CAPÍTULO TREINTA Y DOS
DESPUÉS DE TODO ESTE TIEMPO, SÓLO ahora lo comprendo. En nuestras carreras matutinas, cuando yo iba demasiado rápido para que pudiera seguirme el ritmo, desaparecía en el bosque y volvía a aparecer delante de mí unos segundos después. Seis ha intentado decírmelo. Le ha bastado verle una vez para saberlo enseguida. En esas carreras, Bernie Kosar se metía en el bosque para cambiar, para convertirse en un pájaro. Y la forma en que salía disparado al jardín por las mañanas, con el hocico pegado al suelo, para patrullar. Para protegerme a mí y a Henri. Para buscar señales de los mogadorianos. La salamanquesa de Florida. La salamanquesa que me observaba desde la pared mientras desayunaba. ¿Cuánto tiempo debe de llevar con nosotros? ¿Habrán llegado a la Tierra las quimeras que vi cargar en el cohete?
Bernie Kosar sigue creciendo. Me dice que me vaya corriendo. Puedo comunicarme con él. No, eso no es todo. Puedo comunicarme con todos los animales. Otro legado. Empezó con el ciervo de Florida, el día que nos fuimos. Un escalofrío me recorrió la columna cuando me transmitió algo, una sensación. En el momento lo atribuí a la tristeza de nuestra partida, pero me equivoqué. Los perros de Mark James. Las vacas con las que me cruzaba en mis carreras matutinas. Lo mismo. Me siento como un idiota por no haberlo descubierto hasta ahora. No podía ser más evidente, lo tenía delante de las narices. Otra de las frases favoritas de Henri: las cosas más evidentes son precisamente las que más pasamos por alto. Pero Henri lo sabía desde el principio. Por eso se hizo el loco cuando Seis quiso decírmelo.
Bernie Kosar ha dejado de crecer; el pelo se le ha caído para dejar paso a unas escamas ovaladas. Parece un dragón, pero sin alas. Su cuerpo está lleno de músculos. Dientes y garras afilados, cuernos enroscados como los de un carnero. Es más grueso que la bestia y, aunque es mucho menos alto, su aspecto es igual de amenazador. Dos colosos a cada lado del claro, rugiéndose el uno al otro.
«Corre», me dice. Intento decirle que no puedo, pero no sé si me entiende. «Puedes hacerlo —insiste—. Debes hacerlo».
La bestia golpea. Un martillazo que empieza en las nubes y se descarga con brutalidad. Bernie Kosar lo bloquea con sus cuernos y ataca antes de que la bestia golpee de nuevo. Una colisión tremenda en el centro mismo del claro. Bernie Kosar da un salto y clava los dientes en el costado de la bestia, pero esta le aparta de un golpe. Sus movimientos son tan rápidos que desafían toda lógica. Ambos están chorreando sangre por los costados. Observo el combate apoyado en el árbol. Quiero intervenir, pero la telequinesia sigue fallándome. Sigo sangrando por la espalda. Tengo las extremidades pesadas, como si la sangre se hubiese convertido en plomo en mis venas. Siento que estoy a punto de desvanecerme.
La bestia sigue erguida sobre sus patas traseras, y Bernie Kosar tiene que luchar a cuatro patas. La bestia vuelve a la carga. Bernie baja la cabeza y ambos se embisten, destrozando los árboles con los que chocan, a mi derecha. La bestia consigue quedar encima de su oponente, y le hunde los colmillos en la garganta. Sacude la cabeza a un lado y a otro, intentando desgarrarle el cuello. Aunque Bernie Kosar se retuerce bajo la presa de la bestia, no consigue librarse de ella. Rasga la piel de la bestia con sus zarpas, pero esta no le suelta.
De pronto, una mano aparece por detrás y me agarra el brazo. Intento apartarla de un empujón pero ni siquiera tengo fuerzas para eso. Los ojos de Bernie Kosar están cerrados con fuerza. Está sufriendo bajo las fauces de la bestia, con el cuello oprimido, sin poder respirar.
—¡No! —grito.
—¡Vamos! —grita la persona detrás de mí—. ¡Tenemos que irnos de aquí!
—El perro —protesto, sin discernir todavía de quién es la voz—. ¡El perro!
Mordido, asfixiado, Bernie Kosar está a punto de morir, pero no puedo hacer nada para impedirlo. Y yo no tardaré mucho en seguirle. Sacrificaría mi propia vida por la suya. Lanzo un grito. Bernie Kosar gira la cabeza para mirarme, con la cara crispada del dolor y la agonía que debe de sentir ante la muerte inminente.
—¡Tenemos que irnos! —grita la persona detrás de mí, y su mano me levanta del suelo del bosque.
Los ojos de Bernie siguen clavados en los míos. «Vete —me dice—. Vete de aquí, ahora que todavía puedes. No queda mucho tiempo».
