Alguna vez se ha comentado que es tan fácil pasar por alto algo grande y obvio como pasar por alto algo pequeño e insignificante, y que las cosas grandes que uno pasa por alto a menudo pueden causar problemas.
Tristran Thorn se dirigió hacia la abertura del muro, desde el lado del País de las Hadas, por segunda vez desde su concepción, dieciocho años atrás, con la estrella cojeando a su lado. Tenía la cabeza alborotada por los olores y los sonidos de su pueblo natal, y su corazón se le llenaba de gozo. Saludó educadamente con la cabeza a los guardas, a medida que se iba acercando, y los reconoció a ambos: el joven que cambiaba constantemente el peso de su cuerpo de una pierna a otra, mientras sorbía de una jarra lo que Tristran supuso era la mejor cerveza del señor Bromios, respondía al nombre de Wystan Pippin, y había sido compañero de clase de Tristran, aunque nunca amigo suyo; y el hombre mayor que chupaba irritado una pipa, al parecer apagada, no era otro que el antiguo jefe de Tristran en Monday & Brown, Jerome Ambrose Brown. Daban la espalda a Tristran e Yvaine, y miraban decididamente hacia el pueblo, como si resultara pecaminoso observar los preparativos que tenían lugar en el prado a sus espaldas.
—Buenas tardes —dijo Tristran, educadamente—, Wystan. Señor Brown.
Los dos hombres se sobresaltaron. Wystan se manchó la chaqueta de cerveza. El señor Brown levantó su vara y apuntó inquieto el extremo al pecho de Tristran. Wystan Pippin dejó su jarra, recogió su vara y bloqueó la abertura con ella.
—¡Quédate donde estás! —dijo el señor Brown, gesticulando con la vara, como si Tristran fuese un animal salvaje que pudiese saltarle encima en cualquier momento.
Tristran rio.
—¿No me conoce? —preguntó—. Soy yo, Tristran Thorn.
Pero el señor Brown, que era el más veterano de los guardas, no bajó su vara. Miró a Tristran de pies a cabeza, desde sus gastadas botas marrones hasta su cabellera mal cuidada. Entonces contempló la cara quemada por el sol de Tristran y resopló, nada impresionado.
—Aunque fueses aquel inútil total de Thorn —dijo—, no veo ninguna razón para dejaros pasar. Somos los guardias de la muralla, al fin y al cabo.
Tristran parpadeó.
—Yo también he custodiado el muro —señaló—. Y no hay ninguna regla que prohíba dejar pasar a la gente proveniente de esta dirección. Sólo a la que viene del pueblo.
El señor Brown asintió, lentamente. Entonces dijo como quien habla con un idiota:
—Y entonces, si es que eres Tristran Thorn, hipotéticamente hablando, puesto que no te pareces en nada a él, y tampoco hablas en absoluto como él, dime, en todos los años que has vivido aquí, ¿cuánta gente ha traspasado el muro procedente del prado?
—Vaya, nadie que yo sepa —respondió Tristran.
El señor Brown sonrió con la misma sonrisa que lucía cuando le descontaba del sueldo a Tristran los cinco minutos que llegaba tarde.
—Exacto —dijo—. No hay reglas en contra de ello porque es algo que jamás ocurre. Nadie viene desde las Tierras de Más Allá. En cualquier caso, no mientras yo esté de guardia. Ahora lárgate, antes de que te dé con la vara en la cabeza.
Tristran quedó desconcertado.
—Si crees que he pasado por… bueno, por todo lo que he pasado, sólo para que al final me nieguen el paso un tendero presumido y tacaño y alguien que me copiaba los exámenes de historia… —empezó a decir.
Pero Yvaine le tocó el brazo y dijo:
—Tristran, déjalo, al menos de momento. No te pelees con tu propia gente.
Tristran no dijo nada. Entonces se dio la vuelta, sin una palabra, y los dos volvieron a cruzar el prado. A su alrededor un barullo de gente y criaturas levantaban sus tenderetes, colgaban sus estandartes y empujaban sus carretillas. Y a Tristran se le ocurrió, inundado por algo que se parecía a la nostalgia, pero una nostalgia hecha a partes iguales de anhelo y desesperación, que aquélla bien podría ser su propia gente, pues sentía que tenía más cosas en común con ellos que con los pálidos habitantes de Muro, con sus chaquetas de lana y sus botas claveteadas.
Se detuvieron y contemplaron cómo una mujer menuda, casi tan ancha como alta, se esforzaba en levantar su tenderete. Sin que nadie se lo pidiera, Tristran se le acercó y empezó a ayudarla, acarreando las pesadas cajas desde su carro hasta la mesa, subiendo a una escalera para colgar una serie de guirnaldas de la rama de un árbol, descargando pesadas jarras y botellas de vidrio (todas ellas tapadas con enormes y ennegrecidos corchos y selladas con cera plateada, y llenas de humo de colores que se retorcía lentamente) y colocándolas en los estantes. Mientras él y la buhonera trabajaban, Yvaine se sentó en un tocón cercano y les cantó con su voz suave y limpia las canciones de las altas estrellas, y las canciones más ordinarias que había aprendido de la gente que habían conocido durante sus viajes.
Cuando Tristran y la mujer menuda acabaron, y el tenderete quedó a punto para el día siguiente, ya habían tenido que encender las lámparas. La mujer insistió en darles de comer: Yvaine a duras penas logró convencerla de que no tenía hambre, pero Tristran devoró con entusiasmo todo cuanto le ofrecieron y, cosa poco corriente en él, se bebió la mayor parte de una botella de vino dulce de Canarias, insistiendo en que no sabía a nada más fuerte que zumo de uva acabado de exprimir, y que no le producía efecto alguno. Aun así, cuando la menuda mujer les ofreció con entusiasmo el claro que había tras su carro para dormir, Tristran quedó ebriamente inconsciente en pocos instantes.
Era una noche clara y fría. La estrella se sentó junto al joven dormido, que había sido su captor y se había convertido en su compañero de viaje, y se preguntó qué había pasado con el odio que sentía. No tenía sueño.
