Capítulo 27

Consejero delegado

Todavía loco, después de tantos años

TIM COOK

Cuando Steve Jobs regresó a Apple y en su primer año sacó los anuncios de «Piensa diferente» y el iMac, confirmó lo que la mayoría de la gente ya sabía: que podía ser un visionario y un hombre creativo. Ya lo había demostrado durante su primera época en Apple. Lo que no estaba tan claro era si estaba capacitado para dirigir una compañía. Claramente, eso no lo había demostrado durante su primera etapa.

Jobs se zambulló en la tarea con un enfoque realista y de atención por el detalle que sorprendió a aquellos acostumbrados a su postura de que las normas rectoras del universo no se le aplicaban a él. «Se convirtió en un directivo, que es una tarea muy diferente de la de un ejecutivo o un visionario, y aquello me sorprendió agradablemente», recordaba Ed Woolard, el presidente del consejo de administración que lo había devuelto a Apple.

El mantra de su gestión era «céntrate». Eliminó las líneas de productos sobrantes y puso coto a algunas características superfluas del nuevo sistema operativo que estaba desarrollando Apple. Se libró de su deseo obsesivo y controlador de crear los productos en sus propias fábricas y, en vez de eso, delegó la producción de todos los elementos, desde las placas de circuitos hasta los ordenadores acabados. Además, impuso una rigurosa disciplina a los proveedores. Cuando se hizo con el control de la empresa, Apple contaba con un inventario equivalente a más de dos meses de producción en los almacenes, más que ninguna otra compañía tecnológica. Al igual que los huevos y la leche, los ordenadores tienen una fecha de caducidad breve, así que aquello suponía un recorte en los beneficios de al menos 500 millones de dólares. A principios de 1998 ya había reducido aquellos suministros a un mes de producción.

El éxito de Jobs tuvo un precio, puesto que la suavidad y la diplomacia todavía no formaban parte de su repertorio. Cuando pensó que un departamento de la empresa de mensajería Airborne Express no estaba entregando unos componentes suficientemente rápido, le ordenó a un directivo de Apple que pusiera fin a su contrato. Aquel ejecutivo protestó, y le advirtió de que se enfrentaban a una potencial demanda, a lo cual Jobs contestó: «Entonces diles que si intentan jodernos, no van a volver a ver un puto centavo de esta empresa nunca más». El directivo dimitió, la empresa de mensajería interpuso una denuncia e hizo falta todo un año para que se resolviera aquel asunto. «Mis opciones sobre acciones habrían llegado a valer 10 millones de dólares de haberme quedado —comentó el directivo—, pero sabía que no podría haber aguantado, y él me habría despedido de todas formas». La nueva empresa de distribución recibió órdenes de recortar el inventario en un 75%, y eso hizo. «Con Steve Jobs hay una tolerancia cero ante la falta de rendimiento», dijo su consejero delegado. En cierta ocasión la empresa VLSI Technology estaba teniendo algunos problemas para entregar a tiempo chips suficientes, así que Jobs irrumpió en una reunión de la empresa y comenzó a gritar que eran todos unos «putos eunucos gilipollas». VLSI acabó consiguiendo que los chips llegaran a Apple a tiempo, y los ejecutivos de ese proveedor prepararon chaquetas bordadas que rezaban: «Equipo de PEG».

Después de tres meses de trabajar con Jobs, el jefe de operaciones de Apple decidió que no podía soportar tanta presión y dimitió. Durante casi un año, el propio Jobs se encargó de aquel departamento, porque todas las personas a las que había entrevistado «parecían encargados de producción de la vieja escuela», recordaba. Quería a alguien capaz de construir fábricas que siguieran sistemas del tipo just-in-time y cadenas de producción y distribución, como había hecho Michael Dell. Entonces, en 1998, conoció a Tim Cook, un distinguido director de compras y canales de distribución de treinta y siete años que trabajaba en Compaq Computers, y que no solo pasó a ser el director de operaciones de Apple, sino que llegó a convertirse en un compañero indispensable entre los bastidores de la empresa. Tal y como recordaba Jobs:

Tim Cook venía de un departamento de compras, que era exactamente el tipo de experiencia que necesitábamos para el puesto. Me di cuenta de que él y yo veíamos las cosas exactamente de la misma manera. Yo había visitado en Japón muchas fábricas con sistemas de producción just-in-time, y había construido una para el Mac y otra en NeXT. Sabía lo que quería, conocí a Tim y vi que él quería lo mismo, así que comenzamos a trabajar juntos y, antes de que pasara mucho tiempo, confiaba en que él supiera exactamente qué había que hacer. Compartíamos una misma visión, y podíamos interactuar a unos niveles estratégicos muy altos, lo cual me permitía dejar en sus manos muchos asuntos a menos que él viniera a pedirme ayuda.

