Atari y la India
El zen y el arte del diseño de videojuegos
ATARI
En febrero de 1974, tras dieciocho meses dando vueltas por Reed, Jobs decidió regresar a la casa de sus padres en Los Altos y buscar trabajo. Aquella no fue una empresa difícil. En los momentos cumbre de la década de 1970, la sección de anuncios por palabras del San Jose Mercury incluía hasta sesenta páginas de anuncios solicitando asistencia tecnológica. Uno de ellos le llamó la atención. Decía: «Diviértete, gana dinero». Ese día Jobs entró en el vestíbulo de la compañía de videojuegos Atari y le dijo al director de personal —que quedó sorprendido ante su atuendo y sus cabellos desaliñados— que no se marcharía de allí hasta que le dieran un trabajo.
Atari era por aquel entonces el lugar de moda para trabajar. Su fundador era un emprendedor alto y corpulento llamado Nolan Bushnell, un visionario carismático con un cierto aire de showman. En otras palabras, otro modelo de conducta en potencia. Tras hacerse famoso, le gustaba conducir en un Rolls, fumar marihuana y celebrar las reuniones de personal en un jacuzzi. Era capaz, como Friedland antes que él y Jobs después, de convertir su encanto en una fuerza llena de astucia, de engatusar e intimidar, alterando la realidad gracias al poder de su personalidad. El ingeniero jefe de la empresa era Al Alcorn, un hombre fornido, jovial y algo más realista que Bushnell. Alcorn, que se había visto obligado a asumir el papel de adulto responsable, trataba de poner en práctica la visión del fundador y de aplacar su entusiasmo.
En 1972, Bushnell puso a Alcorn a trabajar en la creación de una versión para máquinas recreativas de un videojuego llamado Pong, en el que dos jugadores trataban de devolver un cuadradito de luz al campo del contrario con dos líneas móviles que actuaban como paletas (si tienes menos de cuarenta años, pregúntale a tus padres). Con un capital de 500 dólares, creó una consola y la instaló en un bar del Camino Real de Sunnyvale. Unos días más tarde, Bushnell recibió una llamada en la que se le informó de que la máquina no funcionaba. Envió a Alcorn, quien descubrió que el problema era que estaba tan llena de monedas que ya no podía aceptar ninguna más. Habían dado con el premio gordo.
Cuando Jobs llegó al vestíbulo de Atari, calzado con sandalias y pidiendo trabajo, enviaron a Alcorn a tratar con él. «Me dijeron: “Tenemos a un chico hippy en la entrada. Dice que no se va a marchar hasta que lo contratemos. ¿Llamamos a la policía o lo dejamos pasar?”. Y yo contesté: “¡Traédmelo!”».
Así es como Jobs pasó a ser uno de los primeros cincuenta empleados de Atari, trabajando como técnico por cinco dólares a la hora. «Al mirar atrás, es cierto que era inusual contratar a un chico que había dejado los estudios en Reed —comentó Alcorn—, pero vi algo en él. Era muy inteligente y entusiasta, y le encantaba la tecnología». Alcorn lo puso a trabajar con un puritano ingeniero llamado Don Lang. Al día siguiente, Lang se quejó: «Este tío es un maldito hippy que huele mal. ¿Por qué me hacéis esto? Además, es completamente intratable». Jobs seguía aferrado a la creencia de que su dieta vegana con alto contenido en frutas no solo evitaba la producción de mucosa, sino también de olores corporales, motivo por el que no utilizaba desodorante ni se duchaba con regularidad. Era una teoría errónea.
Lang y otros compañeros querían que despidieran a Jobs, pero Bushnell encontró una solución. «Su olor y su comportamiento no me suponían un problema —afirmó—. Steve era un chico irritable pero me gustaba, así que le pedí que se cambiara al turno de noche. Fue una forma de conservarlo». Jobs llegaba después de que Lang y los demás se hubieran marchado y trabajaba durante casi toda la noche. Incluso a pesar del aislamiento, era conocido por su descaro. En las pocas ocasiones en las que llegaba a interactuar con otras personas, tenía una cierta predisposición a hacerles ver que eran unos «idiotas de mierda». Al mirar atrás, Jobs mantenía su postura: «La única razón por la que yo destacaba era que todos los demás eran muy malos».
