Capítulo 9

La zanja de Diggory era un corte profundo entre dos lomas de yeso, dos colinas altas de yeso cubiertas por una fina capa de hierba verde y tierra rojiza, donde a duras penas había suelo suficiente para que creciesen los árboles. La zanja parecía, vista a lo lejos, una cuchillada blanca de tiza en una mesa de terciopelo verde. La leyenda local dice que la zanja fue excavada en un día y una noche por un tal Diggory, con una pala que había sido la hoja de una espada antes de que el herrero Wayland la fundiese y la forjase en su viaje por el País de las Hadas desde Muro. Había quienes decían que la espada había sido Flamberge, y otros que había sido la espada Balmung; pero nadie afirmaba saber quién había sido Diggory, y toda la historia podría ser perfectamente un montón de patrañas. De todas maneras, el camino hacia Muro atravesaba la zanja de Diggory, y cualquier caminante pasaba por la zanja, donde el yeso se alzaba a ambos lados del camino como unas paredes gruesas y blancas, y las lomas se alzaban sobre ellas como los almohadones verdes de la cama de un gigante.

En medio de la zanja, junto al camino, se encontraba lo que a primera vista parecía poco más que un montón de ramas y troncos. Una inspección más detallada habría revelado que era algo con una naturaleza a medio camino entre una cabaña pequeña y una gran tienda de madera, con un agujero en el techo a través del cual, ocasionalmente, podía verse subir un hilo de humo gris.

El hombre de negro había observado el montón de ramas y troncos tan atentamente como había podido durante dos días, desde la cima de las lomas. La choza estaba habitada por una mujer de edad avanzada. No tenía acompañante alguno, ni ocupación aparente, excepto la de detener a todos los viajantes solitarios y todos los vehículos que pasaban por la zanja y matar el rato. Parecía bastante inofensiva, pero Septimus no había llegado a único miembro masculino superviviente de su familia inmediata por confiar en las apariencias, y aquella mujer, estaba seguro de ello, era quien había rebanado el pescuezo a Primus.

La ley de la venganza exigía una vida por una vida; no especificaba de qué manera debía tomarse dicha vida. Por temperamento, Septimus era un envenenador nato. Las dagas, los golpes y las trampas estaban bien a su manera, pero un frasco de líquido claro, sin rastro alguno de sabor u olor una vez mezclado con la comida, era la afición de Septimus. Por desgracia, la anciana no parecía comer nada que no recogiese o cazase en persona, y en cuanto Septimus sopesó la posibilidad de dejar una tarta humeante ante la puerta de la choza, hecha de manzanas maduras y letales bayas de perdición, la desechó por poco práctica. También sopesó la posibilidad de precipitar una roca de yeso desde las colinas hasta la cabaña; pero no podía estar seguro de acertar. Deseó ser un poco más mago… Poseía cierta habilidad ubicua que se manifestaba, irregularmente, en su linaje, y algunos trucos menores que había aprendido o robado con los años; nada que le pudiese resultar ahora de utilidad, pues lo que le convendría era el poder de invocar inundaciones o huracanes o rayos demoledores. Por tanto, Septimus observaba a su futura víctima de la misma manera que un gato observa la guarida de un ratón, hora tras hora, de noche y de día.

Pasada la medianoche, sin luna y en medio de una gran oscuridad, Septimus se acercó finalmente con sigilo a la puerta de la choza, con un tarro de fuego en una mano, un libro de poesía y un nido de mirlos en el que había colocado varias piñas, en la otra. Colgado del cinturón llevaba un garrote de roble, con la cabeza erizada de clavos. Escuchó un instante ante la puerta, y no pudo oír nada más que una respiración rítmica y, esporádicamente, algún leve ronquido. Sus ojos estaban acostumbrados a la oscuridad, y la choza destacaba contra el yeso blanco de la zanja; se dirigió a un lado de la cabaña, sin perder de vista la puerta. Primero arrancó las páginas del libro de poemas, y arrugó cada una de ellas en una bola de papel, que introdujo entre las ralas piñas. Luego abrió el tarro de fuego, y con el cuchillo sacó un puñado de trapos encerados de lino de la tapa, los impregnó con el carbón del tarro y, cuando empezaron a arder bien, los colocó en el suelo, junto a las bolas de papel y las piñas, y sopló con cuidado para que la pira prendiera bien. Fue añadiendo ramitas del nido del pájaro a la pequeña hoguera, que crepitaba en la noche y empezaba a crecer y expandirse. Los palos secos de la pared humeaban en abundancia, y Septimus tuvo que reprimir la tos. Después ardieron y Septimus sonrió.