Cook, el hijo de un trabajador de los astilleros, se crio en Robertsdale, Alabama, un pequeño pueblo entre Mobile y Pensacola, a media hora de distancia de la costa del Golfo. Se licenció en Ingeniería Industrial en Auburn, consiguió un título de Estudios Empresariales por la Universidad de Duke y, durante los siguientes doce años, trabajó para IBM en el Triángulo de Raleigh, en Carolina del Norte. Cuando Jobs lo entrevistó, Cook acababa de entrar a trabajar en Compaq. Siempre había sido un ingeniero con una postura muy razonable, y Compaq parecía por aquel entonces una opción profesional más sensata, pero se vio atrapado por el aura de Jobs. «Cinco minutos después del comienzo de mi primera entrevista con Steve, quería arrojar por la borda toda precaución y lógica y unirme a Apple —afirmó posteriormente—. Mi intuición me decía que entrar en Apple iba a ser una oportunidad, que solo se presenta una vez en la vida, de trabajar para un genio creativo». Y la aprovechó. «A los ingenieros les enseñan a tomar decisiones analíticas, pero hay ocasiones en las que fiarse de la intuición o del corazón es absolutamente indispensable».

En Apple, su función era la de poner en práctica la intuición de Jobs, cosa que conseguía con una discreta diligencia. Permaneció soltero y se sumergió por completo en su trabajo. Estaba despierto casi todos los días a las 4:30 de la mañana para enviar correos electrónicos, después pasaba una hora en el gimnasio y llegaba a su despacho poco después de las seis. Convocaba teleconferencias los domingos por la tarde para preparar la semana que iba a comenzar. En una empresa encabezada por un consejero delegado propenso a los arranques de cólera y los estallidos fulminantes, Cook se enfrentaba a las situaciones con una actitud tranquila, un suave acento de Alabama y miradas calmadas. «Aunque es capaz de mostrar regocijo, la expresión facial por defecto de Cook es la del ceño fruncido, y su humor es más bien seco —escribió Adam Lashinsky, de Fortune—. En las reuniones se le conoce por sus pausas largas e incómodas, en las cuales todo lo que se oye es el sonido del envoltorio de las barritas energéticas que come constantemente».

Durante una reunión al principio de su etapa en Apple, a Cook le informaron de un problema con uno de los proveedores chinos. «Es un problema serio —afirmó—. Alguien debería ir a China para controlar la situación». Treinta minutos más tarde, miró a un ejecutivo de operaciones que se encontraba sentado en la sala y le preguntó con tono indiferente: «¿Por qué sigues todavía aquí?». El ejecutivo se levantó, condujo directamente hasta el aeropuerto de San Francisco sin pasar por su casa a hacer las maletas y compró un billete a China. Se convirtió en uno de los principales ayudantes de Cook.

Cook redujo el número de proveedores importantes de Apple, que eran un centenar, hasta veinticuatro. Los obligó a ofrecer mejores acuerdos para mantener sus contratos, convenció a muchos para que se trasladaran junto a las fábricas de Apple y cerró diez de los diecinueve almacenes de la marca. Y al eliminar los lugares donde podían acumularse las existencias, las redujo. A principios de 1998 Jobs había reducido el stock de producción de dos meses a uno, y en septiembre de ese año, Cook lo había rebajado hasta el equivalente a seis días. En septiembre del año siguiente se había recortado hasta la sorprendente cantidad de dos días (que, en ocasiones, bajaba hasta el equivalente a tan solo quince horas de producción). Además, acortó el proceso de fabricación de los ordenadores de cuatro a dos meses. Todo ello no solo servía para ahorrar dinero: también permitía que cada nuevo ordenador contara con los componentes más avanzados existentes en el mercado.