A pesar de su arrogancia (o quizá gracias a ella), fue capaz de cautivar al jefe de Atari. «Era más filosófico que las otras personas con las que trabajaba —comentó Bushnell—. Solíamos discutir sobre el libre albedrío y el determinismo. Yo tendía a creer que las cosas estaban predeterminadas, que estábamos programados. Si tuviéramos una información absoluta, podríamos predecir las acciones de los demás. Steve opinaba lo contrario». Ese punto de vista coincidía con la fe de Jobs en el poder de la voluntad para alterar la realidad.
Jobs aprendió mucho en Atari. Ayudó a mejorar algunos de los juegos haciendo que los chips produjeran diseños divertidos y una interacción agradable. La inspiradora disposición de Bushnell por seguir sus propias normas se le pegó a Jobs. Además, Jobs apreciaba de forma intuitiva la sencillez de los juegos de Atari. No traían manual de instrucciones y tenían que ser lo suficientemente sencillos como para que un universitario de primer año colocado pudiera averiguar cómo funcionaba. Las únicas instrucciones para el juego Star Trek de Atari eran: «1. Inserta una moneda. 2. Evita a los klingon».
No todos los compañeros de Jobs lo rechazaban. Se hizo amigo de Ron Wayne, un dibujante de Atari que había creado tiempo atrás su propia empresa de ingeniería para construir máquinas recreativas. La compañía no había tenido éxito, pero Jobs quedó fascinado ante la idea de que era posible fundar una empresa propia. «Ron era un tío increíble —relató Jobs—. Creaba empresas. Nunca había conocido a nadie así». Le propuso a Wayne que se convirtieran en socios empresariales. Jobs dijo que podía pedir un préstamo de 50.000 dólares, y que podrían diseñar y vender una máquina recreativa. Sin embargo, Wayne ya estaba harto del mundo de los negocios, y declinó la invitación. «Le dije que esa era la forma más rápida de perder 50.000 dólares —recordó Wayne—, pero me admiró el hecho de que tuviera ese impulso avasallador por crear su propio negocio».
Un fin de semana, Jobs se encontraba de visita en el apartamento de Wayne, y, como de costumbre, ambos estaban enzarzados en discusiones filosóficas cuando Wayne le dijo que tenía que contarle algo. «Creo que ya sé lo que es —respondió Jobs—. Que te gustan los hombres». Wayne asintió. «Aquel era mi primer encuentro con alguien del que yo supiera que era gay —recordaba Jobs—. Me planteó el asunto de una forma que me pareció apropiada». Lo interrogó: «Cuando ves a una mujer guapa, ¿qué es lo que sientes?». Wayne contestó: «Es como cuando miras a un caballo hermoso. Puedes apreciar su belleza, pero no quieres acostarte con él. Aprecias su hermosura en su propia esencia». Wayne afirmó que el hecho de revelarle su sexualidad dice mucho a favor de Jobs. «No lo sabía nadie en Atari, y podía contar con los dedos de las manos el número de personas a las que se lo había dicho en toda mi vida —aseguró Wayne—. Pero me pareció procedente confiárselo a él porque creía que lo entendería, y aquello no tuvo ninguna consecuencia en nuestra relación».
LA INDIA
Una de las razones por las que Jobs deseaba ganar algo de dinero a principios de 1974 era que Robert Friedland —que había viajado a la India el verano anterior— le presionaba para que realizara su propio viaje espiritual a aquel país. Friedland había estudiado en la India con Neem Karoli Baba (Maharaj-ji), que había sido el gurú de gran parte del movimiento hippy de los sesenta. Jobs decidió que debía hacer lo mismo y reclutó a Daniel Kottke para que lo acompañara, aunque no le motivaba solamente la aventura. «Para mí aquella era una búsqueda muy seria —afirmó—. Había asimilado la idea de la iluminación, y trataba de averiguar quién era yo y cuál era mi lugar». Kottke añade que la búsqueda de Jobs parecía motivada en parte por el hecho de no conocer a sus padres biológicos. «Tenía un agujero en su interior, y estaba tratando de rellenarlo».
