El Apple II
El amanecer de una nueva era
UN PAQUETE INTEGRADO
Cuando Jobs salió del recinto de la feria, se dio cuenta de que Paul Terrell, de la Byte Shop, tenía razón: los ordenadores personales debían venir en un paquete completo. Decidió que el siguiente Apple necesitaba tener su buena carcasa, un teclado conectado y estar totalmente integrado, desde la fuente de alimentación hasta el software pasando por la pantalla. «Mi objetivo era crear el primer ordenador completamente preparado —recordaba—. Ya no estábamos tratando de llegar a un puñado de aficionados a la informática a los que les gustaba montar sus propios ordenadores, y comprar transformadores y teclados. Por cada uno de ellos había un millar de personas deseosas de que la máquina estuviera lista para funcionar».
En su habitación de hotel, ese puente del Día del Trabajo de 1976 Wozniak trabajaba en el prototipo del nuevo aparato —que pasó a llamarse Apple II—, el que Jobs esperaba que los llevara a un nuevo nivel. Solo sacaron el prototipo en una ocasión, a altas horas de la noche, para probarlo en un proyector de televisión en color de una de las salas de conferencias. Wozniak había descubierto una ingeniosa manera de hacer que los chips empleados generasen colores, y quería saber si funcionaría proyectado sobre una pantalla como las del cine. «Supuse que un proyector tendría un circuito de colores diferente que bloquearía el método diseñado por mí —comentó—. Pero conecté el Apple II a aquel proyector y funcionó perfectamente». Mientras iba tecleando, aparecieron líneas y volutas llenas de color en la pantalla situada en el otro extremo de la sala. La única persona ajena a Apple que vio aquel primer prototipo fue un empleado del hotel. Aseguró que, después de haberle echado un vistazo a todas las máquinas, esa era la que él se compraría.
Para producir el Apple II completo hacían falta importantes cantidades de capital, así que consideraron la posibilidad de venderle los derechos a una compañía de mayor tamaño. Jobs fue a ver a Al Alcorn y le pidió que le dejara presentar el producto a los directores de Atari. Organizó una reunión con el presidente de la compañía, Joe Keenan, que era mucho más conservador que Alcorn y Bushnell. «Steve se dispuso a presentarle el producto, pero Joe no podía soportarlo —recordaba Alcorn—. No le hizo gracia la higiene de Steve». Jobs, que iba descalzo, en un momento dado puso los pies encima de la mesa. «¡No solo no vamos a comprar este cacharro —gritó Keenan—, sino que vas a quitar los pies de mi mesa!». Alcorn recuerda que pensó: «Bueno, se acabó lo que se daba».
En septiembre Chuck Peddle, de la compañía de ordenadores Commodore, visitó la casa de Jobs para una presentación del producto. «Abrimos el garaje de Steve para que entrase la luz del sol, y él llegó vestido con traje y un sombrero de vaquero», recordaba Wozniak. A Peddle le encantó el Apple II, y montó una presentación para sus jefes unas semanas más tarde en la sede central de Commodore. «Es probable que queráis comprarnos por unos cuantos cientos de miles de dólares», afirmó Jobs cuando llegaron allí. Wozniak recuerda que quedó desconcertado ante aquella «ridícula» sugerencia, pero Jobs se mantuvo en sus trece. Los jefazos de Commodore llamaron unos días más tarde para informarles de su decisión: les resultaría más barato construir sus propias máquinas. A Jobs aquello no le sentó mal. Había inspeccionado las instalaciones de Commodore y había sacado la conclusión de que sus jefes «no tenían buena pinta». Wozniak no lamentó el dinero perdido, pero su sensibilidad de ingeniero se vio herida cuando la compañía sacó al mercado el Commodore PET nueve meses más tarde. «Aquello me puso algo enfermo —afirmó—. Habían sacado un producto que, por las prisas, era una basura. Podrían haber tenido a Apple».
Aquel breve coqueteo con Commodore sacó a la superficie un conflicto potencial entre Jobs y Wozniak: ¿estaba realmente igualada la aportación de ambos a Apple y lo que debían obtener a cambio? Jerry Wozniak, que valoraba a los ingenieros muy por encima de los empresarios y los vendedores, pensaba que la mayor parte de los beneficios debían corresponder a su hijo. Y así se lo dijo a Jobs cuando este fue a verle a su casa. «No te mereces una mierda —acusó a Jobs—. Tú no has producido nada». Jobs comenzó a llorar, lo que no resultaba inusual. Nunca había sido, ni sería, partidario de contener sus emociones. Jobs le dijo a Wozniak que estaba dispuesto a disolver la sociedad. «Si no vamos al cincuenta por ciento —le dijo a su amigo— puedes quedarte con todo». Wozniak, sin embargo, comprendía mejor que su padre la simbiosis entre ambos. Si no hubiera sido por Jobs, tal vez seguiría en las reuniones del Homebrew Club, repartiendo gratis los esquemas de sus circuitos. Era Jobs quien había convertido su genio obsesivo en un negocio floreciente, al igual que había hecho con la caja azul. Estuvo de acuerdo en que debían seguir siendo socios.
