Capítulo 7

La estrella estaba empapada hasta la médula, triste y temblorosa, cuando alcanzó el puerto montañoso. Le preocupaba el unicornio: no habían encontrado comida para él durante ese último día de viaje, dado que la hierba y los helechos del bosque habían sido sustituidos por rocas grises y arbustos espinosos. Los cascos sin herrar del unicornio no estaban hechos para los caminos pedregosos, ni para llevar pasajeros, y su paso era cada vez más lento. Mientras viajaban, la estrella maldecía el día en que había caído en este mundo húmedo y desagradable, que le había parecido delicado y acogedor visto desde arriba. Eso era antes. Ahora lo odiaba, y odiaba todo cuanto encontraba en él, excepto al unicornio; y el caso era que, dolorida (por la falta de costumbre y el hecho de montar a pelo) e incómoda, felizmente habría perdido de vista al unicornio durante un tiempo.

Después de un día de lluvia incesante, las luces de la posada resultaron lo más acogedor que había visto hasta entonces durante su estancia en la Tierra. «Cautela, cautela, cautela», repicaban las gotas de lluvia contra las piedras. El unicornio se detuvo a sesenta pasos de la posada y no quiso acercarse más. La puerta estaba abierta, y llenaba el mundo gris de una luz cálida y amarilla.

—Hola, querida —dijo una voz gentil desde el portal.

La estrella acarició el cuello húmedo del unicornio y habló suavemente al animal, que no se movió, firme ante la luz de la posada como un fantasma pálido.

—¿Vas a entrar, querida? ¿O te vas a quedar ahí, bajo la lluvia? —La voz amistosa de la mujer reconfortó a la estrella, la calmó: tenía la medida justa de preocupación y pragmatismo—. Podemos ofrecerte comida, si es comida lo que quieres. Tenemos un fuego encendido en el hogar, y suficiente agua caliente como para llenar una bañera que te quitará el frío de los huesos.

—N-necesitaré ayuda para entrar… —balbuceó la estrella—. Mi pierna…

—Ay, pobrecita —dijo la mujer—. Haré que mi marido, Billy, te lleve dentro. Hay heno y agua fresca en el establo, para tu animal.

El unicornio miró nerviosamente a uno y otro lado cuando la mujer se acercó.

—Vamos, vamos, cariño. No me acercaré demasiado. Al fin y al cabo, hace ya tiempo que no soy lo bastante doncella como para tocar un unicornio, y han pasado muchos años desde que vimos uno por estos lugares, porque aquí no recibimos muchas visitas, ya lo creo que no…

Inquieto, el unicornio siguió a la mujer hacia los establos, manteniéndose a distancia. Se dirigió hacia la cuadra más alejada y se echó sobre la paja seca; la estrella desmontó, empapada y desamparada.

Billy resultó ser un tipo de barba blanca, poco hablador. Llevó a la estrella hasta la posada y la hizo sentar en un taburete de tres patas, ante un crepitante fuego de leña.

—Pobrecita —dijo la mujer del posadero, que les había seguido al interior—. Mírate más empapada que un hada de las aguas; fíjate qué charco estás dejando, y tu precioso vestido, cómo ha quedado, debes de estar calada hasta la médula…

Hizo salir a su esposo y ayudó a la estrella a quitarse el vestido empapado, que dejó colgado de un gancho junto al fuego, donde cada gota chasqueaba cuando caía sobre los ladrillos calientes del hogar.

Había una bañera de zinc delante del fuego, y la mujer del posadero instaló un biombo de papel alrededor.

—¿Cómo te gusta el baño —preguntó solícita—, caliente, muy caliente o hirviendo?

—No lo sé —dijo la estrella, desnuda con la sola excepción del topacio y la cadena de plata en la cintura; tenía la cabeza hecha un lío después de los extraños acontecimientos que había sufrido—, es que nunca antes me he dado un baño.

