la primera reunión, celebrada el 5 de marzo de 1975 en el garaje de French, situado en Menlo Park. «¿Estás construyendo tu propio ordenador? ¿Un terminal, un televisor, una máquina de escribir? —preguntaba—. Si es así, quizá te interese asistir a una reunión de un grupo de gente que comparte tus aficiones».

Allen Baum vio el panfleto en el tablón de anuncios de Hewlett-Packard y llamó a Wozniak, que accedió a acompañarlo. «Aquella noche resultó ser una de las más importantes de mi vida», recordaba Wozniak. Cerca de treinta personas se fueron asomando por la puerta abierta del garaje de French, para más tarde ir describiendo sus intereses por turnos. Wozniak, quien posteriormente reconoció haber estado extremadamente nervioso, afirmó que le gustaban «los videojuegos, las películas de pago en los hoteles, el diseño de calculadoras científicas y el diseño de aparatos de televisión», según las actas redactadas por Moore. Se realizó una presentación del nuevo Altair, pero para Wozniak lo más importante fue ver la hoja de especificaciones de un microprocesador.

Mientras cavilaba acerca del microprocesador —un chip que contaba con toda una unidad de procesamiento central montada en él—, tuvo una revelación. Había estado diseñando un terminal, con una pantalla y un teclado, que podría conectarse a un miniordenador a distancia. Mediante el microprocesador, podría instalar parte de la capacidad del miniordenador dentro del propio terminal, convirtiendo a este en un pequeño ordenador independiente que pudiera colocarse en un escritorio. Aquella era una idea sólida: un teclado, una pantalla y un ordenador, todos ellos en un mismo paquete individual. «La visión completa de un ordenador personal apareció de pronto en mi cabeza —aseguró—. Esa noche comencé a realizar bocetos en papel de lo que posteriormente se conoció como el Apple I».

Al principio planeó utilizar el mismo microprocesador que había en el Altair, un Intel 8080, pero cada uno de ellos «valía casi más que todo mi alquiler de un mes», así que buscó una alternativa. La encontró en el Motorola 6800, que uno de sus amigos de Hewlett-Packard podía conseguirle por 40 dólares la unidad. Entonces descubrió un chip fabricado por la empresa MOS Technologies, electrónicamente idéntico pero que solo costaba 20 dólares. Aquello haría que la máquina fuera asequible, pero implicaría un coste a largo plazo. Los chips de Intel acabaron por convertirse en el estándar de la industria, lo cual atormentaría a Apple cuando sus ordenadores pasaron a ser incompatibles con ellos.

Cada día, después del trabajo, Wozniak se iba a casa para disfrutar de una cena precocinada que calentaba en el horno, y después regresaba a Hewlett-Packard para su segundo trabajo con el ordenador. Extendía las piezas por su cubículo, decidía dónde debían ir colocadas y las soldaba a la placa base. A continuación comenzó a escribir el software que debía conseguir que el microprocesador mostrara imágenes en la pantalla. Como no podía permitirse utilizar un ordenador para codificarlo, escribió todo el código a mano. Tras un par de meses, estaba listo para ponerlo a prueba. «¡Pulsé unas pocas teclas del teclado y quedé impresionado! Las letras iban apareciendo en la pantalla». Era el domingo 29 de junio de 1975, un hito en la historia de los ordenadores personales. «Aquella era la primera vez en la historia —declaró Wozniak posteriormente— en que alguien pulsaba una letra de un teclado y la veía aparecer justo enfrente, en su pantalla».

Jobs estaba impresionado. Acribilló a Wozniak a preguntas. ¿Podían los ordenadores colocarse en red? ¿Era posible añadir un disco para que almacenara memoria? También comenzó a ayudar a Woz a conseguir piezas. De especial importancia eran los chips DRAM (chips de memoria dinámica de acceso aleatorio). Jobs realizó unas pocas llamadas y consiguió hacerse con algunos Intel gratis. «Steve es ese tipo de persona —afirmó Wozniak—. Quiero decir que sabía cómo hablar con un representante de ventas. Yo nunca podría haber conseguido algo así. Soy demasiado tímido».

