CAPÍTULO TREINTA Y UNO
OTRO RUGIDO RASGA EL AIRE NOCTURNO y atraviesa las paredes del instituto, helándome la sangre en las venas. El suelo empieza a retumbar bajo los pasos de la bestia que ahora debe de andar suelta. Meneo la cabeza, preocupado. En mis visiones de la guerra en Lorien he comprobado por mí mismo lo grandes que eran estas bestias.
—Por nuestro bien y el de vuestros amigos —dice Seis—, tenemos que largarnos de este instituto mientras aún estemos a tiempo. Son capaces de destruir todo el edificio para sacarnos de él.
Todos asentimos.
—Nuestra única opción es llegar al bosque —apunta Henri—. Sea lo que sea esa cosa, podemos conseguir escapar si permanecemos invisibles.
—Cogedme de la mano —dice Seis, asintiendo.
Henri y yo no necesitamos que nos insista para cogerle una mano cada uno.
—Sobre todo, no hagamos ruido —dice Henri.
El pasillo está oscuro y en silencio. Caminamos con sigilosa urgencia, moviéndonos tan rápido como podemos y haciendo el menor ruido posible. Otro bramido, y antes de que termine, otra bestia ruge. Nos detenemos. No hay una bestia, sino dos. Seguimos adelante hasta llegar al gimnasio. No se ve a los rastreadores por ningún lado. Cuando llegamos al centro de la cancha, Henri se detiene. Me vuelvo hacia él, pero no le veo.
—¿Por qué nos hemos parado? —susurro.
—Chist —contesta—. Escuchad.
Intento escuchar, pero no oigo nada aparte del zumbido constante de la sangre en mis oídos.
—Las bestias han dejado de moverse —anuncia Henri.
—¿Y qué?
—Chist —repite—. Hay algo más ahí fuera.
Y entonces yo también los oigo, unos gemidos leves pero agudos, como provenientes de animales pequeños. Los sonidos llegan amortiguados, pero está claro que se oyen cada vez más cerca.
—¿Qué diablos…? —pregunto.
Algo empieza a aporrear la trampilla del escenario, la misma salida por la que esperábamos escapar.
—Enciende tus luces —dice Henri.
Suelto la mano de Seis, enciendo las luces de mis manos y enfoco el escenario. Henri baja la vista hacia el cañón de la escopeta. La trampilla se sacude, como si algo intentara romperla pero no tuviera la fuerza necesaria para hacerlo. «Las comadrejas —pienso—, las pequeñas criaturas de cuerpo recio que tanto aterraron a los de Athens». Una de ellas golpea la trampilla con tanta furia que la arranca del escenario y la lanza rebotando por el suelo. Está visto que tienen más fuerza de lo que pensaba. Dos de ellas salen disparadas, y al localizarnos corren hacia nosotros con tanta rapidez que apenas consigo verlas. Henri se queda observando con la escopeta preparada y una sonrisa sardónica en su rostro. Las criaturas se separan y dan un salto desde unos cinco metros de distancia, una hacia Henri y la otra hacia mí. Henri revienta a una de ellas, que le cubre de sangre y entrañas; y justo cuando estoy a punto de partir en dos a la otra con telequinesia, la mano invisible de Seis la atrapa en el aire y la arroja al suelo como una pelota de fútbol, matándola al instante.
Henri recarga la escopeta, diciendo:
—Bueno, no ha sido tan grave.
Sin embargo, antes de que pueda responderle, toda la pared de detrás del escenario se desploma bajo el puño de una bestia. El puño se retira, y el siguiente golpe destroza el escenario en mil pedazos y deja al descubierto el cielo nocturno. El impacto nos hace retroceder a Henri y a mí.
—¡Corre! —grita Henri, y acto seguido vacía toda la carga de la escopeta sobre la bestia, pero no causa ningún efecto en ella.
La bestia se inclina hacia delante y suelta un rugido tan fuerte que noto mi ropa vibrar. Una mano me agarra y me hace invisible. La bestia se echa hacia delante, dirigiéndose directamente a Henri, y me asalta el terror de lo que pueda llegar a hacerle.
—¡Seis, no! —grito—. ¡Con Henri, ve con Henri!
Me retuerzo entre las manos de Seis, y finalmente me separo de ella y la empujo para alejarla de mí. Me hago visible, mientras ella permanece oculta. La bestia arremete contra Henri, que se mantiene firme ante ella. Sin balas. Sin opciones.