Aquella fue una decisión inteligente. Lograr que el Apple II tuviera éxito requería algo más que las increíbles habilidades de Wozniak como diseñador de circuitos. Sería necesario comercializarlo como un producto completamente integrado y listo para el consumidor, y aquella era tarea de Jobs.
Comenzó por pedirle a su antiguo compañero Ron Wayne que diseñara una carcasa. «Supuse que no tenían dinero, así que preparé una que no necesitaba herramientas y que podía fabricarse en cualquier taller de metalistería», comentó. Su diseño requería una carcasa de plexiglás sujeta con tiras metálicas y una puerta deslizante que cubría el teclado.
A Jobs no le gustó. Quería un diseño sencillo y elegante, que esperaba que diferenciara al Apple de las demás máquinas, con sus toscas cubiertas grises y metálicas. Mientras rebuscaba por los pasillos de electrodomésticos de una tienda Macy’s, quedó sorprendido por los robots de cocina de la marca Cuisinart. Decidió que quería una carcasa elegante y ligera moldeada en plástico, así que, durante una de las reuniones del Homebrew Club, le ofreció a un asesor local, Jerry Manock, 1.500 dólares por diseñar una. Manock, que no se fiaba de Jobs por su aspecto, pidió el dinero por adelantado. Jobs se negó, pero Manock aceptó el trabajo de todas formas. En unas semanas había creado una sencilla carcasa de plástico moldeado sobre espuma que no parecía nada recargada y que irradiaba simpatía. Jobs estaba encantado.
El siguiente paso era la fuente de alimentación. Los obsesos de la electrónica digital como Wozniak le prestaban poca atención a algo tan analógico y mundano, pero Jobs sabía que aquel era un componente clave. Concretamente, lo que se proponía —una constante durante toda su carrera— era suministrar electricidad sin que hiciera falta un ventilador. Los ventiladores de los ordenadores no eran nada zen. Suponían una distracción. Jobs se pasó por Atari para discutirlo con Alcorn, familiarizado con las viejas instalaciones eléctricas. «Al me remitió a un tipo brillante llamado Rod Holt, un marxista y fumador empedernido que había pasado por muchos matrimonios y que era experto en todo», recordaba Jobs. Al igual que Manock y muchos otros al encontrarse con Jobs por primera vez, Holt le echó un vistazo y se mostró escéptico. «Soy caro», aseguró. Jobs sabía que aquello merecería la pena, y le hizo ver que el dinero no era un problema. «Sencillamente, me embaucó para que trabajara para él», comentó Holt. Acabaría trabajando para Apple a tiempo completo.
En lugar de una fuente de alimentación lineal convencional, Holt construyó una versión conmutada como la que se utiliza en los osciloscopios y otros instrumentos. Aquello significaba que el suministro eléctrico no se encendía y apagaba sesenta veces por segundo, sino miles de veces, lo que permitía almacenar la energía durante un tiempo mucho menor, y por lo tanto desprendía menos calor. «Aquella fuente de alimentación conmutada fue tan revolucionaria como la placa lógica del Apple II —declaró posteriormente Jobs—. A Rod no le reconocen lo suficiente este mérito en los libros de historia, pero deberían. Todos los ordenadores actuales utilizan fuentes de alimentación conmutadas, y todas son una copia del diseño de Rod». A pesar de toda la brillantez de Wozniak, esto no es algo que él pudiera haber hecho. «Yo apenas sabía lo que era una fuente de alimentación conmutada», reconoció.
