CAPÍTULO TREINTA Y CUATRO

LAS IMÁGENES SE SUCEDEN EN PARPADEOS, invocando cada una su propia tristeza o su propia sonrisa. A veces, ambas. En el peor de los casos, trae una negrura impenetrable y ciega y, en el mejor, una dicha tan luminosa que duele en los ojos, adelante y atrás, en algún proyector imaginario manejado perpetuamente por una mano invisible. Una, y luego otra. El clic hueco del obturador. Después, una pausa. Una imagen congelada. Arráncala, acércala a ti y allá tú si miras. Henri siempre decía: «El precio de un recuerdo es el recuerdo de la tristeza que trae consigo».

Un cálido día de verano sobre el fresco césped, con el sol muy alto en un cielo sin nubes. El aire procedente del mar, transportando el frescor del agua. Un hombre se acerca a la casa, maletín en mano. Un hombre joven, con el pelo castaño y corto, bien afeitado, vestido de manera informal. Desprende un aire de nerviosismo en la forma en que se pasa el maletín de una mano a otra y en la fina capa de sudor que brilla en su frente. Llama a la puerta. Mi abuelo va hacia ella, la abre para que entre el hombre y la cierra detrás de él. Yo sigo retozando en el jardín. Hadley cambia de forma, vuela, se escabulle, vuelve a la carga. Peleamos uno con otro y nos reímos tanto que nos duele. El día se prolonga con el alocado abandono de la infancia, con la invulnerabilidad de la inocencia.

Transcurren quince minutos, tal vez menos. A esa edad, el día puede ser eterno. La puerta se abre y se cierra. Alzo la vista. Mi abuelo está con el hombre que he visto entrar, y los dos están mirándome.

—Hay una persona a la que quiero que conozcas —dice.

Me levanto del césped y doy palmadas para sacudirme la suciedad de las manos.

—Este es Brandon —dice mi abuelo—. Es tu cêpan. ¿Sabes lo que significa eso?

Niego con la cabeza. Brandon. Así se llamaba. Después de todos estos años, no me llega hasta ahora.

—Significa que a partir de ahora pasará mucho tiempo contigo. Que los dos estáis conectados. Estáis ligados el uno al otro. ¿Lo entiendes?

Asiento y camino hacia el hombre para extenderle mi mano como he visto hacer muchas veces a las personas adultas. El hombre sonríe y apoya una rodilla en el suelo. Me coge la manita en su mano derecha y la envuelve con sus dedos.

—Es un placer conocerle —le digo.

Unos ojos luminosos y amables, llenos de vida, miran a los míos como ofreciéndome un juramento, un vínculo, pero soy demasiado pequeño para saber lo que significa verdaderamente ese juramento o vínculo.

Él deja su mano izquierda encima de la derecha, de tal forma que mi diminuta mano se pierde entre las suyas. Asiente, sonriéndome aún.

—Mi querido niño —dice—. El placer es mío.

Me despierto con una sacudida. Me quedo tumbado de espaldas, con el pulso acelerado y la respiración pesada, como si hubiera estado corriendo. Sigo con los ojos cerrados pero, por las sombras alargadas y el frescor del aire en la habitación, sé que el sol acaba de salir. El dolor regresa, y todavía siento un peso en las extremidades. Con el dolor físico viene otro dolor, mucho peor que cualquier dolencia física que pudiera padecer: el recuerdo de las últimas horas.

Tomo una profunda bocanada de aire y lo exhalo. Una sola lágrima me cae rodando por un lado de la cara. Mantengo los ojos cerrados, con una esperanza irracional de que, si no voy al encuentro del día, el día no irá a mi encuentro, de que lo ocurrido por la noche quedará anulado. Mi cuerpo se estremece, y el llanto silencioso se convierte en uno más convulso. Meneo la cabeza y lo dejo salir. Sé que Henri está muerto, y eso no puede cambiarlo ni toda la esperanza del mundo.

Capto un movimiento detrás de mí. Me tenso, intentando permanecer inmóvil para no ser detectado. Una mano se acerca y me toca la mejilla. Un toque delicado, movido por el amor. Mis ojos se abren y se adaptan a la luz posterior al amanecer hasta que el techo de una habitación desconocida se conforma. No tengo ni idea de dónde estoy, ni de cómo he podido llegar hasta aquí. Sarah está sentada a mi lado. Pasa la mano por un lado de mi cara y repasa el contorno de la ceja con el pulgar. Se inclina hacia mí y me da un beso, largo y suave, que desearía poder embotellar y guardarlo para toda la vida. Cuando se retira, inspiro profundamente, cierro los ojos y le doy un beso en la frente.

