Capítulo 8

Amanecía en las montañas. Las tormentas de los últimos días habían pasado, y el aire era limpio y frío. Septimus, señor de Stormhold, alto y parecido a un cuervo, subía por el puerto de montaña, mirando a su alrededor como si buscara algo que hubiese perdido. Llevaba de la brida un poni montañés marrón, peludo y pequeño. Se detuvo allí donde el camino se ensanchaba, como si hubiese encontrado lo que buscaba junto al sendero. Era un pequeño carro volcado y desmantelado, que bien podría haber sido llevado por un macho cabrío. Cerca del carro había dos cadáveres. El primero era el de un macho cabrío blanco, con la cabeza manchada de sangre. Septimus movió el cuerpo con el pie, interesado; había recibido una herida profunda y mortal en la frente, equidistante entre sus cuernos. Junto al animal se hallaba el cuerpo de un joven muerto con la cara intacta, como debía ser en vida. No había heridas que mostrasen cómo había muerto, tan sólo un hematoma plomizo en la sien.

A varios pasos de aquellos cuerpos, medio oculto tras una roca, Septimus tropezó con el cadáver de un hombre de mediana edad, boca abajo, vestido con ropas oscuras. La carne del hombre era pálida, y su sangre se había acumulado alrededor en el suelo rocoso. Septimus se arrodilló junto al cuerpo y le levantó la cabeza tirando del pelo: su garganta había sido cortada con maestría, de oreja a oreja. Septimus contempló el cadáver desconcertado. Lo sabía, pero aun así…

Y entonces, con un sonido seco y desagradable, empezó a reír:

—Tu barba —le dijo en voz alta al cadáver—. Te afeitaste la barba. Como si no fuera a reconocerte sin barba, Primus.

Primus, gris y fantasmal junto a sus otros hermanos, dijo:

—Me habrías reconocido, Septimus. Pero quizás hubiese ganado unos instantes durante los cuales yo te habría visto antes de que tú supieses que era yo. —Y su voz muerta no era nada más que la brisa de la mañana sacudiendo los espinos.

Septimus se levantó. El sol empezó a asomar y le bañó de luz.

—Así que yo seré el octogésimo segundo señor de Stormhold —le dijo al cuerpo echado en el suelo y para sí mismo—, además de amo de los Altos Precipicios, senescal de las Ciudades Torre, custodio de la Ciudadela, alto señor guardián del Monte Huon y el resto de posesiones.

—No lo serás sin el Poder de Stormhold colgado del cuello, hermano mío —dijo Quintus, secamente.

—Y después está la cuestión de la venganza —dijo Secundus, con la voz del viento aullando sobre el puerto de montaña—. Antes que nada, debes vengarte del asesino de tu hermano. Es ley de sangre.

Como si les oyera, Septimus sacudió la cabeza.

—¿No podías haber esperado unos cuantos días más, hermano Primus? —preguntó al cadáver a sus pies—. Te habría matado yo mismo. Tenía bien planeada tu muerte. Cuando descubrí que ya no estabas a bordo del Corazón de un Sueño me llevó poco tiempo robar un bote y seguir tu rastro. Y ahora debo vengar tus tristes despojos, por el honor de nuestra sangre y de Stormhold.

—Así que Septimus será el octogésimo segundo señor de Stormhold —dijo Tertius.

—Hay un proverbio referido principalmente a la poca sensatez que representa cuantificar los beneficios antes de llevar los huevos al mercado —señaló Quintus.

Septimus se alejó del cuerpo para mear sobre unos cantos rodados y luego regresó donde se hallaba el cadáver de Primus.

—Si te hubiese matado yo, podría dejar que te pudrieras aquí —dijo Septimus—. Pero ya que el placer ha sido de otro, te llevaré conmigo un trecho y te dejaré en lo alto de un despeñadero, para que te coman las águilas. —Dicho esto, resoplando por el esfuerzo, recogió el cuerpo pegajoso y lo echó sobre la grupa del poni. Desató la bolsa de runas del cinturón del cadáver—. Gracias por esto, hermano —dijo, y dio unas palmadas en la espalda al cadáver.

—Así se te atraganten, si no te vengas de la perra que me cortó el gaznate —dijo Primus, con la voz de los pájaros de montaña que se despiertan y saludan al nuevo día.

Estaban sentados el uno al lado del otro sobre un cúmulo espeso y blanco del tamaño de un pueblecito. La nube era muy blanda y algo fría. Se hacía más fría cuanto más profundamente se hundía uno, y Tristran metió su mano quemada tan hondo como pudo: la textura de la nube se le resistió ligeramente, pero aceptó la intrusión. El interior era esponjoso y helado al tacto, real e insustancial a la vez. La nube calmó un poco el dolor de su mano y eso le permitió pensar más claramente.

—Bueno —dijo, después de un tiempo—, me temo que he vuelto a meter la pata.

La estrella estaba sentada junto a la nube, junto a él, vestida con la bata que le había prestado la mujer de la posada, con la pierna rota apoyada sobre la espesa niebla que tenía enfrente.

—Me salvaste la vida —dijo al fin—. ¿No es verdad?

—Sí, supongo que sí.

—Te odio —dijo—. Ya te odiaba por todo, pero ahora te odio más que nunca.

Tristran flexionó su mano quemada en el bendito frío interior de la nube. Se sentía cansado y un poco mareado.

—¿Por alguna razón en particular?

—Porque —dijo ella, con la voz tensa— ahora que me has salvado la vida, según la ley de mi pueblo, tú eres responsable de mí y yo de ti. A donde tú vayas, yo también debo ir.

—Oh —dijo él—. Eso no es tan malo, ¿verdad?

—Preferiría pasar mis días encadenada a un vil lobo o a un apestoso cerdo o a un duende de los pantanos —le contestó ella, secamente.

