Capítulo 5

A la luz brillante de la mañana, la joven parecía más humana y menos etérea. No había dicho nada desde que Tristran había despertado.

Él cogió su cuchillo y cortó una rama caída en forma de Y mientras ella, sentada bajo un sicomoro, lo miraba furiosa y con el ceño fruncido. Tristran arrancó la corteza de una rama verde y envolvió con ella el extremo en forma de Y de la rama cortada. Aún no habían desayunado y Tristran estaba famélico; su estómago rugía mientras trabajaba. La estrella no dijo si tenía hambre. Lo único que había hecho era mirarlo, primero con reproche y después directamente con odio.

Tiró bien de la corteza, la pasó por debajo del último bucle y volvió a tirar para fijarla.

—De verdad, esto no es nada personal —confesó a la joven y al claro del bosque.

Bajo la luz del sol, la estrella a duras penas brillaba, excepto donde las sombras oscuras la rozaban.

La estrella pasó un pálido índice por la cadena de plata que corría entre ellos dos, trazó la circunferencia cerrada sobre su delgada muñeca y no replicó.

—Lo he hecho por amor —continuó él—. Y tú eres mi única esperanza. Su nombre, o sea, el nombre de mi amor es Victoria Forester. Y es la más bonita, sabia y dulce chica que hay en el mundo entero.

La joven rompió su silencio con un resoplido de burla.

—¿Y esta sabia y dulce criatura te ha enviado a torturarme? —preguntó.

—Bueno, no exactamente. Verás, me prometió cualquier cosa que le pidiese, fuese su mano en matrimonio o besar sus labios, si le traía la estrella que vimos caer anteanoche. Yo pensé —confesó Tristran— que una estrella caída sería seguramente como un diamante o una roca. Lo que no me esperaba era una dama.

—Y cuando encontraste una dama, ¿no podías haberla socorrido, o haberla dejado en paz? ¿Por qué arrastrarla y hacerle sufrir por tu locura?

—El amor —replicó él.

Ella lo miró con ojos azules como el cielo.

—Espero que se te atragante —dijo, sin inflexión.

—No será así —dijo Tristran, con más confianza y ánimo de los que sentía—. Toma. Prueba esto. —Le entregó la muleta y la ayudó a levantarse.

Sintió cosquillas en las manos, nada desagradables, allí donde su piel tocó la de ella. Ella siguió sentada en el suelo, como un tocón, sin esforzarse por ponerse en pie.

—Te he dicho —afirmó ella— que haré cuanto esté en mi poder para frustrar tus planes y proyectos. —Contempló el claro a su alrededor—. Qué pobre se ve este mundo de día. Y qué deslucido.

—Apoya el peso sobre mí y el resto sobre la muleta. En algún momento tendrás que moverte —dijo él.

Estiró de la cadena y la estrella, de mala gana, empezó a levantarse; primero se apoyó sobre Tristran, y después, como si su proximidad le disgustara, sobre la muleta.

Entonces sofocó un grito y cayó sobre la hierba cuan larga era, con la cara deformada, gimiendo de dolor. Tristran se arrodilló junto a ella.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

Sus ojos azules relampaguearon, pero estaban llenos de lágrimas.

—La pierna no me sostiene. Debe de estar rota. —La piel se le había vuelto blanca como una nube, y temblaba.

—Lo siento —dijo Tristran, inútilmente—. Puedo entablillártela; lo he hecho con las ovejas, no será nada. —Le apretó la mano, luego fue hacia el arroyo, mojó su pañuelo en él y se lo entregó a la estrella para que se refrescara la frente.

Cortó más ramas caídas con su cuchillo. Luego se quitó el jubón y la camisa, y los rompió para hacer tiras con las que atar las ramitas, tan firmemente como pudo, alrededor de la pierna herida. La estrella no emitió sonido alguno mientras realizaba la operación, aunque cuando ató con firmeza el último nudo, a Tristran le pareció oír que gemía un poco.

—La verdad es que deberíamos llevarte a un especialista. Yo no soy médico ni nada.

—¿No? —dijo ella secamente—. Me dejas de piedra.

La dejó reposar un poco al sol. Y entonces dijo:

—Más vale que volvamos a probar, supongo. —Y la ayudó a levantarse de nuevo.

Dejaron el claro cojeando; la estrella descansaba todo el peso sobre la muleta y el brazo de Tristran y se encogía de dolor a cada paso. Y cada vez que se encogía o le rechinaban los dientes, Tristran se sentía culpable e incómodo, pero se tranquilizó pensando en los ojos grises de Victoria Forester. Siguieron un sendero de ciervos a través del bosque de avellanos, mientras Tristran, que había decidido que lo correcto era conversar con la estrella, le preguntó cuánto hacía que era una estrella, si era agradable ser una estrella y si todas las estrellas eran mujeres, y le informó de que siempre había supuesto que las estrellas eran, como la señora Cherry les había enseñado, bolas en llamas de gas en combustión, de muchos cientos de miles de kilómetros de diámetro; igual que el sol, sólo que más lejos. A todas estas preguntas y afirmaciones, ella no respondió.

—¿Por qué caíste? —preguntó él—. ¿Tropezaste con algo?

Ella se detuvo, se volvió y le contempló como si examinara algo muy desagradable a mucha distancia.

