Tristran Thorn soñaba.
Estaba en un manzano, contemplando a través de una ventana a Victoria Forester, que se desvestía. Cuando se quitó el vestido, revelando una generosa extensión de enaguas, Tristran sintió que la rama empezaba a ceder bajo sus pies y se encontró precipitándose por el aire bajo la luz de la luna…
Estaba cayendo hacia la luna.
Y la luna le estaba hablando: «Por favor —le susurraba, con una voz que le recordaba un poco a la de su madre—, protégela. Protege a mi hija. Quieren hacerle daño. Yo he hecho cuanto he podido». Y la luna le habría dicho más, y quizá lo hizo, pero se convirtió en el resplandor de la luz de luna sobre el agua a gran distancia bajo sus pies, y entonces se dio cuenta de que una pequeña araña se le paseaba por la cara, y de que tenía el cuello dolorido; levantó la mano para apartar con cuidado la araña de su mejilla y notó el sol de la mañana sobre los ojos, y vio que el mundo era dorado y verde.
—Estabas soñando —dijo la voz de una joven, procedente de arriba. La voz era amable y tenía un extraño acento. Pudo oír cómo las hojas susurraban en el haya que se alzaba sobre él.
—Sí —dijo a quien se escondiera en la copa del árbol—, estaba soñando.
—Yo también tuve un sueño anoche —dijo la voz—. En mi sueño levanté la vista y pude ver todo el bosque, y algo enorme que se movía por él. Se acercó más y más, y yo supe qué era. —La voz se detuvo abruptamente.
—¿Qué era? —preguntó Tristran.
—Todo —dijo ella—. Era Pan. Cuando yo era muy pequeña, alguien, quizá se trataba de una ardilla (hablan tantísimo), o de una garza, o no sé qué, me dijo que Pan era propietario de todo este bosque. Bueno, no exactamente propietario. No como para vender el bosque a otro o para construir un muro a su alrededor.
—O para cortar los árboles —intervino Tristran, con ganas de colaborar.
Hubo un silencio. Se preguntó adónde había ido la chica.
—¿Hola? —dijo—. ¿Hola?
Oyó de nuevo el susurro de las hojas sobre su cabeza.
—No deberías decir cosas así —exclamó la voz.
—Lo siento —dijo Tristran, que no estaba del todo seguro de por qué pedía disculpas—. Pero me decías que Pan es el propietario del bosque…
—Claro que sí —dijo la voz—. No es difícil ser propietario de algo. O de todo. Sólo debes saber que es tuyo, y después estar dispuesto a dejar que marche por sí mismo. Pan es propietario de este bosque, así de sencillo. Y en mi sueño se me acercó. Tú también salías en mi sueño, llevabas a una chica triste atada con una cadena. Era una chica muy, muy triste. Pan me dijo que te ayudara.
—¿A mí?
—Y me hizo sentir cálida y blandita y noté como un cosquilleo por dentro, desde la punta de mis hojas hasta el final de mis raíces. Me desperté y aquí estabas, bien dormido con la cabeza apoyada contra mi tronco, roncando como un lechoncito.
Tristran se rascó la nariz. Dejó de buscar una mujer escondida entre las ramas del haya, y contempló el árbol en sí.
—Eres un árbol —dijo Tristran, dando voz a sus pensamientos.
—No siempre he sido un árbol —oyó entre los susurros de las hojas del haya—. Un mago me convirtió en árbol.
—¿Qué eras antes? —preguntó Tristran.
—¿Crees que le caigo bien?
—¿A quién?
—A Pan. Si tú fueras el señor del Bosque, no encargarías una tarea tan importante como la de dar ayuda y socorro a alguien que no te gustara, ¿verdad?
—Bueno —dijo Tristran, pero antes de que se decidiera por una respuesta diplomática, el árbol empezó a decir:
—Una ninfa. Era una ninfa del bosque. Pero me perseguía un príncipe, no un príncipe galante, sino de los otros, y bueno, ¿no dirías tú que un príncipe, aunque sea de los otros, por fuerza tiene que saber que existen ciertos límites?