—¿Nunca? —La mujer del posadero pareció asombrada—. Vaya, pobrecita; bueno, pues no lo haremos demasiado caliente. Llámame si necesitas otra palangana de agua, tengo algo cociéndose en los fogones; y cuando hayas terminado el baño, te traeré vino caliente y unos nabos dulces asados.

Y antes de que la estrella pudiera reponer que ni comía ni bebía, la mujer ya se había marchado, dejándola en la bañera, con la pierna rota entablillada sobresaliendo del agua y reposando sobre el taburete de tres patas. Al principio el agua estaba demasiado caliente, pero cuando se acostumbró a la temperatura empezó a relajarse y se sintió, por primera vez desde que cayó del cielo, completamente feliz.

—Eso está muy bien —dijo la mujer del posadero al volver—. ¿Cómo te sientes ahora?

—Mucho, mucho mejor, gracias —dijo la estrella.

—¿Y tu corazón? ¿Cómo se siente tu corazón? —preguntó la mujer.

—¿Mi corazón? —Era una pregunta extraña, pero la mujer parecía realmente preocupada—. Se siente más feliz. Más tranquilo. Menos turbado.

—Bien. Eso está bien. Vamos a conseguir que te empiece a arder, ¿eh? Que arda y brille dentro de ti.

—Estoy segura de que a su cuidado mi corazón arderá y brillará de felicidad —dijo la estrella.

La mujer del posadero se inclinó sobre ella y le tocó afectuosamente la barbilla con un dedo.

—Qué delicia, eres un encanto, qué cosas dices. —La mujer sonrió indulgente, y se pasó una mano por los cabellos manchados de gris. Colgó una bata mullida de un extremo el biombo—. Esto es para que te lo pongas al terminar el baño… ah, no, no hay ninguna prisa, pinchoncito… Ponte esto, bien calentito y seco; tu bonito vestido todavía estará húmedo un buen rato. Llámame cuando quieras salir de la bañera y vendré a echarte una mano. —Entonces se inclinó y tocó a la estrella justo entre los pechos con un dedo frío. Y sonrió—. Un corazón bien fuerte —dijo.

Había buena gente en este mundo sombrío, decidió la estrella, reconfortada y satisfecha. Afuera, la lluvia y el viento aullaban sobre el puerto de montaña, pero en la Posada del Carro todo era cálido y confortable.

La mujer del posadero y su inexpresiva hija ayudaron a la estrella a salir de la bañera. El fuego arrancó destellos al topacio montado en plata que la estrella llevaba colgado de una cadena alrededor de la cintura, hasta que el topacio, y el cuerpo de la estrella, desaparecieron bajo la gruesa bata.

—Y ahora, cariño —dijo la mujer del posadero—, ven aquí y ponte bien cómoda.

Ayudó a la estrella a llegar hasta una larga mesa de madera, donde en un extremo reposaban dos cuchillos, uno ancho y otro largo, ambos con empuñadura de hueso y hoja de cristal oscuro. Cojeando y apoyándose sobre la mujer, la estrella llegó hasta la mesa y se sentó en el banco que había junto a ella.

Afuera el viento sopló en terribles ráfagas, y el fuego se encendió con los colores verdes y azul y blanco.

—¡Servicio! —atronó una voz ante la posada, por encima del aullido de los elementos—. ¡Comida! ¡Vino! ¡Fuego! ¿Dónde está el mozo?

Billy el posadero y su hija no se movieron, pero miraron a la mujer del vestido rojo. Ella frunció los labios. Y entonces dijo:

—Puede esperar un poco. Después de todo, no vas a ir a ninguna parte, ¿verdad, cariño? —Le dijo a la estrella—. No con la pierna en este estado, y no hasta que amaine la lluvia, ¿verdad?

—Agradezco tu hospitalidad más de lo que puedo decir —dijo la estrella con sencillez y sinceridad.