Septimus regresó ante la puerta de la cabaña y alzó su garrote. «Porque —había razonado—, o la vieja arderá junto con su choza, y en tal caso mi tarea habrá terminado; o bien olerá el humo y se despertará, asustada y distraída, y saldrá corriendo de la cabaña, momento en el cual le golpearé en la cabeza con mi garrote, y se la hundiré antes de que pueda decir una palabra. Estará muerta, y yo me habré vengado».

—Es un buen plan —dijo su hermano muerto, Tertius, con el crujido de la madera seca—. Y en cuanto la hayas matado, podrás ir a obtener el Poder de Stormhold.

—Ya veremos —dijo Primus, y su voz era el gemido de un distante pájaro nocturno.

Las llamas lamían la pequeña cabaña de madera, y crecieron y florecieron a sus lados con una brillante llama amarilla y naranja. Nadie salió por la puerta de la choza. Pronto toda la estructura fue un infierno, y Septimus se vio obligado a retroceder varios pasos por la intensidad del calor. Sonrió amplia y triunfalmente y bajó el garrote. Entonces sintió un dolor agudo en el talón. Se dio la vuelta y vio una pequeña serpiente de ojos resplandecientes, carmesí por el resplandor del fuego, con los colmillos hundidos profundamente en su bota de piel. Intentó golpearla con su garrote, pero la criatura se desprendió de su talón y se ocultó, a gran velocidad, tras una de las rocas blancas de yeso. El dolor de su talón empezó a disminuir. «Si su mordedura tenía veneno —pensó Septimus—, el cuero habrá absorbido gran parte de él. Me haré un torniquete por debajo de la rodilla y después me quitaré la bota, haré una incisión en forma de cruz allí donde me ha mordido y chuparé el veneno». Con esta intención, se sentó sobre una roca de yeso a la luz del fuego, y tiró de su bota. No podía quitársela. El pie empezaba a quedársele dormido, y se dio cuenta de que ya se le debía de haber hinchado.

«Cortaré la bota, pues», pensó. Levantó el pie hasta al altura del muslo; por un momento pensó que el mundo se había oscurecido, y entonces vio que las llamas que habían iluminado la zanja como una gran hoguera se habían apagado. Sintió que se le helaban los huesos.

—Bueno —dijo una voz detrás de él, tan suave como el cordón de seda de un estrangulador, tan dulce como un caramelo envenenado—, has querido calentarte a las llamas de mi pequeña choza. ¿Esperabas a la puerta para apagar las llamas a golpes si resultaba que no eran de mi agrado?

Septimus le habría respondido, pero tenía los músculos de la mandíbula rígidos y los dientes fuertemente apretados. El corazón le martilleaba dentro del pecho como un pequeño tambor, no con su marcha serena habitual, sino con un salvaje y arrítmico abandono. Podía sentir cada vena y arteria de su cuerpo transportando fuego a través de todo su ser, a menos que fuera hielo lo que bombeaban; no hubiese sabido decirlo.

Una anciana apareció ante su vista. Se parecía a la mujer que había habitado la choza de madera, pero era más vieja, mucho más vieja. Septimus intentó parpadear, para despejar sus ojos llenos de lágrimas, pero había olvidado cómo se parpadeaba, y sus ojos no querían cerrarse.

—Deberías avergonzarte —dijo la mujer—. Someter a la acción del fuego y la violencia a una pobre dama que vive sola, que estaría completamente a merced de cualquier vagabundo que pasara por aquí, de no ser por la amabilidad de sus pequeños amigos.

Y recogió algo del suelo blanco, se lo puso en la muñeca y volvió a entrar en la choza… milagrosamente intacta, o restaurada. Septimus no sabía cuál de las dos cosas había pasado, y no le importaba. Su corazón temblaba y se sincopaba en su pecho, y si hubiese podido gritar, lo habría hecho. Llegó el alba antes de que el dolor terminase, y las seis voces de sus hermanos mayores dieron la bienvenida a Septimus entre sus filas.

Septimus contempló por última vez la retorcida y aún cálida figura que había habitado, y la expresión de sus ojos. Entonces se dio la vuelta.