—¡Ve con él! —vuelvo a gritar—. ¡Ve con él, Seis!
—¡Ve al bosque! —grita ella a su vez.
No puedo hacer otra cosa que mirar. La bestia debe de alzarse diez metros del suelo, tal vez doce, mientras se cierne sobre Henri. Cuando ruge, una ira en estado puro le inunda los ojos. Su puño, musculoso y abultado, se eleva en el aire, tan arriba que atraviesa las vigas y el techo del gimnasio. Y entonces cae con tanta velocidad que se convierte en un borrón, como las palas de un ventilador. Grito de horror, sabiendo que Henri está a punto de ser machacado, pero no puedo apartar la vista. Henri se ve minúsculo, allí plantado con la escopeta colgando a un lado. Cuando el puño de la bestia está a una fracción de segundo de aplastarle, Henri desaparece. El puño atraviesa el suelo del gimnasio, haciendo añicos la madera, y el impacto me lanza contra las gradas, cinco metros más allá. La bestia se vuelve hacia mí, tapándome el lugar donde Henri estaba hace un momento.
—¡Henri! —grito, pero el siguiente rugido ahoga cualquier respuesta posible.
La bestia avanza un paso hacia mí. Al bosque, ha dicho Seis. Ve al bosque. Me pongo en pie y corro tan rápido como puedo hacia el fondo del gimnasio, por donde ha irrumpido la bestia. Me giro para ver si me sigue. No es así. Tal vez Seis haya hecho algo para desviar su atención. Sólo sé que ahora estoy solo, sin nadie que pueda ayudarme.
Salto sobre la pila de escombros y, tras salir del instituto a toda velocidad, echo a correr tan rápido como puedo hacia el bosque. Las sombras se arremolinan a mi alrededor y me siguen como espectros malignos. Sé que no puedo correr más deprisa que ellos. La bestia ruge y oigo otra pared desmoronándose. Cuando alcanzo los árboles, las sombras envolventes parecen haberse esfumado. Me detengo a escuchar. Los árboles se mecen por el efecto de una suave brisa. ¡Aquí hay viento! He escapado a lo que sea que han creado los mogadorianos. Algo caliente se concentra en la cintura de los pantalones. El corte que me hice en la espalda en casa de Mark James se ha reabierto.
La silueta del instituto se ve desdibujada desde donde estoy. El gimnasio entero ha desaparecido, reducido a un montón de ladrillos. La sombra de la bestia se eleva sobre los escombros del comedor. ¿Por qué no ha corrido detrás de mí? ¿Y dónde está la otra bestia a la que todos hemos oído? El puño de la primera bestia vuelve a caer: otra sección del edificio demolida. Mark y Sarah están escondidos en alguna parte. Les he dicho que volvieran, y ahora veo lo insensata que era la idea. No esperaba que la bestia destrozara el instituto aunque supiera que yo no estaba allí. Tengo que hacer algo para alejarla de allí. Inspiro profundamente para hacer acopio de fuerzas y, en cuanto doy el primer paso, algo duro me golpea la cabeza por atrás. Caigo de bruces sobre el barro. Cuando me toco el golpe, veo mi mano cubierta de sangre, que gotea de mis dedos. Me doy la vuelta y no veo nada al principio, pero entonces surge de entre las sombras con una sonrisa.
Un soldado. Ahora sé cómo son. Este es más alto que los rastreadores —dos metros, tal vez dos y medio—, y sus abultados músculos se le marcan bajo una raída capa negra. Unas grandes venas sobresalen a lo largo de cada brazo. Botas negras. La cabeza descubierta, y el pelo largo hasta los hombros. La misma piel blanca y cérea que los rastreadores. Una sonrisa de confianza, de determinación. En una de las manos porta una espada. Larga y reluciente, hecha con alguna clase de metal que nunca he visto en la Tierra ni en mis visiones de Lorien, y que parece estar latiendo, como si estuviera viva de algún modo.
Empiezo a alejarme a rastras, con la sangre cayéndome por la nuca. Mientras la bestia del instituto emite otro rugido, agarro las ramas bajas de un árbol cercano y me impulso para ponerme de pie. El soldado está a tres metros. Cierro las manos con fuerza, convirtiéndolas en puños. El mogadoriano blande la espada con aire indolente hacia mí, y algo parece salir de la punta, algo que parece un pequeño puñal. Veo el proyectil trazar un arco, dejando una ligera estela tras él, como el humo de un avión. La luz que emite lanza un hechizo que me impide apartar la vista.