—De verdad, no soy tan malo —le dijo él—, no cuando se llega a conocerme un poco. Mira, lamento haberte encadenado. Quizá podríamos empezar de nuevo, fingir que eso no ha ocurrido nunca. Verás, me llamo Tristran Thorn, encantado de conocerte. —Extendió su mano ilesa hacia ella.

—¡Que la Madre Luna me defienda! —exclamó la estrella—. Antes le daría la mano a un…

—Estoy seguro de ello —dijo Tristran, sin esperar a descubrir con qué iba a compararle desfavorablemente esta vez—. Ya he dicho que lo siento —exclamó—. Empecemos de nuevo. Soy Tristran Thorn. Encantado de conocerte.

Ella suspiró.

El aire era tenue y frío tan por encima del suelo, pero el sol era cálido y las formas de las nubes le recordaban a Tristran una cuidad fantástica o un pueblo no terrenal. Muy, muy abajo, podía ver el mundo real: el sol destacaba cada pequeño árbol, convertía cada río serpenteante en el fino rastro plateado dejado por un caracol, que brillaba ondulante por el paisaje del País de las Hadas.

—¿Y bien? —dijo Tristran.

—Sí —dijo la estrella—. Vaya broma, ¿verdad? A donde tú vayas, yo debo ir, aunque muera en el intento. —Movió con la mano la superficie de la nube, y la niebla formó espirales. Entonces, por un momento, tocó con su mano la de Tristran—. Mis hermanas me llamaban Yvaine —le dijo—. Porque era una estrella vespertina.

—Hay que ver —dijo él—, vaya pareja. Tú con la pierna rota y yo con la mano.

—Enséñame la mano.

Tristran la sacó del fresco interior de la nube: tenía la mano roja, y le estaban saliendo ampollas en la palma y el dorso, donde las llamas le habían lamido.

—¿Te duele? —preguntó ella.

—Sí —dijo él—. Mucho, la verdad.

—Mejor —dijo Yvaine.

—Si no me hubiese quemado la mano, ahora seguramente estarías muerta —señaló él. Ella tuvo la consideración de bajar la vista, avergonzada—. ¿Sabes qué? —añadió, cambiando de tema—, me dejé la bolsa en la posada de esa loca. Ahora no tenemos nada, excepto la ropa con la que andamos.

—Con la que nos sentamos —dijo la estrella.

—No tenemos agua, ni comida, estamos más o menos a media milla por encima del mundo, sin manera posible de bajar, y sin ningún control sobre la dirección que lleva la nube. Y los dos estamos heridos. ¿Me he dejado algo?

—Has olvidado que las nubes se disuelven y desaparecen en la nada —dijo Yvaine—. Lo hacen. Yo lo he visto. No podría sobrevivir a otra caída.

Tristran se encogió de hombros.

—Bueno —dijo—. Seguramente estamos condenados. Pero no cuesta nada echar un vistazo, ya que estamos aquí arriba.

Ayudó a Yvaine a levantarse con dificultad, y ambos dieron unos cuantos pasos vacilantes por la nube. Entonces Yvaine volvió a sentarse.

—Esto es inútil —le dijo—. Ve tú a echar un vistazo. Te esperaré aquí.

—¿Me lo prometes? —preguntó él—. ¿No huirás, esta vez?

—Lo juro. Por mi madre la luna, lo juro —respondió Yvaine con tristeza—. Me has salvado la vida.

Y con eso tuvo que contentarse Tristran.

Su pelo era prácticamente gris y su piel ya no era tersa, tenía arrugas en la garganta, en los ojos y en las comisuras de la boca. Su cara no tenía color, aunque su vestido era una vívida y sangrienta mancha escarlata, estaba desgarrado de un hombro, y bajo el desgarro podía verse, arrugada y obscena, una profunda cicatriz. El viento azotaba sus cabellos contra su cara mientras conducía un carruaje negro a través de los Yermos. Los caballos tropezaban a menudo: el sudor manaba de los flancos de los animales y una espuma sanguinolenta goteaba de sus labios. Aun así, sus cascos martilleaban el camino embarrado que atravesaba los Yermos, donde nada crece.

La bruja reina, la más vieja de la Lilim, detuvo los caballos junto a un pináculo de roca de color verde gris, que sobresalía del terreno pantanoso de los Yermos como una aguja. Entonces, tan lentamente como podía esperarse de una dama que ya había pasado su primera, e incluso su segunda juventud, bajó del asiento del cochero y pisó la tierra húmeda. Dio la vuelta al carruaje y abrió la puerta. La cabeza del unicornio muerto, con su daga aún clavada en la órbita fría, se movió como un péndulo. La bruja subió al vehículo y abrió la boca del unicornio. El rígor mortis empezaba a imponerse y la mandíbula se abrió con dificultad. La bruja se mordió fuertemente la lengua, lo bastante fuerte como para que el dolor supiera a metal en su boca, mordió hasta que pudo saborear la sangre. Dejó que se mezclara con su saliva (se dio cuenta de que varios de sus dientes empezaban a notarse flojos) y después escupió sobre la lengua descolorida del unicornio muerto. La sangre manchó sus labios y su barbilla. Gruñó diversas sílabas que no reproduciremos aquí y volvió a cerrar la boca del animal.

—Sal del carruaje —le dijo a la bestia muerta.

Rápidamente, con torpeza, el unicornio levantó la testuz.

Entonces movió las patas, como un potro o un cervatillo acabado de nacer que aprendiese a caminar, se irguió sobre las cuatro patas, tembloroso, y salió del carruaje, medio bajando y medio cayendo sobre el fango, donde se puso otra vez en pie. Su costado izquierdo, sobre el cual había estado echado en el carruaje, estaba hinchado y oscuro por la sangre y los fluidos. Casi ciego, el unicornio muerto se tambaleó hasta la base de la aguja verde de roca, hasta que llegó a una depresión entre las piedras, donde dobló las patas delanteras y se arrodilló en una horrible parodia de plegaria.