CUELLOS VUELTOS Y TRABAJO EN EQUIPO

Durante un viaje a Japón a principios de la década de los ochenta, Jobs le preguntó a Akio Morita, el presidente de Sony, por qué todos los trabajadores de su empresa llevaban uniforme. «Pareció avergonzarse mucho y me contó que, después de la guerra, nadie tenía ropa, así que las empresas como Sony tenían que darles a sus trabajadores algo que ponerse cada día», recordaba Jobs. Con el paso de los años, los uniformes fueron teniendo un estilo propio, especialmente en compañías como Sony, y aquello se convirtió en una forma de crear un vínculo entre los trabajadores y la empresa. «Decidí que quería crear ese tipo de vínculo para Apple», recordaba Jobs.

Sony, con su preocupación por el estilo, había contratado al célebre modisto Issey Miyake para que creara su uniforme. Era una chaqueta de nailon antirasgaduras, con las mangas unidas por una cremallera que podían retirarse para crear un chaleco. «Así pues, llamé a Issey Miyake y le pedí que diseñara un chaleco para Apple —recordaba Jobs—. Llegué con unas muestras y le dije a todo el mundo lo genial que sería llevar todos aquellos chalecos. Madre mía, ¡cuántos abucheos recibí! Todo el mundo detestó aquella idea».

En el proceso, no obstante, entabló amistad con Miyake, a quien visitaba con regularidad. También le gustó la idea de contar con un uniforme propio, tanto por la comodidad diaria (el argumento que él defendía) como por su capacidad para crear un estilo personal. «Le pedí a Issey que preparara algunas de las sudaderas de cuello vuelto que me gustaban, y me hizo como un centenar de ellas». Jobs advirtió mi sorpresa cuando me contó esta historia, así que me las enseñó, todas apiladas en el armario. «Esto es lo que llevo —afirmó—. Tengo suficientes para que me duren el resto de mi vida».

A pesar de su naturaleza autocrática —nunca fue un gran defensor del consenso—, Jobs se esforzó por promover en Apple una cultura de la colaboración. Muchas compañías se jactan de celebrar pocas reuniones. Jobs convocaba muchas: una sesión del personal directivo todos los lunes, una reunión estratégica de marketing los miércoles por la tarde, e interminables sesiones de revisión de productos. Jobs, siempre alérgico a las presentaciones formales y en PowerPoint, insistía en que los asistentes a la mesa discutieran los diferentes asuntos desde diversos puntos de vista y con la perspectiva de distintos departamentos.

Como Jobs defendía que la gran ventaja de Apple era la integración completa de sus productos —el diseño, el hardware, el software y los contenidos—, quería que todos los departamentos de la compañía trabajaran juntos y en paralelo. Las expresiones que utilizaba eran «colaboración profunda» e «ingeniería concurrente». En lugar de emplear un proceso de desarrollo en el que el producto pase de forma secuencial desde las etapas de ingeniería a las de diseño y de ahí a las de producción, marketing y distribución, todos estos departamentos trabajaban en el proceso de manera simultánea. «Nuestro método consistía en desarrollar productos integrados, y eso significa que el proceso tenía que ser a su vez integrado y colaborativo», afirmó Jobs.

Este enfoque también se aplicaba a la hora de contratar trabajadores clave. Jobs hacía que los candidatos se entrevistaran con los directivos de los diferentes departamentos —Cook, Tevanian, Schiller, Rubinstein, Ive—, en lugar de simplemente con el jefe de la sección en la que quisieran trabajar. «Entonces todos nos reuníamos sin el aspirante y hablábamos de si iba a encajar en el grupo», comentaba Jobs. Su objetivo era mantenerse alerta frente a «la proliferación de capullos» que lleva a que una empresa se vea lastrada por gente con talento de segunda:

En muchos aspectos de la vida, la diferencia entre lo mejor y lo normal es de aproximadamente un 30%. El mejor vuelo de avión o la mejor comida pueden ser un 30% mejores que un vuelo o una comida normales. Lo que vi en Woz es que era alguien cincuenta veces mejor que el ingeniero medio. Podía celebrar reuniones enteras en su cabeza. El equipo del Mac era un intento de construir todo un grupo así, de jugadores de primera. La gente dijo que no iban a llevarse bien, que iban a odiar trabajar en equipo, pero me di cuenta de que a los jugadores de primera les gusta trabajar con otros jugadores de primera, y no con gente de tercera. En Pixar teníamos toda una compañía de jugadores de primera. Cuando regresé a Apple, decidí que eso es lo que iba a intentar. Hace falta un proceso colaborativo de contratación. Cuando contratamos a alguien, incluso si van a formar parte del departamento de marketing, los mandaba a hablar con los encargados de diseño y los ingenieros. Mi modelo de conducta era J. Robert Oppenheimer. Leí acerca del tipo de gente a la que reclutó para el proyecto de la bomba atómica. Yo no era ni de lejos tan bueno como él, pero aspiraba a crear un equipo así.

El proceso podía resultar intimidante, pero Jobs tenía buen ojo para el talento. Cuando buscaban a gente que diseñara la interfaz gráfica del nuevo sistema operativo de Apple, Jobs recibió un correo electrónico de un joven y lo invitó a ir a verlo. Las reuniones no fueron bien. El aspirante estaba nervioso. Más tarde, ese día, Jobs se encontró con él, después de que lo hubieran rechazado, sentado en el vestíbulo. El chico le pidió a Jobs que le dejara mostrarle una de sus ideas, así que Jobs se acercó y vio una pequeña demostración, preparada con Adobe Director, en la que se mostraba una forma de colocar más iconos en la fila inferior de la pantalla. Cuando el chico movía el cursor sobre los símbolos que abarrotaban la parte inferior, el cursor hacía las veces de lupa y aumentaba la imagen del icono. «Me dije: “¡Dios mío!”, y lo contraté al instante», recordaba Jobs. Aquella función se convirtió en una característica muy popular del Mac OS X, y aquel diseñador creó otros elementos, como el desplazamiento con inercia de las pantallas táctiles (esa característica tan estupenda que hace que la pantalla siga deslizándose un momento después de que hayas acabado de pasar el dedo).

Las experiencias de Jobs en NeXT lo habían hecho madurar, pero no habían suavizado demasiado su carácter. Seguía sin placas de matrícula en su Mercedes, aún aparcaba en los lugares reservados a los discapacitados junto a la puerta principal, y en ocasiones ocupaba dos plazas a la vez. Aquello se convirtió en motivo habitual de bromas. Los empleados crearon señales de tráfico en las que se podía leer «Aparca diferente», y alguien pintó sobre el símbolo de la silla de ruedas para que pareciera el logotipo de Mercedes.

Al final de la mayoría de las reuniones, Jobs anunciaba la decisión que había tomado o la estrategia que se iba a seguir, normalmente con su estilo brusco. «Tengo una idea genial», podía decir, aunque fuera una propuesta sugerida por otra persona anteriormente. A veces afirmaba: «Eso es un asco, no quiero hacerlo». En ocasiones, cuando no estaba listo para enfrentarse a algún asunto concreto, se limitaba a ignorarlo durante un tiempo.

A los demás se les permitía e incluso se les animaba a que lo desafiaran, y en ocasiones aquello los hacía merecedores de su respeto, pero tenían que estar preparados para que él los atacara e incluso se mostrara brutal mientras procesaba sus ideas. «Nunca puedes ganar una discusión con él al instante, pero a veces acabas por vencer con el tiempo —comentó James Vincent, el joven creativo publicitario que trabajaba con Lee Clow—. Tú propones algo y él te suelta: “Esa idea es una estupidez” y después viene y propone: “Esto es lo que vamos a hacer”, y te entran ganas de gritarle: “Eso es lo que te dije yo hace dos semanas y contestaste que era una idea estúpida”. Sin embargo, no puedes hacer eso, así que te limitas a asentir: “Sí, es una idea genial, hagámoslo”».