—No quedan hermanos para vengarse de ella —dijo, con voz de zarapito—, y ninguno de nosotros será jamás señor de Stormhold Vayámonos.

Y después de haber dicho esto, ya no quedaron siquiera fantasmas en ese lugar.

El sol estaba bien alto en el cielo ese día cuando la caravana de madame Semele apareció en la cuchillada de yeso que era la zanja de Diggory. Madame Semele vio la choza de madera ennegrecida por el humo junto al camino y, cuando se acercó un poco más, vio también a la encorvada anciana del gastado vestido escarlata que le hacía señales al borde del sendero. El pelo de la mujer era blanco como la nieve, su piel arrugada, y tenía un ojo ciego.

—Buenos días, hermana. ¿Qué le ha pasado a tu cabaña? —preguntó madame Semele.

—Los jóvenes de hoy en día. Uno de ellos pensó que sería divertido pegar fuego a la casa de una pobre anciana que nunca ha hecho daño a un alma. Bueno, ése ya aprendió su lección.

—Sí —dijo madame Semele—. Siempre la aprenden. Y nunca nos agradecen haberla aprendido.

—Eso sí que es verdad —añadió la mujer del gastado vestido escarlata—. Ahora dime, querida: ¿quién viaja contigo en este día?

—Eso —dijo madame Semele, altivamente— no es asunto tuyo, y te agradeceré que no te metas donde no te importa.

—¿Quién viaja contigo? Dime la verdad o enviaré a las arpías para que te descuarticen miembro a miembro y cuelguen tus restos de un garfio en las profundidades, debajo del mundo.

—¿Y quién eres tú, para amenazarme de tal modo?

La anciana contempló a madame Semele con un ojo bueno y un ojo lechoso.

—Te conozco, Sal Sosa. Nada de impertinencias. ¿Quién viaja contigo?

Madame Semele notó cómo le arrancaban las palabras de la boca, quisiera decirlas o no.

—Están las dos mulas que tiran de mi caravana, yo misma, una criada que mantengo con forma de pájaro y un joven con forma de lirón.

—¿Alguien más? ¿Algo más?

—Nadie ni nada. Lo juro por la hermandad.

La mujer al borde del camino arrugó los labios.

Madame Semele chasqueó la lengua, sacudió las riendas y las mulas empezaron a avanzar de nuevo. En su cama prestada en el interior oscuro de la caravana, la estrella seguía durmiendo, sin saber cuán cerca había estado de su perdición, ni por cuán escaso margen había logrado escapar.

Cuando perdieron de vista la choza de ramas y troncos, y la mortal blancura de la zanja de Diggory, el pájaro exótico aleteó hasta el techo de la caravana, echó atrás la cabeza y chilló, graznó y cantó hasta que madame Semele le dijo que le retorcería su insensato cuello si no callaba. E incluso entonces, en la silente oscuridad del interior de la caravana, el hermoso pájaro cloqueó y pio y trinó, y una vez hasta silbó como un búho.

El sol estaba bajo en el cielo del oeste cuando se aproximaron al pueblo de Muro. Su luz les daba en los ojos, medio cegándoles y tiñendo su mundo de azafrán. El cielo, los árboles, los arbustos, incluso el mismísimo camino era dorado a la luz del sol de poniente.

Madame Semele hizo frenar sus mulas en el prado, allí donde iba a instalar su tenderete. Desenganchó a los dos animales y los llevó hasta el arroyo, donde los ató a un árbol. Ambos bebieron larga y ansiosamente. Había otros mercaderes y visitantes que montaban sus tenderetes por todo el prado, levantando tiendas y colgando telas de los árboles. Un aire de expectación afectaba a todos y a todo, igual que la dorada luz del sol occidental.

Madame Semele entró en la caravana y descolgó la jaula de su cadena. La llevó al prado y la colocó encima de un montículo cubierto de hierba. Abrió la puerta de la jaula y sacó al lirón dormido con sus dedos huesudos.

—Venga, afuera —dijo.

El lirón se frotó sus húmedos ojos negros con las patas delanteras ante la decreciente luz del día.

La bruja buscó su delantal y sacó un narciso de cristal. Con él tocó la cabeza de Tristran. El chico parpadeó, medio dormido, y entonces bostezó. Pasó una mano por su alborotado cabello castaño y contempló a la bruja con furia.

—Vieja bruja malvada… —empezó.