Jobs, que comenzó a acompañar a Wozniak a las reuniones del Homebrew Club, llevaba el monitor de televisión y ayudaba a montar el equipo. Las reuniones ya atraían a más de cien entusiastas y se habían trasladado al auditorio del Centro de Aceleración Lineal de Stanford, el lugar donde habían encontrado los manuales del sistema telefónico que les habían permitido construir sus cajas azules. Presidiendo la reunión con un estilo algo deslavazado y sirviéndose de un puntero se encontraba Lee Felsenstein, otro exponente de la fusión entre los mundos de la informática y la contracultura. Era un alumno de ingeniería que había abandonado los estudios, miembro del movimiento Libertad de Expresión y activista antibélico. Había escrito artículos para el periódico alternativo Berkeley Barb para después regresar a su trabajo como ingeniero informático.

Felsenstein daba inicio a todas las reuniones con una sesión de «reconocimiento» en forma de comentarios breves, seguidos por una presentación más completa llevada a cabo por algún aficionado elegido, y acababa con una sesión de «acceso aleatorio» en la que todo el mundo deambulaba por la sala, abordando a otras personas y haciendo contactos. Woz, por lo general, era demasiado tímido para intervenir en las reuniones, pero la gente se reunía en torno a su máquina al finalizar estas, y él mostraba sus progresos con orgullo. Moore había tratado de inculcar al club la idea de que aquel era un lugar para compartir e intercambiar, no para comerciar. «El espíritu del club —señaló Woz— era el de ofrecerse para ayudar a los demás». Aquella era una expresión de la ética hacker según la cual la información debía ser gratuita, y la autoridad no merecía confianza alguna. «Yo diseñé el Apple I porque quería regalárselo a otras personas», afirmó Wozniak.

Aquella no era una visión compartida por Bill Gates. Después de que él y Paul Allen hubieran completado su intérprete de BASIC para el Altair, Gates quedó horrorizado al ver cómo los miembros de aquel club realizaban copias y lo compartían sin pagarle nada a él. Así pues, escribió una carta al club que se hizo muy popular: «Como la mayoría de los aficionados a la electrónica ya sabrán, casi todos vosotros robáis el software. ¿Es esto justo? […] Una de las cosas que estáis consiguiendo es evitar que se escriba buen software. ¿Quién puede permitirse realizar un trabajo profesional a cambio de nada? […] Agradeceré que me escriban todos aquellos que estén dispuestos a pagar».

Steve Jobs tampoco compartía la idea de que las creaciones de Wozniak —ya fuera una caja azul o un ordenador— debieran ser gratuitas. Le convenció para que dejara de regalar copias de sus esquemas. Jobs sostenía que, en cualquier caso, la mayoría de la gente no tenía tiempo para construir los diseños por su cuenta. «¿Por qué no construimos placas base ya montadas y se las vendemos?». Un ejemplo más de su simbiosis. «Cada vez que diseñaba algo grande, Steve encontraba la forma de que ganáramos dinero con ello», afirmó Wozniak. Él mismo admite que nunca habría pensado por su cuenta en algo así. «Nunca se me pasó por la cabeza vender ordenadores —recordó—. Era Steve el que proponía que los mostrásemos y que vendiéramos unos cuantos».

Jobs trazó un plan consistente en encargarle a un tipo de Atari al que conocía la impresión de cincuenta placas base. Aquello costaría unos 1.000 dólares, más los honorarios del diseñador. Podían venderlos por 40 dólares la unidad y sacar unos beneficios de aproximadamente 700 dólares. Wozniak dudaba que pudieran vender aquello. «No veía cómo íbamos a recuperar nuestra inversión», comentó. Por ese entonces tenía problemas con su casero porque le habían devuelto unos cheques, y ahora tenía que pagar el alquiler en efectivo.

Jobs sabía cómo convencer a Wozniak. No utilizó el argumento de que aquello implicaba una ganacia segura, sino que apeló a una divertida aventura. «Incluso si perdemos el dinero, tendremos una empresa propia —expuso Jobs mientras conducían en su furgoneta Volkswagen—. Por una vez en nuestra vida, tendremos una empresa». Aquello le resultaba muy atractivo a Wozniak, incluso más que la perspectiva de enriquecerse. Como él mismo relata: «Me emocionaba pensar en nosotros en esos términos, en el hecho de ser el mejor amigo del otro y crear una empresa. ¡Vaya! Me convenció al instante. ¿Cómo iba a negarme?».