—¿Existen?
—Eso es exactamente lo que yo pienso. Pero él no, así que empecé a suplicar mientras corría, y… ¡boom…! Un árbol. ¿Qué te parece?
—Bueno —respondió Tristran—. No sé cómo era usted como ninfa del bosque, señora, pero es usted un árbol magnífico.
El árbol no replicó inmediatamente, pero sus hojas se encogieron con coquetería.
—También era bastante guapa como ninfa —reconoció.
—¿Qué tipo de ayuda y socorro exactamente? —preguntó Tristran—. No es que me queje. A ver, yo ahora mismo necesito toda la ayuda posible. Pero un árbol no es precisamente el primer lugar donde uno iría a buscarla. No puede venir conmigo, ni darme de comer, ni devolverme la estrella, ni enviarnos de vuelta a Muro a ver a mi amor verdadero. Estoy seguro de que haría un gran trabajo si se tratara de ponerme a cubierto de la lluvia, si estuviera lloviendo, pero en estos momentos no llueve…
El árbol movió las hojas, sin dejarse impresionar.
—¿Por qué no me cuentas tu historia hasta el momento —dijo el árbol—, y dejas que yo juzgue eso?
Tristran podía sentir cómo la estrella se alejaba cada vez más y más de él, a la velocidad de un unicornio al galope, y estuvo a punto de protestar, pues, si de algo no tenía tiempo, era de relatar las aventuras de su vida hasta el momento. Pero se dio cuenta de que todos los progresos que había hecho hasta entonces en su misión los había hecho aceptando la ayuda que le brindaban. Así que se sentó en el suelo del bosque y empezó a contar al haya todo cuanto se le ocurrió: su amor puro y verdadero por Victoria Forester; su promesa de traerle una estrella fugaz… no una cualquiera, sino la estrella que había visto caer, juntos, desde la cima de la colina de Dyties; y su viaje por el País de las Hadas. Habló al árbol de sus andanzas, del hombrecillo peludo y de las pequeñas hadas que robaron a Tristran su bombín; le habló de la vela mágica, de su caminata saltando leguas y leguas hasta llegar junto a la estrella en el claro, y del león y el unicornio, y de cómo había perdido a la estrella.
Terminó su historia y se hizo el silencio. Las hojas color cobre del árbol temblaron ligeramente, como sacudidas por un agradable viento, y después con más fuerza, como si se acercara una tormenta. Entonces las hojas formaron una voz grave y fuerte que dijo:
—Si la hubieras tenido encadenada, y ella se hubiera librado de sus cadenas, ningún poder en el cielo o en la tierra podría hacer que te ayudara, aunque el gran Pan y la dama Sylvia en persona me lo rogaran. Pero la desataste, y por eso te ayudaré.
—Gracias —dijo Tristran.
—Te diré tres cosas verdaderas. Dos te las diré ahora, y la última cuando más lo necesites. Tú mismo deberás juzgar cuándo llega ese momento.
»Primero, la estrella corre un gran peligro. Lo que ocurre en un bosque pronto es sabido en sus límites, y los árboles hablan con el viento, y el viento remite la información al próximo bosque que encuentra. Hay fuerzas que quieren hacerle daño, y cosas peores que daño. Debes encontrarla y protegerla.
»Segundo, hay un camino que atraviesa el bosque, y un abeto al final; al lado de ese abeto (podría contarte cosas de él que harían sonrojar a una piedra) pasará un carruaje dentro de unos minutos. Si te das prisa, no lo perderás.
»Y tercero, extiende las manos.
Tristran alargó ambas manos. De las alturas, cayó lentamente una hoja del color del cobre, dando vueltas y tumbos en el aire. Aterrizó limpiamente en la palma de su mano derecha.
—Ya está —dijo el árbol—. Guárdala bien. Y escúchala cuando más lo necesites. Ahora, el carruaje está a punto de llegar. ¡Corre! ¡Corre!