Paul Jobs le había enseñado en una ocasión a su hijo que la búsqueda de la perfección implicaba preocuparse incluso del acabado de las piezas que no estaban a la vista, y Steve aplicó aquella idea a la presentación de la placa base del Apple II; rechazó el diseño inicial porque las líneas no eran lo suficientemente rectas. Pero esta pasión por la perfección lo llevó a exacerbar sus ansias de controlarlo todo. A la mayoría de los aficionados a la electrónica y a los hackers les gustaba personalizar, modificar y conectar distintos elementos a sus ordenadores. Sin embargo, en opinión de Jobs, aquello representaba una amenaza para una experiencia integral y sin sobresaltos por parte de los usuarios. Wozniak, que en el fondo tenía alma de hacker, no estaba de acuerdo. Quería incluir ocho ranuras en el Apple II para que los usuarios pudieran insertar todas las placas de circuitos de menor tamaño y todos los periféricos que quisieran. Jobs insistió en que solo fueran dos, una para una impresora y otra para un módem. «Normalmente soy muy fácil de tratar, pero esta vez le dije: “Si eso es lo que quieres, vete y búscate otro ordenador” —recordaba Wozniak—. Sabía que la gente como yo acabaría por construir elementos que pudieran añadir a cualquier ordenador». Wozniak ganó la discusión aquella vez, pero podía sentir cómo su poder menguaba. «En aquel momento me encontraba todavía en una posición en la que podía hacer algo así. Ese no sería siempre el caso».
MIKE MARKKULA
Todo esto requería dinero. «La preparación de aquella carcasa de plástico iba a costar cerca de 100.000 dólares —señaló Jobs—, y llevar todo aquel diseño a la etapa de producción nos iba a costar unos 200.000 dólares». Volvió a visitar a Nolan Bushnell, en esta ocasión para pedirle que invirtiera algo de dinero y aceptara una participación minoritaria en la compañía. «Me pidió que pusiera 50.000 dólares y a cambio me entregaría un tercio de la compañía —comentó Bushnell—. Yo fui listísimo y dije que no. Ahora hasta me resulta divertido hablar de ello, cuando no estoy ocupado llorando».
Bushnell le sugirió a Jobs que probara suerte con un hombre franco y directo, Don Valentine, un antiguo director de marketing de la compañía National Semiconductor que había fundado Sequoia Capital, una de las primeras entidades de capital riesgo. Valentine llegó al garaje de Jobs a bordo de un Mercedes y vestido con traje azul, camisa y una elegante corbata. Bushnell recordaba que Valentine lo llamó justo después para preguntarle, solo medio en broma: «¿Por qué me has enviado a ver a esos renegados de la especie humana?». Valentine afirmó que no recordaba haber dicho tal cosa, pero admitió que pensó que el aspecto y el olor de Jobs eran más bien extraños. «Steve trataba de ser la personificación misma de la contracultura —comentó—. Llevaba una barba rala, estaba muy delgado y se parecía a Ho Chi Minh».
En todo caso, Valentine no se había convertido en un destacado inversor de Silicon Valley por fiarse de las apariencias. Lo que más le preocupaba era que Jobs no sabía nada de marketing, y que parecía dispuesto a ir vendiendo su producto por las tiendas de una en una. «Si quieres que te financie —le dijo Valentine— necesitas contar con una persona como socio que comprenda el marketing y la distribución y que pueda redactar un plan de negocio». Jobs tendía a mostrarse o cortante o solícito cuando personas mayores que él le daban consejos. Con Valentine sucedió esto último. «Envíame a tres posibles candidatos», contestó. Valentine lo hizo, Jobs los entrevistó y conectó bien con uno de ellos, un hombre llamado Mike Markkula. Este acabaría por desempeñar una función crucial en Apple durante las dos décadas siguientes.
Markkula solo tenía treinta y tres años, pero ya se había retirado después de trabajar primero en Fairchild y luego en Intel, donde había ganado millones con sus acciones cuando el fabricante de chips salió a la Bolsa. Era un hombre cauto y astuto, con los gestos precisos de alguien que hubiera practicado la gimnasia en el instituto. Poseía un gran talento a la hora de diseñar políticas de precios, redes de distribución, estrategias de marketing y sistemas de control de finanzas. Y a pesar de su carácter un tanto reservado, también exhibía un lado ostentoso a la hora de disfrutar de su recién amasada fortuna. Se había construido él mismo una casa en el lago Tahoe, y después una inmensa mansión en las colinas de Woodside. Cuando se presentó para su primera reunión en el garaje de Jobs, no conducía un Mercedes oscuro como Valentine, sino un bruñidísimo Corvette descapotable dorado. «Cuando llegué al garaje, Woz estaba sentado a la mesa de trabajo y enseguida me enseñó orgulloso el Apple II —recordaría Markkula—. Yo pasé por alto el hecho de que los dos chicos necesitaban un corte de pelo, y quedé sorprendido con lo que vi en aquella mesa. Para el corte de pelo siempre habría tiempo».
A Jobs, Markkula le gustó al instante. «Era de baja estatura, y no lo habían tenido en cuenta para la dirección de marketing en Intel, lo cual, sospecho, influía en que quisiera demostrar su valía». A Jobs le pareció también un hombre decente y de fiar. «Se veía que no iba a jugártela aunque pudiera. Era persona con valores morales». Wozniak quedó igualmente impresionado. «Pensé que era la persona más agradable que había conocido —aseguró—, ¡y lo mejor de todo es que le gustaba nuestro producto!».