—No tropecé con nada —respondió ella al fin—. Me golpearon en un costado, con esto. —Buscó entre los pliegues de su vestido y sacó una gran piedra amarillenta, de la que colgaban dos pedazos de cadena—. Tengo un moratón en el lugar del golpe, el que me hizo caer del cielo. Y además ahora me veo obligada a llevarla conmigo.

—¿Por qué?

Pareció que iba a responder, pero la estrella sacudió la cabeza, cerró los labios y no dijo nada más. Un arroyo chapoteaba a su derecha, siguiendo su mismo paso. El sol de mediodía brillaba sobre sus cabezas y Tristran se encontraba cada vez más hambriento.

Sacó el mendrugo de pan seco de su bolsa Gladstone, lo humedeció en el arroyo y lo partió exactamente por la mitad. La estrella inspeccionó el pan húmedo con desdén y no se lo metió en la boca.

—Te morirás de hambre —le advirtió Tristran.

Ella no dijo nada, tan sólo levantó un poco más la barbilla.

Continuaron a través de los bosques, progresando lentamente. Seguían un sendero de ciervos que subía por la ladera de una colina, por entre árboles caídos; el cerro se hizo tan empinado que amenazó con precipitar a la estrella caída y a su captor ladera abajo.

—¿No hay un camino más fácil? —preguntó al fin la estrella, exasperada—. ¿Algún otro sendero o un claro menos empinado?

En cuanto oyó la pregunta, Tristran supo la respuesta.

—Hay un camino a menos de una legua hacia allí —dijo—, y un claro hacia allá, al otro lado de la espesura.

—¿Lo sabías?

—Sí. No. Bueno, lo he sabido cuando me lo has preguntado.

—Vayamos hacia el claro —propuso ella, y atravesaron la espesura como pudieron.

Les costó prácticamente una hora llegar al claro, pero el terreno, cuando lo alcanzaron, era tan plano y liso como un campo de fútbol. El espacio parecía haber sido despejado con un propósito, pero ¿cuál podía ser ese propósito? Tristran no era capaz de imaginarlo.

En el centro del prado, sobre la hierba a cierta distancia de ellos, había una ornamentada corona de oro que brillaba bajo la luz del sol de la tarde. Tenía incrustadas piedras rojas y azules; «rubíes y zafiros», pensó Tristran. Estaba a punto de acercarse a la corona cuando la estrella le tocó el brazo y dijo:

—Espera. ¿Oyes tambores?

Tristran se dio cuenta de que así era: un golpeteo grave, un latido, que venía de todas partes, de cerca y de lejos, y resonaba por las colinas. Luego se escuchó un fuerte estrépito, entre los árboles al otro extremo del claro, y unos gritos agudos y sin palabras. Entró en el prado un enorme caballo blanco con los flancos heridos y ensangrentado; corrió hasta el centro del claro, dio la vuelta, agachó la cabeza y se enfrentó a su perseguidor… que irrumpió en el claro con un rugido que le puso la carne de gallina a Tristran. Era un león, pero se parecía bien poco al león que Tristran había visto en la feria del pueblo de al lado, un animal sarnoso, desdentado y reumático. El que veía ahora era un león enorme, del color que tiene la arena bien entrada la tarde. Penetró en el claro corriendo, se detuvo y enseñó los dientes al caballo blanco. Éste parecía aterrorizado, con las crines manchadas de sudor y sangre, y tenía los ojos desorbitados. Tristran se dio cuenta de que le salía un largo cuerno de marfil en medio de la frente. Se levantó sobre las patas traseras, relinchando y resoplando, y un casco afilado y sin herrar golpeó el hombro del león, que aulló como un enorme gato escaldado y saltó hacia atrás. Entonces, a distancia, empezó a rodear al asustado unicornio, con sus ojos dorados fijos todo el tiempo en el cuerno afilado que le apuntaba continuamente.

—Detenlos —susurró la estrella—. Se matarán el uno al otro.

El león rugió al unicornio. Empezó con un gruñido suave, como un trueno distante, y acabó con un bramido que hizo temblar los árboles y las rocas del valle y el cielo. Entonces el león saltó y el unicornio embistió, y el prado se llenó de oro, plata y rojo, porque el león había subido sobre la grupa del unicornio, con las garras bien aferradas a los costados y la boca junto a su cuello, y el unicornio chillaba y se encabritaba y se arrojaba al suelo intentando quitarse de encima al gran felino; sus cascos y su cuerno eran incapaces de alcanzar a su torturador.

—Por favor, haz algo. El león lo matará —dijo la chica.

Tristran le habría explicado que lo único que podía esperar, si se acercaba a esas bestias furiosas, era ser empalado, pateado, desgarrado y comido; y también le habría explicado que, aunque sobreviviera al encuentro, seguía sin haber nada que él pudiera hacer, ya que no llevaba consigo ni tan sólo una palangana de agua que era el método tradicional usado en Muro para separar a los animales que se peleaban. Pero cuando todos estos pensamientos hubieron pasado por su cabeza, Tristran ya estaba en medio del claro, a un brazo de distancia de las bestias.

El olor del león era profundo, animal, terrorífico. Estaba lo bastante cerca como para ver la expresión de súplica en los ojos negros del unicornio. Tristran recordó la vieja cancioncilla:

El León y el Unicornio peleaban por la corona.

El León abatió al Unicornio por toda la zona.