Tristran cogió su bolsa y corrió y se metió la hoja en el bolsillo de la túnica. Podía oír el retumbar de unos cascos que se acercaban cada vez más. Sabía que no podría alcanzarlo a tiempo, desesperó de alcanzarlo, pero aun así corrió más deprisa, hasta que no pudo oír otra cosa que el latido de su corazón en el pecho y las orejas y el silbido del aire que absorbían sus pulmones. Atravesó como pudo los matorrales y llegó al camino justo cuando despuntaba el carruaje.
Era una diligencia negra tirada por caballos negros como la noche, conducida por un tipo pálido vestido con una túnica larga y negra. Estaba a veinte pasos de Tristran. Él se mantuvo firme, resollando, e intentó llamar la atención, pero tenía la garganta seca, y no le quedaba aliento, y la voz se le había convertido en un graznido seco y susurrante. Intentó gritar y no hizo más que resollar.
El carruaje pasó por su lado sin detenerse.
Tristran se sentó en el suelo y recuperó el aliento. Entonces, temiendo por la estrella, se levantó y caminó tan rápido como pudo siguiendo el camino del bosque. No llevaba más de diez minutos andando cuando alcanzó al carruaje negro. Una rama enorme, tan grande como algunos de los árboles vecinos, había caído de un roble cerrando el camino, justo delante de los caballos, y el cochero, que también era el único ocupante del vehículo, intentaba apartarla del sendero.
—Qué cosa más extraña —dijo el cochero, que llevaba una larga túnica negra y al que Tristran echó poco menos de cincuenta años—, no ha habido viento, ni tormenta. Sencillamente, ha caído. Los caballos se han asustado mucho. —Tenía una voz profunda y resonante.
Tristran y el cochero ataron los caballos a la rama de roble con unas cuerdas. Entonces los dos hombres empujaron, los caballos tiraron, y todos a la vez arrastraron la rama hasta dejarla a un lado del camino. Tristran dijo silenciosamente «gracias» al roble cuya rama había caído, al haya color de cobre y a Pan de los bosques, y entonces preguntó al cochero si se avenía a llevarle.
—No tomo pasajeros —dijo el conductor, mesándose la barba rala.
—Claro —dijo Tristran—. Pero sin mí usted seguiría aquí encallado. Sin duda la Providencia le ha enviado mi presencia, y también la Providencia me ha enviado la suya. No le pido que se desvíe de su camino, y quizá en algún otro momento le puede convenir tener otro par de manos disponibles.
El cochero contempló a Tristran de la cabeza a los pies. Entonces metió la mano en una bolsa que llevaba colgada del cinturón y extrajo un puñado de tablillas de granito rojo.
—Elige una —le dijo a Tristran.
Tristran eligió una tablilla de piedra y enseñó al hombre el símbolo tallado en ella.
—Mmm —fue todo cuanto dijo el cochero—. Ahora, elige otra. —Tristran lo hizo—. Y otra. —El hombre se frotó de nuevo la barbilla—. Sí, puedes venir conmigo. Las runas lo dicen bien claro. Pero habrá peligro. Quizá también haya más ramas rotas que apartar del camino. Puedes sentarte arriba, si lo deseas, a mi lado, para hacerme compañía.
Era un hecho peculiar, observó Tristran mientras subía al carruaje, pero la primera vez que había echado un vistazo al interior del vehículo le pareció ver a cinco pálidos caballeros, todos vestidos de gris, que le contemplaban tristemente. Sin embargo, en cuanto quiso cerciorarse, no vio absolutamente a nadie.
El carruaje rodó por el camino plagado de hierbas bajo el techo verde y dorado de las hojas de los árboles. Tristran estaba preocupado por la estrella. Quizás era un poco malcarada, pensó, pero tenía bastantes motivos, después de todo. Esperó que no sufriera ningún percance hasta que él la alcanzara.