—Cierra tu tonta boca —dijo madame Semele, secamente—. Te he traído hasta aquí, sano y salvo, en las mismas condiciones en las que te encontré. Te procuré alojamiento y comida… y si ninguna de las dos cosas fue de tu agrado, bueno, ¿a mí qué me cuentas? Ahora lárgate, antes de que te convierta en un gusano retorcido y te arranque la cabeza de un mordisco, si es que no te arranco la cola. ¡Vete! ¡Largo! ¡Largo!

Tristran contó hasta diez, y entonces, con poca gracia, se alejó. Se detuvo unos diez metros más abajo, junto a un matorral, y esperó a la estrella, que bajó cojeando los peldaños de la caravana y se acercó a él.

—¿Estás bien? —preguntó Tristran, preocupado de verdad.

—Sí, gracias —dijo la estrella—. No me maltrató en absoluto. De hecho, creo que nunca se dio cuenta de que yo estaba ahí. ¿No es extraño?

Madame Semele tenía ahora el pájaro frente a ella. Tocó su cabeza emplumada con la flor de cristal, el ave se alargó, se metamorfoseó y se convirtió en una joven, en apariencia no mucho mayor que Tristan, con el pelo oscuro y rizado, y unas orejas peludas como las de un gato. Miró a Tristran de reojo, y hubo algo que aquellos ojos violeta que Tristran encontró terriblemente familiar, aunque no podía recordar dónde los había visto antes.

—Así que ésta es la verdadera forma del pájaro —dijo Yvaine—. Fue una buena compañera durante el viaje.

Y entonces la estrella se dio cuenta de que la cadena de plata que llevaba el pájaro continuaba atada ahora a la mujer, porque brillaba roja y dorada en su tobillo y su muñeca, circunstancia que señaló a Tristran.

—Sí —dijo Tristran—. Ya lo veo. Es horrible. Pero no estoy seguro de que podamos hacer gran cosa al respecto.

Caminaron juntos por el prado, hacia la abertura del muro.

—Primero visitaremos a mis padres —comentó Tristran—, porque sin duda me han echado tanto de menos como yo a ellos… —aunque, la verdad sea dicha, Tristran a duras penas había pensado ni una sola vez en sus padres durante sus viajes—… y entonces visitaremos a Victoria Forester, y…

Y fue en ese «y» cuando Tristran cerró la boca, porque ya no podía reconciliar su antigua idea de entregar la estrella a Victoria Forester sabiendo ahora que la estrella no era una cosa que pudiese pasar de mano en mano, sino una auténtica persona, en todos los aspectos, propiedad de sí misma, y en absoluto un objeto inanimado, si bien Victoria Forester continuaba siendo la chica que amaba.

Bueno, al fin y al cabo, ya quemaría las naves cuando llegase el momento, decidió. Por lo pronto llevaría a Yvaine al pueblo y se enfrentaría a los acontecimientos a medida que se le fueran presentando. Sintió que el ánimo le mejoraba, y el tiempo que había pasado como lirón ya no era nada más que los restos de un sueño, como si tan sólo hubiese hecho una pequeña siesta ante el fuego de la cocina y ahora volviese a estar bien despierto. Casi podía saborear el recuerdo de la mejor cerveza del señor Bromios, aunque se dio cuenta, con un sobresalto culpable, de que había olvidado el color de los ojos de Victoria Forester.

El sol era enorme y rojo tras los tejados de Muro cuando Tristran e Yvaine cruzaron el prado y contemplaron la abertura de la pared. La estrella vaciló.

—¿De veras quieres hacer esto? —preguntó a Tristran—. Porque yo tengo mis dudas.

—No estés nerviosa —dijo él—. Aunque no es sorprendente que pases un poco de nervios: yo tengo el estómago como si me hubiese tragado un centenar de mariposas. Te sentirás mucho mejor cuando estés sentada en la salita de mi madre, bebiendo té… bueno, bebiendo no, pero al menos habrá té para que puedas sorberlo… Repámpanos, juraría que para recibir a una invitada como tú, y para dar la bienvenida a su hijo, mi madre sacará sin duda su mejor juego de porcelana… —Su mano buscó la de ella y la apretó tranquilizadoramente.

Ella le miró y sonrió amable y tristemente.

—Allí donde tú vayas… —susurró.

Cogidos de la mano, el joven y la estrella caída se dirigieron hacia la abertura del muro.