La bruja reina alargó la mano y sacó el cuchillo del ojo de la bestia. Le cortó la garganta. La sangre empezó, demasiado lentamente, a brotar del tajo que había practicado. Volvió al carruaje y regresó con el cuchillo más ancho. Empezó a seccionar el cuello del unicornio, hasta separarlo del cuerpo, y la cabeza cortada cayó en el hoyo de roca, donde ahora se había formado una charca carmesí de sangre espesa. La bruja levantó la cabeza del unicornio cogiéndola por el cuerno y la colocó junto al cuerpo, sobre la roca. Entonces contempló con sus ojos grises y duros el charco rojo que había formado.

Dos caras la observaban desde el interior de la charca: dos mujeres, mucho más viejas en apariencia que ella.

—¿Dónde está? —preguntó la primera cara, malhumorada—. ¿Qué has hecho con ella?

—¡Mírate! —exclamó la segunda de las Lilim—. Tomaste la última juventud que habíamos guardado… yo misma la arranqué del pecho de la estrella, hace mucho, mucho tiempo, aunque gritaba y se retorcía y no callaba nunca. Por tu aspecto, ya debes de haber malgastado la mayor parte de esa juventud.

—He estado muy cerca —dijo la bruja a sus hermanas en la charca—. Pero tenía un unicornio que la protegía. Ahora he cortado la cabeza del unicornio, y la llevaré conmigo, porque hace mucho que no usamos cuerno fresco molido de unicornio en nuestras artes.

—Maldito sea el cuerno del unicornio —dijo su hermana menor—. ¿Y la estrella?

—No la encuentro. Es como si ya no estuviera en el País de las Hadas.

Hubo una pausa.

—No —dijo una de las hermanas—. Sigue en el País de las Hadas. Pero va al mercado de Muro, y eso está demasiado cerca del mundo al otro lado. En cuanto pise ese mundo, la habremos perdido.

Ellas sabían que, si la estrella cruzaba el muro y entraba en el mundo de las cosas como son, se convertiría instantáneamente en nada más que un pedazo irregular de roca metálica que cayó, una vez, de los cielos: frío, muerto y sin utilidad alguna.

—Entonces iré a la zanja e Diggory y esperaré allí, porque todos los que se dirigen a Muro deben pasar por la zanja de Diggory.

El reflejo de las dos ancianas le lanzó una mirada desaprobadora desde la charca. La bruja reina repasó sus dientes con la lengua («este de arriba se me caerá antes del anochecer —pensó—, en vista de cómo se mueve») y entonces escupió en la charca sangrienta.

Las ondas se extendieron por ella y borraron todo rastro de las Lilim; ahora la charca sólo reflejaba el cielo sobre los Yermos y las delgadas nubes blancas que corrían sobre ellos.

Dio una patada al cadáver sin cabeza del unicornio para que cayese de costado; recogió la cabeza y la subió al asiento del cochero. La colocó a su lado, tomó las riendas e hizo que los caballos empezaran a trotar cansinamente.

Tristran se sentó en la cumbre de la nube, que parecía una torre, y se preguntó por qué ninguno de los héroes de los folletines que antes leía tan ávidamente nunca tenía hambre. Su estómago retumbaba y la mano le dolía mucho. «Las aventuras están muy bien en el lugar que les corresponde —pensó—, pero mucho puede decirse a favor de comer regularmente y no sufrir dolor». Pero estaba vivo, y el viento le mesaba los cabellos, y la nube cruzaba los cielos como un galeón a toda vela, y al contemplar el mundo desde ahí arriba supo que no podía recordar haberse sentido nunca tan vivo como se sentía en esos momentos. El cielo tenía una cualidad tan celestial y el mundo parecía tan de ahora mismo, que jamás había visto, o no se había fijado, en nada igual. Comprendió que estaba, en realidad, por encima de sus problemas, igual que estaba por encima del mundo. El dolor de su mano se hallaba muy lejos. Pensó en sus acciones y sus aventuras, y en el viaje que le aguardaba, y de pronto le pareció que todas aquellas cosas eran de hecho muy pequeñas y muy sencillas. Se levantó sobre la nube y gritó «¡Holaaaa!» varias veces, tan fuerte como pudo. Incluso sacudió su túnica por encima de la cabeza, sintiéndose un poco insensato al hacerlo. Después bajó de la torre de nube y a unos doce palmos de la base dio un paso en falso y cayó sobre la neblinosa suavidad de la superficie de algodón.

—¿Por qué gritabas? —preguntó Yvaine.

—Para que la gente sepa que estamos aquí —le dijo Tristran.

—¡¿Qué gente?!

—Nunca se sabe —le respondió—. Más vale gritar a gente que no esté ahí, que permitir que si hay alguien se nos pase por alto por no haber gritado.

Ella no replicó a este argumento.

—He estado pensando —dijo él—. Y he pensado esto: después de hacer lo que yo necesito, volver contigo a Muro y entregarte a Victoria Forester…, quizá podríamos hacer lo que tú necesitas.

—¿Lo que yo necesito?

—Bueno, debes de querer volver, ¿verdad? Al cielo. A brillar otra vez de noche. Seguro que podemos solucionarlo.

Ella levantó la vista para mirarle y sacudió la cabeza.

—Eso no puede ser —explicó—. Las estrellas caen. No vuelven a subir.

—Podrías ser la primera —le dijo él—. Debes creer en ello. Si no, no ocurrirá nunca.

—Es que no ocurrirá nunca —dijo ella—. Y tus gritos tampoco atraerán la atención de nadie aquí arriba, porque no hay nadie. No importa si yo creo en ello o no. Las cosas son así. ¿Cómo tienes la mano?