Markkula le propuso a Jobs que desarrollaran juntos un plan de negocio. «Si el resultado es bueno, invertiré en ello —ofreció—, y si no, habrás conseguido gratis algunas semanas de mi tiempo». Jobs comenzó a acudir por las tardes a casa de Markkula, donde barajaban diferentes proyecciones financieras y se quedaban hablando hasta bien entrada la noche. «Realizábamos muchas suposiciones, como la de cuántos hogares querrían tener un ordenador personal, y había noches en las que nos quedábamos discutiendo hasta las cuatro de la madrugada», recordaba Jobs. Markkula acabó redactando la mayor parte del plan. «Steve solía decirme que me traería un apartado u otro en la siguiente ocasión, pero por lo general no lo entregaba a tiempo, así que acabé haciéndolo yo».
El plan de Markkula consistía en llegar más allá del mercado de los aficionados a la tecnología. «Hablaba de cómo introducir el ordenador en casas normales, con gente normal, para que hicieran cosas como almacenar sus recetas favoritas o controlar sus cuentas de gastos», recordaba Wozniak. Markkula realizó una predicción muy audaz: «Vamos a ser una de las quinientas empresas más importantes en la lista de Fortune dentro de dos años. Este es el comienzo de toda una industria. Es algo que ocurre una vez en una década». A Apple le hicieron falta siete años para entrar en la lista de Fortune, pero la esencia de la predicción de Markkula resultó ser cierta.
Markkula se ofreció a avalar una línea de crédito de hasta 250.000 dólares a cambio de recibir un tercio de las participaciones de la empresa. Apple debía constituirse como corporación, y tanto él como Jobs y Wozniak recibirían cada uno el 26% de las acciones. El resto se reservaría para atraer a futuros inversores. Los tres se reunieron en la cabaña situada junto a la piscina de Markkula y firmaron el trato. «Me parecía improbable que Mike volviera a ver alguna vez sus 250.000 dólares, y me impresionó que estuviera dispuesto a arriesgarse», recordaba Jobs.
Ahora era necesario convencer a Wozniak para que se dedicara a Apple a tiempo completo. «¿Por qué no puedo hacer esto como segundo trabajo y seguir en Hewlett-Packard como un empleo asegurado para el resto de mi vida?», preguntó. Markkula dijo que aquello no iba a funcionar, y le fijó una fecha límite a los pocos días para que se decidiera. «Crear una empresa me provocaba mucha inseguridad: me iban a pedir que diera órdenes a los demás y controlara su trabajo —comentó Wozniak—. Y yo sabía desde mucho tiempo atrás que nunca me iba a convertir en alguien autoritario». Por consiguiente, se dirigió a la cabaña de Markkula y aseguró que no pensaba abandonar Hewlett-Packard.
Markkula se encogió de hombros y dijo que de acuerdo, pero Jobs se enfadó mucho. Llamó a Wozniak para tratar de engatusarlo. Le pidió a algunos amigos que intentaran convencerlo. Gritó, chilló e incluso estalló un par de veces. Llegó a ir a casa de los padres de Wozniak, rompió a llorar y pidió la ayuda de Jerry Wozniak. Para entonces, el padre de Woz se había dado cuenta de que apostar por el Apple II implicaba la posibilidad de ganar mucho dinero, y se unió a la causa de Jobs. «Comencé a recibir llamadas en casa y en el trabajo de mi padre, mi madre, mi hermano y varios amigos —afirmó Wozniak—. Todos ellos me decían que había tomado la decisión equivocada». Nada de aquello surtió efecto. Hasta que Allen Baum —su compañero del club Buck Fry en el instituto Homestead— lo llamó. «Sí que deberías lanzarte y hacerlo», le dijo. Agregó que si entraba a trabajar a tiempo completo en Apple no tendría que ascender a puestos de dirección ni dejar de ser un ingeniero. «Aquello era exactamente lo que yo necesitaba oír —afirmó Wozniak—. Podía quedarme en la escala más baja del organigrama de la empresa, como ingeniero». Llamó a Jobs y le comunicó que ya estaba listo para embarcarse en el proyecto.
El 3 de enero de 1977, se creó oficialmente la nueva corporación, Apple Computer Co., que procedió a absorber la antigua sociedad formada por Jobs y Wozniak nueve meses antes. Poca gente tomó nota de aquello. Aquel mes, el Homebrew Club realizó una encuesta entre sus miembros y se vio que, de los 181 asistentes que poseían un ordenador personal, solo seis tenían un Apple. Jobs estaba convencido, no obstante, de que el Apple II cambiaría aquella situación.