—¿Dónde estamos? —pregunto.

—En un hotel, a cincuenta kilómetros de Paradise.

—¿Cómo he llegado hasta aquí?

—Sam nos ha traído en la camioneta.

—Quiero decir después de lo del instituto. ¿Qué ha pasado? Recuerdo que estabas conmigo anoche, pero no recuerdo nada de lo que pasó después —le digo—. Casi parece un sueño.

—Esperé en el campo de fútbol contigo hasta que llegó Mark y te metió en la camioneta de Sam. No podía seguir escondida más tiempo. Quedarme quieta en el instituto sin saber lo que estaba pasando allá fuera era superior a mí. Y pensé que podría ayudar de algún modo.

—Pues ayudaste mucho. Me salvaste la vida.

—Maté un alienígena —dice ella, como si no hubiera terminado de asimilar ese hecho.

Sarah me envuelve en sus brazos, apoyando la mano en mi nuca. Intento incorporarme en la cama. Lo consigo a medias, y entonces ella me ayuda a terminar de sentarme, empujándome la espalda pero procurando no tocarme la herida producida por el cuchillo. Paso los pies sobre el borde de la cama y después me agacho para tocarme las cicatrices del tobillo y contarlas con la punta de los dedos. Sigue habiendo sólo tres, y por ello sé que Seis ha sobrevivido. Ya casi había aceptado que mi suerte sería pasar solo el resto de mis días, un vagabundo ambulante sin un lugar al que ir. Pero no estaré solo. Seis, mi vínculo con el mundo del pasado, sigue aquí, conmigo.

—¿Está bien Seis?

—Sí —contesta Sarah—. Ha recibido varias puñaladas y un disparo, pero parece que ya está mejor. No creo que hubiera sobrevivido si Sam no la hubiera recogido en la camioneta.

—¿Dónde está?

—En la habitación de al lado, con Sam y Mark.

Me pongo en pie. Los músculos y articulaciones me duelen en señal de protesta, y siento todo el cuerpo agarrotado y dolorido. Llevo una camiseta limpia y un pantalón corto de deporte. Tengo la piel fresca, con olor a jabón. Los cortes están lavados y vendados, algunos incluso cosidos.

—¿Has hecho tú todo esto? —pregunto.

—La mayoría. Coserte los puntos fue difícil. Sólo teníamos como modelo los que te puso Henri en la cabeza. Sam me ayudó.

Miro a Sarah, que sigue sentada en la cama sobre sus piernas. Algo más me llama la atención: una pequeña masa que se ha movido debajo de la manta, al pie de la cama. Me tenso, y enseguida me vienen a la mente las comadrejas que salieron al gimnasio a toda velocidad. Sarah ve lo que estoy mirando y sonríe. Gatea hasta el pie de la cama y dice:

—Aquí hay alguien más que quiere decirte hola.

Acto seguido, coge una esquina de la manta y la levanta con delicadeza para revelar a Bernie Kosar, que duerme plácidamente. Una férula metálica le inmoviliza una pata delantera, y tiene el cuerpo cubierto de cortes y heridas que, como las mías, han sido lavados y están empezando a curarse. Lentamente, sus ojos se abren y se adaptan a la luz, unos ojos enrojecidos, llenos de agotamiento. No levanta la cabeza de la cama, pero menea levemente el rabo, que da unos golpecitos en el colchón.

Bernie —susurro.

Me arrodillo delante de él y coloco la mano suavemente sobre su cabeza. No puedo dejar de sonreír, y me saltan lágrimas de alegría a los ojos. Tiene el cuerpecito hecho un ovillo, la cabeza apoyada en las patas delanteras, los ojos levantados hacia mí. Está herido y magullado por la batalla, pero sigue vivo para contarlo.

Bernie Kosar, has salido de esta. Te debo la vida —le digo, y le doy un beso encima de la cabeza.

Sarah le acaricia el lomo con la mano.

—Yo le llevé a la camioneta mientras Mark te llevaba a ti.

—Mark. Siento haber dudado de él.

Ella levanta una de las orejas de Bernie Kosar, que se vuelve hacia ella, le olisquea la mano y se la lame.

—Entonces, ¿es verdad lo que ha dicho Mark, que Bernie creció diez metros y mató una bestia casi dos veces más grande que él?

—Una bestia tres veces más grande que él —sonrío.

