El departamento de ciencias estaba en el segundo piso. Los pasos de Neville sonaron a hueco en los escalones de mármol de la Biblioteca Pública de Los Angeles. Era el 7 de abril de 1976.
Se le había ocurrido, después de pasar varios días sumido en borracheras, disgustos e investigaciones inconcretas, que estaba perdiendo el tiempo. Era indudable que los experimentos aislados no llevaban a ninguna parte. Si había alguna solución racional al problema (y debía creer que sí) no la encontraría de ese modo.
En su nuevo y ordenado programa había decidido estudiar la sangre. El primer paso era, pues, buscar algunos libros sobre el tema.
En la biblioteca, el silencio era total. Afuera se oía a veces el canto de los pájaros, y aun cuando éstos callasen parecía seguir oyéndose alguna especie de canto. Era inexplicable, pero el silencio parecía más fúnebre dentro que fuera.
Especialmente aquí, en este enorme edificio de piedra gris que albergaba toda la literatura de un mundo muerto. Quizá, pensó, estoy rodeado meramente por muros psicológicos. Pero esto no era gran cosa. No había psiquiatras para tratar neurosis sin fundamento y alucinaciones auditivas. El último hombre del mundo estaba absolutamente encerrado en sus ilusiones.
Neville entró en el departamento de ciencias.
Era un cuarto de techo alto, con amplios ventanales. Cerca de la puerta se alzaba el escritorio donde en otro tiempo quedaban registrados los libros.
Neville se detuvo allí un momento, paseando la mirada por la silenciosa sala, sacudiendo lentamente la cabeza. Muchos libros, pensó: testimonio de la inteligencia de un planeta, migajas de mentes fútiles, mezcla de sistemas inútiles para impedir la muerte del hombre.
Se acercó a las estanterías de la izquierda y sus zapatos golpearon las oscuras baldosas. Miró las tarjetas que clasificaban los libros de los estantes. Astronomía, leyó, libros sobre el cielo. Pasó de largo. No le interesaba ya el cielo. Aquella antigua curiosidad había muerto junto con otras. Física, Química, Ingeniería. Siguió adelante y entró en la sección que ocupaba su interés.
Se detuvo y alzó los ojos. En el techo había dos hileras de luces apagadas, y el cielo raso estaba dividido en grandes cuadrados profundos, decorados con mosaicos hindúes, al parecer. La luz del día entraba por las ventanas polvorientas, y unas motas grises quedaban suspendidas en los rayos de sol.
Observó las largas mesas de madera y las hileras de sillas. Todo estaba en su sitio. El último día, pensó, alguna bibliotecaria solterona había recorrido la sala colocando las sillas en el lugar correspondiente, con una laboriosa precisión.
Se imaginó a la mujer que había muerto solitaria para volver, quizá, condenada a terribles vagabundeos, y sacudió la cabeza. Basta, se dijo, no hay tiempo para divagaciones románticas.
Pasó ante otros libros hasta que llegó a Medicina. Esta era la sección que le interesaba. Miró los títulos y encontró libros sobre higiene, fisiología (general y especial), terapéutica. Un poco más allá, bacteriología.
Sacó cinco obras de fisiología general y varios libros que trataban temas relacionados con la sangre y los dejó sobre una mesa. ¿Le interesaban también algunos textos sobre la bacteriología? Durante un rato miró indeciso los títulos.
Al fin se encogió de hombros. Bueno, ¿en qué se diferenciaban? Sacó varias obras al azar y las añadió al montón. Tenía nueve libros, suficientes para empezar. Podía volver en cualquier momento. Cuando salía de la sala miró el reloj sobre la puerta. Las manecillas rojas se habían parado a las siete y veinticinco. Neville se preguntó qué día se habrían detenido. Dios mío, ¿qué importancia tiene ahora todo esto? se dijo con desprecio. Aquella nostálgica preocupación por el pasado cada vez le irritaba más. Era una debilidad, lo sabía, una debilidad que no debía permitirse. Sin embargo, de cuando en cuando, se sorprendía meditando ampliamente sobre algún aspecto del pasado reciente.
