El sobre lucía, grande y vistoso, un sello italiano. El matasellos era de Roma, pero no logré leer la fecha del membrete.
Aquel día había ido a Shinjuku por primera vez desde hacía mucho tiempo, me compré algunos libros en Kinokuniya, me metí en un cine a ver una película de Luc Besson. Luego, en una cervecería, pedí una pizza de anchoas y una cerveza negra. Antes de la hora punta, tomé la línea Chûô y regresé a casa leyendo uno de los libros que acababa de comprar.
Mi intención era hacerme una cena sencilla y mirar un partido de fútbol por televisión. La manera ideal de pasar las vacaciones de verano. Hacía calor, yo estaba solo, libre, nadie me importunaba, yo no importunaba a nadie.
Al volver a mi apartamento, hallé la carta en el buzón. No figuraba el remitente, pero me bastó ver la letra para adivinar que era de Sumire. Como un jeroglífico, letra espesa, difícil de leer, personal. Recordaba uno de esos pequeños ciervos volantes antiguos que se encuentran de vez en cuando en las pirámides egipcias. Como si fueran a ponerse en movimiento uno tras otro y regresar a las negras profundidades de la historia. ¿Roma?
Primero, guardé en la nevera la comida que acababa de comprar en el supermercado y me serví un vaso grande de té frío. Luego me senté en una silla de la cocina, abrí el sobre con un cuchillo para fruta que tenía a mano y empecé a leer la carta. Cinco hojas con el membrete del Hotel Excelsior de Roma atiborradas de pequeños caracteres escritos en tinta azul. Debía de haber tardado bastante tiempo en escribirlas. En una esquina de la última hoja se veía una especie de mancha (¿de café?).
«¿Cómo estás?
»Imagino que te habrá sorprendido recibir de repente, sin previo aviso, una carta desde Roma. Claro que Roma quizá no baste para asombrarte a ti, que eres tan sereno. Roma debe de ser un lugar demasiado turístico. Quizá fuera preciso otro lugar, Groenlandia, Tumbuctú o el estrecho de Magallanes. Sin embargo, yo sí estoy sorprendida de encontrarme en Roma.
»Ante todo, siento mucho no haberte podido invitar a cenar tal como te prometí el día de la mudanza. De hecho, fue justo después cuando surgió lo del viaje. Y, metida en la vorágine, hacerme a toda prisa el pasaporte, comprar maletas, acabar unos trabajos que tenía pendientes, se me pasaron los días sin que me diera cuenta. Como muy bien sabes, no tengo buena memoria, pero las promesas me esfuerzo en cumplirlas. Así que, ante todo, quería disculparme por lo de la cena.
»Estoy muy cómoda en mi nuevo apartamento. Me daba mucha pereza mudarme (y eso que tú hiciste la mayor parte del trabajo: lo sé muy bien y te lo agradezco), pero, ahora que ya lo he hecho, me alegro. Aquí no hay gallos como en Kichijôji; a cambio, hay montones de escandalosos cuervos que parecen viejas lloronas. Al amanecer, llegan en bandadas al parque de Yoyogi y empiezan a graznar con todas sus fuerzas, como si se acabara el mundo. Así no hay quien duerma tranquila. Casi ni necesito despertador. Gracias a ellos, me he vuelto como tú, llevo una vida de granjero, me levanto pronto por la mañana, me acuesto temprano por la noche. Creo que empiezo a hacerme una idea de lo que debe sentirse cuando te llaman por teléfono a las tres y media de la madrugada. Al menos a hacerme una idea.
»Estoy en una terraza al fondo de una calle en Roma, te escribo mientras me tomo, a sorbitos, un café exprés, fuerte como el sudor del diablo, pero ¿cómo te lo diría…? Estoy experimentando una sensación algo extraña, la de no ser yo misma. No puedo explicártelo bien… No sé, es como si alguien viniera mientras estás profundamente dormido, te desmontara y, luego, en un santiamén, volviera a ensamblar las piezas. ¿Entiendes lo que quiero decir?