Para recaudar el dinero que necesitaban, Wozniak puso a la venta su calculadora HP 65 por 500 dólares, aunque el comprador acabó regateando hasta la mitad de aquel precio. Jobs, por su parte, vendió la furgoneta Volkswagen por 1.500 dólares. Su padre le había advertido de que no la comprara, y Jobs tuvo que admitir que tenía razón. Resultó ser un vehículo decepcionante. De hecho, la persona que lo adquirió fue a buscarlo dos semanas más tarde, asegurando que el motor se había averiado. Jobs accedió a pagar la mitad del coste de la reparación. A pesar de estos pequeños contratiempos, y tras añadir sus propios y magros ahorros, ahora contaba con cerca de 1.300 dólares de capital contante y sonante, el diseño de un producto y un plan. Iban a crear su propia compañía de ordenadores.

EL NACIMIENTO DE APPLE

Ahora que habían decidido crear una empresa, necesitaban un nombre. Jobs había vuelto a la All One Farm, donde podó los manzanos de la variedad Gravenstein, y Wozniak fue a recogerlo al aeropuerto. Durante el camino de regreso a Los Altos, estuvieron barajando varias opciones. Consideraron algunas palabras típicas del mundo tecnológico, como «Matrix», algunos neologismos, como «Executek», y algunos nombres que eran directamente aburridísimos, como «Personal Computers Inc.». La fecha límite para la decisión era el día siguiente, momento en el que Jobs quería comenzar a tramitar el papeleo. Al final, Jobs propuso «Apple Computer». «Yo estaba siguiendo una de mis dietas de fruta —explicaría— y acababa de volver del huerto de manzanos. Sonaba divertido, enérgico y nada intimidante. “Apple” limaba las asperezas de la palabra “Computer”. Además, con aquel nombre adelantaríamos a Atari en el listín telefónico». Le dijo a Wozniak que si no se les ocurría un nombre mejor antes del día siguiente por la tarde, se quedarían con «Apple». Y eso hicieron.

«Apple». Era una buena elección. La palabra evocaba al instante simpatía y sencillez. Conseguía ser a la vez poco convencional y tan normal como un trozo de tarta. Tenía una pizca de aire contracultural, de desenfado y de regreso a la naturaleza, y aun así no había nada que pudiera ser más americano que una manzana. Y las dos palabras juntas —«Apple Computer»— ofrecían una graciosa disyuntiva. «No tiene mucho sentido —afirmó Mike Markkula, que poco después se convirtió en el primer presidente de la nueva compañía—, así que obliga a tu cerebro a hacerse a la idea. ¡Las manzanas y los ordenadores no son algo que pueda combinarse! Así que aquello nos ayudó a forjar una imagen de marca».

Wozniak todavía no estaba listo para comprometerse a tiempo completo. En el fondo era un hombre entregado a la Hewlett-Packard, o eso creía, y quería conservar su puesto de trabajo allí. Jobs se dio cuenta de que necesitaba un aliado que le ayudara a ganarse a Wozniak y que tuviera un voto de calidad en caso de empate o desacuerdo, así que llamó a su amigo Ron Wayne, el ingeniero de mediana edad de Atari que tiempo atrás había fundado una empresa de máquinas recreativas.

Wayne sabía que no sería fácil convencer a Wozniak para que abandonara Hewlett-Packard, pero aquello tampoco era necesario a corto plazo. La clave estaba en convencerlo de que sus diseños de ordenadores serían propiedad de la sociedad Apple. «Woz tenía una actitud paternalista hacia los circuitos que desarrollaba, y quería ser capaz de utilizarlos para otras aplicaciones o de dejar que Hewlett-Packard los empleara —apuntó Wayne—. Jobs y yo nos dimos cuenta de que esos circuitos serían el núcleo de Apple. Pasamos dos horas celebrando una mesa redonda en mi casa, y fui capaz de convencer a Woz para que lo aceptara». Su argumento era el de que un gran ingeniero solo sería recordado si se aliaba con un gran vendedor, y aquello exigía que dedicara sus diseños a aquella empresa. Jobs quedó tan impresionado y agradecido que le ofreció a Wayne un 10% de las acciones de la nueva compañía, lo cual lo convertía dentro de Apple en una especie de equivalente al quinto Beatle. Y lo que es más importante, en alguien capaz de deshacer un empate si Jobs y Wozniak no lograban ponerse de acuerdo acerca de algún tema.