Lo abatió una vez,

lo abatió dos,

con toda su fuerza y su poder.

Lo abatió tres veces

para su dominio mantener.

Entonces recogió la corona tirada sobre la hierba —era tan pesada y dúctil como el plomo— y se acercó a los animales hablando al león como había hablado a lo carneros de mal temperamento y a las ovejas nerviosas en los campos de su padre.

—Calma, vamos… Tranquilo… Toma tu corona… Buen chico.

El león sacudió al unicornio entre sus fauces, como un gato que jugara con una bufanda de lana, y lanzó una mirada de desconcierto hacia Tristran.

—¡Caramba! —dijo Tristran. Había hoja y ramitas enredadas en la melena del león. Ofreció la pesada corona a la gran bestia—. Has ganado. Suelta al unicornio. —Y se acercó un paso más. Luego alargó ambas manos temblorosas y colocó la corona sobre la cabeza del león.

El león se bajó del cuerpo postrado del unicornio y empezó a caminar, silencioso, por el claro, con la cabeza bien alta. Llegó a la linde del bosque, donde se detuvo varios minutos para lamer sus heridas con una lengua muy, muy roja, y entonces, ronroneando como un terremoto, se alejó adentrándose en el bosque.

La estrella cojeó hasta el unicornio herido y se echó como pudo sobre la hierba, con la pierna rota completamente extendida a un lado. Le acarició la cabeza.

—Pobre, pobre criatura —dijo.

El animal abrió sus ojos oscuros y la contempló, y entonces puso la cabeza sobre su falda y cerró de nuevo los ojos.

Aquella noche Tristran se terminó el pan duro que quedaba, y la estrella no cenó nada en absoluto. Había insistido en que esperasen junto al unicornio y Tristran no tuvo valor para negárselo.

Ahora el prado estaba envuelto en la negrura. El cielo sobre sus cabezas relucía con los parpadeos de mil estrellas; y la mujer estrella resplandecía también, como si la Vía Láctea la hubiera dejado impregnada de polvo estelar, mientras el unicornio relucía gentilmente en la oscuridad, como una luna vista entre las nubes. Tristran estaba echado junto al unicornio, y sentía cómo su corpachón irradiaba calor en la noche. La estrella estaba echada al otro lado de la bestia, y daba la impresión de que murmuraba una canción al oído del unicornio; Tristran deseó poder oírla mejor: el fragmento de melodía que distinguía era extraño y fascinante, pero lo cantaba tan bajo que a duras penas podía percibirlo. Sus dedos tocaron la cadena que les unía: era fría como la nieve y tenue como la luz de la luna sobre una charca, o como un destello de luz sobre las escamas plateadas de una trucha cuando en el crepúsculo sube a la superficie a comer.

Enseguida se durmió.

La bruja reina seguía por un sendero de bosque, montada en su carro, golpeando con el látigo los costados de sus dos machos cabríos cuando aflojaban la marcha. Había distinguido el pequeño fuego del campamento que ardía junto al camino casi media legua atrás, y sabía, por el color de las llamas, que era un fuego hecho por su gente, porque los fuegos de bruja lucen unos colores inusuales. Así que hizo frenar a sus animales cuando llegó junto a la caravana gitana alegremente pintada, y junto al fuego de campamento, y junto a la vieja de cabellos de hierro sentada ante el fuego, quien vigilaba una liebre que se asaba sobre las llamas.

De la panza abierta de la liebre goteaba una grasa que caía crujiente y chisporroteante sobre el fuego; de allí se desprendían los aromas gemelos de carne asada y humo de leña. Un pájaro multicolor se sostenía sobre una percha de madera junto a la vieja. Erizó las plumas y chilló alarmado al ver a la bruja reina, pero estaba encadenado a la percha y no podía huir.

—Antes de que tú digas nada —dijo la mujer de cabello gris—, debo decirte que sólo soy una vieja vendedora de flores, una anciana inofensiva que nunca ha hecho nada a nadie, y a la que la visión de una gran dama tan terrorífica como tú llena de ansia y temor.

—No te haré daño —dijo la bruja reina.

La anciana entornó los ojos y contempló a la dama de la túnica roja de la cabeza a los pies.

—Eso dices ahora —exclamó—. Pero ¿cómo sé que es verdad, una pobre viejecita como yo, que no hago más que temblar de la cabeza a los pies? Podrías planear robarme durante la noche, o algo peor.

Atizó el fuego con un palo y las llamas se alzaron. El olor a carne asada flotaba en el aire inmóvil de la noche.

—Juro —dijo la dama de la túnica roja— por las reglas y restricciones de la Hermandad a la que tú y yo pertenecemos, por la pujanza de las Lilim, y por mis labios, pechos y doncellez, que no pretendo hacerte ningún daño, y que te trataré como si fueras mi propia invitada.

—Con eso me basta, tesoro —dijo la anciana, y su cara se partió en una sonrisa—. Ven, siéntate a mi lado. La cena estará lista en un periquete.

—De buena gana —dijo la dama de la túnica roja.

Los machos cabríos resoplaron y mordisquearon la hierba y las hojas junto al carro, y observaron con desagrado a las mulas atadas a un árbol, que durante el día tiraban de la caravana.