Un destello de luz brillante lo devora todo, y el mundo se desvanece en un vacío sin sonido. Sin paredes. Sin techo ni suelo. Sin ruidos. Muy lentamente, las cosas vuelven a cobrar forma, y los árboles se yerguen como antiguas esfinges que hablan en susurros de un mundo que existió alguna vez, en algún reino alternativo donde sólo moran las sombras.
Levanto el brazo para tocar el árbol más cercano, el único contacto gris en un mundo donde todo lo demás es blanco. Mi mano se desliza por su superficie, y por un momento el árbol resplandece como si fuera líquido. Tomo una profunda bocanada de aire. Al exhalarlo, el dolor regresa al corte de mi cabeza y a las heridas de los brazos y el tronco que me hice al escapar del incendio de la casa de los James. De algún lado me llega el sonido de agua goteando. Poco a poco, se define la figura del soldado, a cinco o diez metros. Es gigantesca. Nos tomamos la medida. El resplandor de su espada es mucho más brillante en este nuevo mundo. Sus ojos se entornan y mis puños se cierran de nuevo. He levantado objetos mucho más pesados que él; he partido árboles y he causado destrucción. Seguro que mi fuerza está a la altura de la suya. Empujo al centro de mi ser todo lo que siento, todo lo que soy y todo lo que seré, hasta que creo estar a punto de estallar.
—¡Yaaaah! —grito, y echo los brazos hacia delante.
Una fuerza en estado puro sale de mi cuerpo, abalanzándose hacia el soldado. Al mismo tiempo, él oscila la espada frente a su cuerpo, como espantando una mosca. La fuerza se desvía hacia los árboles, donde danza por un breve instante como las espigas de un campo de trigo meciéndose a la suave brisa antes de quedarse quietas. El mogadoriano se ríe de mí, burlándose con una risa profunda y gutural. Sus ojos rojos empiezan a brillar con una luz que se arremolina como si fueran pozos de lava. Entonces, levanta su mano libre y yo me tenso en preparación para lo desconocido. Y, sin saber cómo ha ocurrido, su mano está agarrándome la garganta, habiendo salvado la distancia que nos separaba con un parpadeo. Me levanta con una sola mano, respirando con la boca abierta, de modo que puedo oler el hedor agrio de su respiración, el olor a podredumbre. Me revuelvo, intento arrancar sus dedos de mi garganta, pero parecen de hierro.
Y entonces me lanza por los aires.
Aterrizo sobre mi espalda, una docena de metros más allá. Me levanto y se lanza hacia mí, blandiendo su espada sobre mi cabeza. Me agacho y rechazo al soldado empujándolo con todas mis fuerzas. Da un traspiés, pero sigue en pie. Intento levantarlo con telequinesia, pero no ocurre nada. En este mundo alternativo, mis poderes están menguados, son casi inefectivos. El mogadoriano juega con ventaja aquí.
Sonríe ante mi impotencia y levanta la espada con ambas manos. La hoja cobra vida, pasando del plata reluciente al azul helado. Unas llamas azules lamen su superficie. La espada resplandece de poder, como había dicho Seis. El soldado la blande hacia mí, y otro puñal sale disparado de su punta, volando a mi encuentro. «Puedo con esto», pienso. He pasado horas entrenando en el patio con Henri en preparación para algo así. Siempre con cuchillos, más o menos lo mismo que un puñal. ¿Sabía Henri que los usarían? Sin duda, aunque en mis visiones de la invasión nunca los había visto. Pero tampoco había visto nunca a estos seres. En Lorien eran diferentes, con un aspecto no tan siniestro. El día de la invasión, se los veía enfermizos, famélicos. ¿Será la Tierra la causa de su recuperación? ¿Habrán ganado fuerza y salud gracias a sus recursos?
El puñal grita literalmente mientras se precipita en mi dirección, aumentando de tamaño y ardiendo en llamas. Justo cuando estoy a punto de desviarlo, explota en una bola de fuego, y las llamas saltan hacia mí. Quedo atrapado entre ellas, consumido en una perfecta esfera de fuego. Cualquier otra persona quedaría abrasada, pero no yo, y de algún modo esto trae de vuelta mis fuerzas. Puedo respirar. Sin que el soldado lo sepa, me ha hecho más fuerte. Ahora me toca a mí sonreír ante su impotencia.