Él se encogió de hombros.

—Me duele —dijo—. ¿Cómo tienes la pierna?

—Me duele —dijo ella—. Pero no tanto como antes.

—¡Eeeeh! —gritó una voz bastante por encima de ellos—. ¡Eeeh, los de abajo! ¿Alguien necesita ayuda?

Bajo un resplandor dorado a la luz del sol había un pequeño barco, con las velas hinchadas, y un rostro bermellón adornado con un mostacho les contemplaba asomado a la borda.

—¿Eras tú, joven amigo mío, el que saltaba y brincaba hace un momento?

—Lo soy —admitió Tristran—. Y creo que necesitamos ayuda, sí.

—Muy bien —dijo el hombre—. Prepárate para agarrar la escala, entonces.

—Me temo que mi amiga tiene una pierna rota —gritó—, y yo tengo una mano herida. Creo que ninguno de los dos podrá subir por una escala.

—Ningún problema. Os podemos subir.

El hombre lanzó por la borda del barco una larga escala de cuerda. Tristran la agarró con la mano buena, y la sostuvo mientras Yvaine se aferraba a ella; el hombre hizo lo mismo. Su cara desapareció tras la borda del barco mientras Tristran e Yvaine colgaban incómodamente del extremo de la escala de cuerda. El viento hinchó las velas del barco celestial, la escala se separó de la nube y Tristran e Yvaine empezaron a dar vueltas, lentamente, en el aire.

—¡Ahora, tirad! —gritaron diversas voces al unísono, y Tristran notó cómo subían varios metros—. ¡Tirad! ¡Tirad! ¡Tirad! —A cada grito subían un poco más alto.

Ya no tenían debajo de ellos la nube sobre la que habían estado sentados; ahora tenían una caída de lo que Tristran suponía que debía ser casi media legua. Se sujetó fuertemente a la cuerda, enganchándose a la escala con el brazo de su mano quemada. Otro tirón hacia arriba e Yvaine quedó al nivel de las amuras del barco. Alguien la levantó con cuidado y la dejó sobre cubierta. Tristran superó la parte de la amura por sí solo, y cayó sobre la cubierta de roble.

El hombre del rostro bermellón alargó una mano.

—Bienvenidos a bordo —dijo—. Éste es el navío franco Perdita, en misión de caza de relámpagos. Capitán Johannes Alberic, a vuestro servicio. —Tosió atronadoramente. Y entonces, antes de que Tristran pudiese replicar, el capitán vio su mano izquierda y gritó—: ¡Meggot! ¡Meggot! Maldición, ¿dónde estás? Pasajeros necesitados de atención. Venga, chico, Meggot cuidará de esa mano. Comemos a las seis campanadas. Te sentarás a mi mesa.

Enseguida una mujer de apariencia nerviosa con una explosiva cabellera color zanahoria —Meggot— le escoltó bajo cubierta y le aplicó un ungüento espeso y verde en la mano, que se la refrescó y le calmó el dolor. Y entonces lo llevó hacia el comedor, una pequeña sala junto a la cocina (Tristran estuvo encantado de descubrir que la tripulación la llamaba «el fogón», igual que en las historias marítimas que había leído). Tristran comió, ciertamente, en la mesa del capitán, aunque de hecho, no había ninguna otra mesa en el comedor. Además del capitán y de Meggot, la tripulación constaba de otros cinco miembros, un grupo dispar que parecía conformarse con dejar que el capitán Alberic hablase por todos, cosa que hizo, con su jarra de cerveza en una mano y la otra ocupada alternativamente en sostener su pipa y en llevar comida a su boca. La comida era un espeso guiso de vegetales, alubias y cebada, que llenó a Tristran y le dejó satisfecho. Para beber, tenían el agua más clara y fría que Tristran había bebido nunca.

El capitán no les hizo preguntas sobre cómo habían acabado colgados de una nube, y ellos no dieron ninguna explicación. Tristran compartió camarote con Rareza, el primer oficial, un caballero callado de largas patillas que tartamudeaba terriblemente, mientras que Yvaine ocupó el camastro del camarote de Meggot, que durmió en una hamaca.

Durante el resto de su viaje por el País de las Hadas, Tristran recordaría a menudo el tiempo que había pasado a bordo del Perdita como uno de los períodos más felices de su vida. Lo dejaron ayudar con las velas, e incluso la dejaron tomar el timón, de vez en cuando. A veces el barco navegaba sobre oscuras nubes de tormenta, grandes como montañas, y entonces pescaban rayos con un pequeño cofre de cobre. La lluvia y el viento azotaban la cubierta del barco, y Tristran reía encantado, mientras la lluvia le mojaba la cara, y se agarraba con la mano buena a la cuerda que hacía las veces de barandilla, para que la tormenta no le echara por la borda.

Meggot, que era un poco más alta y un poco más delgada que Yvaine, le dejó varios vestidos que la estrella vistió con alivio, encantada de poder llevar uno distinto cada día. A menudo se encaramaba al mascarón de proa, a pesar de su pierna rota, y allí sentada contemplaba la tierra bajo sus pies.

—¿Cómo va esa mano? —preguntó el capitán.

—Mucho mejor, gracias —dijo Tristran.

Tenía la piel brillante y muy tensa, y sentía poco el tacto en los dedos, pero la salvia de Meggot le había aliviado casi todo el dolor y había acelerado inmensamente el proceso de curación. Estaba sentado en cubierta, con las piernas colgando por la borda, mirando afuera.

—Echaremos el ancla dentro de una semana, para reponer provisiones y recoger un pequeño cargamento —dijo el capitán—. Lo mejor sería que os dejáramos allí.

—Oh. Gracias —dijo Tristran.