»La verdad es que, si me observo con atención, sigo siendo la misma, pero noto que hay alguna diferencia con mi yo de siempre. Aunque tampoco puedo recordar bien cómo era yo “siempre”. Desde que bajé del avión, siento que se ha apoderado de mí esta ilusión deconstructiva con visos de realidad. Porque ilusión debe de ser. Y yo, que ahora me encuentro aquí, no puedo evitar sentir extrañeza al pensar: “¿Por qué estoy ahora aquí, en Roma (precisamente)?”. Claro que, resiguiendo el camino que me ha traído hasta aquí, la razón por la cual “ahora estoy en Roma” queda clara, pero no acabo de hacerme a la idea. Busque la explicación que busque, mi yo que está aquí y mi yo que piensa en sí mismo no logran fundirse en uno. Dicho de otro modo: yo, en realidad, no tenía por qué estar aquí. Es una manera un poco vaga de hablar, ¿entiendes a lo que me refiero?
»Pero hay una cosa que sí tengo clara. Y es que me gustaría que estuvieses conmigo. Tan lejos de ti me siento muy sola, aunque Myû esté conmigo. Y cuanto más lejos me fuera, más sola me sentiría, seguro. Me gustaría que pensaras lo mismo que yo.
»En fin, que estoy viajando por Europa con Myû. Por asuntos de trabajo, Myû tenía previsto recorrer sola Italia y Francia durante quince días y, al final, la he acompañado como secretaria. Cuando me lo anunció una mañana, de improviso, me quedé de piedra. Por más secretaria que me llamen, no creo que le sirva de gran cosa, pero de aquí en adelante, ¡quién sabe!, y ante todo, lo que Myû me dijo fue: “Es un premio por haber dejado de fumar”. Así me recompensa por la larga agonía que he pasado.
»Llegamos a Milán en avión, visitamos la ciudad, luego alquilamos un Alfa Romeo azul y nos dirigimos hacia el sur por la autopista. En la Toscana recorrimos varias bodegas y, tras cerrar algunos tratos comerciales, pasamos varias noches en un hotel encantador de una pequeña ciudad. Después fuimos a Roma. Los negocios siempre se han hecho en inglés o francés, así que no he llegado a salir a escena, pero, en el día a día del viaje, mi italiano me ha sido muy útil. Si fuéramos a España (esta vez no es posible, por desgracia), podría serle más útil.
»Como el Alfa Romeo que alquilamos tiene el cambio de marcha manual, no he sido de gran ayuda. Myû ha tenido que conducir ella sola. Pero ella puede estar al volante mucho tiempo sin cansarse lo más mínimo. Cuando ves la facilidad con que toma las curvas por las montañas de la Toscana, cambiando constantemente de marcha, mi corazón se estremece (y no lo digo en broma). Me basta con estar sentada inmóvil a su lado, lejos de Japón, para sentirme plena de satisfacción. Si pudiera, seguiría así eternamente.
»Si empezara a escribir sobre lo fabulosos que son la comida y el vino en Italia, no acabaría, así que lo dejo para la siguiente ocasión. En Milán fuimos de tienda en tienda. Vestidos, zapatos, ropa interior, esas cosas. Aparte de un pijama, pues me había olvidado de traerme uno, yo no he comprado nada (no me sobra el dinero y ya tengo muchas cosas bonitas, así que no sabría muy bien qué comprar; en estos casos, mi capacidad de juicio se desvanece como si se me hubiera fundido un fusible), pero me he divertido mucho acompañándola a ella. Myû es, por así decirlo, una experta en compras. Elige sólo las cosas preciosas de verdad, y no compra más que un poco. Como si tomara un único bocado de la parte más sabrosa de un manjar. De manera elegante, encantadora. Al mirar cómo elegía medias y ropa interior de seda de primera calidad, de repente tuve dificultades para respirar. Incluso se me cubrió la frente de sudor. Esto sí que es raro. Yo soy una chica. En fin, también me he extendido demasiado hablando de compras. Dejémoslo.