—¿Es esto todo lo que tienes? —grito.
La furia invade su rostro. Con aire desafiante, se lleva una mano detrás del hombro para aparecer después acompañada de un arma parecida a un cañón que empieza a adaptarse a su cuerpo, enroscándose en torno a su antebrazo. El brazo y el arma se convierten en una sola cosa. Saco una navaja del bolsillo trasero, la que he cogido de casa antes de volver al instituto. Pequeña, inefectiva, pero mejor que nada. Abro la hoja y ataco. La bola de fuego ataca conmigo. El soldado se pone en guardia y baja la espada con fuerza. La bloqueo con la navaja, pero la fuerza de la espada la parte en dos. Dejo caer los pedazos y golpeo al soldado con todas mis fuerzas, hundiendo mi puño en su barriga. El mogadoriano se dobla en dos, pero enseguida se incorpora y vuelve a lanzarme un mandoble. Me agacho bajo la espada en el último segundo, pero me chamusca el pelo de la coronilla. Justo después de la espada ataca el cañón. No tengo tiempo de reaccionar. El arma me golpea en el hombro, y caigo de espaldas con un gruñido. El soldado se recompone y apunta el cañón al aire. En un primer momento, me siento confuso. Pero entonces, el arma absorbe y engulle el gris de los árboles. Ya lo comprendo: es el arma. Necesita cargarse antes de poder disparar, robar la esencia de la Tierra para ser utilizada. El gris de los árboles no son sombras, es la vida de las plantas en su nivel más elemental. Y ahora, estas vidas están siendo robadas, consumidas por los mogadorianos. Una raza de alienígenas que agotaron los recursos de su planeta en su afán de desarrollo, y ahora están haciendo lo mismo aquí. Esa es la razón por la que atacaron Lorien. La misma razón por la que atacarán la Tierra. Uno a uno, los árboles caen y se desmoronan en montones de ceniza. El cañón resplandece cada vez más, con un brillo tal que daña la vista al mirarlo. No hay tiempo que perder.
Vuelvo a la carga. El soldado, con el cañón todavía apuntando al cielo, dirige su espada hacia mí. Me agacho y le embisto directamente. Su cuerpo se tensa y se retuerce de agonía. El fuego que me envuelve le quema allí mismo. Pero he abierto mi guardia, y el mogadoriano descarga un débil mandoble. No basta para cortarme, pero no puedo hacer nada para evitar que me golpee. Mi cuerpo sale despedido quince metros hacia atrás, como si me hubiera caído un rayo encima. Me quedo allí tumbado, temblando con convulsiones de electrocución. Levanto la cabeza. A nuestro alrededor hay treinta montones de cenizas de los árboles. ¿Cuántas veces le permitirá disparar eso? Se levanta un ligero viento, y la ceniza empieza a filtrarse por el espacio vacío que nos separa. La luna regresa. El mundo al que me ha traído empieza a venirse abajo, y el soldado lo sabe. Su arma está a punto. Me levanto del suelo con un gran esfuerzo. A un par de metros de mí, aún reluciente, yace uno de los puñales que me ha disparado. Lo recojo.
El mogadoriano baja el cañón y apunta. El velo blanco que nos rodea está empezando a desaparecer, dejando que vuelva el color. Y entonces el cañón dispara con un deslumbrante fogonazo que contiene las formas fantasmagóricas de todos los que me importan —Henri, Sam, Bernie Kosar, Sarah—, todos ellos muertos en este reino alternativo. La luz es tan intensa que sólo puedo verlos a ellos, intentando llevarme consigo, abalanzándose hacia mí en una bola de energía que crece a medida que se acerca. Intento desviar la ráfaga, pero es demasiado fuerte. La blancura alcanza la rugiente esfera que me envuelve, y la explosión que se origina al tocarse ambas me proyecta hacia atrás y me tumba al suelo con un golpe seco. Hago inventario. Estoy indemne, pero la bola de fuego se ha extinguido. De algún modo ha absorbido la ráfaga, me ha salvado de una muerte segura. Debe de ser así como funciona el cañón: la muerte de una cosa por la muerte de otra. La destrucción de los elementos del mundo les otorga el poder del control mental, la manipulación sobre la base del miedo. Los rastreadores han aprendido a hacerlo con su mente, en menor medida. Los soldados se sirven de sus armas para lograr un efecto mucho mayor.