Bernie Kosar me mira. «Qué mentiroso», me dice. Bajo la vista y le lanzo un guiño. Me pongo de pie y miro a Sarah.

—Todo esto… —digo—. Todo esto ha ocurrido muy rápido. ¿Cómo lo llevas?

Ella asiente y contesta:

—¿Cómo llevo qué? ¿Que me haya enamorado de un alienígena, cosa de la que me enteré hace sólo tres días, y que sin comerlo ni beberlo me haya metido de cabeza en una guerra? Sí, eso lo llevo estupendamente.

Le sonrío, diciendo:

—Eres un ángel.

—Qué va —responde ella—. Sólo soy una chica que está locamente enamorada.

Se levanta de la cama y me rodea con sus brazos, y nos quedamos de pie en medio de la habitación, abrazados.

—Tienes que irte por fuerza, ¿verdad?

Asiento.

Sarah toma aire y lo exhala con aire tembloroso, obligándose a no llorar. En las últimas veinticuatro horas ha habido más lágrimas que las que he presenciado en todos los años de mi vida.

—No sé adónde tienes que irte ni qué tienes que hacer, pero yo te esperaré, John. Mi corazón entero te pertenece, me lo pidas o no.

La acerco a mí y le respondo:

—Y el mío te pertenece a ti.

Atravieso la habitación. Encima de la mesa está el cofre lórico, junto con tres mochilas preparadas, el ordenador de Henri y todo el dinero del último reintegro que hicimos en el banco. Sarah debe de haber rescatado el Cofre del aula de economía doméstica. Apoyo la mano encima. Todos los secretos, dijo Henri. Todos ellos están en su interior. Lo abriré y los descubriré en su debido momento, pero está claro que ese momento no es ahora. ¿Y qué quiso decir con lo de Paradise, con lo de que venir aquí no ha sido por casualidad?

—¿Has hecho mis maletas? —pregunto a Sarah, que está detrás de mí.

—Sí, y seguramente es lo más duro que he tenido que hacer nunca.

Levanto mi mochila de la mesa. Debajo hay un sobre de papel de Manila con mi nombre en la parte delantera.

—¿Qué es esto? —pregunto.

—No lo sé. Lo encontré en la habitación de Henri. Fuimos allí desde el instituto, para llevarnos todo lo que pudiéramos; después, vinimos aquí.

Abro el sobre y saco su contenido. Todos los documentos que Henri había creado para mí: certificados de nacimiento, tarjetas de la seguridad social, del banco, etc. Los cuento. Diecisiete identidades diferentes, diecisiete edades diferentes. En el primer papel hay una nota adhesiva escrita con la letra de Henri, que dice: «Por si acaso». Después del último papel hay otro sobre cerrado, en el que Henri había escrito mi nombre. Una carta, probablemente la que mencionó justo antes de morir. No me siento con ánimo para leerla ahora.

Miro por la ventana de la habitación del hotel. Finos copos de nieve descienden suavemente desde las nubes bajas y grises del cielo. El suelo no es lo bastante frío para que cuajen. El coche de Sarah y la camioneta azul del padre de Sam están aparcados uno junto al otro en el aparcamiento. Estoy mirándolos cuando suenan unos toques en la puerta. Sarah la abre, y Sam y Mark entran en la habitación, con Seis cojeando tras ellos. Sam me abraza y me da el pésame.

—Gracias —le digo.

—¿Cómo te sientes? —me pregunta Seis. Ya no lleva el traje de goma, sino los vaqueros que llevaba cuando la vi por primera vez, y una de las sudaderas de Henri.

Me encojo de hombros, diciendo:

—Estoy bien. Dolorido y agarrotado. Me pesa todo el cuerpo.

—La pesadez es por el puñal. Se te acabará pasando.

—¿Son graves tus heridas? —pregunto.

Ella se levanta la camiseta y me enseña el corte que tiene en el costado, y luego otro que tiene en la espalda. En total, la apuñalaron tres veces anoche, sin contar los diversos cortes que tiene en el resto del cuerpo, ni el disparo que le ha dejado una profunda herida en el muslo derecho, que ahora lleva fuertemente vendado con gasas y esparadrapo, el motivo de su cojera. Me dice que, en el momento en que pudimos volver, ya era demasiado tarde para que la piedra pudiera curarla. Me asombra que siga viva siquiera.

Sam y Mark llevan la misma ropa de anoche, mugrienta, cubierta de barro y tierra, salpicada de varias manchas de sangre. Ambos tienen la mirada cansada, como si todavía no hubieran pegado ojo. Mark está detrás de Sam, cambiando de postura con aire incómodo.