»En los hoteles dormimos en habitaciones separadas. Myû es muy susceptible con respecto a eso. Sólo una vez, en Florencia, hubo un error en la reserva y dormimos las dos juntas en una habitación grande. Las camas eran individuales, estaban separadas, pero por el simple hecho de compartir habitación con ella el corazón se me hinchó de gozo. Vi cómo salía del baño envuelta en una toalla, cómo se cambiaba de ropa. Por supuesto, la miré de reojo mientras leía, haciendo como quien no ve. Myû tiene un tipo espléndido. No iba completamente desnuda, se cubría con una escueta ropa interior; tiene un cuerpo que levanta suspiros. Delgada, las nalgas prietas, una obra de artesanía. Me gustaría que la vieras —aunque resulte un poco raro por mi parte hablar así.
»Imaginé que aquel cuerpo fino y suave me abrazaba. Al encontrarme en la misma habitación que ella, dentro de la cama, pensando obscenidades, me vi arrastrada paulatinamente hacia el lugar equivocado. Quizá se debiese a la excitación, pero aquella noche se me adelantó la regla. ¡Qué mala suerte! ¡Hum! No creo que sirva de mucho contarte esto por carta, pero, en fin, ha sido una de las cosas que me han sucedido.
»Anoche, en Roma, fuimos a un concierto. Fuera de la temporada musical, no esperábamos gran cosa, pero nos encontramos con una interpretación llena de encanto. La de Marta Argerich ejecutando el Concierto para piano y orquesta N° 1 de Liszt. Me encanta esa melodía. El director era Giuseppe Sinopoli. Una interpretación maravillosa. Una música fluida, elegante, amplia de miras, que te mantiene en tensión. Aunque sea, para mi gusto, demasiado perfecta. Para mí, a esta música le convendría una interpretación un poco bastarda, como la de una concurrida fiesta popular en una aldea. Hablando con franqueza, a mí me gusta que haya un puntito de excitación. Y en eso coincidimos Myû y yo. En Venecia se celebra el Festival Vivaldi y hemos hablado de la posibilidad de acercarnos. Igual que me sucede contigo cuando hablo de novelas, con Myû podría estar charlando indefinidamente de música.
»¡Qué carta más larga! Por lo visto, cuando agarro la pluma y empiezo a escribir, no sé parar. Siempre me ha sucedido lo mismo. Dicen que una chica bien educada no debe robarle el tiempo a la gente, pero mis modales, en lo que se refiere a escribir (aunque es posible que no sólo sea en eso), son lamentables. Incluso el camarero, que lleva un delantal blanco, me mira de vez en cuando con cara de asombro. En fin, ya es hora de que me vaya, se me ha cansado incluso la mano. Además se ha acabado el papel de cartas.
»Myû ha ido a visitar a un viejo amigo que tiene en Roma. Yo he dado un corto paseo por los alrededores del hotel, he visto este café, me he parado a descansar un rato y aquí estoy, escribiéndote una hoja tras otra. Como si estuviera enviando un mensaje dentro de una botella desde una isla desierta. Es extraño, pero cuando Myû sale y me deja sola, no tengo ganas de ir a ninguna parte. Aunque es la primera vez que vengo a Roma (y aunque sea quizás la última), no quiero ver ninguna de sus ruinas, no quiero ver ninguna de sus fuentes y tampoco me apetece ir de compras. Me basta con estar así, sentada en una silla, husmeando los olores de la ciudad como un perro, aguzando el oído a ruidos y voces, contemplando la cara de los transeúntes. De repente me acabo de dar cuenta de que, mientras te estaba escribiendo, aquella “extraña impresión de estar despedazada” de la que te hablaba al principio ha empezado a desvanecerse. Ya no me obsesiona. Es la misma sensación que tenía al salir de la cabina de teléfono, después de aquellas largas llamadas que te hacía a medianoche. ¿Es posible que tengas un efecto curativo sobre mí?