A veces se decía que la cordillera montañosa gris y negra que cruzaba como una espina de norte a sur por esa zona del País de las Hadas, fue una vez un gigante que se hizo tan grande que, un día, agotado por el solo esfuerzo de moverse y de vivir, se echó en la llanura y se sumió en un sueño tan profundo que transcurrían siglos entre latido y latido. Esto habría sido mucho tiempo atrás, si es que llegó a ocurrir, durante la primera edad del mundo, cuando todo era piedra y fuego, agua y aire, y pocos quedan vivos que pudieran desmentirlo, en caso de que no fuese verdad. Pero, cierto o no, todos llamaban a las cuatro grandes montañas de la cordillera Monte Cabeza, Monte Hombro, Monte Barriga y Monte Rodillas, y las colinas del sur eran conocidas como Los Pies. Había pasos entre las montañas, uno entre la cabeza y los hombros, donde habría estado el cuello, y uno inmediatamente al sur del Monte Barriga.
Eran montañas salvajes, habitadas por criaturas salvajes: trolls del color de la pizarra, peludos hombres salvajes, wodwos perdidos, cabras montesas y gnomos mineros, eremitas y exiliados, además de alguna ocasional bruja de las cimas. No era una de las cordilleras verdaderamente altas del País de las Hadas —como el Monte Huon, en cuya cima se encuentra Stormhold—, pero era una cordillera difícil de cruzar para los viajeros solitarios.
La bruja reina había cruzado el paso al sur del Monte Barriga en un par de días, y ahora esperaba a la entrada del paso. Sus machos cabríos estaban atados a un arbusto, mordisqueándolo con entusiasmo. Se sentó sobre uno de los costados del carro y afiló sus cuchillos con una piedra de sílex. Los cuchillos eran muy antiguos: las empuñaduras estaban hechas de hueso y las hojas eran de cristal volcánico tallado, negras como la pez pero con formas blancas como copos de nieve, heladas para siempre en su interior de obsidiana. Había dos cuchillos: el más corto, de hoja amplia, pesada y dura, era para cortar las costillas, para romper y abrir; el otro, con una hoja larga parecida a una daga, era para cortar el corazón. Cuando los cuchillos estuvieron lo suficientemente afilados como para haberlos podido pasar por el cuello de alguien sin que sintiera más que el roce de un levísimo cabello, y después una calidez que se derramaba por el pecho mientras su sangre vital fluía del corte, la bruja reina los guardó y empezó sus preparativos.
Se acercó a los machos cabríos y susurró una palabra mágica a cada uno de ellos. Allí donde habían estado los animales, ahora aparecían un hombre con una perilla blanca y una joven con los ojos apagados. No dijeron nada.
La bruja reina se arrodilló junto a su carro y le susurró diversas palabras. El carro no hizo nada y la mujer dio un puntapié a una roca.
—Me estoy haciendo vieja —dijo a sus dos criados. Éstos no replicaron, ni dieron indicación alguna de haberla entendido—. Las cosas inanimadas siempre han sido más difíciles de cambiar que las animadas. Sus almas son más viejas y estúpidas y difíciles de convencer. Pero si tuviera mi verdadera juventud… En el alba del mundo, yo podía transformar montañas en mares, y nubes en palacios. Podía poblar una ciudad con los granos de arena de la playa. Si volviera a ser joven…
Suspiró y levantó una mano: una llama azul resplandeció un momento entre sus dedos y entonces, cuando bajó la mano y se inclinó para tocar el carro, el fuego desapareció.
Volvió a levantarse. Ahora había mechas grises en su pelo negro como ala de cuervo, y bolsas oscuras bajo sus ojos; pero el carro había desaparecido y se hallaba ante una pequeña posada, al borde del paso montañoso.
En la distancia, se oyó un trueno callado y parpadeó un rayo. El letrero de la posada rechinó sacudido por el viento. Tenía pintado un carro.
—Vosotros dos —dijo la bruja—, adentro. Ella viene hacia aquí, y tendrá que atravesar este paso. Ahora sólo tengo que asegurarme de que entrará aquí dentro. Tú —dijo al hombre de la perilla blanca— eres Billy, el propietario de esta taberna. Yo seré tu mujer, y esto —señaló a la chica de ojos apagados que antes había sido Brevis— es nuestra hija, la camarera.