—Estaréis más cerca de Muro. Pero aún os quedarán diez semanas de viaje. Quizá más. Meggot dice que la pierna de tu amiga está casi curada, así que pronto podrá soportar su peso.

Se sentaron el uno junto al otro. El capitán fumaba su pipa: su ropa estaba cubierta de una fina capa de cenizas, y cuando no fumaba mascaba el tallo, excavaba la cazoleta con un afilado instrumento de metal o la llenaba de tabaco nuevo.

—¿Sabes? —dio el capitán, contemplando el horizonte—, no fue del todo casualidad que os encontrásemos. Bueno, fue casualidad, pero también es cierto que teníamos medio ojo avizor, por si os divisábamos. Yo, y unos cuantos más por estos lugares.

—¿Por qué? —preguntó Tristran—. ¿Cómo sabía usted de mí?

Como respuesta, el capitán trazó una silueta en la condensación de vaho acumulada sobre la madera pulida.

—Parece un castillo —dijo Tristran.

El capitán le guiñó un ojo.

—No es algo que deba decirse demasiado alto —aclaró—, incluso aquí arriba. Piensa en él como en una cofradía.

Tristran observó al capitán.

—¿Conoce a un hombrecillo peludo, con un sombrero y un enorme paquete lleno de mercancías?

El capitán golpeó la pipa contra el costado del barco. Un movimiento de su mano ya había borrado el dibujo del castillo.

—Sí. No es el único miembro de la cofradía interesado en que regrese a Muro. Lo que me recuerda que deberías decir a la jovencita que si quiere pasar por lo que no es, debería dar la impresión de que come alguna cosa, lo que sea, de vez en cuando.

—Yo nunca mencioné Muro en su presencia —aseguró Tristran—. Cuando preguntó de dónde venía, dije «de detrás», y cuando preguntó adónde íbamos, dije «hacia delante».

—Eso es, chico —dijo el capitán—. Exactamente.

Pasó otra semana. Al quinto día Meggot anunció que Yvaine ya podía quitarse el entablillado. Deshizo los vendajes improvisados y las tablas, e Yvaine practicó recorriendo la cubierta de proa a popa, agarrándose a la balaustrada. Pronto se movía por todo el barco sin dificultad, aunque con una ligerísima cojera. El sexto día se presentó una fuerte tormenta, y atraparon seis magníficos relámpagos en su caja de cobre. El séptimo día llegaron a puerto. Tristran e Yvaine se despidieron del capitán y la tripulación del barco flotante Perdita. Meggot entregó a Tristran un pequeño tarro de salvia verde, para su mano y para la pierna de Yvaine.

El capitán dio a Tristran una bandolera de cuero llena de carne curada y fruta seca, unas porciones de tabaco, un cuchillo y un yesquero («Oh, no te preocupes, chico. Tenemos que repostar provisiones igualmente»), y Meggot regaló a Yvaine un vestido azul de seda, con pequeñas estrellas y lunas bordadas («Porque te queda mucho mejor a ti que a mí, querida»).

El barco amarró junto a una docena de naves celestiales similares en la copa de un enorme árbol, que era lo bastante grande como para que se hubiesen podido construir centenares de habitáculos en su tronco, ocupados por todo tipo de gente y de enanos, por gnomos, silenos y otras razas aún más extrañas. Unos peldaños daban la vuelta al tronco, y Tristran y la estrella los descendieron lentamente. Tristran se sintió aliviado cuando volvió a pisar tierra firme, pero aun así, de una manera que nunca habría podido describir con palabras, también se sintió decepcionado, como si, cuando sus pies volvieron a tocar tierra, hubiese perdido algo realmente extraordinario.

Tuvieron que caminar tres días antes de que el árbol puerto desapareciese de su vista tras el horizonte.

Viajaban hacia el oeste, en dirección al ocaso, por un camino ancho y polvoriento. Dormían junto a los setos. Tristran comía frutas y nueces de los arbustos y los árboles, y bebía de los arroyos claros. Encontraron a poca gente por el camino. Cuando podían, se detenían en pequeñas granjas, donde Tristran trabajaba toda la tarde a cambio de comida y un poco de paja en el granero para dormir. A veces se detenían en los pueblos y ciudades que encontraban por el camino para lavarse y comer —en el caso de la estrella, fingir que comía— y alojarse en alguna posada (cuando se lo podían permitir).

En el pueblo de Simcock Sotomonte, Tristran e Yvaine tuvieron un encuentro con un grupo de duendes de leva que podría haber terminado desgraciadamente, con Tristran pasando el resto de sus días luchando en las interminables guerras en tierra de duendes, de no haber sido por la mente ágil y la lengua afilada de Yvaine. En el bosque de Berinhed, Tristran se enfrentó con éxito a una de las grandes águilas leonadas que se los hubiera llevado a ambos hasta su nido, para alimentar a sus crías, y que nada temía, salvo el fuego. En una taberna de Fulkeston, Tristran ganó gran renombre recitando de memoria «Kubla Khan» de Coleridge, el salmo veintitrés, el fragmento de la «cualidad de la misericordia» de El mercader de Venecia, y un poema que trataba de un chico que permaneció solo sobre la cubierta en llamas cuando todos habían huido. Todo esto se había visto obligado a memorizar en la escuela, y bendijo a la señorita Cherry por sus esfuerzos para hacerle aprender aquellos versos, hasta que resultó evidente que el pueblo de Fulkeston había decidido que se quedara con ellos para siempre y se convirtiese en el nuevo bardo de la localidad; y Tristran e Yvaine se vieron obligados a huir en plena noche, y sólo lograron escapar porque Yvaine persuadió (a través de qué medios es algo que Tristran nunca acabó de entender) a los perros del pueblo para que no ladraran durante su huida.