—Claro que sí —repuso la mujer del vestido rojo, y sus dedos inquietos rozaron los cuchillos, impacientes, como si hubiera algo que desease hacer con toda tu alma—. Habrá mucho tiempo cuando estos pesados se hayan ido, ¿eh?

La luz de la taberna era la visión más feliz que había tenido Tristran en todo su viaje por el País de las Hadas. Mientras Primus gritaba para reclamar ayuda, Tristran desenganchó los caballos agotados y condujo a cada uno de los animales hacia los establos junto a la posada. Había un caballo blanco dormido en la cuadra más apartada, pero Tristran estaba demasiado ocupado como para detenerse a contemplarlo.

Notaba, en aquel lugar extraño de su interior donde sabía orientarse y sabía a qué distancia estaban cosas que jamás había visto y los lugares donde jamás había estado, que la estrella se hallaba muy cerca, y eso le reconfortaba, y, a la vez, le ponía nervioso. Sabía que los caballos estaban aún más agotados y más hambrientos que él. Su cena —y por lo tanto, sospechaba, su enfrentamiento con la estrella— podía esperar.

—Yo cuidaré de los caballos —dijo a Primus—. Si no, pueden enfriarse.

El hombre alto depositó una enorme mano sobre el hombro de Tristran.

—Eres un buen chico. Te enviaré un camarero con un poco de vino caliente.

Tristran pensó en la estrella mientras cepillaba a los caballos y les limpiaba los cascos. ¿Qué le diría? ¿Qué diría ella? Terminaba con el último de los caballos cuando la inexpresiva camarera se le acercó con una jarra de vino humeante.

—Déjala ahí encima —le dijo—. Me la beberé gustoso en cuanto tenga las manos libres.

La chica dejó la jarra sobre una caja de clavos y se fue sin decir nada. El caballo de la cuadra más apartada se levantó y empezó a dar coces contra su puerta.

—Tranquilo, chico —dijo Tristran—, tranquilízate y veré si puedo encontrar avena y salvado secos para todos vosotros.

Había una gran piedra metida en el casco delantero del corcel negro y Tristran se la quitó con sumo cuidado. «Señora —había decidido que le diría—, por favor, aceptad mis más sentidas y humildes disculpas». «Señor —diría la estrella a su vez—, lo haré con todo mi corazón. Ahora, vayamos a vuestro pueblo, donde me presentaréis a vuestro amor verdadero, como prueba de vuestra devoción por ella…».

Sus cavilaciones fueron interrumpidas por un enorme estrépito, cuando un gran caballo blanco —aunque, como estrépito, cuando un gran caballo blanco— derribó la puerta de su cuadra y se abalanzó desesperado contra él, apuntándole con el cuerno. Tristran se lanzó sobre el suelo de paja del establo, protegiéndose la cabeza con los brazos. Pasaron unos momentos. Levantó la vista. El unicornio se había detenido ante la jarra, con el cuerno metido dentro del vino caliente y especiado.

Tristran se levantó torpemente. El vino humeaba y burbujeaba, y entonces le vino a la mente, procedente de algún olvidado cuento de hadas o una leyenda infantil, que el cuerno de un unicornio era capaz de detectar el…

—¿Veneno? —susurró.

El unicornio levantó la cabeza y miró a Tristran a los ojos, y Tristran supo que «decía» la verdad. El corazón le latía desbocado en el pecho. Alrededor de la posada, el viento chillaba como una bruja enloquecida.

Tristran corrió hacia la puerta del establo, allí se detuvo y pensó. Buscó en el bolsillo de su túnica, encontró un pedazo de cera, que era cuanto quedaba de su vela, con una hoja seca del color del cobre pegada a ella. Desprendió la hoja de la cera con mucho cuidado. Entonces se llevó la hoja al oído, y escuchó lo que le dijo.

—¿Vino, señor? —preguntó la mujer de mediana edad con el largo vestido rojo cuando Primus entró en la posada.