—Bonitos machos cabríos —dijo la anciana. La bruja reina inclinó la cabeza y sonrió modestamente. El fuego relució sobre la pequeña serpiente escarlata que le envolvía la muñeca como un brazalete—. Veamos, querida, mis ojos ya no son lo que eran, pero ¿me equivoco al suponer que uno de esos dos bravos animales empezó su vida sobre dos patas y no cuatro?

—Se sabe de casos parecidos —reconoció la bruja reina—. Ese espléndido pájaro tuyo, por ejemplo.

—Este pájaro regaló una de las joyas de mi muestrario a un inútil total hace casi veinte años. Y más vale no hablar de los problemas que me trajo después. Así que, ahora, es ave a menos que haya trabajo que hacer o que deba atender el tenderete; y si pudiera encontrar un empleado fuerte al que no asustara el trabajo duro, se quedaría convertida en pájaro para siempre.

El pájaro pió tristemente sobre su percha.

—Me llaman madame Semele —dijo la anciana.

«Te llamaban Sal Sosa cuando eras una mocosa», pensó la bruja reina, pero dijo:

—Puedes llamarme Morwanneg. —Esto era prácticamente un chiste, porque Morwanneg significa «ola del mar», y su nombre verdadero hacía tiempo que se había hundido y perdido bajo el frío océano.

Madame Semele se levantó, entró en la caravana y salió luego con dos tazones de madera, dos cuchillos con mango de madera y un pequeño bote de hierbas secas y molidas, convertidas en polvo verde.

—Iba a empezar a comer con los dedos en un plato de hojas frescas —dijo, entregando un tazón a la dama de la túnica roja. El tazón tenía un girasol pintado, visible bajo una capa de polvo—. Pero he pensado: «¿cuántas veces recibes visitas tan gentiles?». Así que sólo lo mejor de lo mejor. ¿Cola o cabeza?

—Elige tú —respondió su invitada.

—Entonces la cabeza para ti, con los sabrosos ojos y el cerebro y las orejitas crujientes. Yo me comeré los cuartos traseros, que sólo son carne insulsa. —Sacó el asador del fuego mientras hablaba y, usando los dos cuchillos con tanta rapidez que a duras penas resultaron visibles, dividió la pieza y separó la carne de los huesos, y la sirvió de manera bastante equitativa en los dos tazones. Pasó el bote de hierbas a su invitada—. No hay sal, querida, pero si le echas de esto, te gustará. Un poco de albahaca, un poco de tomillo silvestre… Todo receta mía.

La bruja reina tomó su porción de liebre asada y uno de los cuchillos, y esparció un poco de polvo de hierbas sobre el manjar. Pinchó un trozo de carne y se lo comió golosamente, mientras su anfitriona movía la carne y soplaba con fastidio la liebre asada, que desprendía su vapor.

—¿Qué tal está? —preguntó la anciana.

—Delicioso —respondió la invitada con sinceridad.

—Es por las hierbas —explicó la vieja.

—Sí, noto el sabor de la albahaca y el tomillo —dijo la invitada—, pero hay un tercer sabor que no acabo de reconocer.

—Ah —dijo madame Semele, y mordisqueó un poco de carne.

—Es un sabor de lo más insólito.

—Cierto. Una hierba que sólo crece en Garamond, en una isla en medio de un gran lago. Resulta de lo más agradable con todo tipo de carnes y pescados, y su sabor me recuerda un poco al hinojo, pero con un toque de nuez moscada. Sus flores son de color naranja muy atractivo. Es buena para el flato y la fiebre, y, además, es un leve somnífero que tiene la curiosa propiedad de provocar a quien lo tome la disposición de no decir nada más que la verdad durante unas cuantas horas.

La dama de la túnica escarlata contempló furiosa el contenido del tazón.

—¿Hierba de limbo? —masculló—. ¿Te has atrevido a darme hierba de limbo?

—Eso parece, querida —y la vieja rio y chilló de contenta—. Veamos, pues, ama Morwanneg, si es ése tu nombre, ¿adónde vas en tu gran carro? ¿Y por qué me recuerdas a alguien que conocí una vez…? Madame Semele nunca olvida nada ni a nadie.

—Voy a buscar una estrella —dijo la bruja reina— que cayó en los bosques al otro lado del Monte Barriga. Y cuando la encuentre, cogeré mi gran cuchillo y le arrancaré el corazón mientras esté aún viva y su corazón le pertenezca. Porque el corazón de una estrella viva es un remedio soberano contra todos los achaques de la edad y el tiempo. Mis hermanas esperan mi regreso.

Madame Semele rio y se abrazó a los hombros, columpiándose sobre los pies.

—El corazón de una estrella, ¿eh? ¡Ja, ja! Ese trofeo será para mí. Comeré el suficiente como para que regrese mi juventud, y mi pelo cambie del gris al dorado, y mis pechos se hinchen y vuelvan a ser firmes. Entonces llevaré el corazón que queda al Gran Mercado de Muro. ¡Ja!

—No harás nada de eso —dijo su invitada muy suavemente.

—¿No? Eres mi invitada, querida. Hiciste tu juramento. Has probado mi comida. Según las leyes de nuestra Hermandad, no puedes hacerme ningún daño.