Cuando Jobs le dijo a la gente de Atari que dejaba el trabajo para irse a buscar a un gurú de la India, al jovial Alcorn le hizo gracia. «Llega, me mira y suelta: “Me voy a buscar a mi gurú”. Y yo le contesto: “No me digas, eso es genial. ¡Mándanos una postal!”. Luego me dice que quiere que le ayude a pagarse el viaje y yo le contesto: “¡Y una mierda!”». Pero Alcorn tuvo una idea. Atari estaba preparando paquetes para enviarlos a Munich, donde montaban las máquinas y se distribuían, ya acabadas, a través de un mayorista de Turín. Sin embargo, había un problema. Como los juegos estaban diseñados para la frecuencia americana de sesenta imágenes por segundo, en Europa, donde la frecuencia era de cincuenta imágenes por segundo, producían frustrantes interferencias. Alcorn diseñó una solución y le ofreció a Jobs pagarle el viaje a Europa a ponerla en práctica. «Seguro que es más barato llegar hasta la India desde allí», le dijo, y Jobs estuvo de acuerdo. Así pues, Alcorn lo puso en marcha con una petición: «Saluda a tu gurú de mi parte».
Jobs pasó unos días en Munich, donde resolvió el problema de las interferencias, pero en el proceso dejó completamente desconcertados a los directivos alemanes de traje oscuro. Estos llamaron a Alcorn para quejarse porque el chico se vestía y olía como un mendigo y su comportamiento era muy grosero. «Yo les pregunté: “¿Ha resuelto el problema?”, y ellos contestaron: “Sí”. Entonces les dije: “¡Si tenéis más problemas llamadme, tengo más chicos como él!”. Ellos respondieron: “No, no, la próxima vez lo arreglaremos nosotros mismos”». A Jobs, por su parte, le contrariaba que los alemanes siguieran tratando de alimentarlo a base de carne y patatas. En una llamada a Alcorn, se quejó: «Ni siquiera tienen una palabra para “vegetariano”».
Jobs lo pasó mejor cuando tomó el tren para ir a ver al distribuidor de Turín, donde la pasta italiana y la camaradería de su anfitrión le resultaron más simpáticas. «Pasé un par de semanas maravillosas en Turín, que es una ciudad industrial con mucha actividad —recordaba—. El distribuidor era un tipo increíble. Todas las noches me llevaba a cenar a un local en el que solo había ocho mesas y no tenían menú. Simplemente les decías lo que querías y ellos lo preparaban. Una de las mesas estaba siempre reservada para el presidente de la Fiat. Era un lugar estupendo». A continuación se dirigió a Lugano, en Suiza, donde se quedó con el tío de Friedland, y desde allí se embarcó en un vuelo a la India.
Cuando bajó del avión en Nueva Delhi, sintió como oleadas de calor se elevaban desde el asfalto, a pesar de que solo estaban en abril. Le habían dado el nombre de un hotel, pero estaba lleno, así que fue a uno que, según insistía el conductor del taxi, estaba bien. «Estoy seguro de que se llevaba algún tipo de comisión, porque me llevó a un verdadero antro». Jobs le preguntó al propietario si el agua estaba filtrada y fue tan ingenuo de creerse la respuesta. «Contraje disentería casi de inmediato. Me puse enfermo, muy enfermo, con una fiebre altísima. Pasé de 72 kilos a 54 en aproximadamente una semana».
En cuanto se recuperó lo suficiente como para caminar, decidió que tenía que salir de Delhi, así que se dirigió a la población de Haridwar, en el oeste de la India, junto al nacimiento del Ganges, donde cada tres años se celebra un gran festival religioso llamado Mela. De hecho, en 1974 tenía lugar la culminación de un ciclo de doce años en el que la celebración (Kumbha Mela) adquiere proporciones inmensas. Más de diez millones de personas acudieron a aquel lugar, de extensión parecida a la de Palo Alto y que normalmente contaba con menos de cien mil habitantes. «Había santones por todas partes, tiendas con este y aquel maestro, gente montada en elefantes, de todo. Estuve en ese sitio algunos días, pero al final decidí que también tenía que marcharme de allí».
Viajó en tren y en autobús hasta una aldea cercana a Nainital, al pie del Himalaya. Ahí es donde vivía Neem Karoli Baba. O donde había vivido. Para cuando Jobs llegó allí ya no estaba vivo, al menos en la misma encarnación. Jobs alquiló una habitación con un colchón en el suelo a una familia que lo ayudó a recuperarse mediante una alimentación vegetariana. «Un viajero anterior se había dejado un ejemplar de la Autobiografía de un yogui en inglés, y la leí varias veces porque tampoco había muchas más cosas que hacer, aparte de dar vueltas de aldea en aldea para recuperarme de la disentería». Entre los que todavía formaban parte del centro de meditación, o ashram, se encontraba Larry Brilliant, un epidemiólogo que trabajaba para erradicar la viruela y que posteriormente dirigió la acción filantrópica de Google y la Skoll Foundation. Se hizo amigo de Jobs para toda la vida.