Oyó un crujido entre la hierba a sus espaldas. Una mujer de pelo negro apareció tras él y juntas contemplaron a Tristran.
—Todavía tiene algo de lirón —dijo la mujer de pelo negro. Sus orejas terminaban en punta y eran similares a las de un gato, y en apariencia no era mucho mayor que Tristran—. A veces me pregunto si transforma a la gente en animales, o si encuentra la bestia en nuestro interior y la libera. Quizás haya alguna cosa en mí que es, por naturaleza, un pájaro de colores brillantes. Lo he pensado mucho, pero no he llegado a ninguna conclusión.
Tristran murmuró algo ininteligible y se retorció en sueños. Entonces empezó, delicadamente, a roncar. La mujer dio la vuelta a su alrededor y se sentó junto a Tristran.
—Parece tener buen corazón —dijo.
—Sí —reconoció la estrella—. Supongo que sí.
—Debo advertirte —continuó la mujer—, que si dejas estas tierras por… las de más abajo… —y señaló hacia el pueblo de Muro con un brazo delgado, del cual colgaba por la muñeca una cadena de plata reluciente— entonces serás, según tengo entendido, transformada en lo que serías en ese mundo: una cosa fría, muerta, caída del cielo.
La estrella tembló, pero no dijo nada. En vez de eso, alargó la mano por encima de la figura dormida de Tristran para tocar la cadena de plata que ataba la muñeca y el tobillo de la mujer y que se prolongaba por entre los arbustos y más allá.
—Te acostumbras, con el tiempo —dijo la mujer.
—¿Sí? ¿De veras?
Unos ojos violeta contemplaron a unos ojos azules y después se apartaron.
—No.
La estrella soltó la cadena.
—Una vez me atrapó con una cadena muy parecida a la tuya. Después me liberó y yo huí de él. Pero me encontró y me ligó con una obligación, que ata a los de mi raza mucho más fuertemente que cadena alguna.
Una brisa de abril recorrió el prado, sacudiendo los arbustos y los árboles con un largo y helado suspiro. La mujer de orejas de gato se apartó los rizos del rostro.
—También te ata una obligación anterior, ¿verdad? Tienes algo que no te pertenece, y debes devolverlo a su legítimo propietario.
Los labios de la estrella se tensaron.
—¿Quién eres? —preguntó.
—Ya te lo he dicho. Yo era el pájaro de la caravana —respondió la mujer—. Sé lo que eres, y sé por qué la bruja nunca advirtió tu presencia. Sé quién te busca y por qué te necesita. También conozco la procedencia del topacio que llevas atado a la cintura con una cadena de plata. Conozco todo esto, y sé la clase de ser que eres, y la obligación a la que estás sometida.
Se inclinó y, con unos dedos delicados, apartó con ternura el pelo de Tristran de su rostro. El joven dormido no se movió ni respondió en modo alguno.
—Me parece que no te creo, ni confío en ti —dijo la estrella.
Un pájaro nocturno graznó en un árbol encima de sus cabezas. Parecía muy solitario, en la oscuridad.
—Vi el topacio en tu cintura cuando era un pájaro —dijo la mujer, una vez más en pie—. Vi cómo te bañabas y reconocí la piedra.
—¿Cómo? —preguntó la estrella—. ¿Cómo la reconociste?
Pero la mujer de pelo negro tan sólo sacudió la cabeza y se fue por donde había venido, lanzando una sola mirada más al joven dormido sobre la hierba. Y entonces se la tragó la noche.
El pelo de Tristran había caído, con obstinación, una vez más sobre su rostro. La estrella se inclinó y lo apartó suavemente a un lado, y dejó que sus dedos se entretuvieran un instante sobre su mejilla. Él siguió durmiendo.
Tristran fue despertado poco después del alba por un gran tejón que resopló en su oreja hasta que abrió los ojos, medio dormido, y entonces el animal dijo, con ínfulas de grandeza:
—¿Acaso sois un tal Thorn? ¿Llamado Tristran?
—¿Mm? —dijo Tristran.
Tenía un sabor horrible en la boca, que sentía seca y peluda. Hubiese podido dormir varias horas más.
—Han preguntado por ti —dijo el tejón—. Allá por la abertura. Parece que una joven dama quiere tener unas palabras contigo.
Tristran se incorporó y sonrió ampliamente. Puso la mano sobre el hombro de la estrella dormida. Ella abrió sus azules ojos dormidos y dijo:
—¿Qué?
—Buenas noticias —le dijo él—. ¿Recuerdas a Victoria Forester? Puede que haya mencionado su nombre un par de veces, durante nuestros viajes.
—Sí —respondió ella—. Es posible.
—Bien —continuó él—. Voy a verla. Me espera en la abertura. —Hizo una pausa—. Bueno. Mira. Seguramente será mejor que te quedes aquí. No querría confundirla o algo parecido.
La estrella dio la vuelta hacia el otro lado y se cubrió la cabeza con el brazo, sin decir nada más. Tristran pensó que se había vuelto a dormir. Se puso las botas, se lavó la cara, se enjuagó la boca en el arroyo y atravesó corriendo el prado, en dirección al pueblo.
Aquella mañana, los guardas del muro eran el reverendo Myles, el vicario, y el señor Bromios, el posadero. Entre ambos había una joven que daba la espalda al prado.
—¡Victoria! —gritó Tristran, encantado; pero entonces la joven se dio la vuelta y Tristran vio que no era Victoria Forester (que, como recordó súbitamente, y con gran alegría por su parte, tenía los ojos grises. Eso es lo que era: grises. ¿Cómo podía haber olvidado algo así?). Tristran no pudo decir quién era la joven, que lucía un bonito sombrero y un chal, pero al verle los ojos de ella se llenaron de lágrimas.
—¡Tristran! —gritó—. ¡Eres tú! ¡Dijeron que eras tú! ¡Oh, Tristran! ¡¿Cómo pudiste?! Pero ¿cómo pudiste?
Entonces comprendió quién debía de ser la joven dama que le hacía tantos reproches.