—Sam, siempre he sabido que eras una máquina de matar —le digo.

Él se ríe, no muy convencido.

—¿Seguro que estás bien? —me pregunta.

—Sí, estoy bien. ¿Y tú?

—Bastante bien.

Miro a Mark, que sigue detrás de él.

—Sarah me ha dicho que anoche me sacaste del campo de fútbol.

—Me alegró poder ser de ayuda —contesta él, encogiéndose de hombros.

—Me salvaste la vida, Mark.

Él me mira a los ojos y me dice:

—Creo que todos nosotros acabamos salvando a alguien a lo largo de la noche. ¿Sabes?, Seis me salvó a mí tres veces. Y tú salvaste a mis perros el sábado. Estamos en paz.

De algún modo, consigo sonreír.

—Me parece bien —le digo—. Me alegro de saber que no eres el capullo por quien te había tomado.

Él me dirige una sonrisa ladeada, diciendo:

—Digamos que, si hubiese sabido que eras un alienígena que podía darme una paliza sin esfuerzo, te habría tratado un poco mejor desde el primer día.

Seis atraviesa la habitación y echa un vistazo a mis cosas encima de la mesa.

—Deberíamos ir yéndonos —dice, y su expresión se suaviza con una mirada de tácita simpatía—. En realidad, sólo queda una cosa por hacer. No sabíamos que querrías hacer al respecto.

Asiento. No me hace falta preguntar a qué se refiere. Miro a Sarah. Tendremos que separarnos mucho antes de lo que creía. El corazón me da un vuelco. Me entran ganas de vomitar. Sarah me coge la mano.

—¿Dónde le habéis dejado? —digo.

El suelo está mojado por la nieve derretida. Cogiendo a Sarah de la mano, atravesamos en silencio el bosque, a un kilómetro del hotel. Sam y Mark caminan delante, siguiendo las huellas que han dejado en el barro unas horas antes. Más adelante diviso un pequeño claro, en cuyo centro han tumbado el cadáver de Henri, encima de una tabla de madera. Está envuelto en una manta gris sacada de su cama. Me acerco a él. Sarah me sigue, y apoya una mano en mi hombro. Los demás se quedan de pie, detrás de mí. Aparto la manta para verle. Tiene los ojos cerrados, la cara de un gris ceniciento, y los labios azules por el frío. Le doy un beso en la frente.

—¿Qué quieres hacer, John? —me pregunta Seis—. Podemos enterrarle, si quieres. También podemos incinerarle.

—¿Cómo podemos incinerarle?

—Puedo crear una hoguera.

—Pensaba que sólo controlabas el tiempo.

—El tiempo, no. Los elementos.

Alzo la vista y observo su delicado rostro, que denota un sentimiento de simpatía pero también de apremio por tener que irnos antes de que lleguen refuerzos de los soldados. No le contesto. Aparto la vista y abrazo a Henri una última vez, con mi cara pegada a la suya, y me abandono al sentimiento de pérdida.

—Lo siento mucho, Henri —le susurro al oído, y cierro los ojos—. Te quiero mucho. Yo tampoco cambiaría ni un segundo. Por nada del mundo. Pienso llevarte de vuelta. De algún modo, te llevaré de vuelta a Lorien. Siempre bromeábamos sobre esto, pero en realidad eras mi padre, el mejor padre que podía haber pedido. Nunca te olvidaré, ni un solo minuto mientras viva. Te quiero, Henri. Siempre te he querido.

Le suelto, vuelvo a extender la manta sobre su cara y le deposito suavemente sobre la tabla de madera. Me incorporo y abrazo a Sarah, y ella me rodea en sus brazos hasta que dejo de llorar. Después, me seco las lágrimas con el dorso de la mano y hago una señal a Seis con la cabeza.

Sam me ayuda a limpiar la zona de palos y hojas, y entonces dejamos a Henri en el suelo, para que sus cenizas no se mezclen con nada más. Sam enciende una esquina de la manta y Seis aviva el fuego a partir de ahí. Observamos la hoguera, todos con lágrimas en los ojos. Incluso Mark llora. Nadie pronuncia palabra. Cuando las llamas terminan, reúno las cenizas en una lata de café que Mark ha traído del hotel con muy buen tino. Ya conseguiré algo mejor en cuanto podamos parar. Cuando volvemos a la camioneta del padre de Sam, él coloca la lata sobre el salpicadero. Me reconforta saber que Henri todavía estará viajando con nosotros, que mirará la ruta antes de salir de un pueblo, como hemos hecho tantas veces antes los dos.