La gente también tenía que soportar las afirmaciones ocasionalmente irracionales o incorrectas de Jobs. Tanto con la familia como con sus compañeros de trabajo, tendía a presentar con gran convicción algún hecho científico o histórico de escasa relación con la realidad. «Puede no saber absolutamente nada de un tema, pero gracias a su estilo demente y a su absoluta seguridad, es capaz de convencer a los demás de que sabe de qué está hablando», afirmó Ive, que describió aquel rasgo como extrañamente atractivo. Lee Clow recordaba como le mostró a Jobs una secuencia de un anuncio en la que había introducido algunos cambios mínimos pedidos por él, y entonces fue víctima de una invectiva acerca de que todo el anuncio había quedado completamente arruinado. Entonces Clow le mostró algunas versiones anteriores para tratar de demostrar que se equivocaba. Aun así, con su ojo clínico para el detalle, en ocasiones Jobs localizó con acierto algunos detalles mínimos que otros habían pasado por alto. «Una vez descubrió que habíamos recortado dos fotogramas de más, algo tan breve que era casi imposible de advertir —comentó Clow—. Pero él quería asegurarse de que la imagen aparecía perfectamente sincronizada con la música, y tenía toda la razón».

EMPRESARIO TEATRAL

Tras el éxito del acto de presentación del iMac, Jobs comenzó a coreografiar estrenos de productos y presentaciones teatrales cuatro o cinco veces al año. Llegó a dominar aquel arte y, como era de esperar, ningún director de otra compañía trató nunca de igualarlo. «Una presentación de Jobs libera un chute de dopamina en el cerebro de su público», escribió Carmine Gallo en su libro The Presentation Secrets of Steve Jobs.

El deseo de crear presentaciones espectaculares exacerbó la obsesión de Jobs por mantener todos los detalles en secreto hasta que estuviera listo para anunciar alguna noticia. Apple llegó incluso a los tribunales para cerrar un encantador blog, Think Secret, propiedad de un estudiante de Harvard que adoraba los Macs llamado Nicholas Ciarelli, que publicaba rumores y chivatazos sobre futuros productos de Apple. Estas demandas (otro ejemplo fue la batalla de Apple en 2010 contra un bloguero de la web Gizmodo, que se había hecho con el prototipo de un iPhone 4) fueron objeto de críticas, pero ayudaron a fomentar la expectación con la que se esperaban las presentaciones de productos, en ocasiones hasta extremos febriles.

Los espectáculos de Jobs estaban minuciosamente orquestados. Entraba en el escenario con sus vaqueros y su cuello vuelto, sujetando una botella de agua. En auditorios siempre abarrotados de acólitos, las presentaciones parecían mítines evangélicos más que anuncios de productos comerciales, con los periodistas situados en la sección central. Jobs escribía y reescribía personalmente cada una de sus diapositivas y discursos, se las mostraba a sus amigos y se obsesionaba con ellas junto a sus compañeros. «Revisa cada diapositiva unas seis o siete veces —comentó su esposa, Laurene—. Yo me quedo despierta con él la noche anterior a cada presentación mientras las repasa». Jobs le mostraba tres variaciones de una misma diapositiva y le pedía que seleccionara la que le parecía mejor. «Se obsesiona mucho. Ensaya su discurso, cambia una o dos palabras y vuelve a ensayarlo otra vez».

Las presentaciones eran un reflejo de los productos de Apple en un sentido: parecían muy sencillas —un escenario casi vacío, pocos elementos de atrezo—, pero bajo ellas subyacía una gran sofisticación. Mike Evangelist, un ingeniero de productos de Apple, trabajó en el software del iDVD y ayudó a Jobs a preparar la presentación del programa. Su equipo y él, que comenzaron a trabajar semanas antes del espectáculo, pasaron cientos de horas localizando imágenes, música y fotografías que Jobs pudiera grabar en el DVD mientras estaba en el escenario. «Llamamos a todas las personas de Apple a las que conocíamos para que nos enviaran sus mejores películas caseras y fotografías —recordaba Evangelist—. A Jobs, fiel a su reputación de perfeccionista, le horrorizaron la mayoría de ellas». Evangelist pensaba que Jobs estaba siendo poco razonable, pero después reconoció que las constantes modificaciones lograron que la muestra final fuera mejor.