—¿Louisa? —dijo a su hermana—. La verdad es que has crecido, mientras he estado fuera; de ser una chiquilla has pasado a ser una preciosa señorita.
Ella sollozó, y se sonó la nariz con un pañuelo de lino bordado de encaje que se sacó de la manga.
—Y tú —le dijo ella, mientras se secaba las mejillas con el pañuelo— te has convertido en un melenudo y desarrapado gitano en tus viajes. Pero supongo que tienes buen aspecto, y eso es bueno. Ven, vamos —y le hizo señas, impaciente, para que atravesase la hendidura del muro y acudiese a su lado.
—Pero el muro… —dijo él, contemplando al posadero y al vicario con algo de intranquilidad.
—Ah, no te preocupes por eso. Cuando Wystan y el señor Brown acabaron el turno anoche fueron a La Séptima Garza, donde Wystan mencionó su encuentro con un rufián que decía ser tú y dijo que le habían impedido el paso. ¡Que te lo habían impedido! Cuando estas noticias llegaron a oídos de nuestro padre, se dirigió directamente a la Garza y les soltó a ambos un soberano discurso tan avinagrado que a duras penas pude creer que era él quien hablaba.
—Algunos de nosotros queríamos dejarte regresar esta misma mañana —dijo el vicario—, y algunos querían hacerte esperar hasta el mediodía.
—Pero ninguno de los que te querían hacer esperar están de guardia a esta hora —dijo el señor Bromios—, cosa que exigió cierta complicación a la hora de organizarse… y precisamente en un día en que yo debería estar atendiendo el puesto de refrescos, podría remarcar. Pero me alegro de verte de vuelta. Vamos, pasa. —Y con estas palabras le ofreció su mano, que Tristran apretó con entusiasmo. Luego Tristran dio la mano al vicario.
—Tristran —dijo el vicario—, supongo que debes de haber visto muchas cosas extrañas en tus viajes.
Tristran reflexionó un momento.
—Supongo que sí —dijo.
—Entonces debes venir a la vicaría la semana que viene —le aconsejó el vicario—. Tomaremos el té y me lo contarás todo. En cuanto te hayas instalado, ¿eh?
Y Tristran, que siempre había tenido un gran respeto por el vicario, no pudo hacer otra cosa que asentir.
Louisa suspiró, un poco teatralmente, y empezó a andar con ligereza en dirección hacia La Séptima Garza. Tristran corrió por el empedrado para alcanzarla y se puso a caminar a su lado.
—Mi corazón se alegra mucho de volver a verte, hermana.
—Como si todos nosotros no hubiésemos estado enfermos de preocupación por ti —dijo ella, enfadada—, tú y tus anhelos por vagabundear. Ni siquiera me despertaste para despedirte de mí. Papá ha estado terriblemente preocupado. En Navidad, sin ti, después de haber comido el ganso y el pudin, levantó su copa de oporto y brindó por los amigos ausentes, y mamá sollozó como un bebé; por supuesto yo también me eché a llorar, y entonces papá empezó a sonarse con su mejor pañuelo, y el abuelo y la abuela Hempstock insistieron en que cantásemos villancicos y leyéramos poemas navideños, pero eso tan sólo empeoró las cosas. Para decirlo sin rodeos, Tristran, nos arruinaste completamente las Navidades.
—Lo siento —se disculpó Tristran—. ¿Qué hacemos ahora? ¿Adónde vamos?
—Vamos a La Séptima Garza —dijo Louisa—. Yo diría que es bastante obvio. El señor Bromios dijo que podías usar su sala de estar. Hay alguien que tiene que hablar contigo.
Y no dijo nada más cuando entraron en la taberna. Hubo cierto número de caras que Tristran reconoció, y gente que le saludó con la cabeza, o le sonrió, o no le sonrió, mientras atravesaba la sala y se abría paso hasta las estrechas escaleras situadas tras la barra, con Louisa a su lado. Las planchas de madera crujían bajo sus pies.
Louisa miró malhumorada a Tristran. Entonces le empezó a temblar el labio y, para sorpresa de Tristran, le echó los brazos al cuello y le abrazó con tanta fuerza que no podía respirar. Luego, sin decir palabra, su hermana huyó escaleras abajo.
Tristran llamó a la puerta de la sala de estar y entró. La sala estaba decorada con gran número de objetos inusuales, de pequeñas figuritas antiguas y de jarros de arcilla. En la pared colgaba una vara, envuelta en hojas de hiedra o, mejor dicho, en un metal oscuro hábilmente forjado para que pareciese hiedra. Aparte de estos detalles decorativos, la sala de estar hubiese podido pertenecer a cualquier empleado soltero con muy poco tiempo para estar en ella. El mobiliario constaba de un pequeño diván, una mesa baja donde había un volumen forrado en piel y muy usado de los sermones de Laurence Stenre, un piano y varias butacas de piel. En una de ellas estaba sentada Victoria Forester.
Tristran se dirigió hacia ella lenta, firmemente, y entonces se arrodilló a sus pies, como había hecho antes sobre el barro de un camino rural.
—Oh, por favor, no —dijo Victoria Forester, incómoda—. Por favor, levántate. ¿Por qué no te sientas ahí? En esa silla. Sí. Mucho mejor.
La luz de la mañana brillaba a través de las cortinas de encaje e iluminaba su pelo castaño desde atrás, enmarcando su cara en oro.
—Mírate —dijo ella—. Te has convertido en un hombre. Y la mano… ¿Qué le ha pasado a tu mano?
—Me la quemé —dijo él—. En un fuego.