—Oh, puedo hacerte daño de muchas maneras, Sal Sosa, pero tan sólo te haré notar que alguien que ha comido hierba de limbo no puede decir nada más que la verdad durante varias horas; y una cosa más… —Relámpagos distantes parpadearon en sus palabras, y el bosque estaba silencioso, como si cada árbol y cada hoja la escucharan atentamente—. Esto te digo: has robado conocimientos sin ganártelos, pero no te serán de provecho, porque serás incapaz de ver la estrella, incapaz de percibirla, incapaz de tocarla, de saborearla, de encontrarla, de matarla. Aunque otro le cortara el corazón y te lo entregara, tú no lo sabrías, nunca sabrías qué tienes en la mano. Esto te digo. Éstas son mis palabras y dicen la verdad. Y debes saber una cosa más: juré, por el pacto de la Hermandad, que no te haría daño alguno. De no haberlo jurado, te convertiría en un escarabajo y te arrancaría las piernas una a una, y dejaría que los pájaros te encontraran, por haberme hecho sufrir esta indignidad.

Los ojos de madame Semele se desorbitaron de temor, y contempló a su invitada por encima de las llamas de la hoguera.

—¿Quién eres? —preguntó.

—La última vez que supiste de mí —dijo la mujer de la túnica escarlata—, gobernaba con mis hermanas en Carnadine, antes de que se perdiera.

—¿Tú? ¡Pero si estás muerta hace largo tiempo!

—Varias veces se ha dicho que las Lilim habían muerto, pero sólo han sido mentiras. La ardilla aún no ha encontrado la bellota de la que crecerá el roble que se cortará para construir la cuna del bebé que se hará mayor para matarme.

Unos destellos plateados chisporrotearon en las llamas mientras habló.

—Así que eres tú; has recuperado la juventud —suspiró madame Semele—. Y ahora yo también volveré a ser joven.

La dama de la túnica escarlata se levantó entonces y depositó el tazón con su porción de liebre en el fuego.

—No harás nada de eso —dijo—. ¿Me has oído? En cuanto me vaya, olvidarás que me has visto. Olvidarás todo esto, incluso mi maldición, aunque su certeza te molestará y te ofenderá, como un picor en un miembro amputado hace tiempo. Y en el futuro, trata con mayor gracia y deferencia a tus invitados.

El tazón de madera prendió en llamas y, entonces, una enorme lengua de fuego ennegreció las hojas del roble que se alzaba sobre sus cabezas. Madame Semele sacó el tazón del fuego golpeándolo con un palo y lo apagó a pisotones, entre las hierbas.

—¿Cómo es posible que se me haya caído este tazón en el fuego? —exclamó en voz alta—. Y mira, uno de mis bonitos cuchillos completamente quemado y arruinado. ¿En qué estaría yo pensando?

No hubo respuesta. Camino abajo, oyó el redoble de algo que podrían ser las pezuñas de unos machos cabríos adentrándose en la noche. Madame Semele sacudió la cabeza para despejar la mente de polvo y telarañas.

—Me hago vieja —dijo al pájaro multicolor sobre su percha, que lo había observado todo y no había olvidado nada—. Me hago vieja. Y nada puede hacerse.

El pájaro se removió, incómodo. Una ardilla roja entró dudando un poco, en el círculo de luz de la hoguera. Recogió una bellota, la sostuvo un momento entre sus garras delanteras, tan parecidas a unas manos como si estuviera rezando; luego salió corriendo… enterró la bellota y la olvidó.

Mareamalsana es un pequeño pueblo costero construido con granito, una villa de abaceros y carpinteros y fabricantes de velas; de viejos marineros a los que faltan dedos y miembros que han abierto tabernas o han pasado sus días en ellas, con el pelo que les queda trenzado con brea y sus barbillas espolvoreadas de blanco desde hace mucho. No hay putas en Mareamalsana, ni nadie que se considere así, aunque siempre ha habido muchas mujeres que, bajo presión, se describirían como diversamente casadas, con un marido en este barco, anclado aquí cada medio año, y otro marido en aquel otro barco, que amarra en el puerto treinta días cada nueve meses. La matemática del asunto siempre ha complacido a la mayoría de la gente; si alguna vez falla y un hombre vuelve junto a su mujer mientras otro de sus maridos se encuentra residente, entonces se organiza una pelea… y las tabernas se encargan de consolar al perdedor. A los marineros no les importa este estado de cosas, porque saben que de esta manera habrá, al menos, una persona que se dará cuenta de que no regresan del mar y que lamentará su pérdida; y sus mujeres se contentan con la certeza de que sus maridos también les son infieles, porque la mar siempre conquista el afecto de un hombre, siendo a la vez madre y amante; y será ella quien lavará su cadáver, en el futuro, y lo convertirá en coral y marfil y perlas.

Fue a Mareamalsana adonde llegó una noche Primus, señor de Stormhold, vestido todo de negro, con una barba tan seria y espesa como uno de los nidos de cigüeña que adornaban las chimeneas del pueblo. Llegó en un carruaje tirado por caballos negros y se alojó en El Descanso del Marino, en la calle del Garfio. Se le consideró de lo más peculiar en sus peticiones y requerimientos, porque llevó su propia comida y bebida a sus habitaciones y la guardó cerrada con llave en un cofre de madera, que sólo abría para tomar una manzana, o un trozo de queso, o una copa de vino. Tenía la habitación más alta de El Descanso del Marino, un edificio empinado construido sobre un acantilado de roca, para facilitar el contrabando. Sobornó a varios golfillos del lugar para que le avisaran en cuanto alguien que no conocieran llegase al pueblo, por tierra o por mar; en particular, debían vigilar a un hombre muy alto, anguloso, de pelo oscuro, con una cara delgada y hambrienta y ojos inexpresivos.