Hubo un momento en el que a Jobs le hablaron de un joven santón hindú que iba a celebrar una reunión con sus seguidores en la finca cercana al Himalaya de un adinerado empresario. «Aquella era la oportunidad de conocer a un ser espiritual y de convivir con sus seguidores, pero también de recibir un buen ágape. Podía oler la comida mientras nos acercábamos, y yo estaba muy hambriento». Mientras Jobs comía, el santón —que no era mucho mayor que Jobs— lo vio entre la multitud, lo señaló y comenzó a reírse como un histérico. «Se acercó corriendo, me agarró, soltó un silbido y dijo: “eres igualito que un bebé” —recordaba Jobs—. A mí no me hicieron ninguna gracia aquellas atenciones». El hombre cogió a Jobs de la mano, lo apartó de la multitud de adoradores y lo hizo subir a una colina no muy alta donde había un pozo y un pequeño estanque. «Nos sentamos y él sacó una navaja. Yo comencé a pensar que aquel tipo estaba loco y me preocupé, pero entonces sacó una pastilla de jabón (yo llevaba el pelo largo por aquel entonces). Me enjabonó el pelo y me afeitó la cabeza. Me dijo que estaba salvando mi salud».
Daniel Kottke llegó a la India a principios del verano, y Jobs regresó a Nueva Delhi para encontrarse con él. Deambularon, principalmente en autobús, sin un destino fijo. Para entonces, Jobs ya no intentaba encontrar un gurú que pudiera impartir su sabiduría, sino que trataba de alcanzar la iluminación a través de una experiencia ascética basada en las privaciones y la sencillez. Y aun así no era capaz de conseguir la paz interior. Kottke recuerda cómo su amigo se enzarzó en una discusión a grito pelado con una mujer hindú en el mercado de una aldea. Según Jobs, aquella mujer había rebajado con agua la leche que les vendía.
Aun así, Jobs también podía ser generoso. Cuando llegaron a la población de Manali, junto a la frontera tibetana, a Kottke le robaron el saco de dormir con los cheques de viaje dentro. «Steve se hizo cargo de mis gastos de manutención y del billete de autobús hasta Delhi», recordó Kottke. Además, Jobs le entregó lo que le quedaba de su dinero, cien dólares, para que pudiera arreglárselas hasta regresar a su hogar.
De regreso a casa ese otoño, tras siete meses en el país, Jobs se detuvo en Londres, donde visitó a una mujer que había conocido en la India. Desde allí tomó un vuelo chárter hasta Oakland. Había estado escribiendo a sus padres muy de vez en cuando y solo tenía acceso al correo en la oficina de American Express de Nueva Delhi cuando pasaba por allí, así que se sorprendieron bastante cuando recibieron una llamada suya desde el aeropuerto de Oakland pidiéndoles que fueran a recogerlo. Se pusieron en marcha de inmediato desde Los Altos. «Me habían afeitado la cabeza, vestía prendas indias de algodón y el sol me había puesto la piel de un intenso color cobrizo, parecido al chocolate —recordaba—. Así que yo estaba sentado allí y mis padres pasaron por delante de mí unas cinco veces hasta que finalmente mi madre se acercó y preguntó: “¿Steve?”, y yo contesté: “¡Hola!”».
Tras volver a su casa en Los Altos, pasó un tiempo tratando de encontrarse a sí mismo. Aquella era una búsqueda con muchos caminos hacia la iluminación. Por las mañanas y las noches meditaba y estudiaba la filosofía zen, y entre medias asistía a veces como oyente a las clases de física e ingeniería de Stanford.