«Eran muy diferentes, pero formaban un potente equipo», afirmó Wayne. En ocasiones daba la impresión de que Jobs estaba poseído por demonios, mientras que Woz parecía un chico inocente cuyas acciones estuvieran guiadas por ángeles. Jobs tenía una actitud bravucona que lo ayudaba a conseguir sus objetivos, normalmente manipulando a otras personas. Podía ser carismático e incluso fascinante, pero también frío y brutal. Wozniak, por otra parte, era tímido y socialmente incompetente, lo que le hacía transmitir una dulzura infantil. Y Jobs añadió: «Woz es muy brillante en algunos campos, pero era casi como uno de esos sabios autistas, porque se quedaba paralizado cuando tenía que tratar con desconocidos. Formábamos una buena pareja». Ayudaba el hecho de que a Jobs le maravillaba la habilidad ingenieril de Wozniak y a Wozniak le fascinaba el sentido empresarial de Jobs. «Yo nunca quería tratar con los demás o importunar a otras personas, pero Steve podía llamar a gente a la que no conocía y conseguir que hicieran cualquier cosa —dijo Wozniak—. Podía ser brusco con aquellos a quienes no consideraba inteligentes, pero nunca fue grosero conmigo, ni siquiera en los años posteriores, en los que quizá yo no podía responder a algunas preguntas con la exactitud que él deseaba».

Incluso después de que Wozniak accediera a que su nuevo diseño para un ordenador se convirtiera en propiedad de la sociedad Apple, sintió que debía ofrecérselo primero a Hewlett-Packard, puesto que trabajaba allí. «Creía que era mi deber informar a Hewlett-Packard acerca de lo que había diseñado mientras trabajaba para ellos —afirmó Wozniak—. Aquello era lo correcto y lo más ético». Así pues, se lo presentó a su jefe y a los socios mayoritarios de la empresa en la primavera de 1976. El socio principal quedó impresionado —y parecía encontrarse ante un dilema—, pero al final dijo que aquello no era algo que Hewlett-Packard pudiera desarrollar. Aquel era un producto para aficionados a la electrónica, al menos por el momento, y no encajaba en el segmento de mercado de alta calidad al que ellos se dedicaban. «Me decepcionó —recordaba Wozniak—, pero ahora ya era libre para pasar a formar parte de Apple».

El 1 de abril de 1976, Jobs y Wozniak acudieron al apartamento de Wayne, en Mountain View, para redactar los estatutos de la empresa. Wayne aseguró tener alguna experiencia «con la documentación legal», así que redactó el texto de tres páginas él mismo. Su dominio de la jerga legal acabó por inundarlo todo. Los párrafos comenzaban con florituras varias: «Hácese notar en el presente escrito… Conste además en el documento presente… Ahora el precitado [sic], teniendo en consideración las respectivas asignaciones de los intereses habidos…». Sin embargo, la división de las participaciones y de los beneficios estaba clara (45, 45, 10%), y quedó estipulado que cualquier gasto por encima de los 100 dólares requeriría el acuerdo de al menos dos de los socios. Además, se definieron las responsabilidades de cada uno. «Wozniak debía asumir la responsabilidad principal y general del departamento de ingeniería electrónica; Jobs asumiría la responsabilidad general del departamento de ingeniería electrónica y el de marketing, y Wayne asumiría la responsabilidad principal del departamento de ingeniería mecánica y documentación». Jobs firmó con letra minúscula, Wozniak con una cuidadosa cursiva y Wayne con un garabato ilegible.

Entonces Wayne se echó atrás. Mientras Jobs comenzaba a planear cómo pedir préstamos e invertir más dinero, recordó el fracaso de su propia empresa. No quería pasar de nuevo por todo aquello. Jobs y Wozniak no tenían bienes muebles, pero Wayne (que temía la llegada de un apocalipsis financiero) guardaba el dinero bajo el colchón. Al haber constituido Apple como una sociedad comercial simple y no como una corporación, los socios eran personalmente responsables de las deudas contraídas, y Wayne temía que los potenciales acreedores fueran tras él. Así, once días más tarde regresó a la oficina de la administración del condado de Santa Clara con una «declaración de retiro» y una enmienda al acuerdo de la sociedad. «En virtud de una reevaluación de los términos acordados por y entre todas las partes —comenzaba—, Wayne dejará por la presente declaración de participar en calidad de “Socio”». El escrito señalaba que, en pago por su 10% de la compañía, recibiría 800 dólares, y poco después otros 1.500.