El sol quemó la piel de Tristran hasta que adquirió un color casi castaño y deslució sus ropas hasta que adoptaron la tonalidad del óxido y el polvo. Yvaine siguió tan pálida como la luna, y no cesó de cojear durante las muchas leguas que recorrieron.

Una noche, acampados en la linde de un bosque profundo, Tristran escuchó algo que nunca había oído: una preciosa melodía, plañidera y extraña. Llenó su cabeza de visiones, y su corazón de asombro y delicia. La música le hizo pensar en espacios sin límite, en enormes esferas cristalinas que giraban con una lentitud inenarrable a través de los vastos pasadizos del aire. La melodía le transportó, le llevó más allá de sí mismo.

Después de lo que pudieron ser largas horas, o tan sólo unos minutos, la canción terminó, y Tristran suspiró.

—Ha sido maravilloso —dijo.

Los labios de la estrella se movieron, involuntariamente, hasta formar una sonrisa, y sus ojos brillaron.

—Gracias —dijo ella—. Supongo que hasta ahora no he tenido ganas de cantar.

—Nunca había oído nada igual.

—Algunas noches —le dio ella— mis hermanas y yo cantábamos juntas. Cantábamos canciones como ésta, todas sobre nuestra madre, la dama, y sobre la naturaleza del tiempo, y sobre la alegría de brillar y la soledad.

—Lo siento.

—No lo sientas. Al menos sigo viva. Tuve suerte de caer en el País de las Hadas. Y creo que seguramente tuve suerte de conocerte.

—Gracias.

—De nada —contestó la estrella. Entonces, a su vez, ella suspiró y contempló el cielo por entre las ramas de los árboles.

Tristran buscaba algo para desayunar. Había encontrado algunas setas, como la que llaman pedo de lobo, y un ciruelo cubierto de ciruelas púrpura que habían madurado y se habían secado casi hasta convertirse en pasas, cuando vio el pájaro entre los matojos. No intentó atraparlo (se había llevado una gran sorpresa unas semanas antes, cuando después de estar a punto de atrapar una gran liebre gris para la cena, el animal se detuvo al borde del bosque, lo miró con desdén y dijo: «Bueno, espero que estés orgullosos de ti mismo, nada más», y enseguida se escurrió por entre la hierba alta), pero quedó fascinado por el ave. Era un pájaro notable, tan grande como un faisán, pero con plumas de todos los colores: rojos, amarillos chillones y azules vivos. Parecía salido de los trópicos, totalmente fuera de lugar en aquel bosque verde poblado de helechos. El pájaro se asustó cuando Tristran se acercó a él; dio unos saltos extraños a medida que se fue acercando y soltó unos gritos agudos de desesperación.

Tristran se arrodilló junto a él, murmurando palabras de consuelo. Alargó la mano hacia el pájaro. La dificultad era obvia: una cadena de plata atada a la pata del pájaro se había enredado con una raíz que sobresalía, y el ave había quedado allí atrapada, incapaz de moverse.

Con sumo cuidado, Tristran deshizo el nudo de la cadena de plata y la soltó de la raíz, mientras acariciaba el plumaje encrespado del pájaro con la mano izquierda.

—Ya está —dijo al ave—. Vete a casa. —Pero el pájaro no hizo movimiento alguno para alejarse. Al contrario, le miró a la cara, con la cabeza inclinada hacia un lado—. Mira —dijo Tristran, que se sentía bastante incómodo e inquieto—, seguramente alguien estará preocupado por ti.

Alargó la mano para recoger al animal. Entonces algo le golpeó y le dejó aturdido: aunque había estado inmóvil, sintió como si se hubiese golpeado en plena carrera contra una pared invisible. Se tambaleó, y a punto estuvo de caer.

—¡Ladrón! —gritó una voz vieja y bronca—. ¡Convertiré tus huesos en hielo y te asaré ante un buen fuego! ¡Te arrancaré los ojos y ataré uno a un arenque y otro a una gaviota, para que la visión simultánea del cielo y el mar te conduzca a la locura! ¡Convertiré tu lengua en un gusano retorcido y tus dedos se transformarán en navajas, y unas hormigas ardientes te escocerán bajo la piel, y siempre que intentes rascarte…!

—No hace falta que elabore más la cuestión —le soltó Tristran a la anciana—. Yo no le he robado su pájaro Tenía la cadena enredada en una raíz, y acabo de liberarlo.

La mujer lo contempló desconfiadamente bajo su cabellera de color gris hierro. Entonces se adelantó con ligereza y recogió al pájaro. Lo levantó, y le susurró algo, y el ave replicó con un extraño y musical grito. Los ojos de la anciana se encogieron.

—Bueno, quizá lo que dices no sea del todo una sarta de mentiras —reconoció, de muy mala gana.

—No es ninguna sarta de mentiras —dijo Tristran, pero la anciana y su pájaro ya habían recorrido la mitad del claro, así que él recogió sus setas y sus ciruelas, y regresó donde había dejado a Yvaine.

Estaba sentada junto al camino, dándose un masaje en los pies. La cadera le hacía daño, y también la pierna, y sus pies cada vez estaban más sensibles. Algunas noches, Tristran oía cómo sollozaba calladamente. Esperaba que la luna les enviase otro unicornio, pero sabía que no lo haría.

—Vaya —dijo Tristran a Yvaine—, qué cosa más rara.

Le contó los acontecimientos de la mañana, y pensó que allí terminaría el asunto.

Se equivocaba, claro está. Varias horas después, Tristran y la estrella caminaban por el sendero del bosque cuando les adelantó una caravana pintada alegremente, tirada por un par de mulas grises y conducida por la anciana que le había amenazado con convertir sus huesos en hielo. Frenó las mulas y señaló a Tristran con un dedo torcido y seco.

—Ven aquí, chico —dijo.