Ella no dijo nada, al principio. Tan sólo le miró. Entonces se hundió profundamente en la butaca, miró enfrente, concentrándose en la vara de la pared o en alguna de las curiosas estatuas antiguas del señor Bromios, y habló:
—Hay varias cosas que debo decir, Tristran, y ninguna de ellas será fácil. Te agradecería que no dijeras nada hasta que haya terminado. Bien: lo primero, y seguramente lo más importante, es que debo pedirte disculpas. Fue mi insensatez, mi idiotez, lo que te hizo emprender tu viaje. Creí que lo decías de broma… no, de broma no. Creí que eras demasiado cobarde, demasiado muchacho como para seguir al pie de la letra tus extraordinarias y tontas palabras. Tan sólo cuando ya te habías ido, y habían pasado los días, y no regresabas, me di cuenta de que hablabas con toda seriedad, y entonces ya era demasiado tarde. He tenido que vivir… cada día… temiendo la posibilidad de haberte enviado a la muerte.
Miraba fijamente al frente mientras hablaba, y Tristran tenía la impresión, que se convirtió en certeza, de que durante su ausencia ella había sostenido aquella conversación en su cabeza cientos de veces. Por eso no se le permitía decir palabra: aquello ya era bastante difícil para Victoria Forester, y no hubiese conseguido llegar hasta el final si él la hubiese obligado a apartarse de su guión prefijado.
—Y no fui justa contigo, mi pobre mozo de almacén… aunque ya no eres un mozo de almacén, ¿verdad…? Porque pensé que tu misión voluntaria no era más que fantasía… —Hizo una pausa, y sus manos se aferraron a los brazos de madera de la butaca tan fuertemente que primero sus nudillos enrojecieron, y después se volvieron blancos—. Pregúntame por qué no quise besarte esa noche, Tristran Thorn.
—Estabas en tu derecho de no besarme —dijo Tristran—. No he venido a entristecerte, Vicky. No he encontrado tu estrella para hacerte desgraciada.
La cabeza de la joven se inclinó a un lado.
—Entonces, dime, ¿has encontrado la estrella que vimos aquella noche?
—Claro —dijo Tristran—. Aunque la estrella está en el prado, en estos momentos. Pero hice lo que me pediste que hiciera.
—Entonces haz algo más por mí, ahora. Pregúntame por qué no quise besarte aquella noche. Al fin y al cabo, ya te había besado antes, cuando éramos más jóvenes.
—Muy bien, Vicky: ¿por qué no quisiste besarme aquella noche?
—Porque —confesó ella, y había alivio en su voz mientras lo decía, un enorme alivio, como si al fin pudiera liberarlo, después de tanto tiempo— el día antes de que viésemos caer la estrella fugaz, Robert me había pedido que me casara con él. Aquella tarde, cuando te vi, había ido a la tienda para verle, para hablarle y para decirle que aceptaba, y que debía pedir mi mano a mi padre.
—¿Robert? —preguntó Tristran, que tenía la cabeza hecha un lío.
—Robert Monday. Tú trabajabas en su tienda.
—¿El señor Monday? —repitió Tristran—. ¿Tú y el señor Monday?
—Exacto. —Ahora Victoria le miraba a los ojos—. Y entonces tú me tomaste en serio y te faltó tiempo para ir a buscarme una estrella, y no pasaba un solo día sin que yo no sintiera que había hecho algo insensato y malo. Porque te prometí mi mano si tú volvías con la estrella. Y hubo días, Tristran, que honestamente no sabría decirte qué me parecía peor: que murieras en las Tierras de Más Allá, por culpa del amor que sentías por mí, o que tuvieras éxito en tu locura y regresases con la estrella para reclamarme como esposa. Claro está, alguna gente de por aquí me dijo que no me lo tomara tan a pecho, y que tu partida hacia las Tierras de Más Allá era inevitable, sin duda, dada tu naturaleza y el hecho de que originalmente procedías de allí; pero de alguna manera, en el fondo de mi corazón, yo sabía que todo era culpa mía, y que un día regresarías para reclamarme.
—¿Y tú quieres al señor Monday? —dijo Tristran, agarrándose a la única cosa en todo aquel embrollo que estaba seguro de entender.
Ella asintió y levantó la cabeza, de manera que su bonita barbilla apuntaba hacia Tristran.
—Pero te di mi palabra, Tristran. Y la cumpliré, como ya le he dicho a Robert. Soy responsable de todo cuanto has sufrido… incluso de tu pobre mano quemada. Y si me quieres, soy tuya.
—Si he de ser honesto —dijo él—, creo que yo mismo soy responsable de todo cuanto he hecho, y no tú. Y me es difícil arrepentirme de un solo momento, aunque eché de menos una cama mullida de vez en cuando, y jamás seré capaz de volver a contemplar a un lirón de la misma manera que antes. Pero tú no me prometiste tu mano si yo regresaba con la estrella, Vicky.
—¿No lo hice?
—No. Me prometiste cualquier cosa que yo deseara.
Victoria Forester se irguió completamente, entonces, y miró al suelo. Una mancha roja ardía en cada uno de sus pálidas mejillas, como si las hubieran abofeteado.
—¿Debo entender que…? —empezó ella, pero Tristran la interrumpió.
—No —dijo—. Creo que no lo entiendes, de hecho. Dijiste que me darías cualquier cosa que yo deseara.
—Sí.
—Entonces… —hizo una pausa—. Entonces deseo que te cases con el señor Monday. Deseo que os caséis tan rápidamente como sea posible… vaya, esta misma semana, si tal cosa puede arreglarse. Y deseo que seáis tan felices juntos como jamás lo han sido un hombre y una mujer.
Ella exhaló un tembloroso suspiro lleno de tensión acumulada. Entonces le miró a los ojos.
—¿Lo dices de veras? —preguntó.
—Cásate con él con mi bendición, y estaremos en paz —dijo Tristran—. Y la estrella seguramente pensará lo mismo.
Llamaron a la puerta.
—¿Todo va bien ahí dentro? —preguntó una voz masculina.
—Todo va muy bien —dijo Victoria—. Por favor, Robert, entra. Recuerdas a Tristran Thorn, ¿verdad?
—Buenos días, señor Monday —dijo Tristran, y dio la mano al señor Monday, que la tenía húmeda y sudorosa—. Tengo entendido que se casará pronto. Permítame que le felicite.
El señor Monday sonrió, pero parecía que tuviese dolor de muelas. Entonces tendió una mano a Victoria, que se levantó de su butaca.