LA BÚSQUEDA
El interés de Jobs por la espiritualidad oriental, el hinduismo, el budismo zen y la búsqueda de la iluminación no era simplemente la fase pasajera de un chico de diecinueve años. A lo largo de su vida, trató de seguir muchos de los preceptos básicos de las religiones orientales, tales como el énfasis en experimentar el prajñā (la sabiduría y la comprensión cognitiva que se alcanzan de forma intuitiva a través de la concentración mental). Años más tarde, sentado en su jardín de Palo Alto, reflexionaba sobre la influencia duradera de su viaje a la India:
Para mí, volver a Estados Unidos fue un choque cultural mucho mayor que el de viajar a la India. En la India la gente del campo no utiliza su inteligencia como nosotros, sino que emplean su intuición, y esa intuición está mucho más desarrollada que en el resto del mundo. La intuición es algo muy poderoso, más que el intelecto en mi opinión, y ha tenido un gran impacto en mi trabajo.
El pensamiento racional occidental no es una característica innata del ser humano; es un elemento aprendido y el gran logro de nuestra civilización. En las aldeas indias nunca han aprendido esta técnica. Les enseñaron otras cosas, que en algunos sentidos son igual de valiosas, pero no en otros. Ese es el poder de la intuición y de la sabiduría basada en la experiencia.
Al regresar tras siete meses por los pueblos de la India, pude darme cuenta de la locura que invade al mundo occidental y de cómo nos centramos en desarrollar un pensamiento racional. Si te limitas a sentarte a observar el mundo, verás lo inquieta que está tu mente. Si tratas de calmarla, solo conseguirás empeorar las cosas, pero si le dejas tiempo se va apaciguando, y cuando lo hace deja espacio para escuchar cosas más sutiles. Entonces tu intuición comienza a florecer y empiezas a ver las cosas con mayor claridad y a vivir más en el presente. Tu mente deja de correr tan rápido y puedes ver una tremenda dilatación del momento presente. Puedes ver mucho más de lo que podías ver antes. Es una disciplina; hace falta practicarla.
El pensamiento zen ha sido una influencia muy profunda en mi vida desde entonces. Hubo un momento en el que me planteé viajar a Japón para tratar de ingresar en el monasterio de Eihei-ji, pero mi consejero espiritual me rogó que me quedara. Afirmaba que no había allí nada que no hubiera aquí, y tenía razón. Aprendí la verdad del zen que afirma que quien está dispuesto a viajar por todo el mundo para encontrar un maestro, verá cómo aparece uno en la puerta de al lado.
De hecho, Jobs sí que encontró un maestro en su propio barrio de Los Altos. Shunryu Suzuki, el autor de Mente zen, mente de principiante, que dirigía el Centro Zen de San Francisco, iba todos los miércoles por la tarde, impartía clases y meditaba junto a un pequeño grupo de seguidores. Después de una temporada, Jobs y los otros querían más, así que Suzuki le pidió a su ayudante, Kobun Chino Otogawa, que abriera allí un centro a tiempo completo. Jobs se convirtió en un fiel seguidor, junto con Daniel Kottke, Elizabeth Holmes y su novia ocasional, Chrisann Brennan. También comenzó a acudir él solo a realizar retiros espirituales en el Centro Zen Tassajara, un monasterio cerca de la población de Carmel, donde Kobun también impartía sus enseñanzas.
A Kottke, Kobun le parecía divertido. «Su inglés era atroz —recordaba—. Hablaba como con haikus, con frases poéticas y sugerentes. Nosotros nos sentábamos para escucharle, aunque la mitad de las veces no teníamos ni idea de lo que estaba diciendo. Para mí todo aquello era una especie de comedia desenfadada». Su novia, Elizabeth Holmes, estaba más metida en aquel mundo: «Asistíamos a las meditaciones de Kobun, nos sentábamos en unos cojines redondos llamados zafu y él se ponía sobre una tarima —describió—. Aprendimos a ignorar las distracciones. Era mágico. Durante una meditación en una tarde lluviosa, Kobun nos enseñó incluso a utilizar el ruido del agua a nuestro alrededor para recuperar la concentración en la meditación».
Por lo que respecta a Jobs, su devoción era intensa. «Se volvió muy serio y autosuficiente y, en líneas generales, insoportable», afirmó Kottke. Jobs comenzó a reunirse con Kobun casi a diario, y cada pocos meses se marchaban juntos de retiro para meditar. «Conocer a Kobun fue para mí una experiencia profunda, y acabé pasando con él tanto tiempo como podía —recordaba Jobs—. Tenía una esposa que era enfermera en Stanford y dos hijos. Ella trabajaba en el primer turno de noche, así que yo iba a su casa y pasaba las tardes con él. Cuando aparecía hacia la medianoche, me echaba». En ocasiones charlaban acerca de si Jobs debía dedicarse por completo a su búsqueda espiritual, pero Kobun le aconsejó que no lo hiciera. Dijo que podía mantenerse en contacto con su lado espiritual mientras trabajaba en una empresa. Aquella relación resultó profunda y duradera. Diecisiete años más tarde, fue Kobun quien ofició la boda de Jobs.