Markkula se convirtió en una figura paterna para Jobs. Al igual que su padre adoptivo, estimulaba su gran fuerza de voluntad, y al igual que su padre biológico, acabó por abandonarlo. «Markkula representó para Steve una relación paternofilial tan fuerte como cualquier otra que este hubiera tenido», afirmó el inversor de capital riesgo Arthur Rock. Markkula comenzó a enseñarle a Jobs el mundo del marketing y las ventas. «Mike me tomó bajo su ala —dijo Jobs—. Sus valores eran muy similares a los míos. Siempre subrayaba que nunca se debía crear una empresa para hacerse rico. La meta debía ser producir algo en lo que creyeras y crear una compañía duradera».
Markkula escribió sus valores en un documento de una hoja, y lo tituló: «La filosofía de marketing de Apple», en el que se destacaban tres puntos. El primero era la empatía, una conexión íntima con los sentimientos del cliente. «Vamos a comprender sus necesidades mejor que ninguna otra compañía». El segundo era la concentración. «Para realizar un buen trabajo en aquello que decidamos hacer, debemos descartar lo que resulte irrelevante». El tercer y último valor, pero no por ello menos importante, recibía el incómodo nombre de «atribución». Tenía que ver con cómo la gente se forma una opinión sobre una compañía o un producto basándose en las señales que estos emiten. «La gente sí que juzga un libro por su cubierta —escribió—. Puede que tengamos el mejor producto, la mayor calidad, el software más útil, etcétera; pero si le ofrecemos una presentación chapucera, la gente pensará que es una chapuza; si lo presentamos de forma creativa y profesional, le estaremos atribuyendo las cualidades deseadas».
Durante el resto de su carrera, Jobs se preocupó, a veces de forma obsesiva, por el marketing y la imagen, e incluso por los detalles del empaquetado. «Cuando abres la caja de un iPhone o de un iPad, queremos que la experiencia táctil establezca la tónica de cómo vas a percibir el producto —declaró—. Mike me enseñó aquello».
REGIS MCKENNA
Un primer paso en el proceso era convencer al principal publicista del valle, Regis McKenna, para que se incorporara a Apple. McKenna, que provenía de Pittsburgh, de una familia numerosa de clase trabajadora, tenía metida en los huesos una dureza fría como el acero, pero la disfrazaba con su encanto. Tras abandonar los estudios universitarios, había trabajado para compañias como Fairchild y National Semiconductor antes de crear su propia empresa de relaciones públicas y publicidad. Sus dos especialidades eran organizar entrevistas exclusivas entre sus clientes y periodistas de su confianza, y diseñar memorables campañas publicitarias que sirvieran para crear imagen de marca con productos como los microchips. Una de aquellas campañas consistía en una serie de coloridos anuncios de prensa para Intel en los que aparecían coches de carreras y fichas de póker, en lugar de los habituales e insulsos gráficos de rendimiento. Aquellos anuncios llamaron la atención de Jobs. Telefoneó a Intel y les preguntó quién los había creado. «Regis McKenna», le dijeron. «Yo les pregunté qué era un Regis McKenna —comentó Jobs—, y me dijeron que era una persona». Cuando Jobs lo llamó, no logró ponerse en contacto con McKenna. En vez de eso lo pasaron con Frank Burge, un director de contabilidad, que trató de deshacerse de él. Jobs siguió llamando casi a diario.
Cuando Burge finalmente accedió a conducir hasta el garaje de Jobs, recuerda que pensó: «Madre de dios, este tío es un chalado. A ver cuándo puedo largarme y dejar a este payaso sin parecer grosero». Pero entonces, mientras tenía enfrente a aquel Jobs melenudo y sin lavar, se le pasaron por la mente dos ideas: «Primero, que era un joven increíblemente inteligente, y segundo, que no entendía ni la centésima parte de lo que me estaba contando».
Así pues, los dos jóvenes recibieron una invitación para reunirse con «Regis McKenna, en persona», tal y como rezaban sus atrevidas tarjetas de visita. En esta ocasión fue Wozniak, tímido por lo general, quien se mostró irritable. Tras echarle un vistazo a un artículo que el ingeniero estaba escribiendo sobre Apple, McKenna sugirió que era demasiado técnico y que había que aligerarlo un poco. «No quiero que ningún relaciones públicas me toque ni una coma», reaccionó Wozniak con brusquedad. A lo que McKenna respondió que entonces había llegado el momento de que se largaran de su despacho. «Pero Steve me llamó inmediatamente y aseguró que quería volver a reunirse conmigo —recordaba McKenna—. Esta vez vino sin Woz, y conectamos perfectamente».