Si se hubiera quedado y mantenido su participación del 10%, a finales del año 2010 habría contado con una cantidad de aproximadamente 2.600 millones de dólares. En lugar de ello, en ese momento vivía solo en una pequeña casa de la población de Pahrump, en Nevada, donde jugaba a las máquinas tragaperras y vivía gracias a los cheques de la seguridad social. Afirma que no lamenta sus actos. «Tomé la mejor decisión para mí en aquel momento —señaló—. Los dos eran un auténtico torbellino, y sabía que mi estómago no estaba listo para aquella aventura».

Poco después de firmar la creación de Apple, Jobs y Wozniak subieron juntos al estrado para realizar una presentación en el Homebrew Computer Club. Wozniak mostró una de sus placas base recién fabricadas y describió el microprocesador, los 8 kilobytes de memoria y la versión de BASIC que había escrito. También puso especial énfasis en lo que llamó el factor principal: «Un teclado que pueda ser utilizado por un ser humano, en lugar de un panel frontal absurdo y críptico con un montón de luces e interruptores». Entonces llegó el turno de Jobs. Señaló que el Apple, a diferencia del Altair, ya tenía todos los componentes esenciales integrados. Entonces planteó una pregunta desafiante: ¿cuánto estaría la gente dispuesta a pagar por una máquina tan maravillosa? Intentaba hacerles ver el increíble valor del Apple. Aquella era una floritura retórica que utilizaría en las presentaciones de sus productos a lo largo de las siguientes décadas.

El público no quedó muy impresionado. El Apple contaba con un microprocesador de saldo, no el Intel 8080. Sin embargo, una persona importante se quedó para averiguar más acerca del proyecto. Se llamaba Paul Terrell, y en 1975 había abierto una tienda de ordenadores, a la que llamaba The Byte Shop, en el Camino Real, en Menlo Park. Ahora, un año después, contaba con tres tiendas y pretendía abrir una cadena por todo el país. Jobs estuvo encantado de ofrecerle una presentación privada. «Échale un vistazo a esto —le indicó—, seguro que te encanta». Terrell quedó lo bastante impresionado como para entregarles una tarjeta de visita a Jobs y a Woz. «Seguiremos en contacto», dijo.

«Vengo a mantener el contacto», anunció Jobs al día siguiente cuando entró descalzo en The Byte Shop. Consiguió la venta. Terrell accedió a pedir cincuenta ordenadores. Pero con una condición: no solo quería circuitos impresos de 50 dólares para ser comprados y montados por los clientes. Aquello podría interesar a algunos aficionados incondicionales, pero no a la mayoría de los clientes. En vez de eso, quería que las placas estuvieran completamente montadas. A cambio, estaba dispuesto a pagarlas a 500 dólares la unidad, al contado y al recibo de la mercancía.

Jobs llamó de inmediato a Wozniak a Hewlett-Packard. «¿Estás sentado?», le preguntó. Él contestó que no. Jobs procedió, no obstante, a informarlo de las noticias. «Me quedé alucinado, completamente alucinado —recordaba Wozniak—. Nunca olvidaré aquel momento».

Para entregar el pedido, necesitaban cerca de 15.000 dólares en componentes. Allen Baum, el tercer bromista del instituto Homestead, y su padre accedieron a prestarles 5.000 dólares. Jobs trató además de pedir un préstamo en un banco de Los Altos, pero el director se le quedó mirando y, como era de esperar, denegó el crédito. A continuación se dirigió a la tienda de suministros Haltek y les ofreció una participación en el capital de la empresa a cambio de las piezas, pero el dueño pensó que eran «un par de chicos jóvenes y de aspecto desaliñado» y rechazó la oferta. Alcorn, de Atari, podía venderles los chips únicamente si pagaban al contado y por adelantado. Al final, Jobs consiguió convencer al director de Cramer Electronics para que llamara a Paul Terrell y le confirmara que, en efecto, se había comprometido a realizar un pedido por valor de 25.000 dólares. Terrell se encontraba en una conferencia cuando oyó por uno de los altavoces que había una llamada urgente para él (Jobs se había mostrado insistente). El director de Cramer le dijo que dos chicos desaliñados acababan de entrar en su despacho agitando un pedido de la Byte Shop. ¿Era auténtico? Terrell le confirmó que así era, y la tienda accedió a adelantarle treinta días las piezas a Jobs.