—Primus ha aprendido a tomar precauciones —dijo Secundus a sus otros cuatro hermanos muertos.

—Bueno, ya sabes qué se dice —susurró Quintus, con la voz triste de los muertos, que ese día sonaba como olas distantes sobre la arena de la playa—, un hombre con Septimus a su espalda que se canse de mirar por encima del hombro es que se ha cansado de la vida.

Por las mañanas, Primus hablaba con los capitanes de los barcos y les invitaba generosamente a grog, pero nunca bebía ni comía con ellos. Por la tarde, inspeccionaba los barcos en el muelle.

Pronto a los chismosos de Mareamalsana (y había muchos) les quedó clara la cosa: el caballero barbudo embarcaría hacia el este. Y a esta historia pronto le pisó los talones otra: que zarparía en el Corazón de un Sueño, al mando del capitán Yann, un barco de maderas negras con las cubiertas pintadas de rojo carmesí y una reputación más o menos decente (lo que quiere decir que sólo pirateaba en aguas distantes), y que la partida tendría lugar en cuanto el señor diese la orden.

—¡Buen señor! —dijo un golfillo a lord Primus—. Hay un hombre en el pueblo que ha venido por tierra. Se aloja con la señora Pettier. Es delgado y parece un cuervo, y le vi en el Rugido del Océano invitando a grog a todo el mundo. Dice que es un pobre marinero que busca donde poder embarcarse.

Primus acarició el pelo sucio del chico y le entregó una moneda. Entonces reanudó sus preparativos y aquella tarde se anunció que el Corazón de un Sueño zarparía dentro de tres breves días. El día antes de que el Corazón de un Sueño se hiciera a la mar, Primus fue visto vendiendo su carruaje y sus caballos al amo del establo de la calle del mundo, tras lo cual anduvo hasta el muelle, donde dio unas monedas a los chavales. Entró en su camarote del Corazón de un Sueño y dio órdenes estrictas de que nadie le molestara, por ninguna razón, buena o mala, hasta al menos una semana después de haber zarpado.

Aquella noche aconteció un desgraciado accidente a un marino de la tripulación del Corazón de un Sueño. Patinó, borracho, sobre el pavimento resbaladizo de Revenue Street y se rompió la cadera. Por suerte, había un sustituto a punto: el mismo marinero con el que estuvo bebiendo aquella noche el accidentado, a quien había convencido para que le demostrara un complicado paso de baile sobre el pavimento húmedo. Y este marinero, alto, de pelo oscuro y aspecto parecido a un cuervo, estampó un círculo como marca en los papeles del barco esa misma noche, y al amanecer estaba en cubierta cuando el barco zarpó entre la niebla matinal.

El Corazón de un Sueño puso rumbo al este. Y lord Primus de Stormhold, con la barba recién afeitada, contempló cómo se alejaba desde un acantilado, hasta perderlo de vista. Entonces se dirigió hacia la calle Wardle, donde devolvió el dinero al amo del establo, añadiendo una pequeña cantidad, y partió inmediatamente, por el camino de la costa, hacia el oeste, en un carruaje negro tirado por caballos negros.

Era una solución obvia. Después de todo, el unicornio los había estado siguiendo la mayor parte de la mañana, rozando ocasionalmente con la frente el hombro de la estrella. Las heridas de sus flancos, que florecieron como rosas rojas bajo las garras del león el día anterior, ahora estaban secas y cubiertas por una costra marrón.

La estrella cojeaba, vacilaba y tropezaba, y Tristran caminaba junto a ella; la fría cadena los ataba muñeca con muñeca. Por una parte, Tristran consideraba que era casi un sacrilegio montar un unicornio: no era un caballo, no tenía por qué aceptar ninguno de los antiguos pactos acordados entre el Hombre y el Caballo. Había en sus ojos negros algo muy salvaje, y un impulso eléctrico en sus movimientos que parecía peligroso e indómito.

Por otra parte, Tristran empezó a sentir que, de una manera que era incapaz de expresar, el unicornio apreciaba a la estrella y quería ayudarla. Así que dijo:

—Mira, ya sé que quieres frustrar mis planes todo cuanto te sea posible, pero si el unicornio quiere, quizá te podría llevar montada durante una parte del trayecto.

La estrella no dijo nada.

—¿Y bien?

Ella se encogió de hombros. Tristran se dirigió al unicornio y contempló sus ojos como charcas negras.

—¿Puedes entenderme? —preguntó. El animal no dijo nada. Él esperaba que asintiera, o que golpeara el suelo con un casco, como un caballo adiestrado que vio una vez en el pueblo cuando era pequeño. Pero el animal sólo le miró—. ¿Quieres llevar a la dama, por favor?