Al año siguiente, Jobs eligió a Evangelist para que subiera al escenario a presentar la demostración del Final Cut Pro, el software de edición de vídeo. Durante los ensayos en los que Jobs observaba la escena desde un asiento central del auditorio, Evangelist se puso nervioso. Jobs no era el tipo de persona propensa a dar palmaditas en la espalda. Lo interrumpió tras un minuto y le dijo con impaciencia: «Tienes que controlar la situación o vamos a tener que retirar tu demostración». Phil Schiller se lo llevó a un rincón y le dio algunos consejos para que pareciera más relajado. Evangelist consiguió llegar hasta el final en el siguiente ensayo y en la presentación pública. Afirmó que todavía atesoraba no solo el cumplido que Jobs le hizo al final, sino también su severa evaluación durante los ensayos. «Me obligó a esforzarme más, y al final el resultado fue mucho mejor de lo que esperaba —recordaría—. Creo que es uno de los aspectos más importantes del impacto de Jobs en Apple. No tiene apenas paciencia (si es que tiene alguna) por nada que no sea la excelencia absoluta en su propia actuación o en la de los demás».

DE CONSEJERO DELEGADO EN FUNCIONES A DEFINITIVO

Ed Woolard, su mentor en el consejo de administración de Apple, presionó a Jobs durante más de dos años para que borrara el añadido de «en funciones» a su cargo como consejero delegado. Jobs no solo se negaba a comprometerse, sino que tenía a todo el mundo desconcertado al cobrar un salario de un dólar anual y no recibir ninguna opción de compra de acciones. «Gano cincuenta céntimos al año por presentarme al trabajo —solía bromear— y los otros cincuenta por la labor realizada». Desde su regreso en julio de 1997, las acciones habían pasado de valer menos de 14 dólares a superar los 102 dólares en el momento cumbre de la burbuja de internet a principios del año 2000. Woolard le había rogado que aceptase al menos una modesta asignación de acciones en 1997, pero Jobs rechazó la propuesta diciendo: «No quiero que la gente con la que trabajo en Apple piense que he vuelto para enriquecerme». De haber aceptado aquella humilde concesión, habría obtenido 400 millones de dólares. En vez de eso, ganó dos dólares y medio durante aquel período.

El motivo principal por el que se aferraba a su cargo «en funciones» era una cierta inseguridad acerca del futuro de Apple. Sin embargo, a medida que se acercaba el año 2000, parecía claro que Apple había resucitado gracias a él. Dio un largo paseo con su esposa Laurene y discutió lo que para mucha gente parecía una simple formalidad pero para él era una importante decisión. Si se deshacía del calificativo «en funciones» de su cargo, Apple podría ser la base de todos los proyectos que había ideado, incluida la posibilidad de involucrar a la empresa en la creación de productos más allá de la informática. Al final optó por dar el paso.

Woolard, que estaba encantado, dejó caer que el consejo estaba dispuesto a ofrecerle una enorme cantidad de acciones. «Déjame serte franco un momento —respondió Jobs—. Lo que me gustaría es un avión. Acabo de tener a mi tercera hija y no me gustan los vuelos comerciales. Me gusta llevar a mi familia a Hawai. Y cuando viajo a la Costa Este, me gusta hacerlo con pilotos a los que conozco». Jobs nunca fue el tipo de persona capaz de mostrar paciencia y educación en un avión comercial o en un aeropuerto, ni siquiera antes del refuerzo de las medidas de seguridad tras los atentados del 11 de septiembre. Larry Ellison, un miembro del consejo a cuyo avión recurría Jobs algunas veces (Apple le pagó 102.000 dólares a Ellison en 1999 por los viajes que realizó Jobs), no tuvo objeción. «¡En vista de lo que ha conseguido, deberíamos entregarle cinco aviones!», defendía. Posteriormente declaró: «Era el perfecto regalo de agradecimiento para Steve, que había salvado a Apple sin recibir nada a cambio».

Así pues, Woolard accedió con agrado al deseo de Jobs —con un Gulfstream V— y también le ofreció catorce millones de opciones sobre acciones. Jobs dio una respuesta inesperada. Quería más: veinte millones de opciones. Woolard estaba desconcertado y molesto. El consejo solo tenía permiso de los accionistas para conceder catorce millones de opciones. «Dijiste que no querías ninguna y te dimos un avión, que era lo que querías», lo acusó Woolard.