—Si desea ver la estrella, señorita Forester… —dijo Tristran, pero Victoria sacudió la cabeza.
—Estoy encantada de que haya vuelto sano y salvo a casa, señor Thorn. Me gustaría que asistiera a nuestra boda.
—Nada podría procurarme un mayor placer —dijo Tristran, aunque no estaba en absoluto seguro de tal cosa.
En un día normal, hubiese sido extraordinario que La Séptima Garza estuviese tan abarrotada antes del desayuno, pero aquél era día de mercado, y los habitantes de Muro y los extranjeros se amontonaban en el bar, devorando platos llenos a rebosar de costillas de cordero, tocino, champiñones, huevos fritos o morcilla.
Dunstan Thorn esperaba a Tristran en el bar. Se levantó en cuanto lo vio, se dirigió hacia él y le tomó por el hombro, sin decir nada.
—Has regresado ileso —dijo al fin, y había orgullo en su voz.
Tristran se preguntó si habría crecido mientras estuvo fuera: recordaba a su padre bastante más voluminoso.
—Hola, padre —dijo—. Me hice un poco de daño en la mano.
—Tu madre te ha preparado el desayuno en la granja —dijo Dunstan.
—Desayunar sería maravilloso —reconoció Tristran—. Y volver a ver a mamá, claro. Y también tenemos que hablar.
Su mente no dejaba de dar vueltas a algo que Victoria Forester había dicho.
—Se te ve más alto —dijo su padre—. Y te hace mucha falta ir a ver al barbero.
Vació su jarra, y juntos abandonaron La Séptima Garza y salieron a la luz de la mañana.
Los dos Thorn saltaron una valla que delimitaba los campos de Dunstan, y mientras ambos caminaban por el prado donde había jugado de pequeño, Tristran sacó a relucir un asunto que le había estado concomiendo y que era la cuestión de su nacimiento. Su padre le respondió tan honestamente como fue capaz durante la larga caminata hasta la granja; le explicó la historia como si estuviera narrando algo que le había pasado a otra persona. Una historia de amor.
Y entonces llegaron al antiguo hogar de Tristran, donde le esperaba su hermana y donde le aguardaba un humeante desayuno en los fogones y sobre la mesa, preparado, con mucho amor, por la mujer que él siempre había creído que era su madre.
Madame Semele colocó la última flor de cristal sobre la mesa del tenderete y contempló el mercado con aspecto huraño. Tan sólo pasaban unos minutos del mediodía, y los clientes empezaban a discurrir. Aún no se había detenido ninguno en su puesto.
—Cada nueve años hay menos y menos gente —dijo—. Acuérdate de mis palabras, pronto este mercado no será más que un recuerdo. Hay otros mercados, y otros lugares donde levantar el tenderete, pienso yo. Este mercado está casi acabado. Otros cuarenta, cincuenta, sesenta años como mucho y se habrá terminado para siempre.
—Quizá —dijo su criada de ojos violeta—, pero a mí no me importa. Es el último de estos mercados al que asistiré jamás.
Madame Semele la fulminó con la mirada.
—Creí haberte quitado la insolencia a golpes hace mucho tiempo.
—No es insolencia —dijo su esclava—. Mira.
Levantó la cadena de plata que la ataba. Brilló a la luz del sol, pero aun así era mucho más delgada, más translúcida de lo que había sido nunca: había fragmentos que parecían hechos no de plata, sino de humo.
—¿Qué has hecho? —La saliva manchaba los labios de la vieja.
—No he hecho nada; nada que no hiciese hace dieciocho años. Tenía que ser tu esclava hasta el día en que la luna perdiese a su hija, si ocurría en una semana en la cual dos lunes coincidiesen. Y mi tiempo contigo ya casi ha terminado.
Habían pasado las tres de la tarde. La estrella estaba sentada sobre la hierba del prado junto al tenderete de vinos, cervezas y comida del señor Bromios, y contemplaba la abertura del muro y el pueblo que se alzaba más allá. De vez en cuando, los clientes del tenderete le ofrecían vino, cerveza o grandes salchichas grasientas, y ella siempre declinaba la invitación.
—¿Estás esperando a alguien, querida? —preguntó una joven de rasgos agradables, mientras la tarde proseguía su paso indolente.
—No lo sé —respondió la estrella—. Quizá.
—Un joven, si no yerro la suposición, a juzgar por lo hermosa que eres.
La estrella asintió.
—En cierta manera —dijo.
—Soy Victoria —dijo la joven—. Victoria Forester.
—Yo me llamo Yvaine —contestó la estrella. Contempló a Victoria Forester de pies a cabeza, y de nuevo hasta los pies—. Así que tú eres Victoria Forester. Tu fama te precede.
—¿La boda, quieres decir? —dijo Victoria, y sus ojos brillaron de orgullo y delicia.
—¿Será una boda, entonces? —preguntó Yvaine.
Se llevó una mano a la cintura, y notó el topacio atado con su cadena de plata. Entonces contempló la abertura del muro, y se mordió el labio.
—¡Oh, pobrecita! ¡Debe de ser un bestia, si es capaz de tenerte aquí esperando! —dijo Victoria Forester—. ¿Por qué no llegas al pueblo y le buscas?
—Porque… —dijo la estrella, pero enseguida se detuvo—. Sí —dijo—. Quizá lo haga. —El cielo sobre sus cabezas estaba adornado con cintas blancas y grises de nubes, a través de las cuales podían verse retazos de azul—. Ojalá mi madre ya hubiera salido —dijo la estrella—. Me gustaría decirle adiós, primero. —Y se puso en pie con dificultad.
Pero Victoria no estaba dispuesta a soltar tan fácilmente a su nueva amiga, y empezó a charlar de las amonestaciones, y de los enlaces matrimoniales, y de licencias especiales que tan sólo podían expedir los arzobispos, y de la suerte que tenían de que Robert conociese al arzobispo. La boda, al parecer, se había fijado para dentro de seis días, a mediodía. Entonces Victoria llamó a un respetable caballero de sienes plateadas, que fumaba un cigarro negro y sonreía como si le dolieran las muelas.