—Me temo que no —dijo—. Practico la superstición personal de, hasta el día en que vea el cadáver de mi hermano frío y echado en el suelo ante mí, no beber más que mi propio vino y no comer otra comida que aquella que me haya procurado y preparado yo mismo. Es lo que haré aquí, si no tenéis objeción. Por supuesto, os pagaré como si el vino que beba fuera vuestro. ¿Os puedo pedir que pongáis esta botella junto al fuego para calentarla?

»Por otro lado, tengo un compañero de viaje, un joven que ahora atiende los caballos, que no ha hecho el mismo juramento que yo, y estoy seguro de que si le hacéis llevar una jarra de vino caliente podrá quitarse el frío de los huesos…

La camarera hizo una reverencia y se dirigió hacia la cocina.

—Bien, anfitrión —le dijo Primus al posadero de barba blanca—, ¿cómo son vuestras camas en este rincón del mundo? ¿Tenéis colchones de paja? ¿Hay fuego en los dormitorios? Veo con gran satisfacción que hay una bañera frente al hogar… Si tenéis una olla bien llena de agua humeante, luego tomaré un baño; pero sólo os pagaré una pequeña moneda de plata por ello, tenedlo en cuenta.

El posadero miró a su mujer, que dijo:

—Nuestras camas son buenas y haré que la chica encienda el fuego en la habitación, para vos y vuestro compañero.

Primus se quitó la capa empapada y la colgó junto al fuego, al lado del vestido azul todavía húmedo de la estrella. Entonces se volvió y vio a la joven sentada a la mesa.

—¿Otro huésped? —dijo—. Bien hallados, señora, con este tiempo de perros. —A continuación se escuchó un gran estrépito en los establos—. Algo debe de haber asustado a los animales —dijo Primus, preocupado.

—Quizá los truenos —dijo la mujer del posadero.

—Sí, quizá —murmuró Primus. Otra cosa había llamado su atención. Se dirigió hacia la estrella y la miró fijamente a los ojos durante un largo instante—. Tú… —dudó. Entonces, con certeza, dijo—: Tú tienes la piedra de mi padre. Tú tienes el poder de Stormhold.

La chica le contempló con unos ojos del azul del firmamento al atardecer.

—Muy bien, pues. Pídemelo y acabemos ya de una vez.

La mujer del posadero corrió hacia ellos, hasta un extremo de la mesa.

—No pienso permitir que molestes a mis huéspedes, pichoncito —le dijo a Primus, con firmeza.

Los ojos de Primus cayeron sobre los cuchillos que había sobre la mesa. Los reconoció: había pergaminos antiquísimos en las cámaras de Stormhold en donde se encontraban dibujados y se daban sus nombres. Eran muy viejos, de la primera edad del mundo.

La puerta principal de la posada se abrió de sopetón.

—¡Primus! —gritó Tristran, que entró corriendo—. ¡Han intentado envenenarme!

Lord Primus buscó su espada corta, pero antes de que pudiera empuñarla la bruja reina cogió el más largo de los cuchillos y deslizó la hoja, con un solo movimiento, limpio y práctico, por su garganta…

Para Tristran, todo ocurrió demasiado rápido. Entró, vio a la estrella y a Primus, y al posadero y su extraña familia, y enseguida la sangre empezó a brotar a borbotones como una fuente escarlata al resplandor del fuego.

—¡A por él! —gritó la mujer del vestido escarlata—. ¡A por el mocoso!

Billy y la camarera corrieron hacia Tristran, y entonces el unicornio entró en la posada.

Tristran se quitó de en medio. El unicornio se alzó sobre las patas traseras y un golpe de sus afilados cascos envió a la camarera contra una pared.