Me levanto, empuñando todavía el reluciente puñal. El soldado tira de una especie de palanca a un lado del cañón, como para recargarlo. Echo a correr hacia él. Cuando ya estoy lo bastante cerca, apunto hacia su corazón y lanzo el puñal con todas mis fuerzas mientras el mogadoriano dispara una segunda ráfaga. Un torpedo naranja vuela hacia él, una muerte blanca viene certera hacia mí. Ambos se cruzan en el aire sin tocarse. Justo cuando creo que me alcanzará el segundo disparo, trayendo consigo la muerte, ocurre otra cosa en su lugar.
El puñal llega antes.
El mundo se desvanece. Las sombras se diluyen, y el frío y la oscuridad regresan como si nunca se hubiesen ido. Es una transición vertiginosa. Doy un paso atrás y me desplomo. Cuando mis ojos se ajustan a la escasez de luz, los dirijo hacia la negra figura del soldado que se alza sobre mí. El disparo del cañón no ha viajado con nosotros desde el mundo alternativo, pero sí el brillante puñal, con la hoja clavada profundamente en su corazón, la empuñadura parpadeando con un resplandor naranja bajo la luz de la luna. El soldado se tambalea, y entonces el cuchillo penetra más hondo y desaparece. El mogadoriano gruñe mientras brotan chorros de sangre negra de su herida abierta. Los ojos se le ponen en blanco antes de desaparecer en su cabeza, y entonces cae inmóvil al suelo y explota en una nube de cenizas que me salpica los zapatos. Un soldado. He matado al primero. Espero que no sea el último.
Estar en el reino alternativo me ha debilitado de algún modo. Apoyo la mano en un árbol cercano para recomponerme y recuperar la respiración, pero en ese momento deja de haber árbol. Miro a mi alrededor. Todos los árboles que me rodean se han reducido a montones de ceniza, como ha ocurrido en el otro reino. Igual que les sucede a los mogadorianos al morir.
Oigo el bramido de la bestia y levanto la vista para ver si queda alguna parte del instituto en pie. Pero en lugar del edificio hay otra figura, a cinco metros de distancia, irguiéndose amenazadora con una espada en una mano y un cañón en la otra. Un cañón recién cargado, resplandeciendo de poder y apuntándome directamente al corazón. Otro soldado. No creo que tenga la fuerza suficiente para combatir a este como he hecho con el otro.
No tengo nada a mano que arrojarle, y la distancia que nos separa es demasiado grande para atacarle antes de que dispare. Pero entonces su brazo se convulsiona, y el sonido de un disparo resuena por el aire. Mi cuerpo se crispa por instinto, esperando que el cañón me parta en dos. Sin embargo estoy bien, indemne. Alzo la vista confundido. Allí, en la frente del soldado, hay un agujero del tamaño de un centavo, expulsando a chorros su horrenda sangre. A continuación, su cuerpo se desploma y se desintegra.
—Eso va por mi padre —oigo detrás de mí. Me doy la vuelta. Es Sam, con una pistola de plata en su mano derecha. Le sonrío, y baja el arma—. Han pasado justo por mitad del pueblo —explica—. Sabía que eran ellos en cuanto he visto el semirremolque.
Intento recobrar el aliento, mientras miro atónito la silueta de Sam. Tan sólo unos momentos antes, en las imágenes del disparo del primer soldado, él era un cadáver putrefacto salido de los infiernos para arrastrarme consigo. Y ahora acaba de salvarme la vida.
—¿Estás bien? —me pregunta, y asiento.
—¿De dónde has salido tú?
—Los he seguido con la camioneta de mi padre cuando los he visto pasar delante de mi casa. He llegado hace quince minutos, y enseguida me han empezado a rodear los que ya estaban aquí. Así que he dado media vuelta, he aparcado en el campo, a un kilómetro de aquí, y he venido a través del bosque.
El segundo par de faros que hemos visto desde la ventana del instituto eran de la camioneta de Sam. Abro la boca para contestar, pero el estallido de un trueno sacude el cielo. Otra tormenta empieza a formarse, y un sentimiento de alivio me invade al ver que Seis sigue viva. Un relámpago surca el aire y empiezan a acudir nubes de todas direcciones, convergiendo en una gran masa gigante. Cae una oscuridad aún mayor, seguida de una lluvia tan pesada que tengo que entornar los ojos para ver a Sam, que está a no más de dos metros de distancia. El instituto se vuelve borroso. Pero entonces cae un gran rayo y, durante la fracción de segundo en que todo se ilumina, veo que la bestia ha sido alcanzada. Se oye un rugido de agonía.