McKenna puso a su equipo a trabajar en los folletos para el Apple II. Lo primero que necesitaban era sustituir el logotipo de Ron Wayne, con su estilo ornamentado de un grabado de la época victoriana, que iba en contra del estilo publicitario colorido y travieso de McKenna. Así pues, Rob Janoff, uno de los directores artísticos, recibió el encargo de crear una nueva imagen. «No quiero un logotipo mono», ordenó Jobs. Janoff les presentó la silueta de una manzana en dos versiones, una de ellas completa y la otra con un mordisco. La primera se parecía demasiado a una cereza, así que Jobs eligió aquella a la que le faltaba un trozo. La versión elegida incluía también en la silueta seis franjas de colores en tonos psicodélicos que iban desde el verde del campo al azul del cielo, a pesar de que aquello encarecía notablemente la impresión del logotipo. Encabezando el folleto, McKenna colocó una máxima que a menudo se atribuye a Leonardo da Vinci, y que se convirtió en el precepto fundamental de la filosofía del diseño de Jobs: «La sencillez es la máxima sofisticación».
LA PRIMERA Y ESPECTACULAR PRESENTACIÓN
La presentación del Apple II estaba programada para coincidir con la primera Feria de Ordenadores de la Costa Oeste, que iba a celebrarse en abril de 1977 en San Francisco. Había sido organizada por un incondicional del Homebrew Club, Jim Warren, y Jobs reservó un hueco para Apple en cuanto recibió el paquete con la información. Quería asegurarse un puesto justo a la entrada del recinto como manera espectacular de presentar el Apple II, así que sorprendió a Wozniak al adelantar 5.000 dólares. «Steve aseguró que esta era nuestra gran presentación —afirmó Wozniak—. Íbamos a mostrarle al mundo que teníamos una gran máquina y una gran compañía».
Aquella era la puesta en práctica del principio de Markkula según el cual resultaba importante que todos te «atribuyeran» grandeza causando una impresión memorable en la gente, especialmente a la hora de presentar un producto nuevo. Esta idea quedó reflejada en el cuidado que puso Jobs con la zona de exposición de Apple. Otros expositores contaban con mesas plegables y tablones para colocar sus carteles. Apple dispuso un mostrador cubierto de terciopelo rojo y un gran panel de plexiglás retroiluminado con el nuevo logotipo de Janoff. Expusieron los tres únicos Apple II terminados, pero apilaron cajas vacías para dar la impresión de que tenían muchos más disponibles.
Jobs se enfureció cuando vio que las carcasas de los ordenadores presentaban diminutas imperfecciones, así que mientras llegaban a la feria les ordenó a los empleados de la empresa que las lijaran y pulieran. El principio de la atribución llegó incluso al extremo de adecentar a Jobs y a Wozniak. Markkula los envió a un sastre de San Francisco para que les hiciera unos trajes de tres piezas que les conferían un aspecto algo ridículo, como un adolescente con chaqué. «Markkula nos explicó que tendríamos que ir bien vestidos, qué aspecto debíamos presentar, cómo debíamos comportarnos», recordaba Wozniak.
El esfuerzo mereció la pena. El Apple II parecía un producto sólido y a la vez agradable, con su elegante carcasa beis, a diferencia de las intimidantes máquinas recubiertas de metal o las placas desnudas que se veían en otras mesas. Apple recibió trescientos pedidos durante la feria, y Jobs llegó incluso a conocer a un fabricante textil japonés, Mizushima Satoshi, que se convertiría en el primer vendedor de Apple en aquel país.
Pero ni siquiera la ropa elegante y las instrucciones de Markkula sirvieron para evitar que el irrefrenable Wozniak gastara algunas bromas. Uno de los programas que presentó trataba de adivinar la nacionalidad de la gente a partir de sus apellidos, y a continuación mostraba los típicos chistes sobre el país en cuestión. También creó y distribuyó el prospecto falso de un nuevo ordenador llamado «Zaltair», con todo tipo de superlativos y clichés publicitarios del estilo: «Imagínate un coche con cinco ruedas…». Jobs cayó en el engaño e incluso se enorgulleció de que el Apple II superase al Zaltair en la tabla comparativa. No supo quién había sido el autor de la broma hasta ocho años más tarde, cuando Woz le entregó una copia enmarcada del folleto como regalo de cumpleaños.
MIKE SCOTT
Apple era ya una auténtica compañía, con una docena de empleados, una línea de crédito abierta y las presiones diarias causadas por los clientes y proveedores. Incluso habían salido del garaje de Jobs para mudarse a una oficina de alquiler en el Stevens Creek Boulevard de Cupertino, a algo más de un kilómetro del instituto al que asistieron Jobs y Wozniak.