»¿Qué opinas? De todas formas, reza por mi felicidad y mi buena suerte. Seguro que lo necesitaré. Hasta pronto.
»P.S. Es posible que regrese el 15 de agosto. Antes de que acabe el verano, podremos ir a cenar juntos como te prometí».
Cinco días después me llegó una segunda carta desde una aldea de Francia que jamás había oído nombrar. Esta vez era un poco más corta que la anterior. Sumire y Myû habían dejado el coche de alquiler en Roma y habían ido en tren hasta Venecia. Allí pudieron escuchar dos días seguidos a Vivaldi. La mayoría de conciertos se celebraba en la iglesia donde Vivaldi había oficiado como sacerdote. «Hemos escuchado tanto Vivaldi que no quiero volver a oírlo en medio año», escribía Sumire. Contaba lo deliciosos que le parecieron el pescado y el marisco a la papillotte que había comido en un restaurante de Venecia. La descripción era tan acertada que me entraron ganas de irme para allá de inmediato y probarlos yo también.
Después de Venecia regresaron a Milán y de allí volaron a París. Tras descansar en París (e ir otra vez de compras), se dirigieron en tren a Borgoña. Un amigo íntimo de Myû tenía allí una gran villa, como un palacio, donde se alojaron. Tal como había hecho en Italia, Myû recorrió pequeñas bodegas y cerró algunos tratos. Cuando tenían la tarde libre, cogían la cesta de la merienda y se iban a pasear por un bosque cercano y, por supuesto, se llevaban también algunas botellas de vino. «Aquí el vino es delicioso, como un sueño», escribía Sumire.
«Por cierto, parece que habrá cambios en los planes de regreso a Japón para el 15 de agosto. Cuando acabemos el trabajo en Francia, tal vez vayamos a descansar a una isla griega. He conocido por casualidad a un caballero inglés (un auténtico caballero) que tiene una villa en una pequeña isla que no sé cómo se llama; nos ha dicho que podemos utilizarla todo el tiempo que queramos. ¡Qué emocionante! A Myû también le gusta la idea. Necesitamos unas verdaderas vacaciones, no oír hablar de trabajo. Nos tumbaremos en las blanquísimas playas del Egeo, expondremos nuestros dos hermosos pares de tetas al sol, contemplaremos hasta hartarnos las blancas nubes que flotan en el cielo mientras tomamos vino con resina de pino. ¿No te parece fantástico?
Efectivamente, me lo parecía.
Aquella tarde fui a la piscina municipal, nadé un poco y, a la vuelta, me quedé alrededor de una hora leyendo en una cafetería con aire acondicionado. Al volver a casa, planché tres camisas mientras escuchaba las dos caras de un viejo disco, Ten Years After. Acabé de planchar, me bebí, rebajado con agua Perrier, un poco de vino blanco barato que había comprado de saldo, miré el partido de fútbol que había grabado en el vídeo. Cada vez que veía uno de esos pases que te impulsan a exclamar: «¡Pero qué haces!», negaba con la cabeza y suspiraba. Juzgar errores ajenos es fácil y te hace sentir bien.
Al acabar el partido de fútbol, me hundí en la butaca, dejé que mi mirada se perdiera en el techo mientras imaginaba a Sumire en la aldea francesa. ¿O había partido ya hacia algún rincón de las islas griegas? A lo mejor estaba tumbada en la arena contemplando las blancas nubes que flotaban en el cielo. En todo caso, estaba muy lejos de mí. Roma, Grecia, Tumbuctú, Aruanda, ¡qué más daba! Se encontraba muy lejos, lejísimos. Y, en el futuro, tal vez se alejara aún más. Mientras pensaba en ello me invadió la angustia. Me sentí como un insecto absurdo en una noche ventosa, adherido a un alto muro, sin razones, sin planes, sin creencias. Sumire decía que me echaba de menos. Pero a su lado estaba Myû. Yo no tenía a nadie. Yo… estaba solo. Como siempre.