Él se acercó con cautela.

—¿Sí, señora?

—Parece que te debo disculpas —dijo—. Parece que dijiste la verdad. Me precipité en mis conclusiones.

—Sí —afirmó Tristran.

—Deja que te mire —dijo la anciana, que bajó al camino. Su frío dedo tocó el hoyuelo de la barbilla de Tristran y le obligó a levantar la cabeza. Los ojos de color avellana del joven contemplaron los ojos verdes y viejos de la anciana—. Pareces bastante honesto —continuó—. Puedes llamarme madame Semele. Me dirijo hacia Muro, para el mercado. Se me ha ocurrido que me convendría un muchacho para trabajar en mi pequeño tenderete de flores… vendo flores de cristal, ¿sabes?, las cosas más bonitas que habrás visto en tu vida. Serías un buen vendedor, y podríamos ponerte un guante en esa mano, para que no asustaras a los clientes. ¿Qué me dices?

Tristran meditó, y dijo:

—Disculpe. —Y fue a discutir con Yvaine.

Juntos, volvieron ante la anciana.

—Buenas tardes —dijo la estrella—. Hemos discutido su oferta, y hemos pensado que…

—¿Y bien? —preguntó madame Semele, con los ojos fijos sobre Tristran—. ¡No te quedes ahí plantado como un pasmarote! ¡Habla! ¡Habla! ¡Habla!

—No tengo ningún deseo de trabajar para usted en el mercado —dijo Tristran—, porque tendré que ocuparme de mis propios asuntos, una vez allí. Sin embargo, si pudiéramos viajar con usted, mi compañera y yo estamos dispuestos a pagar por nuestro pasaje.

Madame Semele sacudió la cabeza.

—Eso no me sirve de nada. Puedo recoger yo misma la leña, y sólo representarías más peso del que tirar para Descreída y Desesperanzada. No llevo pasajeros.

Volvió a subir al asiento del conductor.

—Pero… —dijo Tristran—. Pienso pagarle.

La vieja rio, burlona.

—No hay nada que tú puedas poseer que yo aceptase como pago. Si no quieres trabajar para mí en el mercado de Muro, ya puedes desaparecer.

Tristran se llevó la mano al ojal de su jubón y allí la notó, tan fría y perfecta como había sido durante todos sus viajes. Se la arrancó y la mostró a la anciana, sujeta entre índice y pulgar.

—Usted vende flores de cristal, según dice. ¿Acaso le interesaría ésta?

Era una campanilla de cristal verde y blanco, inteligentemente moldeada; parecía haber sido arrancada de entre la hierba del prado aquella misma mañana, con el rocío adornándola aún. La mujer la examinó durante un latido de su corazón, observó las hojas verdes y los apretados pétalos blancos, y entonces soltó un chillido: hubiese podido ser el grito angustiado de un ave de presa desolada.

—¿De dónde has sacado eso? —gritó—. ¡Dámelo! ¡Dámelo inmediatamente!

Tristran cerró los dedos sobre la campanilla ocultándola a la vista y retrocedió un par de pasos.

—Mmm —dijo en voz alta—. Ahora que lo pienso, siento un gran afecto por esta flor, que fue un regalo de mi padre cuando empecé mis viajes, y sospecho que encierra una tremenda importancia personal y familiar. Sin duda me ha traído suerte, de uno u otro modo. Quizá lo mejor sería que me quedara con la flor. Mi compañera y yo podemos continuar a pie hasta Muro.

Madame Semele parecía desgarrada por el deseo vacilante de amenazar y engatusar, y ambas emociones se perseguían la una a la otra tan claramente sobre su rostro que la anciana casi parecía vibrar por el esfuerzo que representaba frenarlas. Entonces logró recuperarse y dijo con una voz que el autocontrol hizo terriblemente ronca:

—Vamos, vamos. No hace falta precipitarse. Estoy segura de que podremos acordar un trato.

—Oh —dijo Tristran—. Lo dudo. Tendría que ser un trato excelente para poder interesarme, y necesitaría ciertas garantías de seguridad y de salvaguarda para tener la certeza de que vuestro comportamiento y vuestras acciones respecto a mi compañera y a mí serán en todo momento beneficiosas y estarán libres de malas intenciones.

—Enséñame de nuevo la campanilla.

El pájaro de colores brillantes, con una cadena de plata atada a una pata, salió revoloteando por la puerta abierta de la caravana y contempló las negociaciones que tenían lugar bajo él.

—Pobre animal —dijo Yvaine—, encadenado de esa manera. ¿Por qué no lo deja libre?

La anciana no respondió, y Tristran pensó que prefería ignorar a Yvaine. La vieja dijo:

—Te llevaré hasta Muro, y juro por mi honor y por mi verdadero nombre que no haré movimiento alguno para dañarte durante el viaje.

—Y no permitirá, por inacción o por acción indirecta, que suframos daño alguno ni mi compañera ni yo.

—Será como dices.

Tristran meditó durante un momento. No se fiaba en absoluto de la anciana.

—También deseo que jure que llegaremos a Muro de la misma manera y en la misma condición y estado en el que nos encontramos ahora, y que nos alojará y alimentará durante el viaje.

La vieja rio, y después asintió. Bajó de la caravana una vez más, carraspeó y escupió sobre el polvo. Señaló el salivazo.

—Ahora tú —dijo. Tristran escupió al lado. Con el pie, la vieja mezcló ambas manchas húmedas—. Ya está. Un trato es un trato. Dame la flor.

La codicia y el ansia eran tan evidentes en su rostro que Tristran quedó convencido de que hubiese podido fijar unas condiciones mucho mejores, pero entregó a la anciana la flor de su padre. Cuando finalmente la tuvo entre los dedos, su cara arrugada se iluminó con una sonrisa desdentada.