Jobs no llevaba nada bien sus crecientes responsabilidades. Siempre había sido temperamental e irritable. En Atari, su comportamiento lo había relegado al turno de noche, pero en Apple aquello no era posible. «Se volvió cada vez más tiránico y cruel con sus críticas —aseguró Markkula—. Le decía a la gente cosas como: “Ese diseño es una mierda”». Era particularmente duro con Randy Wigginton y Chris Espinosa, los jóvenes programadores de Wozniak. «Steve entraba, le echaba un vistazo a lo que yo hubiera hecho y me decía que era una mierda sin tener ni idea de lo que era o de por qué lo había hecho», afirmó Wigginton, que por entonces acababa de terminar el instituto.
También estaba el problema de la higiene. Jobs seguía convencido, contra toda evidencia, de que sus dietas vegetarianas le ahorraban la necesidad de utilizar desodorante o ducharse con regularidad. «Teníamos que ponerlo literalmente en la puerta y obligarle a que fuera a ducharse —comentó Markkula—. Y en las reuniones nos tocaba contemplar sus pies sucios». En ocasiones, para aliviar el estrés, se remojaba los pies en el inodoro, una práctica que no producía el mismo efecto en sus colegas.
Markkula rehuía la confrontación, así que decidió contratar a un presidente, Mike Scott, para que ejerciera un control más estricto sobre Jobs. Markkula y Scott habían entrado a trabajar en Fairchild el mismo día de 1967, sus despachos se encontraban puerta con puerta y su cumpleaños, el mismo día, lo celebraban juntos todos los años. Durante la comida de celebración en febrero de 1977, cuando Scott cumplía treinta y dos años, Markkula le propuso ser el nuevo presidente de Apple.
Sobre el papel, parecía una gran elección. Era responsable de una línea de productos en National Semiconductor, y tenía la ventaja de ser un directivo que comprendía el campo de la ingeniería. En persona, no obstante, presentaba algunas peculiaridades. Tenía exceso de peso, varios tics y problemas de salud, y tendía a estar tan tenso que iba por los pasillos con los puños apretados. También solía discutirlo todo, y a la hora de tratar con Jobs eso podía ser bueno o malo.
Wozniak respaldó rápidamente la idea de contratar a Scott. Como Markkula, odiaba enfrentarse a los conflictos creados por Jobs. Este último, como era de esperar, no lo tenía tan claro. «Yo solo tenía veintidós años y sabía que no estaba preparado para dirigir una empresa de verdad —diría—, pero Apple era mi bebé, y no quería entregárselo a nadie». Ceder una porción de control le resultaba angustioso. Le dio vueltas al asunto durante largas comidas celebradas en la hamburguesería Bob’s Big Boy (la favorita de Woz) y en el restaurante de productos naturales Good Earth (el favorito de Jobs). Al final acabó por dar su aprobación, aunque con reticencias.
Mike Scott —llamado Scotty para distinguirlo de Mike Markkula— tenía una misión principal: gestionar a Jobs. Y eso era algo que normalmente había que hacer a través del sistema preferido de Jobs para celebrar un encuentro: dando un paseo. «Mi primer paseo fue para decirle que se lavara más a menudo —recordaba Scott—. Respondió que, a cambio, yo tenía que leer su libro de dietas frutarianas y tomarlo en cuenta para perder peso». Scott nunca siguió la dieta ni perdió demasiado peso, y Jobs solo realizó algunas pequeñas modificaciones en su rutina higiénica. «Steve se empeñaba en ducharse solo una vez a la semana, y estaba convencido de que aquello resultaba suficiente siempre y cuando siguiera con su dieta de frutas», comentó Scott.
Jobs adoraba el control y detestaba la autoridad. Aquello estaba destinado a convertirse en un problema con el hombre que había llegado para controlarlo, especialmente cuando Jobs descubrió que Scott era una de las escasísimas personas a las que había conocido que no estaba dispuesto a someterse a su voluntad. «La cuestión entre Steve y yo era quién podía ser más testarudo, y yo resultaba bastante bueno en aquello —afirmó Scott—. Él necesitaba que le pusieran freno, pero estaba claro que no le hacía ninguna gracia». Tal y como Jobs comentó posteriormente, «nunca le he gritado a nadie tanto como a Scotty».
Uno de los primeros enfrentamientos tuvo lugar por el orden de la numeración de los empleados. Scott le asignó a Wozniak el número 1 y a Jobs el número 2. Como era de esperar, Jobs exigió ser el número 1. «No se lo acepté, porque aquello hubiera hecho que su ego creciera aún más», afirmó Scott. A Jobs le dio un berrinche, e incluso se echó a llorar. Al final propuso una solución: él podía tener el número 0. Scott cedió, al menos en lo referente a sus tarjetas de identificación, pero el Bank of America necesitaba un entero positivo para su programa de nóminas, y allí Jobs siguió siendo el número 2.