La bestia no dijo palabra, ni asintió ni golpeó el suelo con un casco. Pero se acercó a la estrella y se arrodilló a sus pies. Tristran la ayudó a montar. Ella se agarró con ambas manos a las crines enredadas y se sentó de lado, con la pierna rota sobresaliendo. Y así viajaron durante varias horas. Tristran caminaba a su lado, con la muleta de la estrella al hombro y su bolsa colgada del extremo. Le resultaba tan arduo viajar con la estrella montada sobre el unicornio como de la otra manera. Antes había tenido que caminar lentamente para seguir el paso renqueante de la estrella; ahora tenía casi que correr para seguir el paso del unicornio, temeroso de que se adelantara demasiado y que la cadena que les unía hiciese caer a la estrella del animal. Su estómago retumbaba mientras caminaba. Era dolorosamente consciente de lo hambriento que estaba; de tal modo que sólo era capaz de percibirse a sí mismo en tanto que ser famélico, rodeado de un poco de carne que caminaba tan rápido como podía, caminaba y caminaba…

Tropezó y supo que iba a caer.

—Por favor, detente —balbuceó.

El unicornio aminoró y se detuvo. La estrella contempló a Tristran. Entonces hizo una mueca y sacudió la cabeza.

—Más vale que subas tú también —dijo—. Si el unicornio te deja. Acabarás desmayándote, si no, y me arrastrarás contigo al suelo. Y tenemos que ir a alguna parte para que puedas comer.

Tristran asintió, agradecido.

El unicornio no ofreció oposición, esperó parado a que Tristran montara sobre él. Fue como intentar escalar una pared vertical, en vano. Por fin, Tristran condujo al animal hacia un haya que había sido arrancada años atrás por una tormenta —o por un vendaval, o por un gigante irritable— y, sosteniendo la bolsa y la muleta de la estrella, subió por las raíces hasta un tronco, para saltar desde allí sobre la grupa del unicornio.

—Hay un pueblo al otro lado de esa colina —dijo Tristran—. Supongo que encontraremos algo para comer cuando lleguemos.

Dio unas palmadas en el flanco del unicornio con la mano libre. El animal empezó a andar. Tristran pasó la mano por la cintura de la estrella, para conservar el equilibrio. Notó la textura sedosa de su delgado vestido y, bajo él, la cadena gruesa del topacio en su cintura.

Cabalgar un unicornio no es como cabalgar un caballo: no se movía como un caballo; era una carrera más salvaje y más extraña. El unicornio esperó a que Tristran y la estrella estuvieran cómodamente instalados en su grupa, y entonces, lentamente, empezó a ganar velocidad. Los árboles pasaban como una exhalación a su lado. La estrella se inclinó hacia delante, con los dedos enredados entre las crines del unicornio; Tristran apretó los flancos del animal con las rodillas y, olvidando su hambre, simplemente rezó para que una rama perdida no le precipitara al suelo.

Pronto descubrió que disfrutaba con aquella experiencia. Cabalgar un unicornio tiene algo especial para la gente que todavía puede hacerlo, algo que no se parece a nada más: es excitante, embriagador y hermoso.

El sol se ponía cuando llegaron a las afueras del pueblo. En un prado, bajo un roble, el unicornio se detuvo y no quiso avanzar más. Tristran desmontó ruidosamente sobre la hierba. Tenía el trasero dolorido, pero con la estrella mirándolo y viendo que ella no se quejaba de nada, no se atrevió a masajearse.

—¿Tú no tienes hambre? —preguntó a la estrella.

Ella no dijo nada.

—Mira —dijo él—, yo estoy famélico. Muerto de hambre. No sé si tú, si las estrellas, coméis… o qué coméis. Pero no estoy dispuesto a que te mueras de hambre. —La contempló inquisitivamente.

Ella lo miró, al principio impasible, pero enseguida se le llenaron los ojos azules de lágrimas. Se llevó una mano al rostro y se las secó dejando una mancha de barro en su mejilla.

—Sólo comemos oscuridad —dijo—, y sólo bebemos luz. Así que n-no estoy hambrienta. Me siento sola, asustada y t-triste, tengo frío y estoy prisionera, pero n-no tengo hambre.

—No llores —dijo Tristran—. Mira, iré al pueblo a buscar comida. Tú espera aquí. El unicornio te protegerá, si viene alguien.

Levantó los brazos y la ayudó con cuidado a desmontar. El unicornio sacudió las crines y empezó a mordisquear la hierba del prado, satisfecho. La estrella se tragó las lágrimas.

—¿Que espere aquí? —preguntó levantando la cadena que les unía.

—Oh —dijo Tristran—. Dame la mano.

Ella se la alargó. Él manipuló torpemente la cadena, intentando deshacerla, pero sin éxito.

—Mmm —murmuró Tristran. Hizo lo mismo con la que ataba su muñeca, pero tampoco quiso soltarse—. Parece que los dos estamos bien atados.

La estrella se apartó el cabello del rostro, cerró los ojos y suspiró profundamente. Entonces, cuando volvió a abrirlos, de nuevo con pleno dominio de sí misma, dijo:

—Quizás haya que decir una palabra mágica.

—Yo no sé ninguna palabra mágica —contestó Tristran. Levantó la cadena, que brilló roja y púrpura a la luz del sol poniente—. ¿Por favor? —probó. Hubo una vibración en el material, y pudo al fin sacársela de la mano—. Ya estamos —dijo, y entregó a la estrella el otro extremo de la cadena que la había mantenido prisionera—. Intentaré no tardar mucho. Y si las hadas empiezan a cantarte sus estúpidas cancioncillas por el amor de Dios, no les tires la muleta. Se la llevarían.

—No lo haré —dijo ella.