—¡Tengo que volver al instituto! —grito—. ¡Mark y Sarah están dentro!
—Si tú vas, yo también —grita él a su vez para hacerse oír por encima del atronador ruido de la tormenta.
No damos ni cinco pasos antes de que el viento empiece a ulular, a echarnos hacia atrás, y llega acompañado de una lluvia torrencial que nos aguijonea la cara. Enseguida nos quedamos empapados, tiritando de frío. Pero, si tiemblo, es que estoy vivo. Sam apoya una rodilla en el suelo y después se tumba panza abajo para evitar que se lo lleve el viento hacia atrás. Yo le imito. Con los ojos entrecerrados, miro hacia las nubes, pesadas, oscuras, amenazantes, que se arremolinan en pequeños círculos concéntricos y, en el centro, en el ojo de la tormenta que intento alcanzar desesperadamente, empieza a formarse una cara.
Es un rostro anciano, curtido, barbudo, de aspecto sereno, como si durmiera. Un rostro que parece más anciano que la propia Tierra. Las nubes empiezan a descender, a acercarse lentamente hacia el suelo mientras lo engullen todo, lo envuelven todo en unas tinieblas tan oscuras e impenetrables que es difícil imaginar que en alguna parte todavía pueda existir el sol. Otro rugido, un rugido de rabia y perdición. Intento ponerme en pie, pero el viento es tan fuerte que enseguida me aplasta de nuevo contra el suelo. El rostro. Ahora está cobrando vida. Está despertando. Los ojos se abren, la cara se tuerce formando una mueca. ¿Será una creación de Seis? El rostro adquiere la forma de la rabia en estado puro, la expresión de la venganza. Sigue descendiendo a gran velocidad. Todo parece pender de un hilo. Y entonces la boca se abre, hambrienta, con los labios estirados para mostrar los dientes. Y los ojos se entornan en una expresión que sólo puede describirse como pura cólera. Un furor completo y absoluto.
Cuando el rostro toca tierra, un estallido sónico sacude el suelo: una explosión que se expande sobre el instituto y lo ilumina todo de rojo, naranja y amarillo. Caigo hacia atrás. Los árboles se parten por la mitad. El suelo retumba. Aterrizo con un golpe seco, bajo una lluvia de ramas y barro. Me zumban los oídos como nunca me habían zumbado antes. El estallido ha sido tan fuerte que debe de haberse oído a cincuenta kilómetros. De pronto, la lluvia cesa, y todo se queda en silencio.
Me quedo tumbado sobre el barro, escuchando los latidos de mi corazón. Las nubes se despejan, revelando una luna solitaria. Ni un solo soplo de viento. Miro a mi alrededor, pero no veo a Sam. Le llamo a gritos y no responde. Ansío oír algo, lo que sea, otro rugido, la escopeta de Henri, pero no hay nada.
Me pongo en pie en el suelo, me sacudo el fango y las ramas como mejor puedo, y salgo del bosque por segunda vez. Las estrellas han reaparecido: un millón de luceros titilando en el cielo nocturno. ¿Ha terminado? ¿Hemos ganado? ¿O es sólo una tregua en la batalla? «El instituto —pienso—. Tengo que ir al instituto». Doy un paso adelante, y es entonces cuando lo oigo.
Otro bramido, procedente de los árboles de atrás.
Los sonidos han vuelto. Tres disparos sucesivos estallan en la noche, pero su eco me impide saber de dónde vienen. Deseo con todo mi ser que sean de la escopeta de Henri, que siga vivo, que siga combatiendo.
El suelo empieza a temblar. La bestia corre al galope, viniendo a mi encuentro. Los árboles que se parten y arrancan detrás de mí, que no parecen reducir la marcha de la bestia en absoluto, señalan claramente su dirección. ¿Será esta mayor que la otra? No necesito saberlo. Echo a correr hacia el instituto, pero entonces me doy cuenta de que es claramente el peor sitio al que ir. Sarah y Mark siguen ahí, escondidos. O al menos espero que lo estén.