—Ahí llega Robert —dijo la joven—. Robert, ésta es Yvaine, y espera a su joven caballero. Yvaine, éste es Robert Monday, y el próximo viernes, a mediodía, yo seré Victoria Monday. ¡Oh, cariño! —esbozó una sonrisa—, como Monday significa lunes en inglés, quizá podrías mencionar eso en tu discurso después del desayuno de bodas… ¡que precisamente ese viernes coincidirán dos lunes!
El señor Monday dio una calada a su cigarro y dijo a su futura esposa que sin duda lo tendría en cuenta.
—Entonces —preguntó Yvaine, escogiendo cuidadosamente las palabras—, ¿no vas a casarte con Tristran Thorn?
—Claro que no —dijo Victoria.
—Oh —dijo la estrella—. Bien. —Y volvió a sentarse.
Todavía estaba sentada en el mismo sitio cuando Tristran volvió a atravesar la abertura del muro, varias horas después. Parecía preocupado, pero se animó en cuanto vio a Yvaine.
—Hola —le dijo, ayudándola a levantarse—. ¿Te lo has pasado bien, esperándome?
—No demasiado —contestó ella.
—Lo siento —dijo Tristran—. Supongo que debería haberte llevado conmigo al pueblo.
—No —dijo la estrella—. No debías. Tan sólo puedo vivir mientras permanezca en el País de las Hadas. Si pisara tu mundo, no sería nada más que una fría piedra de hierro, retorcida y deformada y caída de los cielos.
—Pero yo te hubiese llevado conmigo. Anoche lo intenté.
—Sí —dijo ella—. Lo que demuestra sin lugar a dudas que eres un cabeza de chorlito, un descerebrado y un… un patán.
—Petimetre —sugirió Tristran—. Te gustaba mucho llamarme petimetre. Y zote.
—Bueno —dijo ella—, eres todas esas cosas y muchas más aún. ¿Por qué me has hecho esperar tanto? Creí que te había pasado algo horrible.
—Lo siento —se disculpó él—. No volveré a dejarte sola.
—No —dijo ella, con seriedad y con certeza—, no lo harás.
Y la mano de él encontró la de ella. Caminaron, cogidos de la mano, por el mercado. Luego se levantó un viento que azotó las lonas de las tiendas y las banderas, y una lluvia fría les cayó encima. Se refugiaron bajo el tendido de un tenderete de libros, junto con varias personas y criaturas más. El amo del puesto cambió una caja de libros de sitio para asegurarse de que no se mojaran.
—Cielo aborregado, poco tiempo seco y poco tiempo mojado —dijo un hombre con sombrero de copa negro de seda a Tristran e Yvaine. Iba a comprar un librito encuadernado en piel roja.
Tristran sonrió y asintió, y como resultaba evidente que la lluvia estaba amainando, Yvaine y él echaron a andar de nuevo.
—Y éste es todo el agradecimiento que voy a recibir, sin duda —dijo el hombre alto del sombrero de copa al librero, que no tenía ni la menor idea de qué estaba hablando, y a quien no le importaba en absoluto.
—Me he despedido de mi familia —dijo Tristran a la estrella, mientras caminaban—. De mi padre y de mi madre… quizá debería decir de la esposa de mi padre… y de mi hermana Louisa. No creo que vuelva nunca más. Ahora sólo nos falta solucionar el problema de cómo volver a subirte al cielo. Quizá vaya contigo.
—No te gustaría el cielo —le aseguró la estrella—. Así que… supongo que no vas a casarte con Victoria Forester.
Tristran sacudió la cabeza.
—No —dijo.
—La he conocido —dijo la estrella—. ¿Sabías que está embarazada?
—¿Qué? —exclamó Tristran, sorprendido y asombrado.
—Dudo que ella lo sepa. Lleva ya una, quizá dos lunas.
—Santo cielo. ¿Cómo puedes saberlo?
Ahora le tocaba a la estrella encogerse de hombros.
—¿Sabes? Me hizo muy feliz saber que no ibas a casarte con Victoria Forester.
—A mí también.
La lluvia empezó a caer de nuevo, pero ninguno de los dos se movió para buscar cobijo. Él le apretó la mano.
—Sabes —dijo ella— que una estrella y un hombre mortal…
—Sólo medio mortal, de hecho —dijo Tristran, servicial—. Todo aquello que creía saber de mí, quién era, qué era, ha resultado falso, o algo así. No tienes ni idea de lo increíblemente liberador que ha sido.
—Seas lo que seas —dijo ella—, sólo quiero señalar que probablemente nunca podremos tener hijos. Nada más.
Tristran miró entonces a la estrella y empezó a sonreír, pero no dijo nada. Tenía las manos sobre sus hombros. Estaba frente a ella y la contemplaba.
—Sólo quería que lo supieras, nada más —dijo la estrella, mientras levantaba el rostro.
Se besaron entonces por primera vez bajo la fría lluvia de primavera y ninguno de los dos se dio cuenta de que llovía. El corazón de Tristran martilleaba dentro de su pecho, como si no fuera lo suficientemente grande como para contener toda la alegría que lo desbordaba, y abrió los ojos mientras besaba a la estrella. Los ojos azul celeste de ella le devolvieron la mirada, y en aquellos ojos fue incapaz de discernir la posibilidad de volver a separarse jamás.
La cadena de plata ya no era nada más que humo y vapor. Durante un latido quedó suspendida en el aire y entonces una fría ráfaga de viento y lluvia la convirtió en nada.
—Ya está —dijo la mujer de pelo negro y rizado, estirándose como un gato y sonriendo—. El plazo de mi servidumbre ha expirado, y tú y yo ya no tenemos nada que ver la una con la otra.
La anciana la contempló, desesperada.
—Pero ¿qué voy a hacer? Soy vieja. No puedo llevar el tenderete sola. Eres una malvada e insensata puerca, al abandonarme de esta manera.