La búsqueda compulsiva de la conciencia de su propio ser también llevó a Jobs a someterse a la terapia del grito primal, desarrollada recientemente y popularizada por un psicoterapeuta de Los Ángeles llamado Arthur Janov. Se basaba en la teoría freudiana de que los problemas psicológicos están causados por los dolores reprimidos durante la infancia, y Janov defendía que podían resolverse al volver a sufrir esos momentos primarios al tiempo que se expresaba el dolor, en ocasiones mediante gritos. Jobs prefería aquello a la habitual terapia de diván, porque tenía que ver con las sensaciones intuitivas y las acciones emocionales, y no con los análisis racionales. «Aquello no era algo sobre lo que hubiera que pensar —comentaba después—. Era algo que había que hacer: cerrar los ojos, tomar aire, lanzarse de cabeza y salir por el otro extremo con una mayor comprensión de la realidad».
Un grupo de partidarios de Janov organizaba un programa de terapia llamado Oregon Feeling Center en un viejo hotel de Eugene dirigido (quizá de forma nada sorprendente) por el gurú de Jobs en el Reed College, Robert Friedland, cuya comuna de la All One Farm se encontraba a poca distancia. A finales de 1974, Jobs se apuntó a un curso de terapia de doce semanas que costaba 1.000 dólares. «Steve y yo estábamos muy metidos en aquello del crecimiento personal, me hubiera gustado acompañarlo —señaló Kottke—, pero no podía permitírmelo».
Jobs les confesó a sus amigos más cercanos que se sentía impulsado por el dolor de haber sido dado en adopción y no conocer a sus padres biológicos. «Steve tenía un profundo deseo de conocer a sus padres biológicos para poder conocerse mejor a sí mismo», declaró posteriormente Friedland. Jobs sabía, gracias a Paul y a Clara Jobs, que sus padres biológicos tenían estudios universitarios y que su padre podía ser sirio. Incluso había pensado en la posibilidad de contratar a un investigador privado, pero decidió dejarlo correr por el momento. «No quería herir a mis padres», recordó, en referencia al matrimonio Jobs.
«Estaba enfrentándose al hecho de que había sido adoptado —apuntó Elizabeth Holmes—. Sentía que era un asunto que debía asimilar emocionalmente». Jobs así se lo reconoció a ella: «Este asunto me preocupa, y tengo que concentrarme en ello». Se mostró todavía más abierto con Greg Calhoun. «Estaba pasando por un intenso proceso de introspección acerca de su adopción, y hablaba mucho conmigo al respecto —afirmó Calhoun—. Mediante la terapia del grito primal y las dietas amucosas, trataba de purificarse y ahondar en la frustración sobre su nacimiento. Me dijo que estaba profundamente contrariado por el hecho de haber sido dado en adopción».
John Lennon se había sometido a la misma terapia del grito primal en 1970, y en diciembre de ese mismo año sacó a la venta el tema «Mother», con la Plastic Ono Band. En él hablaba de sus sentimientos acerca de su padre, que lo había abandonado, y su madre, que fue asesinada cuando él era un adolescente. El estribillo incluye el inquietante fragmento «Mama don’t go, Daddy come home…».[1] Holmes recuerda que Jobs solía escuchar a menudo esa canción.
Jobs dijo posteriormente que las enseñanzas de Janov no habían sido de gran utilidad. «Aquel hombre ofrecía una respuesta prefabricada y acartonada que acabó por ser demasiado simplista. Resultó obvio que no iba a facilitarme una mayor comprensión». Sin embargo, Holmes defiende que aquello le hizo ganar confianza en sí mismo: «Después de someterse a la terapia, su actitud cambió —afirmó—. Tenía una personalidad muy brusca, pero durante un tiempo aquello le dio una cierta paz. Ganó confianza en sí mismo y se redujo su sentimiento de inadaptación».