Desde dentro tampoco pudo abrir las puertas grandes. Estaban bien cerradas con llave. Tuvo que salir por la ventana rota, dejando caer los libros en la acera, uno a uno. Llevó luego los libros al coche.
Mientras ponía en marcha el motor vio que había aparcado en un lugar prohibido, junto a una acera pintada de rojo. Miró arriba y abajo de la calle.
—¡Policía! —se descubrió gritando—. ¡Eh, policía!
Se rió durante un kilómetro, sorprendido de que aquello le pareciera tan divertido.
Dejó el libro. Había estado releyendo los temas referentes al sistema linfático. Recordó vagamente haberlos leído meses atrás, durante el tiempo que ahora calificaba de «período congelado». Pero aquella lectura, sin aplicación posible, no le había interesado suficientemente.
Ahora podía encontrar algo en esas páginas.
Las delgadas paredes de los capilares permitían que el plasma sanguíneo penetrara en los tejidos junto con los glóbulos rojos y blancos. Estos elementos retornaban eventualmente al sistema circulatorio a través de los vasos linfáticos, llevados por el claro líquido llamado linfa.
Durante el camino de vuelta, la linfa atravesaba nódulos linfáticos que interrumpían el paso de la corriente y filtraban las partículas de desecho, evitando que pasaran al caudal sanguíneo.
Bien.
Había dos cosas que activaban el sistema linfático: 1º., la respiración: el diafragma comprimía el abdomen, haciendo subir la sangre y la linfa; 2º., el movimiento físico: los músculos comprimían los vasos linfáticos, haciendo circular la linfa. Un complejo sistema de válvulas impedía el retroceso de la corriente.
Pero los vampiros no respiraban; por lo menos los muertos. Eso podía significar que la mitad de la corriente linfática había quedado interrumpida. Y algo más: que una cantidad importante de productos de desecho no quedaban liberados en el sistema linfático del vampiro.
A Neville le venía a la memoria el olor fétido de aquellos seres.
Siguió leyendo.
«Las bacterias pasan a la corriente sanguínea, donde… los glóbulos blancos desempeñan un papel importante en la defensa contra las bacterias… La luz solar mata muchos gérmenes y… algunas enfermedades humanas pueden ser transmitidas por moscas, mosquitos… Y allí, estimulados por el ataque de las bacterias, los productores de fagocitos introducen nuevos corpúsculos en la corriente sanguínea…».
Neville dejó el libro sobre sus rodillas. Le resbaló por las piernas y cayó en la alfombra.
Siempre parecía existir relación entre las bacterias y las enfermedades de la sangre. Sin embargo, aún se burlaba de los que habían muerto denunciando los gérmenes y rechazando a los vampiros.
Se levantó para prepararse una copa. Pero, de pie ante el bar, se quedó mirando fijamente la pared, mientras golpeaba con el puño la tabla del bar, lenta y rítmicamente.
Gérmenes.
Hizo una mueca. Bueno, en nombre de Dios, se dijo desanimado, el peligro no reside en las palabras.
Respiró hondo. Bien, se dirigió a sí mismo, ¿hay algo que se oponga a los gérmenes?
Se alejó del bar como si dejara el problema allí. Fue a la cocina y se sentó mirando la cafetera humeante. Gérmenes. Bacterias. Virus. Vampiros. ¿Por qué me niego? pensó. ¿Es sólo una terquedad reaccionaria, o quizás es que la tarea excede mis límites?
No sabría decirlo. Podría intentar un nuevo camino: el del compromiso. Una teoría no era necesariamente contraria a la otra.
Las bacterias podían explicar la existencia de los vampiros.
Y de pronto todo pareció aclararse.