Todo vuelve a ser como antes de la tormenta, y de nuevo merodean las sombras, los rastreadores, los soldados. Giro a la derecha y corro a toda velocidad a lo largo del camino flanqueado por árboles que lleva al campo de fútbol, seguido de cerca por la bestia. ¿Qué esperanza tengo de dejarla atrás? Si consigo llegar al bosque de detrás del estadio, tal vez podría. Conozco ese bosque: es el que va a parar a nuestra casa. En él, tendré la ventaja de jugar en mi terreno. Miro en derredor y veo las siluetas de los mogadorianos en el patio del instituto. Son demasiados. Su número es abrumadoramente mayor. ¿De verdad creíamos que podríamos ganar?
Un puñal vuela junto a mí, con un destello rojo que pasa a centímetros de mi cara. Se clava en el tronco de un árbol que está a mi lado, y el árbol estalla en llamas. Otro rugido. La bestia no pierde terreno. ¿Cuál de nosotros tendrá mayor resistencia? Entro en el estadio, atravieso a la carrera la línea de cincuenta yardas y paso al campo del equipo visitante. Otro puñal, esta vez azul, pasa silbando. El bosque está cerca, y cuando finalmente entro corriendo en él, una sonrisa se forma en mi cara. He alejado a la bestia de mis amigos. Si todos los demás están a salvo, he hecho bien mi trabajo. Pero justo cuando nace en mí el sentimiento de triunfo, cae el tercer puñal.
Lanzo un grito y caigo de bruces sobre el barro. Siento el puñal entre mis omóplatos, con un dolor tan agudo que me paraliza. Intento alcanzar el puñal para arrancármelo, pero está demasiado arriba. Parece estar moviéndose, clavándose cada vez más hondo, y el dolor se extiende como si estuviera envenenado. Me quedo tumbado boca abajo, presa de la agonía. No consigo quitármelo con telequinesia, como si me fallaran los poderes. Empiezo a arrastrarme hacia delante. Uno de los soldados (o tal vez un rastreador, no llego a distinguirlo) apoya un pie en mi espalda, se agacha y me arranca el puñal. Suelto un quejido. Aunque la hoja ya no está clavada en mí, el dolor no se va. El mogadoriano aparta el pie de mí, pero todavía siento su presencia, y me retuerzo hasta colocarme boca arriba para poder verlo.
Es otro soldado, irguiéndose sobre mí con una sonrisa de odio. La misma mirada que el de antes, el mismo tipo de espada. El puñal que estaba en mi espalda se tuerce en su mano. Eso es lo que sentía: la hoja girando mientras estaba hundida en mi carne. Levanto una mano hacia el soldado para moverlo, pero sé que es en vano. No puedo concentrarme, y todo se emborrona. El soldado alza la espada en el aire. Oliendo la muerte, la hoja empieza a brillar frente al telón formado por el cielo nocturno.
«Estoy perdido —pienso—. No puedo hacer nada». Miro sus ojos. Diez años a la fuga para que todo termine con tanta facilidad, con tanta tranquilidad. Pero detrás de él acecha otra cosa, algo mucho más amenazador que un millón de soldados con un millón de espadas. Dientes tan largos como la estatura del soldado, de un blanco resplandeciente, en una boca que no es lo bastante grande para contenerlos. La bestia, con sus ojos malvados, se cierne sobre nosotros.
De repente, me quedo sin aire, y los ojos se me abren de par en par por el terror. «La bestia acabará con los dos», pienso. El soldado sigue ajeno a su presencia. Se tensa y me dirige una mueca de desdén mientras se dispone a bajar la espada para partirme en dos. Pero es demasiado lento, y la bestia ataca primero, cerrando la mandíbula como una trampa para osos. La dentellada no termina hasta que las fauces de la bestia se juntan y el cuerpo del soldado queda cortado limpiamente en dos mitades, justo por debajo de la cintura, dejando sólo tras de sí las dos extremidades, todavía en pie. La bestia mastica dos veces y traga. Las piernas del soldado caen muertas al suelo, una a la derecha y otra a la izquierda, y acto seguido se desintegran.
Hago acopio de todas mis fuerzas para alcanzar el puñal que ha caído a mis pies. Me lo meto en la cintura de los vaqueros y empiezo a alejarme a rastras. Sé que la bestia se cierne sobre mí, siento su respiración sobre la nuca. El hedor a muerte y a carne putrefacta. Llego a un pequeño claro. Me preparo para que la furia de la bestia se descargue sobre mí de un segundo a otro, para que sus dientes y garras me corten a tiras. Tiro de mí hacia delante hasta que ya no puedo seguir más, y apoyo la espalda contra un roble.