EL GRUPO DEL GARAJE

La casa de los Jobs en Los Altos se convirtió en el centro de montaje de las cincuenta placas del Apple I que debían ser entregadas en la Byte Shop antes de treinta días, que era cuando debían realizar el pago de los componentes empleados. Se reclutaron todas las manos disponibles: Jobs y Wozniak, pero también Daniel Kottke y su ex novia, Elizabeth Holmes (huida de la secta a la que anteriormente se había unido), además de la hermana embarazada de Jobs, Patty. La habitación vacía de esta última, el garaje y la mesa de la cocina fueron ocupados como espacio de trabajo. A Holmes, que había asistido a clases de joyería, se le asignó la tarea de soldar los chips. «La mayoría de ellos se me dieron bien, pero a veces caía un poco de fundente sobre alguno», comentó. Aquello no agradaba a Jobs. «No podemos permitirnos perder ni un chip», le recriminó acertadamente. La reasignó a la labor de llevar las cuentas y el papeleo en la mesa de la cocina, y se dispuso a realizar las soldaduras él mismo. Cada vez que completaban una placa, se la pasaban a Wozniak. «Yo conectaba el circuito montado y el teclado en el televisor para comprobar si funcionaba —recordaba—. Si todo iba bien, lo colocaba en una caja, y si no, trataba de averiguar qué pata no estaba bien metida en su agujero».

Paul Jobs dejó de reparar coches viejos para que los chicos de Apple pudieran disponer de todo el garaje. Colocó un viejo banco de trabajo alargado, colgó un esquema del ordenador en el nuevo tabique de yeso que había construido y dispuso hileras de cajones etiquetados para los componentes. También construyó una caja metálica bañada con lámparas de calor para que pudieran poner a prueba los circuitos, haciéndolos funcionar toda la noche a altas temperaturas. Cuando se producía un estallido de cólera ocasional, algo que no era infrecuente en el caso de su hijo, Paul Jobs le transmitía su tranquilidad. «¿Cuál es el problema? —solía decir—. ¿Y a ti qué mosca te ha picado?». A cambio, les pedía de vez en cuando que le devolvieran el televisor, que era el único que había en casa, para poder ver el final de algún partido de fútbol. Durante alguno de esos descansos, Jobs y Kottke salían al jardín a tocar la guitarra.

A su madre no le importó perder la mayor parte de su casa, llena de montones de piezas y de gente invitada, pero en cambio le frustraban las dietas cada vez más quisquillosas de su hijo. «Ella ponía los ojos en blanco ante sus últimas obsesiones alimentarias —recuerda Holmes—. Solo quería que estuviera sano, y él seguía realizando extrañas afirmaciones como “soy frutariano y solo comeré hojas recogidas por vírgenes a la luz de la luna”».

Después de que Wozniak diera su aprobación a una docena de circuitos montados, Jobs los llevó a la Byte Shop. Terrell quedó algo desconcertado. No había fuente de alimentación, carcasa, pantalla ni teclado. Esperaba algo más acabado. Sin embargo, Jobs se le quedó mirando fijamente hasta que accedió a aceptar el pedido y pagarlo.

A los treinta días, Apple estaba a punto de ser rentable. «Éramos capaces de montar los circuitos a un coste menor de lo que pensábamos, porque conseguí un buen acuerdo sobre el precio de los componentes —recordaba Jobs—, así que los cincuenta que le vendimos a la Byte Shop casi cubrieron el coste de un centenar completo». Ahora podían obtener un gran beneficio al venderles los restantes cincuenta circuitos a sus amigos y a los compañeros del Homebrew Club.

Elizabeth Holmes se convirtió oficialmente en la contable a tiempo parcial por 4 dólares la hora, y venía desde San Francisco una vez a la semana para tratar de averiguar cómo trasladar los datos de la chequera de Jobs a un libro de contabilidad. Para parecer una auténtica empresa, Jobs contrató un servicio de contestador telefónico que después llamaba a su madre para transmitirle los mensajes. Ron Wayne dibujó un logotipo basándose en las florituras de los libros ilustrados de ficción de la época victoriana, donde aparecía Newton sentado bajo un árbol y una cita de Wordsworth: «Una mente siempre viajando a través de extraños mares de pensamientos, sola». Era un lema bastante peculiar: encajaba más en la imagen que el propio Ron Wayne tenía de sí mismo que en Apple Computer. Es probable que la descripción de Wordsworth de los participantes en la Revolución francesa hubiera sido una cita mejor: «¡Dicha estar vivo en ese amanecer, / pero ser joven era el mismo cielo!». Tal y como Wozniak comentó después con regocijo, «pensé que estábamos participado en la mayor revolución de la historia, y me hacía muy feliz formar parte de ella».