Era como si se tratara de aquel niño holandés que tapando con el dedo el agujero del dique, impide que entre el mar de la razón. Allí se había quedado, en cuclillas, y satisfecho. Ahora se había incorporado, destapando el agujero. Y un mar de respuestas entraba en él.
La plaga se había extendido tan aprisa que se preguntaba si hubiese sido posible con la sola acción de los vampiros.
Se sintió hundido por la evidencia de la respuesta. Sólo las bacterias podían explicar la progresiva rapidez de la plaga, el aumento geométrico de las víctimas.
Apartó la taza de café, tenía el cerebro ocupado en una docena de ideas diferentes.
Las moscas y mosquitos también eran responsables. Extendiendo la enfermedad y haciéndola correr por el mundo.
Sí, las bacterias podían ser la explicación de muchas cosas: el encierro durante el día y el estado de coma provocado por los gérmenes para protegerse de la luz del sol.
Y se le había ocurrido una nueva idea: las bacterias podían ser la fuerza misma del vampiro.
Sintió que un escalofrío le recorría la espalda. ¿Era posible que el mismo germen que mataba a los vivos animara a los muertos?
Era imprescindible averiguarlo. Dio un salto y salió corriendo de la sala. Cuando estaba a punto de abrir la puerta se detuvo bruscamente, con una risa nerviosa. Dios mío, pensó, ¿me estoy volviendo loco? Ya es de noche.
Sonrió conformándose y se paseó por la sala. Quizá la teoría no lo explicase todo. ¿Qué pasaba con las estacas? Trató de situarlas en un cuadro general infeccioso, pero sólo podían guardar relación con las hemorragias, y eso no explicaba el caso de aquella mujer. Y seguro que no era el corazón.
Parecía que su nueva teoría empezaba a tambalearse. Las bacterias no podían explicar tampoco el efecto de las cruces. El suelo. No, no había nada allí. El agua corriente, el espejo, los ajos…
Neville sintió que no podía dominar sus nervios y deseó gritar y frenar aquellas ideas desorbitadas. ¡Tenía que descubrir algo! ¡Maldita sea!, exclamó mentalmente. ¡Lo descubriré!
Se sentó, tembloroso y tenso, tratando de dejar en blanco la mente. Señor, pensó al fin, ¿qué me sucede? Tengo una idea, no puedo explicarlo todo en un minuto, y si tardo más de un minuto en explicármelo todo siento pánico. ¿Estaré volviéndome loco?
Tomó el vaso; ahora lo necesitaba. Alzó la mano hasta que el temblor cedió. Bueno, muchacho, cálmate. Santa Claus vendrá esta noche a traerte todas las respuestas. Ya no serás un solitario Robinson Crusoe en una isla desierta, rodeado por un océano de muerte.
Se rió de la idea y se calmó un poco. Me ha salido una frase genial, pensó. El último hombre en el mundo es Edgard Guest.
Bueno, dijo, ahora te vas a la cama. No vas a pensar en veinte cosas distintas. No puedes seguir así. Eres un desastre emocional.
Lo primero es conseguir un microscopio. Lo primero, repitió mientras se quitaba la ropa, ignorando aquel nudo en el estómago, el deseo de sumergirse sin más preámbulos en la investigación.
No se sentía bien, acostado allí en la oscuridad y madurando una sola idea. Sabía que debía ser así. Un primer paso, maldita sea, un primer paso.
Sonrió con una mueca, en la oscuridad, consolándose con la idea de un trabajo bien definido.
Sin embargo, antes de dormir se permitió una nueva reflexión. Las picaduras, los insectos, la transmisión de hombre a hombre… ¿era eso suficiente para explicar la terrible rapidez con que se extendía la plaga?
Se durmió con el interrogante en la mente. Y a eso de las tres de la mañana despertó sintiendo que otra tormenta de arena caía sobre la ciudad. Y de pronto, en un segundo, encontró la relación.