—Tus problemas no me conciernen —dijo su antigua esclava—, pero jamás volverá nadie a llamarme puerca, ni esclava, ni nada que no sea mi verdadero nombre. Soy lady Una, primogénita y única hija del octogésimo primer señor de Stormhold, y los hechizos y condiciones con que me ligaste han perdido efecto. Ahora vas a disculparte y vas a llamarme por mi verdadero nombre, porque si no… y con un enorme placer… dedicaré el resto de mi vida a perseguirte y a destruir todo cuanto te importa y todo cuanto eres.
Ambas se miraron fijamente a los ojos y fue la anciana quien apartó primero la vista.
—Entonces me disculpo por haberos llamado puerca, lady Una —dijo, como si cada palabra fuese serrín amargo que escupiese de su boca.
Lady Una asintió.
—Bien. Y creo que me debes una paga por los servicios, que te he prestado, ahora que mi tiempo contigo ha llegado a su fin —dijo ella—. Porque estas cosas tienen reglas. Todas las cosas tienen reglas.
La lluvia todavía caía a ráfagas, dejaba luego de llover el suficiente tiempo como para permitir salir a la gente de sus refugios improvisados, y entonces volvía a caer de nuevo. Tristran e Yvaine estaban sentados, empapados y felices, junto a una hoguera de campo, en compañía de un variopinto enjambre de criaturas y personas. Tristran les había preguntado si conocían al hombrecillo peludo con quien se había tropezado durante sus viajes, y lo describió tan bien como pudo. Varias personas dijeron haberle conocido en el pasado, aunque nadie lo había visto en aquella ocasión.
Descubrió que sus manos se enredaban, casi por voluntad propia, entre el pelo húmedo de la estrella. Se preguntó cómo era posible que hubiese tardado tanto tiempo en darse cuenta de que ella le importaba tanto, y se lo dijo, y ella le llamó idiota, y él declaró que era lo más maravilloso que habían llamado jamás a hombre alguno.
—Bueno, ¿y adónde iremos cuando termine el mercado? —preguntó Tristran a la estrella.
—No lo sé —dijo ella—. Pero yo todavía debo liberarme de una obligación.
—¿De veras?
—Sí —respondió ella—. Aquello que te mostré. Debo entregarlo a la persona correcta. La última vez que ésta se presentó, la posadera le cortó la garganta, así que todavía lo llevo conmigo. Pero desearía no tener que llevarlo más.
La voz de una mujer sobre su hombro dijo:
—Pídele lo que lleva, Tristran Thorn.
Él se volvió y contempló unos ojos del color de las violetas del prado.
—Tú eras el pájaro de la caravana de la bruja —le dijo a la mujer.
—Cuando tú eras el lirón, hijo mío —dijo la mujer—. Lo era. Pero ahora he recuperado mi forma de nuevo, y mi tiempo de servidumbre ha terminado. Pide a Yvaine lo que lleva. Tienes derecho.
Tristran se volvió hacia la estrella.
—¿Yvaine?
Ella asintió, expectante.
—Yvaine, ¿quieres darme lo que llevas contigo?
Ella parecía desconcertada; entonces metió la mano en el interior de su túnica, hurgó discretamente y sacó un enorme topacio engarzado en una cadena de plata rota.
—Era de tu abuelo —dijo la mujer—. Tú eres el último hombre de la dinastía de Stormhold. Póntelo en el cuello.
Tristran lo hizo; cuando tocó los extremos de la cadena de plata, se entretejieron y se enmendaron como si nunca hubiesen estado rotos.
—Es muy bonito —dijo Tristran, vacilante.
—Es el Poder de Stormhold —dijo su madre—. Nadie puede discutir eso. La sangre corre por tus venas, y todos tus tíos han muerto. Serás un gran señor de Stormhold.
Tristran la contempló honradamente perplejo.
—Pero yo no deseo ser señor de ninguna parte —respondió—, ni de nada, excepto quizá del corazón de mi dama.
Y tomó la mano de la estrella entre las suyas, la apretó contra su pecho y sonrió. La mujer sacudió las orejas con impaciencia.
—En casi dieciocho años, Tristran Thorn, no te he pedido ni una sola cosa. Y ahora, ante la primera simple petición que te hago… ante el mínimo favor que te pido… tú me dices que no. Te pregunto, Tristran, si ésta es manera de tratar a tu madre.
—No, madre —dijo Tristran.
—Bueno —continuó ella, un poco enternecida—, pues yo creo que a vosotros los jóvenes os conviene tener un hogar propio y tener una ocupación. Y si no te gusta, siempre puedes irte, ¿sabes? No hay cadena de plata que te ate al trono de Stormhold.
Tristran halló esto muy tranquilizador. Yvaine se sintió menos impresionada, porque sabía que cadenas de plata las había de todas formas y tamaños; pero también sabía que no sería nada inteligente empezar su vida junto a Tristran discutiendo con su madre.
—¿Puedo tener el honor de preguntaros cómo os llamáis? —inquirió Yvaine, que temió haber endulzado demasiado sus palabras. La madre de Tristran se irguió orgullosa, e Yvaine supo que no había equivocado la medida de sus halagos.
—Soy lady Una de Stormhold —dijo. Entonces metió la mano en una pequeña bolsa que llevaba colgada de un costado y sacó una rosa de cristal, de un rojo tan oscuro que casi parecía negro a la luz vacilante de la hoguera—. Es mi paga —continuó— a más de sesenta años de servidumbre. Le supo terriblemente mal entregármela, pero las reglas son las reglas, y hubiese perdido su magia y mucho más aún si no me la hubiese dado. Tengo planeado canjearla por un palanquín que nos lleve de vuelta a Stormhold. Debemos presentarnos con cierto estilo. Oh, cuánto he echado de menos mi tierra… Debemos conseguir porteadores, jinetes, y quizás un elefante… Son tan imponentes, no hay nada que diga «aparta de mi camino» con tanta autoridad como un elefante abriendo la comitiva…
—No —dijo Tristran.
—¿No? —preguntó su madre.