Otro trueno resonó, procedente de las cimas de las montañas, más fuerte que el anterior.
—Pronto lloverá —anunció la bruja—. Preparemos el fuego.
Tristran podía sentir la estrella delante de ellos, moviéndose a buen paso. Le pareció que le estaban ganando terreno. Para su alivio, el carruaje negro seguía el mismo camino que el de la estrella. Una vez, cuando el sendero se bifurcó, a Tristran le preocupó que pudieran tomar el desvío equivocado. Estaba dispuesto a abandonar el carruaje y seguir en solitario, si así ocurría.
Su compañero detuvo los caballos, bajó del asiento y sacó sus runas. Después, una vez finalizada la consulta, volvió a subir y condujo el carruaje por el camino de la izquierda.
—Si no resulta impertinente por mi parte —dijo Tristran—, ¿puedo preguntar qué está buscando?
—Mi destino —dijo el hombre, tras una breve pausa—. Mi derecho a gobernar. ¿Y tú?
—Hay una joven a la que he ofendido con mi comportamiento —dijo Tristran—. Quiero arreglarlo. —Y, mientras decía esto, supo que era verdad.
El cochero gruñó.
El follaje del bosque empezaba a clarear rápidamente. Los árboles se hicieron más escasos; Tristran contempló las montañas que tenían ante sí y exclamó:
—¡Qué montañas!
—Cuando seas mayor —dijo su compañero— debes visitar mi ciudadela, en lo alto de los despeñaderos del Monte Huon. ¡Eso sí que es una montaña! Y desde allí podemos bajar la vista y contemplar montañas junto a las cuales éstas —e hizo un gesto despreciativo hacia las alturas del Monte Barriga— no son más que montículos.
—En honor a la verdad —dijo Tristran—, espero pasar el resto de mi vida como pastor y campesino en el pueblo de Muro, porque ya he experimentado tantas emociones como cualquier joven puede llegar a necesitar, entre velas y árboles y la joven dama y el unicornio. Pero acepto la invitación con el mismo espíritu con que la habéis hecho, y os doy las gracias. Si algún día visitáis Muro, debéis venir a mi casa: os ofreceré ropa de lana y queso de oveja, y todo el estofado de cordero que podáis comer.
—Ciertamente, eres muy amable —dijo el cochero. El camino era ahora mejor, hecho de grava apisonada; el hombre hizo restallar el látigo para que los caballos aligeraran el paso—. ¿Dices que has visto un unicornio?
Tristran estuvo a punto de contar a su compañero todo el episodio del unicornio, pero se lo pensó mejor y simplemente dijo:
—Era una bestia de lo más noble.
—Los unicornios son criaturas de la luna —dijo el conductor—. Nunca he visto uno. Pero se dice que sirven a la luna y que cumplen sus órdenes. Llegaremos a las montañas mañana por la noche, pero hoy nos detendremos con la puesta de sol. Si lo deseas, puedes dormir dentro del coche; yo dormiré al lado del fuego.
No le cambió el tono de voz, pero Tristran supo, con una certeza que era a la vez súbita y sorprendente por su intensidad, que el hombre estaba asustado por algo, aterrorizado hasta el fondo del alma.
Esa noche los relámpagos parpadearon entre las cimas de las montañas. Tristran durmió sobre el asiento de cuero del coche con la cabeza apoyada sobre un saco de avena: soñó con fantasmas, con la luna y las estrellas. Empezó a llover al amanecer, abruptamente, como si el cielo se hubiera convertido en agua. Nubes bajas y grises ocultaron las montañas. Bajo la lluvia, Tristran y el cochero engancharon los caballos al carruaje y emprendieron la marcha. Ahora todo era cuesta arriba, y los caballos no iban más que al paso.
—Podrías meterte dentro —le aconsejó el conductor—. No tiene sentido que nos mojemos los dos.
Se habían puesto unas capas impermeables que encontraron bajo el pescante.