Cargamos nuestras pertenencias en la parte trasera de la camioneta. Además de mis cosas y las de Seis, Sam también ha cargado dos mochilas suyas. Al principio eso me choca, pero entonces me doy cuenta de que Seis y él han hecho algún tipo de pacto para que nos acompañe. Y me alegro de que sea así. Sarah y yo volvemos a la habitación del hotel. En cuanto la puerta se cierra detrás de nosotros, ella me coge la mano y me acerca hacia ella.

—Se me rompe el corazón —me dice—. Intento ser fuerte para ti en este momento, pero la idea de que te vayas me está matando por dentro.

Le doy un beso en la cabeza y le digo:

—A mí ya se me ha roto el corazón. En cuanto tenga una dirección que darte, te escribiré. Y haré todo lo posible por llamar cuando vea que no hay peligro.

Seis asoma la cabeza por la puerta.

—Tenemos que irnos —dice.

Asiento, y Seis cierra la puerta. Sarah levanta su cara hacia la mía y nos besamos, de pie en la habitación del hotel. La idea de que los mogadorianos vuelvan antes de que nos hayamos ido, cosa que volvería a ponerla en peligro, es lo único que me da fuerzas para irme. Si no, podría acabar viniéndome abajo. Podría acabar quedándome.

Bernie Kosar sigue tumbado al pie de la cama, esperando. Cuando le cojo en brazos con cuidado, empieza a menear el rabo. Le llevo fuera y le meto en la camioneta. Seis arranca el motor y lo deja en ralentí. Me vuelvo para mirar el hotel, y me entristece pensar que no sea la casa, que nunca volveré a verla. Sus tablones de madera con pintura desconchada, sus ventanas rotas, sus tablones negros del techo combados por la excesiva exposición al sol y a la lluvia. «Es como un paraíso», le dije a Henri. Pero eso ya ha dejado de ser así. Es un paraíso perdido.

Miro a Seis y le hago una señal con la cabeza. Cierra la puerta de la camioneta y espera dentro.

Sam y Mark se dan la mano, pero no oigo lo que se dicen. Sam se sube a la camioneta y espera con Seis. Me acerco a Mark y le estrecho también la mano.

—Te debo más de lo que podría pagarte nunca —le digo.

—No me debes nada —contesta él.

—No te creas —le digo—. Ya nos veremos… —Desvío la vista. Me noto a punto de sucumbir a la tristeza de la partida. Mi resolución pende de un delicado hilo a punto de romperse—. Ya nos veremos un día de estos.

—Cuídate por ahí.

Tomo a Sarah en mis brazos y la aprieto con fuerza. No quiero soltarla nunca.

—Volveré contigo —le digo—. Te lo prometo. Aunque sea lo último que haga, volveré contigo.

Ella tiene la cara hundida en mi cuello. Entonces asiente y me dice:

—Contaré los minutos que pasen hasta entonces.

La levanto en mis brazos y le doy un último beso. Después, la dejo en el suelo y abro la puerta de la camioneta. Mis ojos no se despegan de los suyos. Ella se tapa la boca y la nariz con ambas manos, y ninguno de los dos es capaz de apartar la mirada. Cierro la puerta. Seis pone la marcha atrás, saca la camioneta del aparcamiento, se para y pone la primera. Mark y Sarah caminan hasta el final del aparcamiento para vernos alejarnos, y un torrente de lágrimas cae por ambos lados de la cara de Sarah. Me doy la vuelta en mi asiento y la miro por la ventanilla trasera. Levanto la mano para despedirme. Mark me devuelve el saludo, pero Sarah se queda mirándome. Yo clavo la vista en ella todo el tiempo que puedo mientras se vuelve pequeña y se desvanece a lo lejos en una figura desdibujada. La camioneta reduce y toma una curva, y los dos desaparecen de mi vista. Vuelvo a mirar adelante, viendo los campos pasar por mi lado. Cierro los ojos, me imagino la cara de Sarah y sonrío. «Volveremos a estar juntos —le digo—. Y, hasta entonces, estarás en mi corazón y en todos mis pensamientos».

Bernie Kosar levanta la cabeza y la apoya en mi regazo, y yo apoyo la mano en su lomo. La camioneta traquetea por la carretera en dirección al sur. Los cuatro, juntos, nos dirigimos a nuestro próximo destino. Sea el que sea.