No sé cómo, consigo ponerme en pie. Me siento mareado, y el mundo parece envuelto en una bruma a mi alrededor. Sólo los ojos de Bernie Kosar se distinguen con nitidez. Unos ojos que piden socorro a gritos, aunque sus pensamientos digan lo contrario.
—¡Tenemos que irnos ya! —insiste la voz.
No me vuelvo a mirar, pero ahora sé de quién es. Mark James, que ya no está escondido en el instituto, sino intentando salvarme de este combate. Que esté aquí significa que Sarah debe de estar bien, y por un breve instante me permito un sentimiento de alivio que se desvanece tan rápido como ha llegado. En este momento, sólo pienso en una cosa: Bernie Kosar, tumbado de lado, mirándome con ojos vidriosos. Me ha salvado la vida, y ahora me toca a mí salvarle a él.
Mark me agarra a la altura del pecho y empieza a tirar de mí para sacarme del claro, para apartarme de la lucha. Me retuerzo para soltarme. Los ojos de Bernie Kosar empiezan a cerrarse lentamente. Está apagándose, pienso. «No quiero verte morir —le digo—. Estoy dispuesto a ver muchas cosas en este mundo, pero me niego a verte morir». No hay respuesta. La presa de la bestia se cierra. Noto que la muerte está cerca.
Doy un paso tambaleante y saco el puñal de la cintura de mis vaqueros. Lo aprieto con fuerza entre mis dedos, y al momento cobra vida y empieza a brillar. Nunca podría herir a la bestia arrojando el puñal, y mis legados parecen haberse esfumado. Una decisión fácil. No me queda otro remedio que atacarla cuerpo a cuerpo.
Hago una profunda y temblorosa respiración, y me doy impulso hacia atrás. Todo mi cuerpo se tensa con una punzada de agotamiento, y no hay ni un centímetro de mi ser que no esté invadido por algún tipo de dolor.
—¡No! —grita Mark detrás de mí.
Echo a correr y me lanzo hacia la bestia. Sus ojos están cerrados, y sus fauces clavadas en la garganta de Bernie Kosar, alrededor de la cual se forman charcos de sangre que resplandecen a la luz de la luna. Me separan diez metros. Cinco. Los ojos de la bestia se abren de golpe en el mismo momento en que salto hacia ella. Son unos ojos amarillos que se tuercen airados en el instante en que se posan sobre mí. Surco el aire hacia ellos, levantando el puñal sobre mi cabeza con ambas manos como en un sueño heroico del que nunca querría despertar. La bestia suelta el cuello de Bernie Kosar y se dispone a morderme, pero ya debe de saber que me ha percibido demasiado tarde. La hoja del puñal centellea un instante antes de que lo clave bien hondo en su ojo. Una sustancia líquida brota de él inmediatamente. La bestia emite un grito espeluznante, tan fuerte que resulta difícil imaginar que no pueda despertar a los muertos.
Caigo de espaldas y levanto la cabeza para observar a la bestia que se tambalea sobre mí. Intenta en vano arrancarse el puñal del ojo, pero sus manos son demasiado grandes y la hoja es demasiado pequeña. Las armas mogadorianas tienen un funcionamiento que no creo que llegue a entender nunca, debido al uso de portales místicos entre los reinos. El puñal no es distinto a las demás armas, y el negro de la noche se precipita en forma de vórtice hacia el ojo de la bestia, como un tornado de muerte.
La bestia cede al silencio cuando el resto del gran torbellino negro penetra en su cráneo, absorbiendo el puñal con él. Los brazos del monstruo caen inertes a ambos lados, y sus manos empiezan a sacudirse con un temblor violento que reverbera por la totalidad de su descomunal cuerpo. Cuando los estertores cesan, la bestia se encorva y se desploma al suelo con la espalda contra los árboles. Se queda en posición sentada, pero alzándose aún a ocho metros sobre mí. Se hace un silencio, suspendido en espera de lo que se avecina. Suena un disparo, tan cercano que mis oídos siguen zumbando varios segundos después. La bestia toma una gran bocanada de aire y la mantiene dentro como si estuviera meditando, y de pronto su cabeza explota, proyectando por todas partes trozos de cerebro, carne y cráneo que rápidamente se convierten en cenizas y polvo.
El bosque se queda en calma. Vuelvo la cabeza y miro a Bernie Kosar, que sigue tumbado sobre un costado, inmóvil y con los ojos cerrados. No sé si está vivo o no. Mientras le miro, empieza a cambiar otra vez, reduciéndose a su tamaño normal, pero todavía inerte. Oigo el sonido de hojas y ramitas crujiendo cerca.
Tengo que emplear todas las fuerzas que me quedan sólo para levantar la cabeza unos centímetros del suelo. Abro los ojos y miro a través de la bruma nocturna, esperando ver a Mark James. Pero no es él quien se alza sobre mí. Se me corta la respiración en la garganta. Una imponente silueta, desdibujada bajo la luz de la luna que cae justo encima de ella. De pronto, da un paso adelante, eclipsando la luna, y abro los ojos como platos, presa de la estupefacción y el horror.