—Vaya, diría yo que ésta es superior a la que aquella maldita niña regaló hace casi veinte años. Y, ahora, jovencito —dijo contemplando a Tristran con sus ojos viejos y astutos—, ¿sabes qué has estado llevando en el ojal todo este tiempo?

—Es una flor. Una flor de cristal.

La anciana rio tan fuerte y tan súbitamente que Tristran pensó que se estaba ahogando.

—Es un amuleto helado —dijo—. Un objeto de poder. Algo como esto puede realizar maravillas y milagros en las manos adecuadas. Mira.

Levantó la campanilla sobre su cabeza y después la hizo descender lentamente hasta rozar la frente de Tristran. Durante un latido de su corazón se sintió de lo más peculiar, como si melaza negra y espesa le corriese por las venas en vez de sangre; entonces la forma del mundo cambió. Todo se hizo enorme y descomunal. La mismísima anciana parecía ahora una giganta y la visión de Tristran era desdibujada y confusa. Dos enormes manos descendieron y le recogieron delicadamente.

—No es una caravana demasiado grande —dijo madame Semele, con una voz grave, lenta, líquida y atronadora—. Seguiré al pie de la letra mi juramento, y no sufrirás daño alguno, y tendrás comida y alojamiento durante tu viaje hasta Muro.

Metió el lirón en el bolsillo de su delantal y subió a la caravana.

—¿Y qué pretende hacer conmigo? —preguntó Yvaine, pero no se sintió demasiado sorprendida cuando la mujer no le respondió.

Siguió a la anciana al oscuro interior de la caravana. Sólo constaba de una habitación: a lo largo de una pared había una gran vitrina de cuero y pino, con más de cien compartimentos, y dentro de uno de éstos, en un lecho de leves vilanos, la anciana depositó la campanilla; en la pared opuesta había una pequeña cama, con una ventana encima y un gran armario. Madame Semele se inclinó y sacó una jaula de madera del estrecho espacio que había bajo su cama, tomó al somnoliento lirón de su bolsillo y lo metió dentro de la caja. Entonces tomó un puñado de nueces, bayas y semillas de un cuenco de madera y lo echó dentro de la jaula, que colgó de una cadena justo en medio de la caravana.

—Eso es —dijo—. Alojamiento y comida.

Yvaine contempló todo esto con curiosidad desde la cama de la anciana, donde se había sentado.

—¿Sería correcto afirmar —preguntó con educación—, basándome en la evidencia a mi alcance (es decir, que no me ha mirado en ningún momento, o que si lo ha hecho sus ojos me han pasado por alto, que no me ha dirigido ni una sola palabra, y que ha convertido a mi compañero en un pequeño animal sin hacer lo mismo conmigo) que usted no puede verme ni oírme?

La bruja no replicó. Se encaramó en el asiento del conductor y tomó las riendas. El pájaro exótico saltó a su lado y pio una vez, con curiosidad.

—Claro que he cumplido mi palabra… al pie de la letra —dijo la anciana, como si respondiese al pájaro—. Será transformado de nuevo en el prado del mercado, así que recuperará su propia forma antes de llegar a Muro. Y en cuanto lo haya transformado a él, volveré a hacerte humana a ti, porque todavía no he podido encontrar mejor sirviente que tú, tonta descocada. No podía permitir de ninguna manera tenerlo todo el día aquí metido, hurgando, espiando y haciendo preguntas, y encima hubiese tenido que alimentarlo con algo más que nueces y semillas. —Se abrazó fuertemente y se columpió sobre el asiento—. Oh, tendrá que madrugar mucho quien quiera dármela con queso. Y sinceramente creo que la flor de ese lerdo es mejor incluso que la que me perdiste hace tantos años.

Chasqueó la lengua, sacudió las riendas y las dos mulas empezaron a traquetear por el sendero del bosque. Mientras la bruja conducía la caravana, Yvaine descansó sobre la cama mohosa. El vehículo avanzaba a trompicones a través del bosque. Cuando se detenía, Yvaine se levantaba. Mientras la bruja dormía, Yvaine se sentaba en el techo de la caravana y contemplaba las estrellas. A veces el pájaro de la bruja se sentaba junto a ella, y entonces lo acariciaba y le murmuraba cosas, porque agradecía que alguien al menos reconociese su existencia. Pero cuando la bruja andaba por allí, el pájaro la ignoraba completamente.

Yvaine también cuidaba del lirón, que pasaba la mayor parte del tiempo profundamente dormido, acurrucado con la cabeza entre las patas. Cuando la bruja salía a recoger leña o a buscar agua, Yvaine abría la jaula, lo acariciaba y hablaba con él, y en diversas ocasiones le cantó, aunque no hubiese podido decir si quedaba algo de Tristran en el lirón, que la contemplaba con unos ojos plácidos y dormidos, como gotitas de tinta negra, y tenía el pelo más suave que el plumón de ganso.

La cadera no le dolía ahora que ya no tenía que caminar todo el día, y los pies no le hacían tanto daño. Cojearía siempre, eso lo sabía, porque Tristran no era ningún especialista, por lo menos en lo que a arreglar huesos rotos se refiere, aunque lo había hecho lo mejor que había sabido y la misma Meggot lo había reconocido.

Cuando tropezaban con otras personas —hecho que sucedió pocas veces— la estrella se esforzaba por ocultarse. De todas maneras, pronto descubrió que, aunque alguien le hablase delante de la bruja —o, como hizo una vez un leñador, aunque alguien la señalase y preguntase a madame Semele por ella—, la anciana no parecía capaz de percibir la presencia de Yvaine, ni siquiera de oír nada que hiciese referencia a su existencia.

Y las semanas pasaron, a un ritmo traqueteante y destartalado, en la caravana de la bruja, para la bruja, y el pájaro, y el lirón, y la estrella caída.