«No había insistido antes en lo de las opciones —replicó Jobs—, pero tú afirmaste que podían representar hasta un 5% de la compañía, y eso es lo que quiero ahora». Aquella fue una incómoda riña en lo que debería haber sido un período de celebración. Al final se llegó a una compleja solución (que se complicó un poco más todavía con los planes de una división de acciones de dos por uno en junio del año 2000) según la cual le concedían 10 millones en acciones en enero de 2000 con el precio de aquel momento, pero con pleno derecho a beneficios como si se hubieran concedido en 1997, además de otra emisión de acciones en 2001. Para empeorar la situación, las acciones cayeron tras el estallido de la burbuja de internet, Jobs nunca llegó a hacer uso de sus opciones de compra y, a finales de 2001, le pidió al consejo que las sustituyera por una nueva concesión de acciones con un precio de compra menor. Esta lucha por las opciones fue en años posteriores un motivo de tormento para la compañía.

Aunque no llegó a aprovechar sus opciones de compra, estaba encantado con el avión. Como era de esperar, se obsesionó por cómo iban a diseñar su interior. Le hizo falta más de un año. Utilizó el avión de Ellison como punto de partida y contrató a la misma diseñadora. Al poco tiempo ya estaba volviéndose loca. El G-5 de Ellison tenía, por ejemplo, una puerta entre las cabinas que contaba con un botón para abrirse y otro para cerrarse. Jobs insistía en que en su avión solo hubiera un botón con dos posiciones. No le gustaba el acero inoxidable lustrado de los botones, así que los cambió por unos de metal pulido. Sin embargo, al final consiguió dejar el avión tal como quería, y le encantaba. «Cuando miro su avión y el mío, veo que todos los cambios que realizó fueron para mejor», reconoció Ellison.

En la conferencia Macworld de enero del año 2000, celebrada en San Francisco, Jobs presentó el nuevo sistema operativo para Macintosh, OS X, que utilizaba parte del software que Apple había comprado de NeXT tres años antes. Resulta apropiado, y no es del todo una coincidencia, que Jobs se mostrara dispuesto a incorporarse de nuevo a Apple en el mismo momento en que el sistema operativo de NeXT se incorporaba a la compañía. Avie Tevanian había tomado el núcleo Mach basado en UNIX del sistema operativo de NeXT y lo había convertido en el núcleo del sistema operativo del Mac, conocido como «Darwin». En él se ofrecía memoria protegida, conexión avanzada en red y multitarea preventiva. Era exactamente lo que el Macintosh necesitaba, y constituyó la base de los sistemas operativos del Mac de ahí en adelante. Algunos críticos, entre los que estaba Gates, señalaron que Apple acabó por no adoptar completamente el sistema operativo del NeXT. Hay algo de cierto en estas afirmaciones, porque Apple decidió no aventurarse a un sistema completamente nuevo, sino desarrollar el que ya existía. Las aplicaciones de software escritas para el sistema operativo del viejo Macintosh eran normalmente compatibles o fáciles de trasladar al nuevo sistema, y un usuario de Mac que actualizara su equipo podría disfrutar de gran cantidad de nuevas características, pero la interfaz no resultaría completamente nueva.

Los aficionados que acudieron a la Macworld recibieron la noticia con entusiasmo, por supuesto, y vitorearon especialmente cuando Jobs mostró con orgullo la barra de accesos directos y cómo los iconos que había en ella podían ampliarse al pasar el cursor del ratón sobre ellos. Sin embargo, el mayor aplauso estuvo dirigido al anuncio que Jobs reservaba para su epílogo habitual: «Ah, y una cosa más…». Habló de sus deberes en Pixar y en Apple, y afirmó que se encontraba satisfecho de que aquella dualidad hubiera funcionado bien. «Por eso me alegra anunciar hoy que voy a eliminar la parte de mi cargo que reza: “en funciones”», afirmó con una gran sonrisa. La multitud se puso en pie entre gritos, como si los Beatles se hubieran reunido de nuevo. Jobs se mordió el labio, se recolocó las gafas y realizó una elegante muestra de humildad. «Chicos, me estáis haciendo sentir violento. Tengo la oportunidad de ir a trabajar todos los días y de colaborar con la gente de mayor talento del planeta, tanto en Apple como en Pixar. Sin embargo, estos trabajos son un deporte de equipo. Acepto vuestro agradecimiento en nombre de todos los que trabajamos en Apple».