Jobs llegó a creer que podía transmitir esa sensación de confianza a los demás y forzarlos a hacer cosas que ellos no habrían creído posibles. Holmes había roto con Kottke y se había unido a una secta religiosa de San Francisco que le exigía romper cualquier lazo con los amigos del pasado. Sin embargo, Jobs rechazó esa propuesta. Llegó un día a la sede de la secta con su Ford Ranchero y dijo que iba a conducir hasta los manzanos de Friedland, y que Holmes debía acompañarlo. Con mayor descaro todavía, añadió que ella tendría que conducir durante parte del trayecto, aunque la joven ni siquiera sabía utilizar la palanca del cambio de marchas. «En cuanto salimos a la carretera, me hizo ponerme al volante y aceleró el coche hasta los noventa kilómetros por hora —relató ella—. Entonces puso una cinta con “Blood on the Tracks”, de Dylan, recostó la cabeza sobre mi regazo y se echó a dormir. Su actitud era la de que si él podía hacer cualquier cosa, tú también podías. Dejó su vida en mis manos, y aquello me llevó a hacer cosas que no pensaba que podía hacer».
Aquel era el lado más brillante de lo que ha pasado a conocerse como su campo de distorsión de la realidad. «Si confías en él, puedes conseguir cosas —afirmó Holmes—. Si ha decidido que algo debe ocurrir, conseguirá que ocurra».
FUGA
Un día, a principios de 1975, Al Alcorn se encontraba en su despacho de Atari cuando Ron Wayne entró de improviso: «¡Eh, Steve ha vuelto!», gritó. «Vaya, tráemelo», replicó Alcorn.
Jobs entró descalzo en la habitación, con una túnica de color azafrán y un ejemplar de Be Here Now, que le entregó a Alcorn e insistió que leyera. «¿Puedo recuperar mi trabajo?», preguntó.
«Parecía un Hare Krishna, pero era genial volverlo a ver —recordaba Alcorn—, así que le dije que por supuesto».
Una vez más, en aras de la armonía en Atari, Jobs trabajaba principalmente de noche. Wozniak, que vivía en un apartamento cercano y trabajaba en Hewlett-Packard, venía a verlo después de cenar para pasar un rato y jugar con los videojuegos. Se había enganchado al Pong en una bolera de Sunnyvale, y había sido capaz de montar una versión que podía conectar al televisor de su casa.
Un día, a finales del verano de 1975, Nolan Bushnell, desafiando la teoría reinante de que los juegos de paletas habían pasado de moda, decidió desarrollar una versión del Pong para un único jugador. En lugar de enfrentarse con un oponente, el jugador arrojaba la pelota contra una pared que perdía un ladrillo cada vez que recibía un golpe. Convocó a Jobs a su despacho, realizó un boceto en su pequeña pizarra y le pidió que lo diseñara. Bushnell le dijo que recibiría una bonificación por cada chip que faltara para llegar a los cincuenta. Bushnell sabía que Jobs no era un gran ingeniero, pero asumió (acertadamente) que convencería a Wozniak, que rondaba siempre por ahí. «Para mí era una especie de oferta de dos por uno —recordaba Bushnell—. Woz era mejor ingeniero».
Wozniak aceptó encantado cuando Jobs le pidió que lo ayudara y le propuso repartir las ganancias: «Aquella fue la oferta más maravillosa de mi vida, la de diseñar un juego que la gente iba a utilizar después», relató. Jobs le dijo que había que acabarlo en cuatro días y con la menor cantidad de chips posible. Lo que no le contó a Wozniak era que la fecha límite la había decidido el propio Jobs, porque necesitaba irse a la All One Farm para ayudar a preparar la cosecha de las manzanas. Tampoco le mencionó que había una bonificación por utilizar pocos chips.
«Un juego como este le llevaría algunos meses a la mayoría de los ingenieros —apuntó Wozniak—. Pensé que me sería imposible lograrlo, pero Steve me aseguró que podría». Así pues, se quedó sin dormir durante cuatro noches seguidas y lo consiguió. Durante el día, en Hewlett-Packard, Wozniak bosquejaba el diseño sobre el papel. Luego, después de tomar algo de comida rápida, se dirigía directo a Atari y se quedaba allí toda la noche. Mientras Wozniak iba produciendo partes del diseño, Jobs se sentaba en un banco a su izquierda y lo ponía en práctica uniendo los chips con cable a una placa de pruebas. «Mientras Steve iba montando el circuito, yo pasaba el rato con mi pasatiempo favorito, el videojuego de carreras Gran Trak 10», comentaría Wozniak.