La bestia se alza en el mismo centro del claro, a diez metros de distancia. La observo por primera vez. Una figura descomunal, desdibujada por la oscuridad y el frío de la noche. Es más alta y corpulenta que la bestia del instituto, y sostiene sus doce metros de altura sobre sus patas traseras. Su piel gruesa y grisácea se estira sobre sus músculos grandes como losas. Carece de cuello, y su cráneo se proyecta hacia atrás de forma que la mandíbula inferior se destaca sobre la superior. Un par de colmillos apunta hacia el cielo, y otro hacia el suelo, y de ellos gotean hilos de sangre y babas. Aunque la bestia camina erguida, sus largos y gruesos brazos cuelgan a medio metro del suelo, lo que da la impresión de que está ligeramente encorvada hacia delante. Ojos amarillos. Unos discos redondos a ambos lados de la cabeza que palpitan con el latido del corazón, siendo esta la única señal de que tenga corazón siquiera.
La bestia se inclina hacia delante y apoya la mano izquierda en el suelo. Una mano con dedos cortos y gruesos terminados en garras de rapaz, capaces de desgarrar cualquier cosa que toquen. Me olisquea y lanza un rugido, un rugido ensordecedor que me habría arrastrado hacia atrás si no estuviera apoyado en un árbol. Abre sus fauces, mostrando lo que deben de ser otros cincuenta dientes, cada uno tan afilado como el anterior. Da un zarpazo con la mano libre y parte en dos todos los árboles que golpea, diez, quince o más.
Se acabó el huir. Se acabó el pelear. La sangre sigue brotando del corte de mi espalda; me tiemblan las manos y las piernas. El puñal sigue en la cintura de mis pantalones, pero ¿qué sentido tiene cogerlo? ¿Qué puede hacer una hoja de diez centímetros contra una bestia de doce metros? Para ella sería como la punzada de una astilla, y no haría sino enfurecerla. Mi única esperanza es morir desangrado antes de que me mate y me devore.
Cierro los ojos y acepto la muerte. He apagado las luces de las manos. No quiero ver lo que está a punto de ocurrir. De pronto, oigo un movimiento detrás de mí. Abro los ojos. «Uno de los mogadorianos debe de estar acercándose a mirar», pienso al principio, pero enseguida me doy cuenta de que no es así. Hay algo que reconozco en su forma de trotar, en el sonido de su respiración. Y es entonces cuando él entra en el claro.
Bernie Kosar.
Sonrío, pero mi sonrisa se desvanece al momento. Aunque yo esté condenado, no hay necesidad de que él también muera. «No, Bernie Kosar. No puedes estar aquí. Tienes que irte, tienes que correr como el viento, tienes que alejarte tanto como puedas. Haz como si hubiéramos terminado nuestra carrera matutina al instituto y fuera tu hora de volver a casa».
Bernie Kosar me mira mientras se acerca a mí. «Estoy contigo —parece decir—. Ahora estoy contigo, y resistiré a tu lado».
—No —digo en voz alta.
Sin embargo, él se detiene el tiempo suficiente para darme un lametón de consuelo en la mano y mirarme con sus grandes ojos marrones. «Vete, John —oigo en mi mente—. Aunque sea a rastras, pero vete ahora de aquí». La pérdida de sangre está provocándome alucinaciones. Bernie parece estar comunicándose conmigo. ¿Está aquí siquiera, o eso también me lo estoy imaginando?
Él se planta delante de mí, como protegiéndome. Entonces, empieza a soltar un gruñido, leve al principio, pero que va en aumento hasta convertirse en un rugido tan feroz como el de la propia bestia. El monstruo clava los ojos en él, y ambos se retan con la mirada. El pelo de Bernie Kosar está erizado en mitad del lomo, y tiene pegadas a la cabeza sus orejas de color canela. Su lealtad y valentía están a punto de hacerme llorar. Es cien veces más pequeño que la bestia, y aun así se planta frente a ella, dispuesto a pelear. Un rápido golpe de la bestia y todo habrá terminado.
Estiro la mano hacia Bernie Kosar. Desearía poder levantarme, cogerlo y llevármelo lejos. Sus gruñidos son tan fieros que todo su cuerpo se sacude con unos temblores que le recorren de punta a punta.
Y entonces, ocurre algo inesperado.
Bernie empieza a crecer.