—Me costaría mucho mojarme todavía más —dijo Tristran— sin saltar directamente a un río. Me quedaré aquí. Dos pares de ojos y dos pares de manos podrían muy bien salvarnos la vida.
Su compañero gruñó. Se apartó la lluvia de los ojos y de la boca con una mano fría y húmeda, y después dijo:
—Eres un loco, chico. Pero te lo agradezco. —Se pasó las riendas a la mano izquierda y extendió la derecha—. Me conocen como Primus. Lord Primus.
—Tristran. Tristran Thorn —dijo él, sintiendo que el hombre, de alguna manera, se había ganado el derecho a saber su nombre.
Se dieron la mano. La lluvia cayó con más fuerza. Los caballos avanzaron aún más despacio, mientras el camino se convertía en un torrente y la lluvia impedía la visión con tanto ahínco como la niebla más espesa.
—Hay un hombre —dijo lord Primus, gritando para hacerse oír por encima de la lluvia y del viento, que le arrancaba las palabras de los labios—. Es alto y se parece un poco a mí, aunque su aspecto recuerda a un cuervo. Sus ojos parecen inocentes y apagados, pero lleva la muerte en ellos. Se llama Septimus, pues fue el séptimo hijo que engendró nuestro padre. Si alguna vez le ves, corre y escóndete. Me busca a mí, pero no dudará en matarte si te interpones, o quizá te convertirá en su instrumento, para así poder matarme.
Una ráfaga salvaje de viento derramó una jarra entera de agua de lluvia por el cuello de Tristran.
—Parece un hombre peligroso —dijo.
—Es el hombre más peligroso con el que jamás tropezarás.
Tristran se quedó callado bajo la lluvia y la creciente oscuridad. Cada vez era más difícil distinguir el camino. Primus habló de nuevo para decir:
—La verdad, me parece que hay algo contra natura en esta tormenta.
—¿Contra natura?
—O por encima de lo natural; sobrenatural, si lo prefieres. Espero que encontremos una posada por el camino. Los caballos necesitan descansar, y a mí me gustaría disfrutar de una cama seca, un cálido fuego y una buena comida.
Tristran gritó para declarar su conformidad con el plan. Intentó encontrar una posada en su mente y no pudo. Sentados uno al lado del otro, cada vez estaban más empapados. Tristran pensó en la estrella y el unicornio. A estas alturas ella estaría también empapada y aterida. Le preocupaba su pierna rota, y pensó en lo mucho que debía de dolerle la espalda de tanto montar.
Todo era culpa suya. Se sentía abatido.
—Soy la persona más desdichada que ha vivido nunca —le confesó a Primus, cuando se detuvieron para dar de comer avena mojada a los caballos.
—Eres joven y estás enamorado —dijo Primus—. Todo joven en tu posición es el joven más desdichado que ha vivido nunca.
Tristran se preguntó cómo podía haber adivinado lord Primus la existencia de Victoria Forester. Se imaginó a sí mismo relatando a la bella sus aventuras ante un gran fuego, en Muro; pero, fuera como fuese, todos sus relatos sonaban a hueco.
Ese día, el anochecer parecía haber empezado al amanecer y ahora el cielo se oscurecía de nuevo. El camino continuaba subiendo. La lluvia amainaba un poco y luego redoblaba su fragor y caía más duramente que nunca.
—¿Es una luz, eso de ahí? —preguntó Tristran.
—No veo nada. Quizás hayan sido los fuegos fatuos o un relámpago… —dijo Primus. Pero al doblar un recodo del camino, añadió—: Me equivoqué. Es una luz. Tienes buenos ojos, jovencito. Pero en estas montañas existen sorpresas desagradables. Esperemos que sea gente amistosa.
Los caballos aligeraron el paso ahora que podían distinguir su destino. Un relámpago iluminó las montañas, que se levantaban a ambos lados del camino.
—¡Tenemos suerte! —gritó Primus, con su voz profunda que parecía un trueno—. ¡Es una posada!