Billy bajó la cabeza y corrió hacia el unicornio, como si quisiera embestirle con la frente. El unicornio también agachó la testuz…

—¡Estúpido! —chilló la mujer del posadero, furiosa, y se lanzó contra el unicornio, con un cuchillo en cada mano, una de ellas manchada de sangre hasta el antebrazo, del mismo color rojo que su vestido.

Tristran se puso a cuatro patas y se arrastró hacia el hogar. En la mano izquierda llevaba el trozo de cera, todo cuanto quedaba de la vela que le había conducido hasta allí. Lo había llevado en la mano hasta que su calor lo había vuelto blando y maleable.

—Más vale que esto funcione —se dijo Tristran.

Esperaba que el árbol supiese de qué estaba hablando.

Tras él, el unicornio gritó de dolor. Tristran arrancó un lazo de su jubón y amontonó la cera alrededor de la tela.

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó la estrella.

Se había arrastrado hacia donde estaba Tristran, también a cuatro patas.

—La verdad, no lo sé —reconoció.

La bruja gritó en aquel instante: el unicornio le había atravesado el hombro con su cuerno. El animal la levantó por los aires, triunfal, a punto de estamparla contra el suelo y pisotearla a continuación hasta que acabase con su vida y cuando, empalada como estaba, la bruja se dio la vuelta y clavó el más largo de los cuchillos de cristal de roca en el ojo del unicornio, hasta atravesarle el cráneo.

La bestia cayó al suelo de madera de la posada, sangrando de un costado y del ojo, y por la boca abierta. Primero cayó de rodillas y después se derrumbó completamente, cuando la vida la abandonó. La lengua le asomaba patéticamente entre los dientes.

La bruja reina se desprendió del cuerno, y con una mano cerrada sobre la herida y la otra agarrando el cuchillo restante, se levantó.

Sus ojos examinaron la habitación y localizaron a Tristran y a la estrella, encogidos junto al fuego. Lentamente, casi agónicamente, se arrastró hacia ellos, con el cuchillo en la mano y una sonrisa en el rostro.

El corazón ardiente y dorado de una estrella en paz es mucho mejor que el palpitante corazón de una pequeña estrella asustada —les dijo, con una voz extrañamente calmada y distante, casi grotesca, procedente de una cara manchada de sangre—. Pero el corazón de una estrella asustada y temblorosa es mucho mejor que no obtener corazón alguno.

Tristran cogió de la mano a la estrella.

—Levanta —le dijo.

—No puedo —le contestó ella simplemente.

—Levanta, o moriremos ahora mismo —repitió, alzándose del suelo. La estrella asintió, y, con gran dificultad, apoyando todo su peso sobre él, empezó a ponerse en pie.

—«¿Levanta, o moriremos ahora mismo?» —repitió la bruja reina—. Oh, moriréis ahora mismo, niños, en pie o sentados. A mí me da lo mismo. —Dio otro paso hacia ellos.

—Ahora —dijo Tristran, que con una mano sostenía el brazo de la estrella y en la otra su vela improvisada—, ahora, ¡camina!

Y metió la mano izquierda en el fuego.

Sintió un dolor ardiente, tanto que hubiera podido gritar, y la bruja reina le contempló como si fuera la locura personificada. Entonces el pabilo improvisado prendió, y ardió con una llama azul y firme, y el mundo empezó a desdibujarse a su alrededor.

—Por favor, camina —rogó a la estrella—. No te sueltes.

Y la estrella dio un paso vacilante.

Dejaron atrás la posada, con los gritos de la bruja reina resonando en sus oídos.

Estaban bajo tierra, y la luz de la vela relucía sobre las paredes húmedas de la cueva, y con otro paso vacilante se encontraron en un desierto de arena blanca, y con su tercer paso se hallaron muy por encima de la tierra, contemplando bajo sus pies las colinas y los árboles y los ríos, a gran distancia.

Y entonces, el último resto de cera corrió líquido sobre la mano de Tristran, y el dolor se hizo imposible de soportar, y la última llama se extinguió finalmente, para siempre.