Existía un desacuerdo fundamental que iba más allá de la vanidad personal. Jay Elliot, que fue contratado por Jobs tras un encuentro fortuito en un restaurante, señaló un rasgo destacado de su antiguo jefe: «Su obsesión es la pasión por el producto, la pasión por la perfección del producto». Mike Scott, por su parte, nunca permitió que la búsqueda de la perfección tuviera prioridad sobre el pragmatismo. El diseño de la carcasa del Apple II fue uno de los muchos ejemplos. La compañía Pantone, a la que Apple recurría para especificar los colores de sus cubiertas plásticas, contaba con más de dos mil tonos de beis. «Ninguno de ellos era suficientemente bueno para Steve —se maravilló Scott—. Quería crear un tono diferente, y yo tuve que pararle los pies». Cuando llegó la hora de fijar el diseño de la carcasa, Jobs se pasó días angustiado acerca de cómo de redondeadas debían estar las esquinas. «A mí no me importaba lo redondeadas que estuvieran —comentó Scott—. Yo solo quería que se tomara la decisión». Otra disputa tuvo que ver con las mesas de montaje. Scott quería un gris estándar, y Jobs insistió en pedir mesas de color blanco nuclear hechas a medida. Todo aquello desembocó finalmente en un enfrentamiento ante Markkula acerca de si era Jobs o Scott quien podía firmar los pedidos. Markkula se puso de parte de Scott. Jobs también insistía en que Apple fuera diferente en la manera de tratar a sus clientes: quería que el Apple II incluyera una garantía de un año. Aquello dejó boquiabierto a Scott, porque la garantía habitual era de noventa días. Una vez más, Jobs prorrumpió en sollozos durante una de sus discusiones acerca del tema. Dieron un paseo por el aparcamiento para calmarse, y Scott decidió ceder en este punto.
Wozniak comenzó a molestarse ante la actitud de Jobs. «Steve era demasiado duro con la gente —afirmó—. Yo quería que nuestra empresa fuera como una familia en la que todos nos divirtiéramos y compartiésemos lo que estuviéramos haciendo». Jobs, por su parte, opinaba que Wozniak sencillamente se negaba a madurar. «Era muy infantil —comentó—. Había escrito una versión estupenda de BASIC, pero nunca lograba sentarse a escribir la versión de BASIC con coma flotante que necesitábamos, así que al final tuvimos que hacer un trato con Microsoft. No se centraba».
Sin embargo, por el momento los choques entre ambas personalidades eran manejables, principalmente porque a la compañía le iba muy bien. Ben Rosen, el analista que con sus boletines creaba opinión en el mundo tecnológico, se convirtió en un entusiasta defensor del Apple II. Un desarrollador independiente diseñó la primera hoja de cálculo con un programa de economía doméstica para ordenadores personales, VisiCalc, y durante un tiempo solo estuvo disponible para el Apple II, lo que convirtió al ordenador en algo que las empresas y las familias podían comprar de forma justificada. La empresa comenzó a atraer a nuevos inversores influyentes. Arthur Rock, el pionero del capital riesgo, no había quedado muy impresionado en un primer momento, cuando Markkula envió a Jobs a verlo. «Tenía unas pintas como si acabara de regresar de ver a ese gurú suyo de la India —recordaba Rock—, y olía en consonancia». Sin embargo, después de ver el Apple II, decidió invertir en ello y se unió al consejo de administración.
El Apple II se comercializó, en varios modelos, durante los siguientes dieciséis años, con unas ventas de cerca de seis millones de unidades. Aquella, más que ninguna otra máquina, impulsó la industria de los ordenadores personales. Wozniak merece el reconocimiento por haber diseñado su impresionante placa base y el software que la acompañaba, lo que representó una de las mayores hazañas de la invención individual del siglo. Sin embargo, fue Jobs quien integró las placas de Wozniak en un conjunto atractivo, desde la fuente de alimentación hasta la elegante carcasa. También creó la empresa que se levantó en torno a las máquinas de Wozniak. Tal y como declaró posteriormente Regis McKenna: «Woz diseñó una gran máquina, pero todavía seguiría arrinconada en las tiendas para aficionados a la electrónica de no haber sido por Steve Jobs». Sin embargo, la mayoría de la gente consideraba que el Apple II era una creación de Wozniak. Aquello motivó a Jobs a ir en pos del siguiente gran avance, uno que pudiera considerar totalmente suyo.