Woz ya había comenzado a pensar en la siguiente versión de la máquina, así que empezaron a llamar a aquel modelo el Apple I. Jobs y Woz iban recorriendo el Camino Real arriba y abajo mientras trataban de convencer a las tiendas de electrónica para que lo vendieran. Además de las cincuenta unidades comercializadas por la Byte Shop y de las cincuenta que habían vendido personalmente a sus amigos, estaban construyendo cien más para tiendas al por menor. Como era de esperar, sus impulsos eran contradictorios: Wozniak quería vender los circuitos por el precio aproximado que les costaba fabricarlos, mientras que Jobs pensaba en sacar un claro beneficio. Jobs se salió con la suya. Eligió un precio de venta tres veces mayor de lo que costaba montar los circuitos, además de fijar un margen del 33% sobre el precio de venta al por mayor de 500 dólares que pagaban Terrell y las otras tiendas. El resultado era de 666,66 dólares. «Siempre me gustó repetir dígitos —comentó Wozniak—. El número de teléfono de mi servicio de chistes pregrabados era el 255-6666». Ninguno de ellos sabía que en el Libro de las Revelaciones el 666 era el «número de la bestia», pero pronto tuvieron que enfrentarse a varias quejas, especialmente después de que el 666 apareciera en el éxito cinematográfico de aquel año, La profecía. (En 2010 se vendió, en una subasta en Christie’s, uno de los modelos originales del Apple I por 213.000 dólares).

El primer artículo sobre la nueva máquina apareció en el número de julio de 1976 de Interface, una revista para aficionados a la electrónica hoy desaparecida. Jobs y sus amigos seguían construyéndolas a mano en su casa, pero el artículo se refería a él como «director de marketing» y «antiguo consultor privado para Atari». Aquello hacía que Apple sonara como una empresa de verdad. «Steve se comunica con muchos de los clubes informáticos para tomarle el pulso a esta joven industria —señalaba el artículo, y lo citaba mientras este explicaba—: “Si podemos estar al día con sus necesidades, sus sensaciones y sus motivaciones, podemos responder de forma adecuada y darles lo que quieren”».

Para entonces ya contaban con otros competidores, además del Altair, entre los que destacaban el IMSAI 8080 y el SOL-20, de la Processor Technology Corporation. Este último lo habían diseñado Lee Felsenstein y Gordon French, del Homebrew Computer Club. Todos tuvieron la oportunidad de presentar su trabajo durante el puente del Día del Trabajo de 1976, cuando se celebró la primera Feria Anual de los Ordenadores Personales en un viejo hotel del paseo marítimo de Atlantic City, en Nueva Jersey, que por aquel entonces había entrado en franca decadencia. Jobs y Wozniak se embarcaron en un vuelo de la Trans World Airlines a Filadelfia, llevando consigo una caja de puros que contenía el Apple I y otra con el prototipo del sucesor de aquella máquina en el que Woz estaba trabajando. Sentado en la fila de atrás se encontraba Felsenstein, que echó un vistazo al Apple I y aseguró que era «completamente mediocre». A Wozniak le enervó profundamente la conversación que tenía lugar en la fila trasera. «Podíamos oír cómo hablaban con una jerga empresarial muy rebuscada —recordaba—, y cómo utilizaban acrónimos comerciales que nosotros nunca habíamos oído antes».

Wozniak pasó la mayor parte del tiempo en la habitación del hotel, trasteando con su nuevo prototipo. Era demasiado tímido para plantarse tras la mesa plegable que le habían asignado a Apple al fondo de la sala de exposiciones. Daniel Kottke, que había llegado en tren desde Manhattan, donde asistía a clases en la Universidad de Columbia, presidía la mesa, mientras Jobs daba una vuelta para echarles un vistazo a sus competidores. Lo que vio no le impresionó. Estaba seguro de que Wozniak era el mejor ingeniero de circuitos y de que el Apple I (así como su sucesor, con total seguridad) podría superar a sus adversarios en materia de funcionalidad. Sin embargo, el SOL-20 tenía un mejor aspecto. Contaba con una elegante carcasa metálica, y venía provisto de teclado y cables. Parecía que lo hubieran construido unos adultos. El Apple I, en cambio, tenía un aspecto tan desaliñado como sus creadores.