—Tengo que confiar, por tu honor de estrella, en que no echarás a correr en cuanto vuelva la espada.

Ella tocó su pierna entablillada.

—Estaré bastante tiempo sin poder echar a correr —soltó, irónicamente.

Y con eso debió conformarse Tristran.

Anduvo la media legua que faltaba hasta el pueblo. No tenía posada, ya que estaba alejado de las rutas de los viajeros, pero la anciana rechoncha que se lo explicó insistió en que la acompañara hasta su cabaña, donde le ofreció un tazón de sopa de cebada con zanahorias y una jarrita de cerveza. Le entregó su pañuelo a cambio de una botella de licor de bayas, un queso verde, y unos cuantos frutos poco familiares: blandos y aterciopelados, como albaricoques, pero del color azulino de las uvas, y olían un poco como las peras maduras. La mujer también le dio un pequeño haz de heno para el unicornio.

Volvió al prado donde había dejado a sus compañeros mordisqueando uno de los frutos, que era jugoso, sabroso y bastante dulce. Se preguntó si la estrella querría probarlos, y si le gustarían cuando los probase. Anheló que se mostrase satisfecha con lo que le traía.

Al llegar, Tristran pensó que se había equivocado, y que se había perdido a la luz de la luna. No: era el mismo roble bajo el que la estrella se había sentado.

—¿Hola? —llamó. Las luciérnagas se veían verdes y amarillas entre los setos y en las ramas de los árboles. No hubo réplica, y Tristran notó una sensación de náusea, de estupidez, en la boca del estómago—. ¡Hola! —exclamó. Dejó de llamar, porque no había nadie que pudiera responderle.

Soltó el haz de heno y le dio una patada.

La estrella se dirigía al sudeste y avanzaba más deprisa de lo que él podía andar, pero aun así la siguió bajo la brillante luz de la luna. En su interior se sentía vacío e insensato; la culpa, la vergüenza y los remordimientos le susurraban que no debió de haberla desatado, sino atarla a un árbol, o llevarla con él al pueblo. Pensaba todo eso mientras caminaba; pero otra voz también le habló y le hizo comprender que, si no la hubiera desatado entonces, lo habría hecho en cualquier otro momento, más pronto que tarde, y ella hubiera huido igualmente.

Se preguntó si volvería a ver otra vez a la estrella, y tropezó con las raíces de los árboles viejos en las profundidades de los bosques. La luz de la luna se desvaneció lentamente bajo la capa de hojas y Tristran, después de tambalearse en vano entre la oscuridad, se echó debajo de un árbol, apoyó la cabeza sobre su bolsa, cerró los ojos y sintió lástima de sí mismo hasta que cayó dormido.

En un sendero rocoso de la montaña, en la vertiente más al sur del Monte Barriga, la bruja reina frenó su carro tirado por dos machos cabríos, se detuvo y husmeó el aire helado. La miríada de estrellas colgaba en el cielo frío sobre su cabeza. Sus labios muy, muy rojos, se fruncieron en una sonrisa de tal belleza, de tal brillantez, de tal felicidad pura y perfecta, que de haberla visto se habría helado la sangre en las venas.

—Ya está —dijo—. Viene hacia mí.

Y el viento del puerto de montaña aulló a su alrededor triunfalmente, a modo de respuesta.

Primus se sentó junto a las brasas de su fuego y tembló bajo el grueso abrigo. Uno de los corceles negros, despertándose o soñando, relinchó y resopló, y después volvió a reposar. Primus notaba su cara extrañamente fría; echaba de menos su barba espesa. Con un palo, apartó una bola de arcilla de las brasas. Se escupió en las manos, partió en dos la arcilla caliente y olió la dulce carne de lirón que se había asado lentamente entre las brasas mientras él dormía. Comió meticulosamente su desayuno escupiendo los huesecillos en el círculo de la hoguera después de haberles roído toda la carne. Acompañó el lirón con un trozo de queso duro y lo regó todo con un vino blanco ligeramente agrio.

En cuanto hubo comido, se limpió las manos en la túnica y lanzó las runas para encontrar el topacio que designaba el dominio (que era, a todos los efectos, el trono) de las ciudades precipicio y las vastas propiedades de Stormhold. Lanzó y contempló, sorprendido, las pequeñas tablillas cuadradas de granito rojo. Las recogió una vez más, las sacudió entre sus manos de largos dedos, las arrojó al suelo y las contempló de nuevo. Entonces Primus escupió a las brasas, que crepitaron perezosamente, y devolvió las runas a la bolsa que colgaba de su cinturón.

—Se mueve más rápido, más lejos —dijo Primus para sí.

Entonces orinó sobre las brasas, porque aquél era un territorio salvaje y había bandidos y ogros, y cosas aún peores, y no tenía deseo alguno de alertarlas sobre su presencia.

Luego enganchó los caballos al carruaje y subió al pescante. Se dirigió hacia los bosques, hacia el oeste, y hacia la cadena montañosa que había más allá.

La chica se agarró con fuerza al cuello del unicornio mientras el animal atravesaba el bosque oscuro. No había luna entre los árboles, pero el unicornio resplandecía con una luz pálida, como la luna, mientras que la chica relucía como si fuera dejando atrás un rastro de luces y, al pasar entre los árboles, a un observador distante le hubiera parecido ver una luz trémula incesante, exactamente igual que una pequeña estrella.