Fue considerado por muchos uno de los más gloriosos días en la historia de Stormhold: el día en que lady Una, largo tiempo perdida y creída muerta después de ser robada cuando niña por una bruja, volvió al reino de las montañas. Hubo celebraciones y fuegos de artificio y regocijo (oficial y de la otra clase) durante semanas después de que su palanquín llegase en una procesión encabezada por tres elefantes.
La alegría de los habitantes de Stormhold y de todos sus dominios se elevó hasta niveles nunca antes alcanzados cuando lady Una anunció que, durante el tiempo que había estado ausente, había dado a luz un hijo, el cual ante la desaparición y presunta muerte de sus dos últimos hermanos era el legítimo heredero del torno. De hecho, les dijo, ya llevaba el Poder de Stormhold colgado del cuello. El heredero y su reciente esposa llegarían pronto (lady Una no podía concretar con mayor precisión la fecha de su llegada, cosa que al parecer le molestaba sobremanera). Mientras tanto, en ausencia de la pareja real, lady Una anunció que ella gobernaría Stormhold como regente. Cosa que hizo, e hizo bien, y los dominios sobre y alrededor del monte Huon prosperaron y florecieron bajo su gobierno.
Pasaron tres años más antes de que dos viajeros, sucios de polvo del camino, llegasen, sedientos y con los pies doloridos, a la ciudad de Cerrodecirros en las laderas más bajas del monte Huon propiamente dicho, donde tomaron habitación en una posada y pidieron agua caliente y una bañera de hojalata. Se quedaron varios días en la posada, conversando con los demás clientes y huéspedes. La última noche de su estancia, la mujer, cuyos cabellos eran tan claros que casi parecían blancos, y que cojeaba ligeramente, miró al hombre a los ojos y dijo:
—¿Y bien?
—Bueno —añadió él—. Creo que mi madre está realizando una labor excelente como gobernante.
—Lo mismo que tú harías si subieses al trono —le dijo ella, sarcásticamente.
—Quizá —reconoció él—. Y la verdad es que parece un lugar bastante agradable para ir a parar, finalmente. Peor hay tantos sitios que todavía no hemos visto… tanta gente que todavía no hemos conocido… Por no mencionar los muchos entuertos que enderezar, villanos que derrotar, paisajes que admirar, y todas esas cosas, ya sabes.
Ella sonrió con la boca torcida.
—Bueno —dijo—. Al menos no nos aburriremos. Pero más vale que dejemos una nota a tu madre.
Y resultó que lady Una de Stormhold recibió una hoja de papel de manos de un mozo de posada. La hoja estaba sellada con cera, y lady Una interrogó a fondo al mozo sobre los viajeros —un hombre y su esposa— antes de romper el sello y leer la carta. Iba dirigida a ella, y después de los saludos de rigor, decía:
Hemos sido inevitablemente retenidos por el mundo. Cuenta con volver a vernos cuando nos veas.
Venía firmada por Tristran, y junto a su firma figuraba la huella de un dedo, que relucía y destellaba y brillaba cuando las sombras la tocaban, como si hubiese sido espolvoreada con estrellas diminutas. Con lo cual, ya que no había nada que pudiera hacer al respecto, Una tuvo que conformarse.
Pasaron otros cinco años antes de que los viajeros regresasen a la fortaleza de la montaña. Llegaron polvorientos, cansados y vestidos con harapos y remiendos, y al principio, para vergüenza de todo el reino, fueron tratados como vagabundos y bergantes; pero cuando el hombre mostró el topacio que llevaba colgado del cuello, fue reconocido como el único hijo de lady Una.
La investidura y celebraciones siguientes duraron casi un mes, tras el cual el joven octogésimo segundo señor de Stormhold puso manos a la obra y se dedicó a la tarea de gobernar. Tomó tan pocas decisiones como le fue posible, pero las que tomó fueron sabias, aunque su sabiduría no siempre fuese aparente en su momento. Era valiente en la batalla (aunque tenía la mano izquierda cubierta por una cicatriz y le servía de bien poco) y un astuto estratega; llevó a su pueblo a la victoria contra los duendes del Norte cuando aquéllos cerraron sus pasos a los viajeros; forjó una paz duradera con las águilas de los Altos Despeñaderos, una paz que sigue vigente hoy día.
Su esposa, la dama Yvaine, era una hermosa mujer de tierras distantes (aunque nadie sabía con seguridad cuáles eran y cuán distantes). Tomó aposento en un ala de habitaciones situadas en una de las cimas más altas de la ciudadela, abandonadas hacía largo tiempo y sin aprovechar por el palacio y su personal: el techo había sucumbido bajo unas rocas caídas hacía mil años. Nadie había deseado usarlas antes, pues estaban todas abiertas de par en par al cielo, y las estrellas y la luna brillaban sobre ellas con tal intensidad a través del tenue aire de las montañas que casi parecía posible tocarlas y tenerlas a mano.
Tristran e Yvaine fueron felices juntos. No para siempre jamás, pues el Tiempo, ese ladrón, a menudo se lo lleva todo a su polvoriento almacén; pero fueron felices, al fin y al cabo, durante un largo intervalo. Y entonces la Muerte vino de noche, y susurró su secreto al oído del octogésimo segundo señor de Stormhold, y él asintió con su cabeza gris y ya no dijo nada más, y su gente llevó sus restos a la Sala de los Antepasados, donde yacen hasta hoy día.
Después de la muerte de Tristran, algunos afirmaron que era miembro de la Cofradía del Castillo, y que fue el artífice de la derrota del Poder de la Corte Funesta, pero la veracidad de esta afirmación, como tantas otras cosas, se fue a la tumba con él, y jamás ha podido confirmarse, de una manera o de otra.
Yvaine se convirtió en la señora de Stormhold, y demostró ser mejor soberana, en la paz y en la guerra, de lo que nadie se habría atrevido a esperar. No envejeció como había envejecido su marido, y sus ojos permanecieron tan azules, su pelo tan dorado y brillante, y —como tuvieron ocasión de descubrir los ciudadanos libres de Stormhold— su temperamento tan súbitamente incendiario como la noche en que Tristran la vio por primera vez en aquel claro junto al estanque.
Cojea ligeramente hasta el día de hoy, aunque en Stormhold nadie lo comenta, de la misma manera que tampoco se atreven a comentar que, algunas veces, reluce y destella en la oscuridad. Dicen que cada noche, cuando los deberes de Estado se lo permiten, sube, cojeando solitaria, hasta la torre más alta de palacio, donde permanece en pie hora tras hora, al parecer sin notar los fríos vientos de los picos. No dice nada en absoluto, tan sólo contempla el cielo oscuro y observa, con ojos tristes, la danza lenta de las estrellas infinitas.