Sumire no volvió el 15 de agosto. En su teléfono seguía el antipático mensaje: «Estoy de viaje». Nada más mudarse, Sumire se había comprado un teléfono con contestador automático. Para no tener que ir las noches lluviosas bajo el paraguas hasta la cabina más cercana. Una idea encomiable y sana. No dejé ningún mensaje.
El 18 volví a llamar. Seguía el «Estoy de viaje». Al sonar la señal inorgánica, di mi nombre y dejé un escueto mensaje: «Llámame cuando vuelvas». No hubo ninguna llamada. Quizá Myû y Sumire se hubieran visto atrapadas por la fascinación de las islas griegas y se les hubieran ido las ganas de volver a Japón.
Mientras tanto, acompañé un día al equipo de fútbol de la escuela a un partido de entrenamiento y me acosté una vez con mi amiga. Acababa de regresar de unas vacaciones en la isla de Bali con su marido y sus dos hijos y lucía un bello bronceado. Mientras la abrazaba, no pude evitar pensar en Sumire, que estaba en Grecia. Mientras la penetraba, no pude evitar imaginar el cuerpo de Sumire.
De no conocer a Sumire, tal vez hubiese acabado enamorándome en serio de aquella mujer siete años mayor que yo (y madre de un alumno mío). Quizás, a mi manera, me hubiera dejado absorber por aquella relación. Era hermosa, activa, dulce. Para mi gusto se maquillaba demasiado, pero vestía con elegancia. Aunque le preocupaba estar gorda, en realidad no le sobraba ni un gramo. Tenía un cuerpo rotundo, intachable. Sabía muy bien lo que yo deseaba, y también lo que no deseaba. Sabía hasta dónde podía llegar y dónde debía detenerse… En la cama y fuera de ella. Me hacía sentir como si ocupara un asiento de avión de primera clase.
—Con mi marido hace casi un año que no lo hacemos —me dijo una vez, a modo de confesión, entre mis brazos—. Sólo lo hago contigo.
Sin embargo, nunca conseguí amarla. Entre ambos no brotó aquella intimidad espontánea, casi incondicional, que en todo momento sentía con Sumire. Siempre se interponía entre nosotros un velo fino, transparente. Visible o no, nos separaba lo mismo. Por culpa de aquello, cuando nos encontrábamos —y en especial cuando nos despedíamos— a veces no sabía qué decirle. Algo que jamás me había pasado con Sumire. Cada vez que veía a mi amiga, confirmaba un hecho incontestable: hasta qué punto necesitaba yo a Sumire.
Cuando se fue, salí a dar un paseo solo, deambulé sin rumbo, luego entré en un bar que había cerca de la estación, pedí un Canadian Club con hielo. Como sucedía siempre, me hizo sentir la persona más miserable del mundo. Lo apuré enseguida de un trago y pedí otro. Luego cerré los ojos y pensé en Sumire. Sumire en las blancas playas de las islas griegas tomando el sol haciendo top-less. En la mesa vecina, cuatro jóvenes, seguramente universitarios, bebían cerveza entre alegres carcajadas. Por los altavoces sonaba una vieja melodía de Huey Lewis and the News. Olía a pizza tostándose en el horno.
Me acordé de épocas pasadas. Mi periodo de crecimiento (así debería llamarse) ¿cuándo, dónde había terminado? Ante todo, ¿había acabado? Hasta hacía poco, yo me encontraba en pleno proceso de desarrollo, indudablemente. Las canciones de Huey Lewis and the News se oían por doquier. Unos cuantos años atrás. Ahora me encontraba en un circuito cerrado. Dando vueltas y más vueltas. Sin poder dejar de hacerlo, aun sabiendo que no iba a ninguna parte. No podía evitarlo. Si paraba, no podría sobrevivir.
Aquella noche recibí una llamada desde Grecia. A las dos de la madrugada. Pero quien llamaba no era Sumire, era Myû.