—No —repitió Tristran—. Tú puedes viajar en el palanquín, y en elefante, y en camello si lo deseas, madre. Pero Yvaine y yo iremos allí a nuestra manera, y viajaremos a nuestro propio ritmo.
Lady Una inspiró profundamente, e Yvaine decidió que prefería poner cierta distancia entre su persona y aquella discusión, así que se levantó y les dijo que volvería pronto, que quería pasear un poco y que no se alejaría. Tristran le lanzó una mirada suplicante, pero Yvaine sacudió la cabeza: aquella pelea tenía que ganarla él, y pelearía mejor si ella no estaba presente.
La joven cojeó por el mercado crepuscular y se detuvo junto a una tienda de la que procedían música y aplausos, de cuyo interior se derramaba una luz que parecía oro líquido. Escuchó la música, y reflexionó inmersa en sus propios pensamientos. Fue allí donde una anciana encorvada, renqueó hasta la estrella y le pidió que se detuviera un momento para hablar.
—¿Sobre qué? —preguntó Yvaine.
La anciana, encogida por la edad y el tiempo hasta un tamaño poco mayor que el de un niño, se agarraba a un bastón alto y torcido como ella misma con unas manos temblorosas y de nudillos hinchados. Contempló a la estrella con su ojo bueno y con su ojo lechoso, y dijo:
—Venía a llevarme tu corazón conmigo.
—¿De veras? —preguntó la estrella.
—Sí —dijo la anciana—. A punto estuve de conseguirlo, en aquel puerto de montaña. —Rio engoladamente al recordarlo—. ¿No te acuerdas?
Llevabas un fardo voluminoso a la espalda que casi parecía una joroba. Un cuerno en espiral de marfil sobresalía del fardo, e Yvaine supo entonces dónde había visto antes ese cuerno.
—¿Eras tú? —preguntó la estrella a la diminuta mujer—. ¿Tú, la de los cuchillos?
—Ajá. Era yo. Pero malgasté toda la juventud que reservé para el viaje. Cada acto de magia me costaba un poco de la juventud que vestía, y ahora soy más vieja de lo que nunca he sido.
—Si me tocas —le amenazó la estrella—, si me pones un solo dedo encima, lo lamentarás para siempre jamás.
—Si alguna vez llegas a tener mi edad —dijo la anciana—, sabrás todo cuanto se puede saber sobre las lamentaciones, y sabrás que una más, aquí o allí, a la larga nunca representa una gran diferencia.
Husmeó el aire. Su vestido había sido rojo, pero parecía haber sufrido multitud de remiendos, y se había desgastado terriblemente con los años. Mostraba un hombro desnudo en el que podía apreciarse una cicatriz fruncida que hubiese podido tener varios siglos de antigüedad.
—Lo que quiero saber es por qué ya no puedo encontrarte con mi mente. Todavía sigues ahí, a duras penas, pero como un fantasma, o un fuego fatuo. No hace mucho que ardías… tu corazón ardía en mi mente como un fuego de plata. Pero después de aquella noche en la posada, empezó a vacilar y a apagarse, y ahora ya no lo veo por ninguna parte.
Yvaine se dio cuenta de que no sentía más que pena por aquella criatura que la había querido muerta, y por eso dijo:
—¿Podría ser que el corazón que buscas ya no me pertenezca?
La anciana tosió. Toda su figura sufrió sacudidas y espasmos por aquel terrible esfuerzo. La estrella esperó que hubiese terminado y después dijo:
—He entregado mi corazón a otro.
—¿Al chico? ¿El de la posada? ¿Con el unicornio?
—Sí.
—Debiste dejarme que te lo quitara allí, y que fuera para mis hermanas y para mí. Hubiésemos podido volver a ser jóvenes, hasta la próxima edad del mundo. Tu chico te lo romperá, o lo malgastará, o lo perderá. Siempre lo hacen.
—A pesar de eso —dijo la estrella—, él tiene mi corazón. Espero que tus hermanas no sean demasiado severas contigo cuando regreses junto a ellas con las manos vacías.
Entonces Tristran se acercó a Yvaine, le tomó la mano y saludó educadamente con la cabeza a la anciana.
—Todo arreglado —sentenció—. No hay nada de qué preocuparse.
—¿Y el palanquín?
—Oh, mi madre viajará en palanquín. Tuve que prometerle que tarde o temprano iríamos a Stormhold, pero podemos tomarnos nuestro tiempo. Creo que deberíamos comprar un par de caballos y admirar el paisaje.
—¿Y tu madre ha accedido?
—Al final, sí —dijo, gozoso—. Lamento haber interrumpido.
—Casi habíamos terminado —dijo Yvaine, y volvió a dedicar su atención a la menuda anciana.
—Mis hermanas serán severas, pero crueles —dijo la vieja bruja reina—. Sin embargo, agradezco el interés. Tienes un buen corazón, niña. Lástima que no pueda ser para mí.
La estrella se inclinó y, entonces, besó a la anciana en la arrugada mejilla, sintiendo cómo los duros pelos que la poblaban le arañaban los suaves labios.
Luego la estrella y su amor verdadero se alejaron caminando hacia el muro.
—¿Quién era esa vieja? —preguntó Tristran—. Me resultaba un poco familiar. ¿Acaso ha ocurrido algo malo?
—Nada malo —le dijo ella—. Sólo era alguien que conocí por el camino.
A sus espaldas tenían las luces del mercado, las linternas, velas, farolillos brujos y resplandores mágicos, como un sueño del cielo nocturno traído a la tierra. Ante sí, al otro lado del prado, al otro lado de la abertura de la pared, ahora sin guardas, estaba el pueblo de Muro. Las lámparas de aceite, las de gas y las velas ardían en las ventanas de las casas del pueblo. A Tristran le parecieron, entonces, tan distantes y tan inescrutables como el mundo de las mil y una noches.
Contempló las luces de Muro (se le reveló de pronto con certeza) durante la que sabía que sería la última vez. Las contempló durante largo rato, sin decir nada, con la estrella caída a su lado. Y entonces se dio la vuelta y juntos empezaron a andar hacia el Este.