Sorprendentemente, lograron acabar el trabajo en cuatro días, y Wozniak utilizó solo 45 chips. Las versiones no coinciden, pero la mayoría afirman que Jobs le entregó a Wozniak la mitad del salario base y no la bonificación que Bushnell le dio por ahorrarse cinco chips. Pasaron diez años antes de que Wozniak descubriera (cuando le mostraron lo ocurrido en un libro sobre la historia de Atari titulado Zap) que Jobs había recibido aquel dinero extra. «Creo que Steve necesitaba el dinero y no me contó la verdad», dice ahora Wozniak. Cuando habla de ello, se producen largas pausas, y admite que todavía le duele. «Ojalá hubiera sido sincero conmigo. De haberme hecho saber que necesitaba el dinero, podía tener la seguridad de que yo se lo habría dado. Era mi amigo, y a los amigos se les ayuda». Para Wozniak, aquello mostraba una diferencia fundamental entre sus personalidades. «A mí siempre me importó la ética, y todavía no comprendo por qué él cobraba una cantidad y me contaba que le habían pagado otra diferente —apuntó—. Pero bueno, ya se sabe, todas las personas son diferentes».
Cuando se publicó esta historia, diez años más tarde, Jobs llamó a Wozniak para desmentirlo. «Me dijo que no recordaba haberlo hecho, y que si hubiera hecho algo así se acordaría, así que probablemente no lo había hecho», relató Wozniak. Cuando se lo pregunté directamente a Jobs, se mostró extrañamente silencioso y dubitativo. «No sé de dónde sale esa acusación —dijo—. Yo le di la mitad del dinero que recibí. Así es como me he portado siempre con Woz. Vaya, Woz dejó de trabajar en 1978. Nunca más volvió a mover un dedo desde entonces. Y aun así recibió exactamente la misma cantidad de acciones de Apple que yo».
¿Es posible que sus recuerdos estén hechos un lío y que Jobs pagara a Wozniak menos dinero de lo debido? «Cabe la posibilidad de que la memoria me falle y me equivoque —me confesó Wozniak, aunque tras una pausa lo reconsideró—. Pero no, recuerdo los detalles de este asunto en concreto, el cheque de 350 dólares». Lo comprobó con Nolan Bushnell y Al Alcorn para cerciorarse. «Recuerdo que hablé con Woz acerca de la bonificación, y que él se enfadó —afirmó Bushnell—. Le dije que sí que había habido una bonificación por cada chip no utilizado, y él se limitó a negar con la cabeza y a chasquear la lengua».
Fuera cual fuese la verdad, Wozniak insiste en que no merece la pena volver sobre ello. Según él, Jobs es una persona compleja, y la manipulación es simplemente una de las facetas más oscuras de los rasgos que le han llevado al éxito. Wozniak nunca se habría comportado así, pero, como él mismo señala, tampoco podría haber creado Apple. «Me gustaría dejarlo estar —afirmó cuando yo le presioné sobre este asunto—. No es algo por lo que quiera juzgar a Steve».
La experiencia en Atari sirvió a Jobs para sentar las bases respecto a los negocios y el diseño. Apreciaba la sencillez y la facilidad de uso de los juegos de Atari en los que lo único que había que hacer era meter una moneda y evitar a los klingon. «Aquella sencillez lo marcó y lo convirtió en una persona muy centrada en los productos», afirmó Ron Wayne, que trabajó allí con él. Jobs también adoptó algo de la actitud decidida de Bushnell. «Nolan no aceptaba un “no” por respuesta —señaló Alcorn—, y esa fue la primera impresión que recibió Steve acerca de cómo se hacían las cosas. Nolan nunca fue apabullante, como lo es a veces Steve, pero tenía la misma actitud decidida. A mí me daba escalofríos, pero ¡caray!, conseguía que los proyectos salieran adelante. En ese sentido, Nolan fue un mentor para Jobs».
Bushnell coincide en esto. «Hay algo indefinible en todo emprendedor, y yo vi ese algo en Steve —apuntó—. No solo le interesaba la ingeniería, sino también los aspectos comerciales. Le enseñé que si actuaba como si algo fuera posible, acabaría siéndolo. Le dije que, si fingía tener el control absoluto de una situación, la gente creería que lo tenía».